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Descubriendo mi camino
De la escuela de hostelería a barman
Mi formación empezó muy pronto, y entiendo por aprendizaje tanto las horas pasadas en la cocina de mi casa como las clases de la escuela de hostelería o las horas de trabajo no remunerado en el bar de copas donde hacía tapas.
Entré en la escuela de hostelería a los doce años, y reconozco que no fue una experiencia maravillosa porque nunca me ha gustado que me digan que tengo que estudiar.
Lo que sí aprendí allí fueron las experiencias vitales, lo que se suele llamar «las primeras veces» de la etapa de adolescente: me fumé el primer y único porro de mi vida, me tomé mi primer quinto, tuve mi primera novia, jugué partidas increíbles al futbolín, viví mi primera pelea en la calle, etc. Me lo pasé muy bien, y creo que todo el mundo tiene que experimentar esas vivencias y que es importante pasarlas, sea donde sea.
Mientras estudiaba en la escuela de hostelería empecé a trabajar de camarero en un bar de Manresa. Yo era el único empleado del local. O sea, que hacía de encargado y de camarero a la vez, porque el bar no daba para más. Al cabo de un tiempo, empecé a aburrirme muchísimo porque como el bar era nuevo y nadie nos conocía, no teníamos clientela. Yo tenía muchas ganas de explorar y de hacer cosas. Cuando eres adolescente no tienes experiencia, pero sí unas ganas locas de comerte el mundo. Lo importante es saber utilizar esas ganas y sacarles provecho.
Un buen día compré unas cosas con dinero de mi bolsillo y le dije al dueño:
—Oye, ¿por qué no hacemos unas tapas de boquerones en vinagre y unas albóndigas con tomate?
—Me parece muy bien. ¡Adelante!
El dueño quedó encantado, me dio luz verde, y empecé a preparar aquellos platillos que tanto había practicado en casa.
Trabajar como cocinero, encargado y camarero en un bar donde no me pagaban en dinero me sirvió de aprendizaje.
Subiendo escalones
Cuando trabajaba en el bar, un amigo de la escuela de hostelería me llamó un día para preguntarme si quería hacer de camarero en el restaurante Estany Clar de Cercs. Me apunté enseguida porque, aunque me venía bien trabajar en el bar a cambio de formación, tenía muchas ganas de hacer cosas nuevas y quería evolucionar.
Me incorporé al Estany Clar, un restaurante que ofrecía tanto cartas como banquetes. Me adapté al entorno y todo iba bien, pero cuando llevaba unos días trabajando de camarero, me dijeron que el dueño del restaurante buscaba un cocinero. Fui a verlo y le dije:
—Yo soy cocinero, ¡y muy bueno!
—¿Y qué haces de camarero? —me preguntó.
—¡Era la única manera que tenía de entrar!
—¡Pues a la cocina! —me contestó animado.
En la cocina del Estany Clar ya iba cargado de ambición. Quería hacer algo interesante, creativo e innovador, pero el concepto limitador del banquete no me lo ponía fácil.
Buscar la excelencia y optimizar siempre ha sido una prioridad para mí.
Lo primero que aprendí fue a hacer los entremeses y a preparar banquetes de boda al estilo tradicional, como se acostumbraba a hacer en aquel restaurante. Sin embargo, estaba convencido de que había que cambiar el concepto de banquete de toda la vida y huir de los platos típicos. Me tentaba la idea de innovar, tanto en los banquetes como preparando la carta, y me di cuenta de que allí se me presentaba una oportunidad.
Empecé a proponer platos nuevos. Pedía que cada día me trajesen pescado distinto que todavía no hubiésemos probado para experimentar y hacer recetas nuevas.
Era una cocina intuitiva, sin control y con muchas ganas de explorar y aprender.
Allí también empecé a copiar algunos platos; de hecho, es una etapa por la que pasamos todos los cocineros. Recuerdo que copié la ensalada del restaurante Aligué de Manresa; bueno, en realidad, hice una versión y le puse un nombre llamativo: «ensalada de lechuga al estilo del Bages». Formé una pirámide a base de capas de lechuga y de carpaccio de ternera, con foie gras y trufa intercaladas, y a medida que subía iba haciendo la capa superior cada vez más pequeña. Y, al final de todo, una buena vinagreta de Módena.
Un cocinero no puede decir que utiliza o ha utilizado recetas y técnicas de otros cocineros para evolucionar o aprender, pero la verdad es que forma parte de nuestro oficio y todos lo hacemos. Si no, ¿cómo haríamos la bechamel, los canelones, las albóndigas o la tortilla? No podríamos.
Y es que todos somos singulares, pero la excelencia y el trabajo propio nacen de los conocimientos, la actitud, la tenacidad y la búsqueda.
Otra manía que adquirí fue la de poner nombres a mis platos. Sabía que mucha gente elige los platos por los nombres, y me gustaba ponerlos muy cursis para dejar mi huella bien marcada. Me inclinaba por nombres muy largos con la convicción de que de alguna manera la gente percibía que escondían algo especial. Recuerdo que fue una época fantástica porque la clientela aumentaba y los cambios que introducíamos gustaban.
Decisiones de emprendedores
Organizábamos muchas bodas, pero a pesar de todo no perdíamos las ganas de introducir platos nuevos. Sin embargo, llegó un momento en que tuvimos que escoger: si queríamos hacer las cosas tan bien como sabíamos y mantener un nivel elevado de calidad y servicio, solo podíamos preparar un banquete de boda por semana.
No hace falta que recuerde que los banquetes implican mucho trabajo de mantenimiento y limpieza, y por lo tanto había que optimizar el negocio y dirigir la energía adonde nos interesaba. Con tiempo y trabajo, conseguimos definir una carta muy atractiva, con platos excelentes, y al mismo tiempo seguir ofreciendo banquetes, que al fin y al cabo eran la base económica del restaurante.
A día de hoy, preparar banquetes ya no me atrae, y por eso no los hago, pero estoy convencido de que en este país no se han hecho banquetes de boda tan fantásticos como los que ofrecimos en el Estany Clar. Diseñamos menús larguísimos de hasta cinco platos, con cócteles helados y todo tipo de filigranas, unos menús nada convencionales en los que incorporamos platos de la carta como una oferta completamente innovadora. Esa idea gustó tanto que muchos restaurantes especializados en la celebración de banquetes de boda la copiaron al poco tiempo, y todavía hoy se sigue copiando aquel estilo de banquete.
Un restaurante tiene que tener claro cuál es su base económica. En el caso del Estany Clar, eran los banquetes de boda.
Puedo afirmar que creamos escuela en el mundo del «banqueting». Ofrecíamos unos banquetes de boda de alto nivel en un marco bucólico e idílico. Llegamos a organizar dos mil banquetes en diez años. ¡Qué locura!
Y allí estuve catorce años.
La motivación de los concursos
Yo no quería irme a otro país ni tampoco quería hacer un stage.
Una manera de salir del mundo cerrado en el que me encontraba, y que hasta cierto punto me estimulaba y me daba impulso para crear platos nuevos, eran los concursos.
Cuando estaba en Berga, en el Estany Clar, el restaurante era mi ermita. De hecho, durante los cuatro años en que no me pude permitir tener coche, de los dieciséis a los veinte, no salía para nada. Era un lugar precioso, sí, pero vivía como un asceta. Gracias a las noticias de la radio y la televisión, veía que en el mundo pasaban cosas, pero yo me sentía en un mundo prácticamente estanco y aislado. Comprendí que mi mundo era la cocina y el patio del restaurante. Eso sí, en la montaña. Vivía de ello y para ello, y estaba totalmente dedicado a mi trabajo. Y la verdad es que me encontraba bien, cómodo y también satisfecho. Pero… tenía algo en el estómago, sentía un ligero cosquilleo, una inquietud. Sentía que quería ver mundo.
Tenía muchas ganas de conocer a otros cocineros y sobre todo de que me conocieran.
A los dieciocho años me estrené en los concursos. Primero me enteré de cómo funcionaban y luego empecé a presentarme. Los concursos me cambiaron la vida porque me gustaban y me motivaban mucho. El día que asistía a uno era para mí un gran acontecimiento, una experiencia alucinante en la que participaba todo el mundo: por un lado, los aspirantes como yo, y por otro, los grandes maestros de la cocina de los que tanto había oído hablar.
Los concursos en sí, la parte de rivalidad que conllevan, también me gustaban porque soy muy competitivo, pero si quieres que la experiencia sea positiva para ti, tienes que aprender a sacar provecho de los días en que pierdes.
La primera intención, pues, era conocer y darme a conocer, pero había una segunda, que evidentemente era ganar. Soy competitivo hasta la médula y no me gusta nada perder. Siempre deseo obtener el mejor resultado; eso sí, no me amargo si no gano.
El secreto está en competir con uno mismo y no con los demás, una cosa que se llama «ganas de superarse». Si te gusta competir con los demás, tienes que estar preparado para ganar pero también para perder porque competir es saber perder, saber ganar y saber empatar. Hay tantos factores que se te escapan y que no puedes controlar, que no te puedes permitir amargarte ni preocuparte si las cosas no salen como tú quieres.
Como yo era un tío valiente y no tenía miedo de nada, me presentaba a todos los concursos. Y como conocía la dinámica, ganaba muchos.
A pesar de tener ese espíritu competitivo, que creo que es común en todo individuo que quiere ser bueno en lo que hace, lo que más me interesa es estar satisfecho de los resultados, es decir, que el plato me salga tal como lo he pensado y practicado mil veces. Matizo este detalle porque si te presentas a un concurso, de entrada sabes que puedes ganar o puedes perder. Por lo tanto, tienes que estar preparado para no ganar, y si vas contento y convencido de que tu plato es bueno, ya pueden decir lo que quieran, que tú lo relativizarás.
Mi consejo es que no pierdas de vista tu trabajo, que al fin y al cabo es lo más importante y lo que representa quién eres: tu plato, tu receta, tu planteamiento, determinado por un tiempo limitado en que tienes que procurar que salga a la perfección.
A partir de ahí, que salga lo que Dios quiera, pero sobre todo no te hundas si no gusta.
Gestionar la frustración
La frustración es una de las emociones que tienes que aprender a gestionar a la perfección y convertirla en energía para automotivarte. Si aprendes a hacerlo, ganarás mucho, porque abandonarás el miedo a perder que te paraliza y no habrá nada que te detenga.
Cuando perdía un concurso, miraba el plato del ganador y valoraba si era mejor que el mío. Si comprobaba que, efectivamente, era mejor, en lugar de hundirme, eso me animaba y me estimulaba más.
Si tu actitud es positiva, pase lo que pase, los concursos son una buena herramienta para aprender a crecer porque te obligan a mejorar y a superarte cada vez que te presentas a uno.
Al volver ahora la vista atrás, veo en todos los concursos en los que participé el trabajo realizado gracias al empuje que da la juventud, a la fuerza de quienes no saben adónde ir pero tienen ganas de comerse el mundo. Los concursos me dieron la visibilidad necesaria para hacer posibles unos sueños que hasta entonces eran totalmente imposibles para un cocinero como yo. Alguna vez he pensado que gracias al trabajo que hice entonces conseguí que Michelin se fijase en mí, y de ahí la primera visita que nos hicieron en el Estany Clar.
La época en que me presenté a todos los concursos fue productiva y muy divertida. Hay mucha gente que se pierde muchas experiencias y oportunidades por culpa del miedo escénico o del hecho de no ganar. Yo solo buscaba salir de mi cocina y ver mundo, entrar en contacto con la gente del mundillo y, quién sabe, tal vez tener la suerte de poder compartir alguna palabra con los grandes chefs que tanto admiraba.
Concurso tras concurso, adquirí experiencia sobre lo que significaba cocinar fuera de casa, supe entender qué buscaba el jurado en cada ocasión y tuve claro que lo más importante es prepararse para todo y hacerlo lo mejor posible.
Me contentaba con que las recetas me salieran tan perfectas como las numerosas veces que las habíamos hecho. Tenía bien asumido que solo me podía preocupar por mi trabajo y que no podía controlar lo que pensara el jurado. Y lo que hacían los demás no era importante, porque solo hay que preocuparse de lo se puede controlar; todo lo demás se nos escapa.
Pero es tan fácil olvidar que nunca podrás controlar los gustos de los cocineros que forman los distintos jurados que te encuentras…
Que te vean y te conozcan. Llamar la atención
Recuerdo una anécdota divertida de uno de los concursos a los que me presenté. Vichy Catalán organizaba un concurso llamado La nueva cocina catalana. El premio para cada uno de los ganadores de las catorce categorías que se convocaban consistía en publicar la receta, junto con el resto de ganadores, en un libro que la marca patrocinaba.
Resulta que yo, con esta ambición mía de querer estar en todas partes para darme a conocer y divertirme, me presenté en doce categorías en una edición —a pesar de que no estaba permitido— cuando los concursantes se podían presentar como máximo en dos.
La ambición bien gestionada puede ser una buena herramienta, una ambición sana para poder mostrar las primeras recetas con sentido.
Envié recetas a todas las categorías. Como las recetas eran anónimas, el jurado no supo quién era el ganador hasta que se abrieron los sobres.
Ganador del premio: Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar; Jordi Cruz, del Estany Clar… y yo iba saliendo y decía «Hola» con una sonrisa divertida y un poco pícara. Así doce veces.
A veces me pregunto cómo me habrían ido las cosas si solo me hubiera presentado en dos categorías y qué habría pasado si no hubiera cometido aquella pequeña ilegalidad. Siempre llego a la conclusión de que seguramente no habría llamado tanto la atención y que toda la gente que estaba presente aquel día y que no entendía qué pasaba con aquel cocinero desconocido no habría sabido de mí.
Posiblemente aquellas recetas no eran nada del otro mundo; eso sí, había mucho trabajo, buenas fotografías y muchas ganas de gustar. Al final me convertí en un experto en concursos, hasta el punto de que a veces me llamaban amigos de la profesión y me preguntaban si pensaba participar en algún concurso concreto. Esas fueron las primeras veces que sentí que realmente me tenían en cuenta, y esas sensaciones que al principio fueron toda una satisfacción se transformaron en motivación para seguir adelante. Hay momentos en los que te sientes capaz de todo. Con esto no quiero decir que te sientas mejor que los demás, pero sí con más fuerza para trabajar que nadie, y ese empuje te ayuda a luchar por tus sueños.
La perseverancia y la tenacidad
Una muestra muy clara de tenacidad que creo que ilustra perfectamente la importancia de ser constante y obstinado a la hora de conseguir objetivos es la experiencia que viví en una de las ediciones del concurso Jóvenes chefs de España.
Cuando le comenté a un compañero que me quería presentar al concurso, me dijo:
—No ganarás. Hay intereses de por medio y siempre gana quien tiene más contactos.
Solo necesitaba oír eso para animarme todavía más a presentarme.
Efectivamente, mi compañero tenía razón. Me presenté, y en aquella edición ganó un vasco. Pero me enfadé mucho y, como soy muy competitivo y esas situaciones me provocan, dije:
—Pues el año que viene ganaré. Me volveré a presentar y no me podrán decir que no por mucha política que haya.
Me pasé todo un año desarrollando un solo menú en el restaurante y buscando ideas nuevas para obtener un resultado fuera de serie.
Me obsesioné hasta el punto de crear un archivo en el ordenador que se llamaba «Concurso de noviembre». Definí un menú excepcional y muy trabajado con el equipo del restaurante Estany Clar. Queríamos creer que aquel menú no podía perder. Cuando llegó el mes de noviembre, fui al concurso. Formaban el jurado cuatro catalanes y seis vascos. Había mucho nivel; muchos de los grandes cocineros a los que yo admiraba estaban sentados delante de nosotros.
Todo fue como tenía que ir, pero cuando llegó el momento de la entrega de los premios, nos llevamos una sorpresa porque llamaron a dos cocineros: uno vasco y yo. Recuerdo que cuando nos llamaron estábamos en un cuarto. Nos miramos y dijimos: «¡Hostia! Aquí pasa algo».
Cuando estábamos delante del jurado, el director del congreso de cocina donde se celebraba el concurso dijo:
—Oye, que nos ha gustado mucho lo que habéis hecho. ¿Os parece bien ex aequo?
—Yo he venido a ganar. Me da igual si es con él o sin él —dije yo.
—Pues me parece de puta madre —dijo el otro cocinero.
Y así fue.
Después nos explicaron que había habido algunas diferencias entre los miembros del jurado; al parecer aquel gran crítico que dirigía el concurso dijo:
—Ganará el vasco.
Y los catalanes dijeron:
—Si gana el vasco, el año que viene no vendremos. El año pasado ya ninguneaste a este, y este año lo ha hecho de puta madre.
—Pues yo quiero que gane el vasco.
Una vez más, mi tenacidad me dio una alegría.
Los cocineros top entran en mi vida y yo en la suya
Aprendí muchas cosas de los concursos. Aprendí a luchar, a olvidarme de la vergüenza, a perder. Pero, además, durante los años que me presenté a concursos, la elite de los cocineros, entre los que estaban Martín Berasategui, Carles Gaig y Ferran Adrià, se iba encontrando a un chaval impertinente con ganas de hacer cosas.
Recuerdo que Martín era muy cercano y siempre que me veía me decía:
—¡Chavalote! ¡Garrote! ¡Garrote!
—¡Garrote! —le contestaba yo.
Enseguida le caí simpático y siempre me mostraba afecto y me dedicaba esos divertidos gritos.
En un concurso en el que participaba, coincidí con Carles Gaig en el servicio. En un momento en que nos quedamos solos, me miró y me dijo una gran frase.
—Niño, lo importante es el sabor. La estética no es importante, sino el sabor.
Conocí a Carles Gaig y a Martín Berasategui gracias a los concursos.
Y de repente me encontré con que aquella gente tan importante a la que miraba de lejos, gente con la que ni soñaba cruzar palabra en mi vida, pasaban de repente a ser conocidos míos.
A partir de ese momento empecé a normalizar la relación con ellos, les comentaba cosas, los invitaba a mi restaurante e iba estrechando ese lazo de trato e intereses mutuos.
Cuando pasa un tren y quieres subirte
Marta Lacambra, la subdirectora general de Caixa Manresa en aquel momento y directora de la obra social de la entidad, y Adolf Todó, el director general de Caixa Manresa, ya habían oído hablar de mí y le pidieron a mi hermano, que trabajaba en la caja, que concertara un encuentro entre los cuatro. «Queremos hablar con tu hermano, el cocinero de Berga», dijeron.
Mi hermano, que era mayor que yo, muy dedicado a su trabajo y profundamente responsable, como yo, enseguida se lo tomó como una misión prioritaria.
—Tienes que venir, Jordi. Marta Lacambra quiere hablar contigo.
—Pues que vengan a cenar.
—¿Cómo que vayan a cenar?
—¡Sí, sí! Que vengan.
Dicho y hecho. Conseguí que Marta Lacambra viniera al Estany Clar. Le tenía preparado un buen banquete y le hice los mejores canelones del mundo para impresionarla. ¡Y lo conseguí, porque le gustaron muchísimo! Cuando hubo acabado de comer y me senté a hablar con ella, me anunció el motivo de su visita:
—Mira, estamos proyectando una serie de restaurantes en Sant Benet de Bages, donde está la Fundación Alícia que dirige Ferran Adrià, y nos gustaría mucho que tú llevases uno de los restaurantes que queremos abrir allí.
Y yo, que siempre había dicho que no a salir de mi rincón del mundo, de mi cocina y de mi patio, recuerdo que una vocecilla me iba diciendo en el cerebro: sí, sí, sí…
En aquel momento sentí una fuerza dentro de mí que me empujaba a aceptar aquella propuesta. Tardé unos segundos en decidirme. Me moría de la ilusión; sabía que era un paso muy importante, que era un tren que pasaba y al que tenía que subir sí o sí.
Quería darme a conocer, quería ver mundo… y al instante recobré la voz y dije: «¡Sí!».
Si los sabios rectifican, yo también
El camino a L’Angle no fue fácil porque enseguida surgió un impedimento totalmente inesperado. El director de la Fundación Alícia en aquel entonces, Ferran Adrià, era quien debía aprobar mi «candidatura» a llevar uno de los restaurantes de Sant Benet, para el cual además yo ya tenía claro el nombre: L’Angle.
Al cabo de unos días de su visita al Estany Clar, Marta me llamó para decirme que lo sentía mucho pero que yo no podía abrir L’Angle porque Ferran Adrià no estaba de acuerdo. ¡No me lo podía creer!
No me dio ninguna explicación ni nada que justificara la reacción de Ferran, pero inmediatamente pensé que una respuesta como esa solo se podía deber a que Ferran Adrià se había sentido ofendido por algo, y por ese motivo, independientemente de lo que pasara con L’Angle, tenía que resolverlo.
Es bueno tener ganas de hacer cosas, ser valiente y luchador, pero si por el camino ofendes a alguien, tienes que descubrir en qué punto la has pifiado, espabilarte para solucionarlo y hacer saber al ofendido que no eres tan tonto como pareces.
Empecé a hacer memoria y me acordé de que hacía tiempo había tomado una decisión que podía haber hecho pensar a Ferran que yo no cumplía los requisitos para asumir la dirección de L’Angle.
Cuando publiqué mi libro Cocina con lógica, un libro del que puedes sacar unas cuantas ideas sobre cómo empezar a ser cocinero, escribí un primer capítulo dedicado a una técnica de El Bulli, «Aires emulsionados con grasas», donde comentaba que era una técnica suya y explicaba por qué la había incluido.
Cuando tomé la decisión de dedicar ese primer capítulo a Ferran, lo hice porque tenía entendido que a Adrià le gusta que se experimente con sus recetas y que se utilicen en otras cocinas.
Sin embargo, como soy un tímido de campeonato, fui tan tonto que no me atreví a decírselo personalmente ni a llamarlo. Tampoco se me ocurrió dedicarle un agradecimiento en el libro. En fin, no fui capaz de hacer algo tan lógico y elemental por pura timidez. De hecho, una vez terminado el libro, podría haberle pedido que escribiese el prólogo, pero tampoco lo hice. Y él, con motivo, debía de pensar que un tipo así no podía llevar un restaurante.
La timidez te puede jugar malas pasadas. Si eres tímido, debes tener cuidado de no parecer soberbio.
Cuando Marta Lacambra me comunicó la negativa de Ferran Adrià, reflexioné mucho y llegué a la conclusión de que debía de haber pasado lo que sospechaba. Yo no había hecho bien las cosas, y aunque daba por perdida la posibilidad de ir a Món Sant Benet, quería rectificar y hacer algo al respecto.
«Ferran ha dicho que no quiere que vaya a L’Angle, pero creo que de todas formas tengo que hacer una corrección en el libro», pensé.
Cuando mi editor me dijo que quería imprimir una segunda edición del libro, le pedí hacer una modificación en los agradecimientos y le di las gracias a todo el equipo de El Bulli por tanto trabajo bien hecho y a Ferran por apostar y respaldar a tantos cocineros jóvenes como yo.
Y con la segunda edición del libro en las manos, se lo hice llegar a Ferran.
Ferran Adrià es una persona que me despertaba y me sigue despertando mucho respeto. Cuando lo veía siempre iba rodeado de un corrillo de personas, y nunca me atrevía a acercarme a él. No sabía qué decirle, y todavía hoy me hace sentir cohibido y abrumado. Él debía de confundir esa timidez con indiferencia y soberbia, porque lo admiro mucho. Yo quería hacerle saber que si no me había acercado nunca a decirle «Ferran, soy Jordi Cruz» era solo porque no sabía cómo.
Sé que a veces mi juventud resulta ofensiva. Y encima aparento menos edad de la que tengo. Yo no quería que él pensara que era un tío insolente que no tenía en cuenta las mínimas normas de educación con las personas.
Creo que me creé fama de soberbio entre la gente que todavía no me conocía. Ferran Adrià tenía esa opinión de mí, seguro, y la gente que le rodeaba también.
Sin embargo, no tengo del todo claro que Ferran no viera con buenos ojos mi incorporación al proyecto de Sant Benet por ese motivo. Quién sabe si mi gesto de enviarle la segunda edición del libro le llegó al corazón o si fue Marta Lacambra la que siguió luchando por mí y por mi primer restaurante, L’Angle. Lo único que tengo claro es que Marta me llamó al cabo de unos días y me comunicó que a Ferran le parecía bien que yo aterrizase en Sant Benet.
Quien mucho abarca poco aprieta
No sabía cómo explicarles a los dueños del Estany Clar que me habían ofrecido trabajar en Món Sant Benet y que había aceptado. Reconozco que no supe gestionarlo nada bien porque desde el momento en que se lo comuniqué, se sucedieron unos meses de conversaciones y situaciones muy extrañas, incómodas y tensas.
En realidad, mi idea inicial y lo que me habría gustado hacer era mantener mi vinculación con el Estany Clar y poner en marcha L’Angle a la vez, y así fue como se lo planteé al equipo de Món Sant Benet cuando acepté la oferta. Pero mantener el vínculo con el Estany Clar fue totalmente imposible porque ellos querían que yo me dedicara exclusivamente a las cocinas de su restaurante.
—Estamos hablando de ilusión, de un proyecto que me muero de ganas de llevar a cabo y que además está muy cerca de mi ciudad. Podéis estar tranquilos porque no quiero abandonar el Estany Clar, pero tampoco quiero renunciar a abrir L’Angle —les dije.
—Francamente, no estamos tranquilos. O estás en el Estany o no estás.
—Pues no estoy.
Y de esa manera terminó mi etapa en el Estany Clar. Me dolió mucho marcharme de allí porque quería intentar compaginar los dos proyectos y habría hecho lo imposible por conseguirlo, pero supongo que la vida te va enseñando que no se puede tener todo y que hay que elegir.
Aprender a decir adiós
¡Qué bien estuve en el Estany Clar! Allí nadie me obligaba a nada porque disponía de un lugar muy cómodo, me había ganado el reconocimiento del equipo, me habían hecho jefe de cocina, tenía trabajo, estaba tranquilo y satisfecho.
Tener confianza en tus superiores y que ellos la tengan en ti es fundamental para trabajar. Considero que cuando el dueño de un restaurante ha confiado en una persona joven que empieza, como fue mi caso en el Estany Clar, la confianza se debe devolver con creces. Y para mí eso significaba serles fiel y estarles agradecido; por eso no quería marcharme y deseaba mantener los dos trabajos.
Creo que les fui fiel porque durante los catorce años que estuve en el Estany Clar mi prioridad nunca fue el dinero. Me conformaba con lo que me daban y sencillamente les decía que confiaba en que si me merecía más, ellos me lo darían. Para mí esa era la forma normal de empezar. Yo era el aprendiz, el que se estaba formando, por lo que hice una sencilla reflexión:
«Ir a la escuela me cuesta dinero, y aprendo menos que en el restaurante. En el restaurante me pagan y aprendo mucho.» La apuesta, pues, fue buena porque el Estany Clar me abrió las puertas y me dio confianza para hacer cosas.
La primera estrella
Cuando tenía veinticuatro años y trabajaba en el Estany Clar recibimos nuestra primera estrella Michelin. No sabíamos ni lo que era.
Recuerdo que teníamos un mâitre, que era un tipo muy observador y con una memoria prodigiosa, que un día me dijo con su sonsonete de payés:
—Jordi, aquel Citroën que hay aparcado allí ya estuvo hace poco. Es el mismo, seguro. No es la primera vez que viene.
—¿Y cómo lo sabes?
—Por la matrícula. Es la misma.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé, pero me parece raro porque son dos señores distintos. Deben de ser viajantes de vinos de esos.
Me pareció una observación sorprendente, porque el aparcamiento del Estany Clar era el típico parking de restaurante grande donde todos los coches aparcan en hilera, y que él recordase precisamente la matrícula de aquel coche con todos los que llegaban a aparcar era insólito.
Dicho y hecho. No había duda de que algo pasaba con aquellos señores porque de repente, de la manera más inesperada, recibimos la estrella Michelin aquel mes de noviembre.
A partir de ese momento nos ocupamos de informarnos de qué eran las estrellas Michelin, qué importancia tenían en el mundo gastronómico y qué implicaban. Y dejamos de ser los payeses currantes y alocados para pasar a ser los señoritos de la estrella Michelin.
A pesar de todo, la estrella no nos proporcionó un ascenso tan evidente, porque seguíamos estando marginados de la primera división. Hacíamos entrevistas y me conocía más gente. El restaurante figuraba en el mapa para mucha más gente, pero no jugábamos en primera. Yo solo era Jordi Cruz del Estany Clar, un jovencito de veinticuatro años que casi ofendía por ser demasiado joven.
Una vez conseguida la estrella Michelin, me sentía feliz y satisfecho, y mi codicia personal estaba bien cubierta. Era un reconocimiento mundial. Aparecí en los periódicos. Mi madre estaba orgullosa de mí, y mi padre, que era muy poco afectuoso, también.
Recuerdo el día que entré en el despacho de mi padre y vi colgada en la pared la foto del periódico donde salgo comiendo una nube de caramelo. De repente me vinieron a la cabeza las palabras que él siempre repetía: «Este niño será un delincuente».
Al ver aquella imagen allí colgada, sentí que él empezaba a estar orgulloso de su hijo. Y para mí aquello fue muy importante.