CAPÍTULO II
LA BRIGADA POLICIAL
Sir Henry permaneció un momento silencioso, haciendo girar los pulgares sobre su vientre, y con el mohín de repugnancia de un hombre al que un nauseabundo olor incomoda. Al fin tomó un cigarro, cuya punta seccionó de una dentellada. Expectorado con vigor, poco faltó para que el diminuto proyectil alcanzara la chimenea, situada al otro extremo de la pieza.
—Si me pide opinión —pronunció lentamente Merrivale—, he de manifestarle que este asunto no me dice nada bueno. La sangre va a correr de nuevo. ¡Así cargue el diablo con usted, Masters! Juraría que atrae usted los casos más disparatados de que jamas haya oído yo hablar. Para sentirse a sus anchas, necesita otro crimen cometido en circunstancias imposibles. Tranquilícese, que no habrá de aguardar mucho tiempo.
Masters halló los argumentos que necesitaba para llegar a sus fines.
—No puedo esperar un milagro, ya lo sé —dijo en tono amable—. ¿Cómo le sería a usted posible aclarar un misterio que ha mantenido en jaque a Scotland Yard durante dos años? Perdóneme que le recuerde, señor, que no es usted más que un amateur, y…
—¿Me arroja usted un desafío, si mal no comprendo? —interrumpió Sir Henry, conquistado a la causa del inspector.
Lanzóse a una diatriba tan amarga acerca de la ingratitud humana, que Pollard se preguntó, con inquietud, si, por esta vez, su jefe no habría sobrepasado los límites. Más la cólera de Sir Henry apaciguóse de momento, y prosiguió:
—Se decía, a la verdad, que la gente no queda satisfecha sino después de haberme demostrado que no paso de ser un viejo fósil de cortos alcances y bueno únicamente para echarme a los perros. Esto se convierte ya en persecución. Bien. Pero nada más que para probarle que sus abortos de agentes han exagerado mucho la obscuridad de ese caso, voy a dirigirle dos preguntas. Antes, sin embargo, queda por arreglar un primer punto… Sir Henry señaló el billete anónimo llegado esa misma mañana a manos de Masters.
—… La cita es para las diecisiete, en pleno día, por consiguiente. Parece sospechoso. Y esa fórmula: «Rogamos a la policía metropolitana que nos honre con su presencia…» sospechoso también. Preferiría con mucho la del precedente mensaje: «Se ruega a la policía que abra el ojo». Esto sí que es claro. No parece, en cambio, sino que su último corresponsal tiene intenciones de jugárselas a usted y a sus empleados. ¿Supongo que habrá tomado usted la precaución de asegurarse de que no se trata de una broma, Masters? Le bastará, para eso, averiguar si el número * de Berwick Terrace es realmente una casa desocupada, apropiada para encubrir a un discreto asesino…
Masters emitió un gruñido.
—Conozco mi profesión, señor —respondió—. Telefoneé al inspector de Kensington pidiéndole que se procurase con urgencia todos los informes posibles respecto a la casa en cuestión. Espero que habrá tenido ya tiempo de documentarse. ¿Me permite?…
Masters descolgó el receptor del teléfono colocado sobre el escritorio de Sir Henry. Obtuvo rápidamente comunicación con el inspector Cotteril y escuchó su informe. Luego, con la mano en la boquilla del aparato, se volvió hacia sus compañeros, diciendo:
—Lo hubiera apostado. La casa está vacía desde hace cerca de un año. Hay un cartel en la puerta con el nombre de Houston y Klein, agentes de locación de Saint James Square. Me informa Cotteril que Berwick Terrace es una corta calle sin salida, tranquila, aislada, y que cuenta con una docena de hotelitos particulares en total. El número 4 dista de ser la única casa desalquilada; hay varias otras.
—¿De veras? ¿Por qué? ¿Reina allí la peste?
Masters consultó de nuevo al inspector Cotteril.
—El motivo reviste casi la misma gravedad —siguió—. Prolongan hacia ese lado el subterráneo, con una boca a la entrada de Berwick Terrace. Los trabajos no se hallan aún terminados, pero el proyecto ha causado un éxodo de locatarios, indignados de sentir amenazado su reposo. Las acciones de la sociedad inmobiliaria han descendido poco menos que a cero… Sí, Cotteril, lo escucho… ¿Cómo? ¡Ah! Ahora estamos seguros…
El inspector se volvió hacia Sir Henry.
—Un agente vio ayer detenerse un camión delante del número 4. Los muebles que contenía fueron llevados al interior. Sir Henry silbó.
—Esto promete, muchachos —declaró—. Nuestro asesino tiene agallas.
—A menos de poseer el don de la invisibilidad, no se nos escapará por segunda vez de entre los dedos —rezongó Masters—. ¡Ya le daré yo tazas de té!… ¡Aló! ¿Cotteril?… Nos encontramos quizá en presencia de una repetición del caso Dartley. Haga vigilar esa casa por dos hombres de confianza, en civil, apostados uno delante y otro detrás. Introduzca a un tercero en la plaza, si es posible. Voy a procurarme las llaves en lo del agente de locación y le enviaré refuerzos. Recomiéndeles a sus hombres que se muestren lo menos posible… Entendido. Hasta luego.
—Calma, amigo —dijo Sir Henry, cuando Masters colgaba el receptor con gesto brusco—. No es más que mediodía, no lo olvide. Tiene usted cinco horas por delante, suponiendo que el criminal se ciña a sus manifestaciones. Reconozco, no obstante, que sería ingenuo creer en sus palabras.
—¿Este asunto, por lo visto, no altera su calma? —preguntó Masters—. Palabra que es cosa de creerse.
—Desengáñese. Por el contrario, estoy preocupado a más no poder. Los procedimientos y la audacia de ese asesino son pasmosos. Pero es demasiado pronto para llorar, puesto que no tenemos aún la menor indicación acerca de la víctima elegida.
—Disculpe, señor —intervino Pollard—. ¿Puedo saber de dónde proviene su certidumbre de que será cometido un crimen? En realidad, el billete de hoy, como el de hace dos años, no contiene ninguna amenaza. Habrá diez tazas de té, en tal dirección… ¿y después? El informe no encierra nada de inquietante en sí, me parece. ¿El asesinato de Dartley no habrá sido un error o un accidente? Me explico. El único indicio de que disponemos acerca de las famosas tazas nos ha sido suministrado por el informe del conservador del South Kensington Museum: «Me inclino a creer que fueron utilizadas para ciertas ceremonias rituales, tales como los concilios secretos de Venecia, por ejemplo». Confieso que no estoy documentado en absoluto acerca de esos concilios secretos. Pero la sugestión del conservador tal vez nos abra una pista… ¿Las diez tazas no se hallarían preparadas en vista de una reunión de los miembros de una sociedad secreta?
—¡Hum! —Dejó escapar Sir Henry—. ¿Una especie de Club de los Suicidas, si mal no he comprendido? Un club del crimen, creería yo más bien.
—Pierde usted su tiempo —cortó Masters—. No lo han esperado para emitir la hipótesis de una sociedad secreta, Bob. Lanzada por un periodista, cuando el asesinato de Dartley, la idea nos valió innumerables artículos consagrados a las organizaciones secretas, antiguas y modernas. Tonterías. Ante todo, si se trata de una sociedad secreta, lo es tanto, que nadie oyó hablar jamás de ella…
—El argumento no es concluyente —interrumpió Sir Henry—. Junto a las grandes sociedades llamadas «secretas», cuya existencia todo el mundo conoce, las hay más misteriosas, querido. Tiene usted el aspecto de negar por principio la existencia de una asociación realmente secreta, que viva en la sombra, ignorada de todos… ¡Qué error! Personalmente, observe usted, no creo que nos hallemos frente a una organización de este género. ¿Pero tiene usted pruebas en apoyo de su convicción?
—El testimonio de Emma Dartley, la hermana del difunto —respondió Masters—. Puesto al servicio de su curiosidad natural, su olfato le habría permitido ganar una fortuna en la profesión de detective privado. La señorita Dartley jura que su hermano no pertenecía a ninguna sociedad secreta, y abrigo confianza en su juicio. Me comprendería usted si la conociese. Además, todo parecía indicar que la casa de Pendragon Gardens no había sido visitada más que por dos personas esa noche: Dartley y su asesino. Ignoro si una sociedad secreta puede vivir completamente a escondidas del mundo; pero me atrevo a sostener que no existe asociación sin miembros.
Sir Henry contempló a, Masters, que se había acalorado al hablar.
—Dejemos las hipótesis, para ocuparnos sólo de los hechos —dijo—. Ha vuelto usted a poner el caso Dartley sobre el tapete, y es respecto a Dartley que deseo algunos informes. ¿Poseía una colección importante, me parece haber comprendido?
—Importante y que valía una fortuna —respondió Masters—. La estimación del perito del museo se elevaba a cerca de cien mil libras.
—¡Demonio! ¿Qué clase de colección era? ¿Porcelanas, principalmente?
—Sí. Pero comprendía también cuadros, libros, tabaqueras y algunos sables antiguos. Tengo una lista por ahí.
—¿Dartley compraba mucho en lo de Soar, el anticuario de Bond Street?
—Sí, aparentemente. Estaba en términos amistosos con el viejo Benjamín Soar, muerto hace unos seis meses. Lo ha sucedido su hijo en el negocio. Recuerdo haber oído declarar por el experto que Dartley debía ser un excelente hombre de negocios, a pesar de no ofrecer aire de tal. Las facturas encontradas en su escritorio probaban que había obtenido de Soar importantes rebajas sobre la mayoría de sus adquisiciones…
Masters clavó los ojos en Sir Henry, para concluir:
—Esos detalles carecen de importancia, por supuesto.
—Naturalmente. ¿Cómo fueron empaquetadas las tazas que compró Dartley?
—En un cajón de madera de teca de dos pies de longitud por uno de profundidad, aproximadamente. Las tazas estaban envueltas en papel de seda. El cajón, de un modelo corriente, se hizo humo.
—Una última pregunta, querido. Reflexione atentamente antes de responderme. ¿Supongo que efectuó un inventario de la colección después de la muerte de Dartley?…
Masters inclinó la cabeza.
—… Bien. ¿Reveló ese inventario la desaparición de alguna pieza de la colección?
Masters se irguió con una semisonrisa, sorprendido.
—Debí prever que iba usted a sacar un conejo vivo de un sombrero de copa —dijo lentamente—. Es un truco de prestidigitador;… ¿Cómo sabía usted que encontramos la colección incompleta?
—Reflexionando en la cuestión, se me ocurrió la idea de que podía haber desaparecido alguno de los objetos que la componían; simplemente. ¿Cuál?
—Es lo más singular del caso. Si mis recuerdos son precisos, la cosa faltante era uno de los escasos ejemplares sin valor de la colección. Dartley lo conservaba como una curiosidad, o un juguete, si lo prefiere usted. Era un gran «cántaro de sorpresa», como más de una vez habrá usted visto. Estos cántaros, de porcelana, o de loza, están provistos de tres bocas, y, en ocasiones, de un asa hueca, que se comunica con el recipiente por medio de un orificio. Dispuestas las bocas en derredor, llenase de agua el cántaro y se invita a alguien a que lo vacíe por una de las bocas, sin verter una gota a través de las restantes. Pero ¿qué relación puede haber entre el asesinato de Dartley y la desaparición de ese engañabobos, sin hablar de las diez tazas dispuestas en círculo?
—Ni siquiera lo sospecho, querido —suspiró Sir Henry con aire de tribulación—. Por el momento, al menos… Una de sus frases me hizo considerar la posibilidad de que un objeto hubiese faltado en el inventario realizado después del deceso de Dartley. ¡No, no, no me pregunte nada! Vamos, Masters, es usted un nombre de acción, y tiene pan en el horno, me parece. ¡Al trabajo, qué diablo!
El inspector se levantó.
—Así lo haré. Pero debo asistir a una conferencia relativa al caso de Birmingham, que dentro de poco tendrá lugar en Scotland Yard, y, ante todo, necesito salir de eso…
Masters miró a Pollard, antes de añadir:
—¿Se siente usted capaz de ejecutar la primera parte del programa, Bob?
—Sí, jefe —respondió el joven sargento.
—Corra a la agencia de locación Houston y Klein, de Saint James Square, y consígase las llaves de la casa y autorización para visitarla. Preséntese como un comprador eventual y no como un policía, ¿comprende? Infórmese con habilidad de si algún otro ha pedido las llaves. De la agencia, diríjase directamente al número 4, Berwick Terrace; cuando haya dado con la pieza amueblada, no se mueva, pase lo que pase. Me reuniré a usted lo antes posible. Lárguese, ahora.
Pollard no se lo hizo repetir. El caso lo apasionaba, y sabía que Masters nunca le perdonaría un fracaso. Las nubes se amontonaban sobre Whitehall; sin duda llovería antes que concluyese el día. Pollard empapó su camisa corriendo en pos de un autobús, y, unos diez minutos más tarde hallábase de gran conversación con uno de los directores de la agencia Houston y Klein.
—El número 4, Berwick Terrace —repitió el agente, con cierta vacilación—. ¡Ah! Ya sé. ¿Desea visitarla? Nada más fácil, señor Grant…
Miró a Pollard sin curiosidad aparente antes de agregar:
—Esa casa adquiere decididamente una súbita boga. Esta misma mañana entregamos un manojo de llaves y un permiso de visita a otro cliente. Pero la orden de libranza de este género de autorizaciones no confiere ningún derecho de prioridad a esa persona. En el caso en que fuese usted un comprador…
Pollard expresó con una mueca su contrariedad.
—Qué fastidio —declaró—. Si se trata de quien creo, qué fastidio. ¿Quién es esa persona, a propósito? Hemos entablado una apuesta y…
—Una apuesta —repitió el otro, con una perplejidad mezclada de alivio. Sus vacilaciones disipáronse.
—No me parece faltar a la discreción nombrándole ese cliente, señor. Es el señor Vance Keating.
El nombre abría vastos horizontes. Pollard conocía vagamente al personaje, a quien encontrara en cierta oportunidad en una reunión, y que le había sido más bien antipático. Pero Vance Keating gozaba de algún prestigio social, alimentado por los periódicos. Era un joven millonario que proclamaba ruidosamente demasiado a menudo su hastío de la existencia. Pollard recordaba todavía un discurso ridículo de Keating: «Pertenecemos a la familia de los buscadores de aventuras, tan vieja como la antigua caballería. Llamamos a las puertas de los desconocidos. Tomamos billetes para una ciudad y bajamos del tren en otra. Penetramos en los harenes y nos arrojamos a las cataratas del Niágara en un tonel. La esperanza de que la aventura, como la prosperidad, pueda aguardarnos en una esquina, sobrevive a todas nuestras decepciones». Keating, preciso es hacerle justicia, había cumplido hazañas por demás peligrosas, aunque se murmuraba que su valor no siempre hallábase a la altura de sus sucesivos ideales. Citábase una cacería de tigres de triste memoria. Keating sufrió un desfallecimiento nervioso, y hubieron de transportarlo en unas angarillas. Pollard había leído recientemente el anuncio de su compromiso con la señorita Francés Gale, la campeona de golf.
—Keating —dijo el sargento—. Esperaba que fuese él. La lucha será dura; pero uno de los dos saldrá propietario de la casa. A propósito, ¿podría decirme si una tercera persona la ha visitado últimamente?
El agente reflexionó.
—Creo que nadie me pidió las llaves en el curso del semestre transcurrido —respondió por último—. Su pregunta me toma un poco de sorpresa… Un momento, si hace el favor, señor Grant…
El agente se ausentó un instante. Fue en busca de un registro, que consultó antes de responder:
—Me engañaba. Una joven dama visitó la casa hace tres meses, el 10 de mayo, para ser exacto. Se trata de una señorita Francés Gale, la…
—Gracias —interrumpió Pollard, que se apresuró a tomar el portante.
Si Vance Keating andaba mezclado en el asunto, un golpe teatral se preparaba. El juvenil «buscador de aventuras» desdeñaba las situaciones plácidas. El sargento Pollard se introdujo en una boca del subterráneo con la impresión de sumirse en un horno; descendió en la estación de Notting Hill Gate y dirigióse hacia el este por calles tranquilas.
Aunque el reloj de Pollard señalase las trece y cuarto, todo el barrio parecía adormecido bajo un cielo amenazante; un soplo de aire caliente agitaba de vez en cuando las secas hojas de los plátanos. El sargento halló sin dificultad Berwick Terrace, un bolsón de unas sesenta yardas de longitud por veinte de ancho, que daba sobre una plazoleta. Berwick Terrace contaba diez casas en total, cuatro de cada lado y dos al extremo, cerrando el callejón. Diez hotelitos idénticos, compuestos de tres pisos y un granero. Databan de la misma época, y formaban un solo bloque, cortado a intervalos regulares por las escalinatas de piedra que conducían a las puertas de entrada. Sólo las ventanas de cuatro fachadas ostentaban cortinas de encaje almidonado; de ahí, sin duda, la impresión de abandono producida por aquella desierta calle. Pollard experimentó un sentimiento de malestar. Nadie a la vista, ningún movimiento… Un cochecito de niños, abandonado frente a la puerta del número 9, al extremo del bolsón, era el único signo de vida humana; una casilla de teléfono, pintada de rojo, destacábase vivamente, al otro extremo, contra los frontis uniformemente grises. Los primeros síntomas de la decrepitud surgían ya en Berwick Terrace, abandonado por la mayoría de sus ocupantes.
El número 4 se encontraba del lado izquierdo. Pollard costeó la acera de la derecha y se detuvo enfrente de la casa que le interesaba, con el pretexto de encender un cigarrillo. Nada distinguía a primera vista a aquella casa de sus vecinas, bien que apareciese quizá un poco más deteriorada. Dos ventanas veíanse abiertas; las persianas de algunas estaban cerradas y una espesa capa de polvo empañaba los vidrios de otras. Mirando a lo alto, Pollard creyó ver moverse una de las ventanas del granero… Sin duda, alguien acababa de alzarla ligeramente para observar afuera. La casa hallábase ocupada en aquel preciso instante por un desconocido que le acechaba.
Pollard se oyó interpelar bajito, a sus espaldas:
—¡Sargento!…
El hotelito ante el cual se estacionara, el número 2, estaba también desalquilado. Con el rabillo del ojo, Pollard observó que una de las ventanas de la planta baja permanecía entreabierta; la voz partía de allí, pero el polvo adherido a los vidrios impedíale ver el interior.
—Hollis, de la división L —prosiguió la voz—. Estoy aquí desde hace cerca de una hora. Porter vigila la puerta de servicio, del otro lado. Las dos únicas salidas están guardadas. No sé si es su pájaro, pero alguien hay en el interior.
Pollard respondió sin mover los labios:
—Cuidado. Un hombre está en una ventana. No se deje ver. ¿Quién es?
—No sé. Un joven con traje claro. Llegó a pie, hace unos diez minutos.
—¿Qué ha hecho desde que está en la casa?
—Ha abierto dos ventanas; es todo cuanto sé. De otro modo habría muerto asfixiado. Parece que estuviera uno aquí en un infierno.
—¿Consiguieron ustedes entrar en la casa?
—No, imposible. No teníamos las llaves, y el inspector nos recomendó que evitásemos el hacernos notar.
—Bien. Quédese en su puesto.
Pollard atravesó la calle exhalando espesas volutas de humo, mientras examinaba la casa con manifiesto interés. Sacó de su bolsillo un llavero que llevaba una etiqueta con el nombre de la agencia inmobiliaria. Las persianas de la ventana de la planta baja, a la izquierda de la puerta, estaban herméticamente cerradas; aquélla debía ser, según toda probabilidad, la pieza amueblada. Se disponía Pollard a subir la escalinata cuando su atención fue atraída por el ruido de un auto. Se detuvo, el pie en el primer escalón.
Berwick Terrace da a una gran plaza llamada Coburg Place. Sus árboles erguíanse, inmóviles, hacia el plomizo cielo; sólo el creciente rugido de un motor turbaba el opresivo silencio. Un cabriolé Talbot azul cruzó la plaza; al pasar frente a la entrada del callejón, la conductora se inclinó para mirar hacia un extremo de la vía. El coche zigzagueó antes de desaparecer. La distancia impidió a Pollard distinguir las facciones de la automovilista; pero su extraña maniobra grabó aquel incidente en su memoria.
Sintió el sargento que una inexorable rueda acababa de ser puesta en movimiento, que un director de orquesta alzaba su batuta, que nada detendría en lo sucesivo la precipitada marcha de misteriosos y siniestros acontecimientos. Pero no dispuso Pollard de tiempo para analizar su impresión, pues la puerta de la casa se abrió ante él. Un hombre le preguntó, midiéndole fríamente:
—¿Qué desea, señor?