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Cómo empieza todo
Made in Manresa
A los siete años ya sabía que quería ser cocinero.
Siempre he tenido claro de qué iba la película y he sido muy consciente de que tenía la cualidad de saber adelantarme a las jugadas.
Soy de Manresa, una ciudad a cincuenta kilómetros al noroeste de Barcelona, capital de la comarca del Bages. Tengo una familia muy numerosa: cuatro hermanas y un hermano, todos mayores. Mi padre era un hombre muy trabajador que con el tiempo supo abrirse camino y espabilarse profesionalmente. En casa compartíamos muy pocos ratos con mi padre porque siempre estaba ocupado. Aun así, tengo muchos recuerdos de él, y si tuviera que describirlo, diría que era una persona con mucho carácter, duro y bastante autoritario. Mi padre no lo tuvo nada fácil, su época fue mucho más dura de lo que yo pueda imaginar, y tenía un carácter muy marcado por su infancia. A los nueve años ya trabajaba en una fábrica, y el resto de su vida no fue nada cómoda. A su manera, superó de largo sus propias expectativas, pero creo que a título personal le faltó aprender a ser más afectuoso y a disfrutar más de los suyos.
Mi madre, por el contrario, es una persona dulce y muy afectuosa, y aparentemente más frágil.
Cuando éramos pequeños, mi madre hacía de ama de casa y también se dedicaba al negocio familiar. Además, tenía que sacar adelante a sus seis hijos como podía. No era una tarea fácil: un padre con carácter que dedicaba muchas horas al trabajo y seis pequeños terremotos con ganas de dar la lata.
Nacer en una familia numerosa y ser el más pequeño tiene sus particularidades. Por una parte, estás muy acompañado porque siempre hay gente en casa, pero al mismo tiempo pasas un poco desapercibido para todos porque nadie se fija en ti, y si te gusta estar solo como me pasaba a mí, te permite aislarte.
Saber estar solo es importante, pero aprender a expresarte, a disfrutar de los demás o, sencillamente, a saber decir un «Te quiero» sincero cuando te lo pide el corazón, también me parece básico con la perspectiva de los años. Me he perdido muchos momentos interesantes en la vida por ser demasiado tímido o por no saber valorarme ni expresarme con confianza.
En una familia numerosa como la mía uno tiene que espabilarse mucho.
Otra circunstancia de las familias numerosas es que si eres el pequeño de muchos hermanos, la diferencia de edad entre tú y tus padres es bastante grande: como mínimo tu madre tiene treinta y muchos cuando naces, y tu padre, cuarenta. Eso ahora es normal, pero entonces si una mujer había tenido un hijo a los cuarenta o más era porque ya había tenido unos cuantos antes.
Dicen que los hijos de padres de edad avanzada maduran de forma distinta y tienen las cosas más claras, y que están más seguros de lo que les conviene en cada momento. No puedo decir que corrobore esa afirmación, pero sí sé que de pequeño tenía la impresión de haber vivido muchas más cosas que el resto de mis amigos.
Jugando se aprende
Todo empezó mirando cómo cocinaba mi madre en casa. A los siete años me fijaba mucho en cómo se preparaba la escudella y el cocido, los canelones y los pimientos del piquillo rellenos de bacalao. Mi madre es de Manresa y discípula culinaria de mi abuela, que era del mismo lugar. Las dos cocinaban los platos típicos de la comarca, el Bages.
El Bages es una zona con una fuerte tradición agrícola que dispone de una gran variedad de productos; eso hace que la cocina de las casas tenga mucha calidad y sabor. Recuerdo que los platos que hacía mi madre me parecían extraordinarios. Con el tiempo, pienso que sencillamente eran normales, bien preparados. Los sabores de la memoria son básicos para todo el mundo. Seguramente muchas personas se pasan toda la vida buscando esos sabores: la sopa de la madre, los canelones de la abuela…
Cuando tenía ocho años veraneábamos en la casa que mi familia tenía en una urbanización del Bages. Mi madre iba a Manresa a trabajar en el despacho que tenía debajo del piso donde vivíamos, y yo le pedía que me dejara acompañarla porque me gustaba jugar a sobrevivir un día solo en el piso.
Lo recuerdo como una forma de entretenerme, de vivir una nueva aventura y de satisfacer el espíritu inquieto que ya tenía entonces.
Cuando era pequeño, poder preparar cosas en la cocina con muy pocos ingredientes era un reto que me hacía sentir capaz y seguro de mí mismo.
La aventura consistía en dejar que transcurrieran las horas, pasar hambre y tener que espabilarme para cocinar algo yo solo. Cuando el hambre atacaba, empezaba a revolver y a buscar ingredientes para cocinar un plato sabroso. Abría la nevera, que casi siempre estaba vacía, después abría los armarios, cogía un poco de arroz, un poco de pasta y un ajo seco y… ¡¡¡empezaba el experimento!!!
Me salían platos bastante buenos, pero un día tuve mi primer gran fracaso en la cocina. Un día de invierno quise preparar unos espaguetis a la boloñesa, que me gustaban mucho. Mi madre todavía no había vuelto a casa, y quise repetir lo que le había visto hacer tantas veces. Cogí una lata de tomate frito, la carne y la cebolla, lo puse todo a cocer en una sartén y, como es lógico, me quedó una pelota de carne y cebolla cruda con tomate. Yo no entendía nada, y mi madre estaba toda contenta porque había intentado hacer la comida. Me dijo que primero había que cocer la cebolla picada, porque era lo que tardaba más en hacerse, después la carne a fuego más vivo, para que se cociera y quedase suelta, y gracias al asado se conseguía ese saborcito tan rico. Después había que añadir el tomate y dejar que hiciera «chup, chup» para que se cocinara bien. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí tengo claras las sensaciones que experimenté. Me hizo ver con claridad que en la cocina había que entender todo lo que pasaba, que hay cosas que hacen que las recetas funcionen. Comprendí con curiosidad, interés y esfuerzo que para la cocina tenía facilidad.
A los ocho años ya practicaba una cocina de experimentación e intuición cuando estaba solo en casa.
De bien pequeño comprendí que en la cocina, como en la vida, hay que aprender. Más claro el agua: en la cocina tienes que entender los procedimientos, saber lo que pasa y tener información.
Con mi abuela pasaba lo mismo. Las primeras veces que estuve en una cocina de verdad intenté preparar la escudella y el cocido. Ponía todos los ingredientes, y era bastante metódico, pero el caldo me salía claro, sin la intensidad ni aquel sabor profundo que tenía la escudella de casa. Se lo dije a mi abuela, y ella entendió rápidamente lo que le pasaba a mi sopa. Me dijo: «Tienes que comprar ese pergamino amarillento que venden en la carnicería: la manteca».
El secreto para conseguir un caldo denso con aquel color blanco y aquel sabor rancio tan sutil me lo explicó mi abuela.
Yo había visto muchas veces aquella grasa rancia en la carnicería, pero nunca le había dado importancia porque era un producto que no me llamaba la atención, y pensaba que no tenía ninguna utilidad. Mi abuela me explicó que un pedacito de un centímetro me daría el sabor y el color blanco del caldo. Ella me hizo ver que aquel trocito de grasa rancia era el alma de la escudella, el secreto que toda gran receta necesita, además de tener claros los ingredientes, entender qué función desempeñan en la receta y en qué medida.
La elección del camino: del hobby a la vocación
A esa edad yo ya tenía claro que no era un zoquete aunque mis notas escolares fuesen nefastas.
En este país te puedes hacer pipí en la cama a los siete años y no pasa nada, pero si no sabes multiplicar a los seis y hacer divisiones o raíces cuadradas a los ocho, eres un desastre.
Si a los cinco años no sabes sumar y restar eres un inútil. Como a mí no me gustaba estudiar, decidí aprovechar lo que se me daba bien y que consideraba un hobby: cocinar. A partir de ahí, tenía que construir y seguir un camino lo más recto posible.
Descubrí que tenía muy buena memoria para todo lo relacionado con la cocina. Una memoria enciclopédica. Era increíble; iba registrando y archivando información de bases, platos, procedimientos, nombres, técnicas y todo lo que se me ponía por delante. Me convertí en un experto gracias a lo que observaba en la cocina de casa y experimentaba en los momentos que cocinaba solo.
En la vida es importante decidir un camino y apostar fuerte. Si ese camino es tu «hobby», todo es mucho más ameno y fácil.
De todas las anécdotas que viví en casa, la que me hizo decidirme y tener claro que quería ser cocinero fue el día que mi madre se puso enferma y tuve que preparar la comida yo solo. Como mi padre era diabético, cociné judías verdes y un pescado al vapor. Lo coloqué en el plato, le eché un chorrito de aceite, cogí un pañuelo, me lo puse en el brazo —como hacen los camareros profesionales— y se lo serví.
Entonces mi madre me dijo:
—¡Tú serás cocinero!
Cuando me dijo eso, me hizo tanta ilusión que me elogiara que enseguida respondí:
—¡Pues claro!
Tenía siete años, a punto de cumplir los ocho.
Creo que en ese momento lo dije para agradarle y para complacerla, pero había una cosa que yo tenía clara: quería dejar de ser el sinvergüenza que mi padre afirmaba que era y transformarme en una persona útil y de provecho.
No sé si mi madre me dijo que sería cocinero en broma o no, pero el caso es que después de la EGB, dije que quería estudiar cocina y no pusieron ningún inconveniente. Me llevaron a la Escola d’Hostaleria de Manresa a los doce años.
La fuerza interior que todos necesitamos
Siempre hay personas que te remueven algo por dentro y te empujan a actuar. Mi padre era un hombre con mucha personalidad, muy exigente y poco afectuoso. A menudo pienso que cuando convives con un padre con una personalidad tan fuerte, es fácil que a veces, sin querer, te haga sentir poquita cosa. Mi padre me hizo sentir bastante pequeño. Aunque no es una sensación agradable, creo que fue precisamente eso lo que me dio fuerzas para decidir hacer algo importante.
Entre nosotros había mucha estima, pero predominaba una gran desconexión. Empecé a trabajar precisamente porque no me gustaba un pelo pedirle dinero a mi padre. Tenía la sensación de que me lo daba de mala gana. Lo considero un gesto normal porque él tenía claro que yo no le daba al dinero el valor en esfuerzo que tenía, y él había trabajado mucho para que en casa no nos faltase nada. Pero yo era muy orgulloso, tanto como él, y es que compartimos una genética que, todo sea dicho, me ha ayudado mucho en la vida. Los valores que extraje de la forma de ser de mi padre fueron muy positivos. Solo lamento que él no encontrase nunca las palabras para hablar conmigo y que en nuestra comunicación, en cierta manera, no utilizara el lenguaje.
Yo identifico la fuerza que nos empuja a todos a actuar como una fuerza que nace en la boca del estómago y que nos impulsa a avanzar.
El motor de esa fuerza, y que en ese momento a mí me empujaba al oficio de cocinero, era el deseo de agradar a mis padres. Yo pensaba que no les gustaba, y la verdad es que les daba motivos, ya que no tenía rumbo y me equivocaba con frecuencia. Eso me hacía sentir muy pequeño e insignificante. De hecho, nunca me he gustado a mí mismo y siempre me he sentido muy pequeño.
Cuanto más gusta todo lo que hago y lo que soy, más me gusto yo. El deseo de hacer feliz a mucha gente con mis platos es uno de los motores que me empuja a actuar.
Pero no basta con la fuerza de gustar. Puedes poseer la virtud y el don de cocinar bien y unas determinadas habilidades, pero si no le añades esfuerzo y constancia (tenacidad), no progresarás. El esfuerzo es lo que te permite ampliar al máximo el potencial que llevas dentro. Tener tenacidad, picar piedra, poseer convicción, tener pocas aspiraciones y al mismo tiempo muchas es lo que te permite conseguir el talento, esa aptitud intelectual que a veces es natural y otras, adquirida.