CAPÍTULO IX
LA QUEMADURA EN LA ALFOMBRA
El inspector en jefe entró solo, la cabeza erguida, llevando una cartera en la mano y un valijín en la otra. Aparecía cuidadosamente afeitado, alerta y vivaz.
—Buen día, Sir Henry —comenzó en tono desenvuelto—. ¡Hace un poco más de fresco esta mañana, a Dios gracias! Buen día, Bob.
—¡Oh! ¡Oh! —Gruñó Sir Henry—. Eso no, Masters. No soy un tonto, querido. Desde anoche espero el relato de su entrevista con la mujer fatal de Kensington, y quiero hasta el último detalle. Lo escucho.
Masters se contoneó un instante.
—Debo reconocer estrictamente entre nosotros que…
—¡Confiese, Masters! Ha tenido usted miedo de ella.
—No, Sir Henry —respondió el inspector con dignidad—. No es eso. Pero, entre nosotros, declaro haber pensado más de una vez durante el trayecto: «¿Qué ocurriría si mi señora me viese en este momento?». ¡Qué mujer!…
Masters sacó un pañuelo del bolsillo para enjugarse la frente.
—Pero no para aquí la cosa, Sir Henry. ¡Si alguien me hubiera dicho que una Venus pintarrajeada iba a ponerme en ridículo al cabo de veinticinco años de servicio en la policía! ¡Maldición! Disculpe, Bob. ¿Ve usted algo de chusco en lo que acabo de decir?
—Sí, jefe —respondió Pollard.
—Ocúpese de sus notas, muchacho. Deje a sus mayores el cuidado de juzgar… Entendámonos bien, Sir Henry. La señora de Derwent me ridiculizó; pero no en el sentido que usted cree. Soy un policía y conozco mi deber. A falta de mejor resultado, logré, con todo, elucidar dos puntos. Primero: las impresiones digitales femeninas recogidas en la cigarrera no provienen de la señora de Derwent. Segundo: la propia señora de Derwent posee una coartada irrefutable para la tarde del asesinato.
—Lo suponía —dijo Sir Henry, clavados los ojos en el techo—. Recogimos algunos informes, por nuestro, lado. No, no, Masters, tranquilícese. Nadie quiere pisar en su cercado. ¿Qué pasó? Masters vaciló.
—Tanto da desembucharlo todo de una vez —suspiró por último—. ¡Qué aventura! Usted nos vio subir al coche, ¿no? Abordé inmediatamente el asunto de la cigarrera. La señora de Derwent se contentó al principio con reír y… Bueno, de pronto recordó: había prestado su cigarrera a un amigo, el lunes a la tarde. Ese amigo no era otro que el señor Vance Keating. Me enteré entonces que los Derwent (marido y mujer, usted entiende, señor) habían tornado el té con Keating la tarde del lunes. Keating pidió prestada la cigarrera y olvidó devolvérsela a su propietaria. Me serví del informe. Formulé la hipótesis de que Keating pudo llevarse la cigarrera con la intención de reintegrársela si es que esperaba verla en la velada. Después la enteré de la muerte de Keating.
—¿Y entonces?
—Estaba lejos de esperar la reacción de la señora de Derwent, lo confieso. Me miró un instante con extraña expresión. Después cayó contra los almohadones, exhalando gritos. ¡Bondad divina, qué mujer! Jamás he oído gritar así. El coche hizo un viraje, y creí que íbamos a embestir a los transeúntes sobre la vereda. El chófer se volvió, con aire irritado. Luego detuvo su máquina, descendió de su asiento y abrió la portezuela. La dama había cesado de gritar, pero lloraba, cubriéndose los ojos con una mano.
»Ahora viene lo bueno, señor. El chófer me tomó por el brazo, refunfuñando: “¡Pedazo de bárbaro! ¡Lárguese!”. “Inspector de Scotland Yard”, le respondí. Pero se negó a creerme; más aún: me hizo bajar a la fuerza a la acera y se echó contra mí, avanzando los puños. Esa mujer crea una atmósfera especial en su derredor; a su contacto, las personas principian a obrar como dementes.
—¡Qué historia! —Murmuró Sir Henry, abriendo tamaños ojos—. ¿Qué hizo usted, Masters?
—Conseguí, no sin esfuerzo, dominar a mi hombre, que Chillaba a su turno. Un verdadero gentío se había arremolinado en un instante, como siempre. ¿Y que hacia la hermosa, entre tanto? Reflexionaba, llorando con un ojo y burlándose de mí con el otro.
»Sabía que no me había engañado con su comedia. Pero fue ella quien arregló al fin las cosas, inclinándose hacia afuera, con una dignidad de reina, para rogar al conductor que subiera a su asiento y a la muchedumbre que se retirara. “No es nada”, repetía. Más, se las compuso para convencer a los curiosos y aún al agente que allí se había presentado, que obraba así sólo para evitar un escándalo. ¡Era preciso oír las reflexiones de aquel hato de papanatas! Las orejas me arden todavía, nada más que de pensarlo.
»Partimos de nuevo. ¡Pero yo no había llegado al término de mis penas! La señora de Derwent se aferró a mí, representando el papel de víctima. Era la más desdichada de las criaturas. El señor Vance Keating la amaba (muy honestamente, desde luego), lo que no constituía un secreto para nadie. ¿Corría el riesgo de que sospechase de ella? ¿Sí? En tal caso, sólo podía adoptar un partido: conducirme directamente a casa de las personas que se hallaban en condiciones de probar su inocencia. Y la verdad es que me condujo…
—Conozco la dirección —interrumpió Sir Henry con voz soñolienta—. «The Dovecot, Park Road, S. W. 18».
Masters lo contempló con suspicacia.
—¿Es otra de sus jugarretas? Si lo creyese…
—No, no, tranquilícese. Continúe.
—Sus informes son exactos, Sir Henry. «The Dovecot» es la casa de dos viejas solteronas, tías de la señora de Derwent, que daban un bridge esa noche. La señora de Derwent me condujo directamente al salón, proclamando la noticia. ¡Oh! ¡Fue una hermosa «entrada», digna de una actriz de su clase! Consiguió adueñarse de la situación; no hay duda que es la mujer más inteligente con que jamás haya tropezado yo. Los jugadores de bridge me rodearon como un enjambre de abejas, disparándome preguntas como éstas: «¿Es cierto que se disfraza usted para realizar ciertas investigaciones?». «¿Qué se hizo del caso de la maleta sangrienta de Burnemouth?» y así sucesivamente. La presencia de un inspector de Scotland Yard entre ellos era una diversión de que aquellos desocupados pretendían sacar provecho, ¿comprende usted? Conseguí, no obstante, librarme de ellos; pero, por toda recompensa a mis penalidades, obtuve una coartada grande como una casa en favor de la señora de Derwent, y la prueba de que no eran sus impresiones dactilares las que encontramos en la cigarrera…
El informe de Masters, concerniente al empleo que de su tiempo hizo Janet Derwent en el curso de la tarde del miércoles, corroboró exactamente las afirmaciones de su marido.
—Esperé un momento sorprenderla en flagrante delito de mentira, a propósito de aquella locación de la Daimler por toda la jornada —prosiguió el inspector—. El chófer que la esperaba delante de su puerta no la conocía, como lo habrá usted notado… pero el hecho no significaba nada, pues la Mercury Motor Services —la compañía que alquila esos coches— emplea dos equipos de chóferes: el diurno y el nocturno. El hombre que había conducido a la señora de Derwent todo el día, fue reemplazado por uno de sus camaradas. Entrevisté al primer chófer esta mañana. La señora de Derwent, acompañada de sus dos tías y de tres amigos, salió de un restaurant de Oxford Street a las diecisiete, es decir, a la hora del crimen. Coartada irrefutable…
Masters exhaló un suspiro de fiera antes de añadir:
—Sabe usted ahora tanto como yo.
—Ha pasado una noche movida, en efecto —asintió Sir Henry—. Un vaso le permitirá recobrar el equilibrio; le haré servir. Le comunicaré, asimismo, ciertos informes que le reconfortarán, espero, cuando me haya dado usted su impresión acerca de la señora de Derwent.
—Es una mala mujer —respondió el inspector sin la menor vacilación—. Fría como el mármol, calculadora e inteligente como un demonio. Nesta Pagne, que fue ahorcada hace unos diez años, pertenecía a la misma categoría, con muchos menos triunfos en su juego. Esta clase de mujeres no cometen sino excepcionalmente un crimen con sus manos, pero son espectadoras dotadas de nervios de acero que saben guardar un secreto. La coartada de la señora de Derwent es de primer orden, convengo en ello. Pero demasiado perfecta para mi gusto… fruto, a mi juicio, de una cuidadosa preparación. Si la señora de Derwent hubiera de obtener algún beneficio de la muerte de Keating, diría yo: «Busquemos entre sus allegados al hombre»…
—Ignoro el monto exacto de la fortuna dejada por Keating ——interrumpió Sir Henry—, pero debe elevarse a más de doscientas mil libras, que caen en el bolsillo de la señora de Derwent. Es un buen «beneficio»…
Sir Henry resumió, haciendo gala de una notable concisión, su entrevista de la víspera por la noche con Derwent; después agregó:
—Saque las deducciones que le plazcan. Pero, por el amor del cielo, espere a conocer a Jem Derwent para pasar a las conclusiones, Masters. ¿Me lo promete?
—La recomendación es inútil, señor —respondió el inspector en tono vivo—. Esta historia del testamento me abre nuevos horizontes, que he de explorar ante todo. ¡Pero Derwent! ¡Derwent, a quien había otorgado yo un buen tanto, esta misma mañana!
—¿Y eso?
—El director adjunto me dijo, al encargarme oficialmente del asunto, que el señor Derwent se esforzaba desde hacía algunas semanas, en hacer reabrir la investigación relativa al asesinato de Dartley. Habría descubierto, parece, que la honorable casa Soar se ha hecho sospechosa, en diversas oportunidades, de haber vendido falsas antigüedades, en otra época. El señor Derwent creo que edificó una teoría sobre ese dato.
—¿El director adjunto le ha dicho, también, que me envió a Philip Keating? —Preguntó Sir Henry a guisa de respuesta—. Un personaje interesante, ese Philip.
—Bob. ¿Quiere repetirle a Masters los puntos esenciales del relato de Keating?…
Merrivale observó con ojos divertidos al inspector en jefe durante la lectura de Pollard.
—¿Apostaría que la hipótesis de la existencia de una sociedad secreta llamada «Las Diez Tazas de Té» no lo hará encogerse de hombros, mi querido Masters? —Concluyó Sir Henry—. Las declaraciones de Philip Keating son muy interesantes, en mi opinión.
—Plantean demasiadas preguntas a mi parecer —respondió Masters—. ¿Existe o no una sociedad llamada «Las Diez Tazas de Té»? ¿La señora de Derwent es miembro de ella, o no? ¿Gardner y Vance Keating sostuvieron o no una discusión? ¿Gardner se llevó el revólver el martes a la noche o…?
—¿Lloverá o no, mañana? —Interrumpió Sir Henry, encogiéndose de hombros—. No, no, querido. Así no llegará usted nunca a nada…
Cambiando bruscamente de tema, Sir Henry se volvió hacia Pollard para ordenarle:
—Hágame, de tres trazos, el retrato de Philip Keating, Bob.
El sargento reflexionó antes de responder:
—Agradable de trato, superficialmente al menos. Prudente. Le agrada ser considerado como un «amigo de familia». Bastante indeciso, bajo una afectada brusquedad de maneras. No le confiaría mi billetera; pero lo creo incapaz de cometer un crimen. Leal hacia sus amigos. Quiere mucho a Francés Gale y detesta a la señora de Derwent…
—Sí. En ese caso, ¿por qué la asesinó?…
Un silencio planeó. Masters v Pollard miraron de hito en hito a Sir Henry, que rió de su sorpresa.
—¿Por qué Philip Keating asesinó a la señora de Derwent? —repitió—. No, mis amigos, no me refiero a la vida real. Hablaba del Murder Party de la noche del martes. Como recordarán ustedes, la pequeña Gale nos dijo que sus amigos y ella habían jugado una corta partida de «Crimen» antes que la señora de Derwent subiera a acostarse. ¡Hum! Philip Keating era el asesino y la señora de Derwent la víctima. La estranguló sobre el diván del escritorio de Jem. ¿Jugó usted alguna vez al «Crimen», Masters?
El inspector en jefe respondió que tenía algo más importante que hacer, que entregarse a semejantes distracciones. Luego trató de volver la conversación a un terreno menos vidrioso, preguntando:
—A propósito de la señorita Gale, ¿qué esperamos para recibirla? Está abajo, y no quiere hablar sino con usted, por alguna razón…
—Sí. Tengo el espíritu pueril, usted comprende…
Sir Henry tornó sin transición al primer punto:
—Por mi parte, me agrada mucho jugar al «Crimen». Es un divertido pasatiempo que permite librarse a innumerables observaciones. He aquí una, entre otras: si es usted el asesino, jamás elegirá por víctima sino a una persona de sus allegados que le sea simpática. ¿Por qué? No sé; pero es un hecho. No se experimenta ningún placer matando a un desconocido o a alguien antipático; alejase uno instintivamente. Nunca he visto jugar a asesinar a una persona con la cual se llevase mal en e] correr de la existencia. Acúseme de chochez, si quiere. Pero ¿por qué Philip Keating estranguló a la señora de Derwent si realmente la detestaba?
Masters sonrió.
—Su raciocinio es demasiado sutil para mí, lo temo. Quizá Keating cedió a uno de esos «deseos reprimidos», de que tanto hablan hoy los diarios. ¿No hay ningún otro asunto más tangible de que quiera tratar usted conmigo?
—No. La pregunta que me queda por hacerle es de la misma categoría; ¿de dónde nuestro amigo Philip extrae la certidumbre de que su primo Vance fue asesinado por medio de un mecanismo secreto?
Las últimas palabras de Sir Henry tocaron una cuerda sensible de Masters.
—¿Un mecanismo secreto? —repitió—. ¿Qué mecanismo?
—No sé. Sólo me sorprendió oír a Philip emitir esa idea, en mitad de una frase. ¿Por qué salir así de la prudente reserva observada hasta entonces? Viniendo de él, esa sugestión suena a mi oído como una nota falsa. Más, puedo muy bien equivocarme.
—Pero… ¡al demonio con este caso! Páseme el informe de la autopsia, Bob.
Masters leyó atentamente el informe; después lo tendió a Sir Henry, que leyólo a su turno. El interés que de súbito manifestó intrigó al inspector.
—¿Qué le parece? —Preguntó Masters—. Estimo personalmente que un primer punto está establecido. Vance Keating fue asesinado con ese revólver de calibre cuarenta y cinco. ¡Un mecanismo secreto! ¿Imagina usted algún dispositivo, trampa o soporte, que permitiera a Keating suicidarse tirando de un cordel? Pero ¿cómo explicar el segundo disparo? ¿Cómo explicar que una bala lo haya alcanzado en la cabeza y la otra en la columna vertebral? En fin, y sobre todo, ¿qué se ha hecho de ese dispositivo?…
El inspector en jefe miró a Sir Henry con desconfianza.
—… Me ha sorprendido usted hablando de mecanismos secretos, señor. Había pensado un poco en ello, sp lo confieso… Me acuerdo de un truco extraordinario que vi en un drama policial: el mecanismo de un revólver disimulado en un receptor de teléfono. Resuena la campanilla; la víctima descuelga el tubo y se lo lleva al oído. ¡Pam! Cae, herida por una bala de tiempo. Ese crimen, cometido sin que apareciese el asesino, me impresionó vivamente; es una de las razones por las cuales concedí cierta atención a aquel tubo de gas.
—¡Aquel tubo de gas! —Rugió Sir Henry—. ¿Qué tubo de gas?
La sombra de una sonrisa cruzó por el rostro de Masters, a despecho de sus esfuerzos por conservar aire de inocencia.
—¿No lo había usted notado? —inquirió—. ¡Hum! Me extraña.
—Recomienza usted a ocultarme una parte de los datos, incorregible Masters. Pero no he de tolerarlo más. Nada regocija tanto su alma como esas triquiñuelas en mi detrimento.
—Le pago con la misma moneda, señor —respondió, filosófico, el inspector—. Pero no lo tope tan a pecho esta vez. Permítame conducir su atención a la buhardilla. Es muy baja de techo, recordará usted… las paredes tienen ocho o nueve pies de altura, a lo sumo.
—Tengo la virtud de escucharlo. Continúe.
—¿Y notó usted un trozo de caño de gas, que pendía del techo, terminado en una contera de plomo? —Prosiguió Masters—. Perfectamente. Ese tubo no se encuentra exactamente en el centro de la pieza; está un poco más cerca de la puerta que de la pared del fondo. Y el cuerpo, vea usted, yacía justamente debajo. Me gusta reservar esos pequeños detalles para mí, esperando que se despeje el terreno. ¡Bah! Una vez no hace costumbre. Añadiré algo que acaso le interese, señor: el diámetro de un caño de gas de tamaño mediano es aproximadamente el mismo que el del cañón de un revólver de calibre cuarenta y cinco. ¿Qué dice a esto?
Sir Henry contempló al inspector con gran curiosidad.
—¡Necesario era que fuese un amigo de los tapujos, como usted, para no haber arrancado el caño del cielo raso a fin de examinarlo de más cerca! —exclamó—. «El Revólver en el Caño de Gas», por H. Masters. No carece usted de imaginación, querido. Permítame una pregunta: si el tubo de gas formaba parte de un ingenioso dispositivo, ¿quién tuvo la gentileza de colocar el capuchón después de usarlo?
—Cotteril profundizó hoy esa cuestión…
Masters sonrió; recobró después su seriedad para agregar:
—¡No es más que una hipótesis, naturalmente, e invalidada, además, por las conclusiones de los peritos en balística! Según ellos, las dos balas fueron descargadas por el revólver examinado… Pero voy a suministrarle otro indicio que ha podido escapársele: hay una quemadura de pólvora sobre la alfombra, justo bajo el tubo de gas. ¿No esperaba usted esto, confiéselo?
Un golpe aplicado con impaciencia a la puerta precedió en un segundo a la aparición de Francés Gale.