CAPÍTULO V
EN EL QUE SE ENCUENTRAN SEIS PERSONAS CERCA DE UN REVOLVER
El título de campeona de golf era ostentado por una joven de unos veinte años, de talla más bien inferior a la normal, delgada, ágil y muy atractiva. Pollard reconoció inmediatamente en ella a la conductora del cabriolé azul. Francés Gale tenía cabellos castaños, ojos obscuros, orlados de negras pestañas, y una barbilla voluntariosa; sin ser una belleza singular, poseía la seducción que otorgan la juventud y el vigor. Llevaba ese día un traje blanco, adornado en la cintura con un ancho lazo rojo, y una boina también blanca. Más aún que el pesar, la nerviosidad o el temor, traicionaba su expresión una angustiada perplejidad… Advertíasela conmovida hasta el fondo de su alma por un excesivo número de acontecimientos trágicos e incomprensibles.
—Yo… yo… —dijo al entrar.
Masters estaba en su elemento. Se incorporó presuroso, revestido de la humilde afabilidad de un hombre que se dispone a informarse frente a una persona más experimentada que él… Actitud de la que no pocas veces obtuviera beneficios.
—Discúlpenos que la recibamos aquí, señorita Gale —dijo—. Es el único sitio de la casa en que puede uno sentarse. Se halla usted en situación de prestarnos gran ayuda, si lo quiere. Pues sí. Siéntese ahí, sobre el diván. ¿Está cómoda? Perfectamente. Ahora…
—¿Por qué está aquí todo esto? —preguntó la joven, señalando los muebles con un gesto vago.
Las lágrimas acudieron repentinamente a sus ojos. Se volvió hacia Sir Henry.
—¡Sir Henry! Ya me he encontrado con usted en otra oportunidad, y mi padre me ha hablado respecto a usted. ¿Qué hace aquí?
—Es usted la hija de mi viejo camarada Bokey Gale —dijo Sir Henry con una dulzura sorprendente—. Estamos entre amigos, ya lo ve. Pero si la sangre de Bokey Gale corre por sus venas, de más está que tratemos de ocultarle la verdad; tiene usted espíritu como para mirar los hechos de frente, mi pequeña. —Me esfuerzo en ser valiente —dijo Francés Gale después de un silencio—. Pero la situación no es menos atroz. ¿Qué hacía él aquí? ¿Qué ha ocurrido? Unos hombres se lo llevaban cuando yo llegué, pero ni siquiera sé cómo ha muerto… «Se trata de un accidente», me han respondido los agentes a quienes interrogué abajo. Imposible obtener el menor detalle…
Francés Gale se retorció las manos, mirando alternativamente a Sir Henry y a Masters.
El inspector meneó la cabeza.
—Tiene usted derecho a saber la verdad, señorita Gale —dijo—. El señor Keating no ha sido víctima de un accidente. Fue asesinado.
—¡Ah! Estaba segura.
—¿Por qué, señorita?
—No soy ciega. Esos policías, este misterio… ¿Cómo no iba a comprender? ¿Cómo lo mataron?
—Por atrás. Dos balas de revólver, una en la espalda, otra en la cabeza. ¿Le asisten razones para suponer que alguien alimentase contra él siniestros designios?
—No. No razones serias… es decir…
—¿No razones serias? ¡Hum!
Masters esbozó una sonrisa paternal.
—… No entiendo bien, señorita Gale. ¡Oh!, probablemente será algo sin importancia… Más, ¿debo comprender que el señor Keating había sido objeto de amenazas?
—No de amenazas serias. Parece que Ron le dijo que lo mataría de un balazo… pero Ron estaba colérico, y no sé con exactitud lo que ocurrió entre ellos, porque no estuve presente…
Francés Gale alzó dos inocentes ojos hacia sus interlocutores.
—Les refiero todo esto, porque tarde o temprano lo descubrirían. Más vale que lo sepan por mí. Sé que se trata de una frase desdichada, lanzada al aire, y que Ron no tenía en absoluto intenciones de cumplir su amenaza.
—¿Quién es ese Ron?
La joven no ocultó su sorpresa.
—Ronald Gardner, naturalmente, un íntimo amigo de Vance, por asombroso que pueda esto parecer. Creía que todo el mundo conocía a Ron de nombre. Es tan emprendedor como Vance, pero se hace menos publicidad.
Enrojeció y continuó rápidamente, atropellando las palabras, al parecer.
—Pensé que habría leído usted el libro que Ron escribió al regreso de su viaje por el valle del Orinoco. Posee una hacienda en el sur de los Estados Unidos, en Arizona, tengo entendido. Ron…
A un signo de Masters, Pollard había abierto su libreta y estenografiaba las respuestas de la señorita Gale.
—Un instante, por favor, señorita —interrumpió Masters—. Una discusión había estallado entre el señor Keating y el señor Gardner, si mal no he comprendido. ¿Cuándo fue eso?
La joven vaciló un segundo.
—Anteanoche. En la noche del lunes al martes, según lo que me dijo Philip Keating, el primo de Vance.
—¿Acerca de qué se entabló esa discusión?
—No tengo la menor idea.
—¿De modo que no procuró usted informarse? Es bastante extraño. Se entera de que su prometido ha recibido amenazas de muerte y maldito lo que se emociona, en apariencia.
Los ojos de Francés Gale llenáronse otra vez de lágrimas.
—¡Si al menos me permitiese usted explicarle! No tuve noticia de esa discusión hasta ayer noche, en que Philip Keating me habló de ello, en casa de unos amigos. La reunión estaba concertada desde hacía ocho días, y Vance debía conducirme. Ayer a la tarde, le hablé por teléfono para preguntarle a qué hora pasaría a buscarme. Cuál no sería mi sorpresa al recibir su respuesta: «Lo siento mucho. Una ocupación imprevista me impide asistir a esa reunión. El asunto me absorberá completamente durante dos o tres días. Te avisaré no bien haya concluido».
—¿El señor Keating le indicó la naturaleza de ese asunto? —preguntó Masters, con simulada indiferencia—. ¿No le habló de la famosa discusión?
—No. Pero lo contrario me hubiera asombrado. Su tono seco me hirió, tanto más profundamente cuanto que nada tenía yo que reprocharme respecto a él. Resolví dirigirme sola a la proyectada velada. Todos me preguntaron, por supuesto, dónde estaba Vance; el mismo Ron tuvo el desparpajo de sorprenderse más que los otros de su ausencia. En fin, conseguí arrastrar aparte a Philip Keating y le pregunté qué sabía de la cuestión. Philip buscó subterfugios (se jacta de ser un modelo de tacto), pero concluyó por hablarme de la disputa entre Vance y Ron, añadiendo que ahí debía residir la verdadera causa de la ausencia de Vance. No pudo o no quiso decirme más. —Comprendo. ¿Abordó usted ese tema con el señor Gardner?
—Sí, desde luego. Ron fingió sorprenderse, y me juró por su honor que jamás se había producido la menor diferencia entre Vance y él. Hasta llegó a preguntarme quién era el que pudo meterme semejante idea en la cabeza. Ron, en una palabra; se consideró obligado a mentir como un caballero.
—¿Mentir como un caballero? ¿Por qué? —intervino Sir Henry—. Un hombre no considera que sea su deber de caballero mentir, sino cuando una mujer está en juego. ¿Sería usted esa mujer, hijita?
—¡Jamás! —exclamó Francés—. ¿Qué es lo que le permite suponerlo?
—Perdóneme que insista. Al escucharla, he tenido la impresión de que admiraba usted las cualidades personales del señor Gardner más que las de Keating. ¿Está usted enamorada de Gardner, o éste de usted?
—Ron me es sumamente simpático, no lo niego. Pero soy… era la prometida de Vance. En fin, ¡basta! —exclamó la joven cambiando bruscamente de tono—. ¡Me hacen ustedes venir aquí, a la pieza en que Vance fue asesinado, para abrumarme a preguntas, en lugar de darme detalles acerca de su muerte!
—Estamos a su entera disposición para suministrarle todos los detalles que desee usted saber, señorita —intervino Masters en tono conciliador—. ¿El señor Gardner posee una hacienda en los Estados Unidos, si mal no he comprendido?
—Sí.
—En ese caso, quizá se interese usted por la descripción del arma del crimen: un Remington de calibre cuarenta y cinco, con la culata incrustada en nácar y que lleva grabado, en una chapita de plata, un nombre: Tom Shannon. El revólver es muy antiguo, y he sabido que Tom Shannon se hizo famoso en otra época por sus culpables hazañas en el Far West.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Francés Gale—. He visto ese revólver un incalculable número de veces. Figura en la colección de armas antiguas de que tan orgulloso se muestra Gardner. Y esto no es todo. La última vez que vi el Remington fue apenas ayer a la noche, en el curso de la reunión de que les hablé. Nos sirvió de accesorio para jugar al Crimen.
—¿Jugar al Crimen? —exclamó Masters.
Se rascó el mentón, reflexionando.
—… ¡Ah! Ya sé. Las personas que toman parte en ese juego, sacan una carta, el as de pique, que designa al matador. ¿Supongo que usted y sus amigos no se habrán servido de un verdadero revólver, señorita?
—Sí. Aunque cargado con cartuchos sin bala, por supuesta. Complicamos expresamente las reglas del juego, para hacer la partida sensacional. Una cuerda terminada por un nudo corredizo, un puñalito de hoja disimulable, una botella rodeada de una etiqueta que llevaba la palabra «Veneno», coronada por un cráneo y tibias cruzadas, y el revólver, servían de accesorios. Estaban todos alineados sobre la chimenea del salón, y el matador debía substraer uno de ellos sin ser visto… Se trataba de un verdadero Murder Party, ya ve usted. El señor Derwent, el organizador y dueño de casa, todo lo había puesto en obra para reforzar el interés del juego. Parece que siempre deseó ofrecer una velada de ese género.
—¿Se refiere usted al señor Jeremy Derwent, el escribano, me imagino? —preguntó Masters.
—Sí. ¿Lo conoce usted? Es el apoderado de Vance.
—Hemos oído hablar de él, señorita. ¿El señor Derwent y su señora mantenían relaciones sociales con el señor Keating y con usted?
Por una razón desconocida, Francés Gale desvió sus ojos, casi demasiado expresivos. Respondió con una voz sin timbre:
—No los conozco sino desde hace unos seis meses. Pero el señor Derwent ha sido siempre el escribano de la familia Keating; por lo demás, es un hombre encantador. Los Derwent habitan cerca de aquí, en Vernon Street. Asistí a su reunión de ayer noche porque… ¡Bah!, ya lo sabe usted. Era una velada de despedida, entre paréntesis. Abandonan Vernon Street el mes que viene para ir a instalarse al campo.
El sargento Pollard levantó la cabeza. El inspector se aproximó a la ventana, las manos a la espalda, y miró hacia la calle en sombras. Hacía fresco ahora en la buhardilla, en comparación con el intenso calor de la tarde.
Masters se volvió bruscamente.
—Quiero agradecerle que haya permanecido serena en circunstancias tan particularmente penosas, y por haber contestado con franqueza a nuestras preguntas, señorita Gale. La velada de los Derwent nos interesa en extremo, puesto que fue en el transcurso de esa reunión que alguien se apoderó del arma del crimen, si es que el señor Gardner no se la llevó al retirarse. Sírvase, pues, decirnos, todo lo que sepa respecto a ese Murder Party. Nómbreme, para comenzar, las personas presentes.
—Debíamos ser siete, con Vance —respondió la joven—. Toda la casa estaba a nuestra disposición, naturalmente; pero siempre hay molestia cuando hay muchos. Además del señor Derwent y yo, se hallaban allí Philip Keating, Ron Gardner, el señor Soar…
—¿Benjamín Soar? ¿El anticuario de Bond Street?
—Es muy posible. Encontré al señor Soar por primera vez ayer, y me resultó sumamente simpático.
—Veamos, señorita Gale. ¿Procurará usted hacernos creer que las palabras «diez tazas de té», no despiertan ningún recuerdo en su espíritu?
Por primera vez, Francés Gale miró atentamente la mesa, las tazas y el sillón; después volvieron sus ojos a bajarse hacia el diván, que parecía hipnotizarla. Respondió al fin con un acento capaz de convencer a Pollard de que no había establecido relación alguna antes de la pregunta del inspector:
—Espere… un hombre, cuyo apellido he olvidado, fue asesinado junto a una mesa cargada de diez tazas… El asunto hizo mucho ruido en su época, me acuerdo. ¿Cree usted de veras?…
—¡Vamos, señorita Gale! ¿Le parece a usted natural que la buhardilla de una casa desocupada esté amueblada como ésta? ¿Tiene usted la pretensión de hacerme creer que el aparato escénico no le trae el caso Dartley a la memoria?
Su bolso blanco deslizóse de las rodillas de la joven, que se agachó para recogerlo. Cuando volvió a incorporarse, su rostro traicionaba una creciente perplejidad.
—No comprendo —murmuró—. La decoración me había chocado, sí. Pero la situación no hace más que agravarse, puesto que… No, nada. Se sale usted del tema, inspector. Iba a darle la lista de las personas presentes al Murder Party, y me salta usted bruscamente a la garganta, si puedo expresarme así. A mi vez le diré: ¡vamos, vamos, inspector!
Masters vaciló antes de capitular:
—Dejemos esto. Pero me parece que la lista está incompleta. Recapitulemos: el señor Derwent, el señor Philip Keating, el señor Gadner, el señor Soar y usted. Aun contando al señor Vance Keating, eso no hace más que seis personas. ¿Cuál era la séptima? ¿La joven señora de Derwent, probablemente?
—¿La joven señora de Derwent? ¿De quién habla usted? La esposa de Jeremy Derwent tiene cuarenta y cinco años, su hijo dieciocho… está en el colegio.
—¡Ah! Había entendido…
—La señora de Derwent no representa su edad, he ahí la explicación de su error. Estaba entre nosotros, es cierto. Pero se retiró a eso de las veintiuna y media, rogándonos que la disculpásemos; una violenta jaqueca, parece… Pronto nos cansamos de jugar al crimen, después de su partida. Ante todo, no éramos en número suficiente; luego, tuvimos repentinamente la impresión de ser unos ridículos niños grandes, deambulando en la obscuridad.
—¿No jugaron ninguna partida?
—Sí. Una, muy corta, antes que la señora de Derwent subiera a acostarse. Ella personificó la víctima; Philip Keating, el asesino designado por la suerte, la estranguló con la cuerda de nudo corredizo, sobre e] canapé del escritorio del señor Derwent, que se cubrió de gloria como detective. El pobre Philip será un buen agente de cambio, pero es un mentiroso detestable, dicho sea sin disminuir el mérito del señor Derwent.
—Recomendación esta que podrá servir al señor Keating —dijo Masters sonriendo—. Dejemos de lado el juego del asesinato para ocuparnos solamente del revólver. ¿Cuándo lo notó usted en determinado sitio? ¿Quién tuvo ocasión de llevárselo?
Francés Gale sostuvo la mirada del inspector.
—No recuerdo más que un detalle —respondió—. Ron colocó el arma encima de la chimenea, junto a los otros accesorios, después de hacerlo admirar por todos. ¿Alguien se aproximó o la tomó luego? No sé absolutamente nada.
—Reflexione, señorita Gale —insistió el inspector—. ¿Qué ocurrió, una vez terminada la partida? ¿Supongo que el señor Gardner debió tornar de nuevo su revólver? Si el arma hubiera desaparecido, se habría sorprendido y hubiese principiado a buscarla… Reflexione bien.
—Me pide usted demasiado, inspector. Partí un poco antes que los otros, sufriendo a mi turno de una vaga jaqueca. Hacia el fin de la velada, fui presa de un irresistible deseo de huir… pero puedo afirmarle que Ron Gardner no se llevó el revólver.
—¿De dónde obtiene esa certidumbre?
—Ron ha sufrido últimamente grandes reveses de fortuna; ya no posee coche. Lo conduje conmigo. Tenía puesto un traje de verano, sin forro ni chaleco, y se quitó el saco durante el camino. Si ha visto usted ese revólver, debe saber que nadie puede llevarlo sin que se adivine.
Masters le clavó los ojos con aire de sospecha.
—Ya volveremos sobre esto, señorita Gale —dijo por último—. Elucidemos uno o dos puntos de detalle, entre tanto. ¿Por qué estaba usted tan interesada en esta casa en las primeras horas de la tarde, cuando atravesó usted Coburg Place en su coche MX 792?
—No vine al barrio esta tarde.
Su interlocutor miró a Pollard, que, venciendo su repugnancia, inclinó afirmativamente la cabeza.
—Sea razonable, señorita —continuó Masters con jovialidad—. Nunca concluiremos si persevera usted en esa actitud. Tiene contra usted el testimonio de un policía… Repito mi pregunta, rogándole contestar francamente esta vez. Cuando pasó usted cerca de aquí…
—¡Es falso! —exclamó Francés Gale, golpeando el piso con los pies como una colegiala—. ¡Es falso! ¡Es falso! No estuve por aquí, y no me hará usted decir lo contrario.
—Bien, bien, no insisto. ¿Jamás le interesó esta casa de un modo cualquiera? ¿Nunca la había visto usted antes de esta tarde?
—No, no y no.
—No podemos aceptar eso, señorita Gale. Hace lo menos tres meses (el 10 de mayo, para ser exacto), se procuró usted las llaves de esta vivienda en la agencia Houston y Klein, de Saint James Square. Es un hecho establecido.
Sin desencadenar un furor tan imprevisto y aparentemente irracional como el precedente, esta declaración, sin embargo, produjo su efecto en la joven. Se levantó, extraviados los ojos y llenos de lágrimas.
—Es falso, también. Jamás he puesto los pies en esa agencia. Quiero volver a mi casa, y no me retendrá usted por la fuerza. ¡Me ha acribillado usted con preguntas ridículas, sin haber tenido la caridad de darme un solo detalle acerca de la muerte del pobre Vance! Y si sospecha usted de Ron, no es eso más que una prueba suplementaria de su propia incapacidad. Ron es inocente, lo sé…
Francés Gale corrió a la puerta. En el umbral, se detuvo para lanzar:
—… En cuanto a la señora de Derwent, puede decirle de mi parte que es una vieja trastornada de la peor especie.
La puerta cerróse con estrépito detrás de la joven. Masters y sus compañeros la oyeron descender sollozando la escalera.
—¡Curioso! —murmuró el inspector—. ¿Qué mosca la habrá picado tan de golpe? Es todavía una chiquilla, evidentemente; peor que mis niños, a despecho de su hermosa calma del principio. ¡Qué cólera, amigos! Esta muchacha consiguió casi darme la impresión de que estaba equivocado. ¡Hum! Y usted, sea dicho sin reproche, no me ha sido de gran ayuda, Sir Henry. Estaba usted ahí, sentado como un Buda, y era cosa de creérsele dormido, si no hubiera usted chupado bruscamente su pipa.
—Reflexionaba —respondió Sir Henry—. ¡Habla usted de ayuda! Pero si era un freno lo que habría necesitado, querido. Es un malísimo sistema eso de embarazarse con demasiadas informaciones al comienzo de una investigación, créame…
Sir Henry palmeó la desgastada superficie del obscuro diván. Su gesto alzó una nube de polvo, que disipó soplándole encima. Después se levantó, prosiguiendo:
—En cuanto a la chica, espero recibir su visita mañana por la mañana, en mi oficina, y oír su confesión general. ¡Cómo odia a la señora de Derwent, esa muchacha! «El incienso que de derecho me pertenece, lo queman ellos sobre su altar. ¿Por qué? Porque yo tengo diecisiete años y ella cuarenta y nueve». La señora de Derwent debe ser una mujer fatal, hermosa, enigmática, de lánguida mirada. Esa clase de cebos atraía sin duda al pobre Keating.
—¿Sospecha usted una intriga entre Keating y la señora de Derwent? ¿Intriga cuya existencia conocía la chica Gale? Sí. Yo también lo había pensado.
—Todo es posible, por más que la señora de Derwent me da la impresión de no carecer de habilidad. Vamos a comer, primero, y después iremos a visitar al extraño escribano de Vernon Street… el escribano que se muda de nuevo la próxima semana.
Mientras Sir Henry descendía la escalera echando un terno a cada peldaño, Masters se retardó un instante en la buhardilla. Observó sucesivamente el techo y el sitio en que el cuerpo había reposado; después se inclinó para rascar la alfombra. Cuando se decidió al fin a responder a las llamadas de Sir Henry, que se impacientaba ruidosamente en el hall, reprimía el inspector en jefe una sonrisa de triunfo.