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Emprendedor

 

 

 

 

Nuevo reto

 

Finalmente, L’Angle inició su andadura. Marta me dijo que podía empezar el proyecto, y durante unos cuantos meses, mientras se construía el hotel en Sant Benet, asistí a las reuniones.

Sant Benet era en aquel entonces un solar. Cuando nos reuníamos, siempre venía un señor de Barcelona con pelo blanco y buena planta que hablaba con mucha convicción. Era del World Trade Center. Él había diseñado un hotel con dos restaurantes para Sant Benet. Yo no lo veía claro, pero el proyecto era así y lo acepté.

Con la distancia que da el tiempo, puedo confirmar que la experiencia en L’Angle fue una buena escuela. Tanto Caixa Manresa como yo éramos un poco inexpertos en la creación de restaurantes, y nuestro guía era el World Trade Center, que considero que tenía una visión desproporcionada de la zona. El error fue de lo más lógico, pero en aquel momento no nos dimos cuenta de que la zona no tenía el potencial necesario para alimentar al monstruo que era Sant Benet y menos aún para que la propuesta del señor del World Trade Center diera resultado.

Ahora que cuento con experiencia y sé lo que es tener restaurantes en Barcelona, puedo decir que poner dos restaurantes en un hotel que no está en el centro de una zona plenamente turística es un suicidio. Si son del mismo dueño y se complementan, aún. Pero si son dos negocios independientes gestionados por distintas personas, el dúo no funciona de ninguna manera. Y la prueba es Sant Benet.

El restaurante Món no solo estaba al lado del mío, sino que para ir a L’Angle tenías que pasar por el Món, hecho que nos hacía perder clientela entre la gente que venía a Sant Benet y quería probar uno de los dos restaurantes. Al poco tiempo empezamos a perder dinero.

 

Yo quería que todo fuera mejor que bien. Puse toda la energía y los medios necesarios.

La cocina, además, era extraordinaria porque hacía ya muchos años que cocinaba, pero el restaurante no arrancaba. Todo lo que había ganado durante los años en el Estany Clar, en los que no había gastado un duro, lo invertí allí.

 

 

La localización es clave. A cada restaurante, su ubicación

 

Por muy bien que gestiones las cosas, si la gente no entra por la puerta de tu establecimiento, estás muerto. Un restaurante depende de la localización, la localización y la localización.

Así aprendí que la ubicación de un restaurante tiene que estar en línea con lo que ofreces y debe responder a una necesidad y un interés del cliente. Si no es así, estás perdido. La gente del Bages no necesitaba aquel restaurante. Cuando tienes la ubicación que responde a esas premisas, puedes sumar todos los atributos que haga falta, porque seguro que el negocio funcionará.

En L’Angle perdí un dineral, y aunque veía que una buena gestión tampoco me ayudaba a mejorar, le tenía tanto cariño que no me decidía a cerrarlo.

En la vida no hay normas. Te van pasando cosas y tienes que decidir lo que te conviene y lo que no. Tú mismo tienes que decidir qué funciona y qué no, pero no desde el egoísmo sino desde el equilibrio. Con la cabeza fría y el corazón caliente.

Mi situación había llegado a un punto crítico. L’Angle estaba diseñado para ser un restaurante de cocina de vanguardia, y eso requería una estructura y unas condiciones imposibles de mantener en aquel rincón del mundo. Los clientes no se desplazaban hasta allí, y los que acudían no eran suficientes. A pesar de todo, yo seguía, paciente y empeñado en hacer funcionar el restaurante. Ninguno de nosotros veía que aquel negocio no era un negocio, sino un pozo sin fondo. Invertíamos más y más dinero, y no recuperábamos nada.

Con ese panorama, la verdad es que las expectativas no eran nada alentadoras, pero yo seguía trabajando día tras día. ¿Y qué pasó? Que llevar un restaurante de lujo que tiene una estrella Michelin pero al que la gente no llega es muy aburrido y nada estimulante. Así que mi situación era la de un cocinero solemnemente aburrido, sin un céntimo y con noventa kilos encima.

Es evidente que ahora no volvería a cometer ese error. Un día alguien me dijo: «No pongas dinero limpio sobre dinero sucio». En aquel momento no lo entendí, pero el tiempo y la experiencia me han hecho clarividente. Una cosa es tener una gran idea y mucha ilusión, pero si esa idea no da resultado y has hecho todo lo posible, la solución no es poner más dinero. Tienes que coger el toro por los cuernos e invertir dinero en otro proyecto que tenga viabilidad; aceptar que las cosas no han ido bien la primera vez y pasar página.

 

 

Si labras bien el campo, tendrás suerte en la vida

 

Afortunadamente, la suerte existe y te tiene que pillar trabajando y con todos los sentidos despiertos. Ten esto muy claro.

Un día que estaba en el despacho de Sant Benet leí un titular en el periódico que decía que Xavier Pellicer dejaba el ABaC. Seguí leyendo con la única intención de dar con el nombre del socio. Solo tenía ojos para encontrar el nombre del dueño del ABaC, la persona encargada de buscar un digno sucesor para las cocinas de aquel restaurante.

Lo tenía claro: aquella sí que podía ser una gran oportunidad.

Enseguida cogí el teléfono y llamé a mi representante. Cuando contestó le solté: «¡Apunta! ¡Señor González! Llámalo y tráelo a comer». Yo no sabía quién era el señor González, ni qué tipo de empresario era, ni si tenía otros negocios. Nada. No disponía de ninguna información. Pero en el periódico figuraba su nombre como dueño del ABaC, y eso era lo único que me interesaba. Mi representante le llamó enseguida y logró convencerlo para que viniera a comer a L’Angle y me conociera. Menos mal que nos decidimos enseguida y fuimos rápidos, porque después me enteré de que en aquellos momentos el señor González ya había empezado a negociar con cocineros de renombre.

Y llegó el día. El señor González apareció en el comedor de L’Angle acompañado de su hijo. Desde el primer momento me pareció un hombre encantador. El señor González empezó su trayectoria empresarial hace cuarenta años con un local para una residencia de estudiantes. Ahora tiene cuatro hoteles y cuatro restaurantes. Es un empresario de Barcelona de los de toda la vida, nacido en Lleida, educadísimo: un hombre hecho a sí mismo. Durante veintiocho años tuvo un restaurante en Barcelona que se llamaba Gargantúa y Pantagruel, de cuya cocina se encargaba su hijo, Ernesto, que ahora ejerce de gestor de la empresa.

Aquel día les preparé una comida con la que quería que entendieran el tipo de cocina que yo podía hacer en el ABaC. Les gustó mucho. Cuando nos sentamos a hablar, nos entendimos enseguida. Parecíamos hechos el uno para el otro, y tardé pocos minutos en darme cuenta de que tenía delante a un socio en quien podía confiar plenamente y que me respetaba tanto como yo a él. El señor González entendió que yo tenía muchas ganas de iniciar un proyecto nuevo y que estaba preparado para dedicarme en cuerpo y alma. Creo que esa disposición y ese entusiasmo fueron los motivos que le convencieron de que era preferible apostar por un chico joven antes que por un cocinero muy conocido para quien el ABaC habría sido una segunda marca.

 

 

Socio o no socio, esa es la cuestión

 

Cuando tienes delante a la persona que quieres que sea tu socio tienes que pensar que te está examinando igual que tú lo examinas a él.

La química profesional existe, y para ver si se puede dar esa simbiosis tienes que mostrarte al otro y ser capaz de explicarle la importancia que le das al negocio y hasta dónde estás dispuesto a implicarte y a comprometerte.

En la reunión con el señor González enseguida lo tuve claro y le dije: «Me centraré en el ABaC y será mi prioridad. L’Angle será mi segunda casa».

Él conectó inmediatamente con lo que yo le había dicho. Además, como todo empresario, tiene un punto de visionario que le hizo ver con claridad que yo todavía tenía mucho camino por recorrer.

Lo que un socio valora cuando sopesa una colaboración es la experiencia del otro en el ámbito empresarial.

En aquel momento yo era dueño de L’Angle, y eso le gustó porque le hizo ver que como empresario que era sabía cómo gestionar una empresa.

L’Angle había sido un negocio abierto con toda la vocación, en el que habíamos invertido todo el personal y los recursos necesarios para alcanzar la excelencia, pero no funcionó. No habíamos concebido un restaurante normal; teníamos ganas de estrellas, de grandes productos, de creatividad y de muchas cosas más. Desde el punto de vista de la gestión, hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano, y la gente de Sant Benet también nos ayudó en todo. Pero había llegado el momento de encontrar una ubicación con opciones reales para hacer todo lo que teníamos en la cabeza y el corazón.

Después de informar al señor González de mi experiencia como empresario, pensé que tal vez no había sido la mejor carta de presentación. El mundo está lleno de soñadores llenos de buenas intenciones, pero él, aparte de tener grandes sueños, era un gestor. Afortunadamente, dedujo que habíamos aguantado tanto tiempo gracias a una buena gestión y que aquella difícil experiencia me había hecho tocar con los pies en el suelo y aprender muchas cosas.

También vio una cocina donde tradición y vanguardia estaban presentes por igual, y que esa convivencia, con criterios de sostenibilidad, se complementaba con el mejor producto.

Mi voluntad siempre ha sido demostrar que la cocina de ayer y la del mañana pueden y deben estar unidas porque una no existe sin la otra y la otra nos ofrece la tradición del mañana.

Al señor González le gustó mi empuje y mi juventud. Y si a él le gustaba todo lo que yo representaba y a mí me gustaba lo que él tenía, ¿qué debíamos hacer? ¡Firmar! Sin darle más vueltas, ese mismo día sellamos el inicio de una relación profesional muy larga que espero que se mantenga viva y con fuerza muchos años.

 

 

Cuánto dinero se puede perder

 

El ABaC era mi objetivo, pero quería seguir en L’Angle, y tanto mi socio como el equipo de Món Sant Benet estuvieron de acuerdo. Pero seguía perdiendo dinero a espuertas, hasta el extremo de que gasté el sueldo de los dos primeros años en el ABaC. Todo lo que ganaba iba a parar a L’Angle, y mi socio no paraba de decirme:

—¿No te cansarás nunca de enterrar dinero en ese agujero?

—Es que le tengo mucho cariño y no quiero que se muera.

El azar, la suerte otra vez, quiso que el local que mi socio tenía en la calle Aribau con Aragó, debajo de su hotel, quedase libre. Cuando me lo comunicó, enseguida vi que era el momento de tomar una decisión definitiva y pensé que la única forma de levantar L’Angle era trasladarlo de donde estaba a Barcelona.

Siempre había tenido claro que esa era la jugada que había que hacer, y aunque no quería dejar Sant Benet, un proyecto al que siempre he tenido apego por el discurso y la belleza increíbles que ofrece, tampoco quería decepcionar a los que habían apostado por mí.

 

Ya era hora de aceptar que la situación era difícil, que la crisis económica tampoco ayudaba y que la única esperanza de L’Angle era cambiar su ubicación.

Ser agradecido con las personas que han dado sentido a tu camino es esencial.

Cuando tomé la decisión de trasladar L’Angle a Barcelona, fui a hablar con el equipo de Món Sant Benet y les demostré mi agradecimiento. A Marta Lacambra le supo muy mal porque ella, como yo, quería que aquel pequeño restaurante hubiera arraigado, pero como siempre me ha demostrado, una cosa es el corazón y otra el criterio, y ella estaba sobrada de criterio. Marta lo entendió, y siempre le agradeceré la gran oportunidad que me dio y todo lo que he podido aprender de su gran carácter.

 

 

Aterrizaje en el ABaC

 

La llegada al ABaC no fue fácil. La gente me miraba con cara de pocos amigos, como pensando: «¿Quién es este?», una actitud que no despertaba ninguna ilusión.

Xavier Pellicer había dejado una impronta de carácter fuerte, duro y con un toque afrancesado, y yo no compartía su filosofía en ningún aspecto: ni en el estilo, ni en la escuela, ni en la técnica culinaria, ni en la gestión del equipo. De modo que estaba claro que los miembros del equipo de Xavier Pellicer estaban muy expectantes y que esperaban recibir a un gran chef, y lo único que sabían de mí era que no tenía nada que ver con el estilo de Pellicer.

Ese fue mi primer cometido. Me dediqué a observar y analizar la situación hasta que descubrí cuál debía ser mi actitud: ser paciente y no precipitarme ni tomar ninguna decisión.

En lugar de llegar allí como si fuera un dictador, me uniría al equipo para entender todo lo que hacían y cómo lo habían hecho.

Primero quería observar y después, poco a poco, empezar a hacer cosas para ir dándole al restaurante el aire que yo tenía en mente.

Así pues, ante la evidencia de que todo el equipo del restaurante me tenía cierta desconfianza, mantuve el estilo del anterior cocinero. Iban pasando los días, y yo no decía nada ni daba ninguna instrucción. Entraba en la cocina y trabajaba como uno más del equipo, pero poco a poco, y en los momentos oportunos, fui dejando atrás algunos platos y proponiendo otros nuevos. «Hagamos esto, hagamos lo otro», les decía a los cocineros.

Lentamente y con mucho cuidado, fuimos sustituyendo platos, y en tres meses cambiamos la carta que había y empezamos con una totalmente nueva. Hasta el chico francés que había sido el segundo de Pellicer, el más reticente a mi incorporación, acabó diciendo: «Pues no está mal esto».

Aprendí mucho de ese jefe de cocina, y también del resto del equipo. Para mí era como hacer un stage en Francia, y en privado. Como creía que merecía reconocimiento, le dije que se le daba muy bien la cocina francesa, y me permitió ver cosas que de otra manera, considerando que yo no había hecho ningún stage, me habría sido muy difícil o imposible aprender. Me refiero sobre todo a las bases de la cocina francesa y también a muchos aspectos de la gestión de la cocina y el personal que requieren esos grandes restaurantes de estilo francés.

La primera etapa del ABaC había terminado. Era el momento de crear una cocina nueva y singular.

 

 

Mi socio

 

El señor González ha llegado a ser para mí como un padre. Hace años que tenemos una relación profesional muy enriquecedora y que nos tenemos mucho respeto mutuo y confianza. Es tanta la consideración que le tengo, que por mucho que él insista en que le tutee, siempre le hablo de usted.

Con los años que hace que trabajo con mi socio, nunca me he dirigido a él por su nombre de pila. Siempre le hablo de usted y con el tratamiento de «señor» delante.

Me gusta que así sea porque un señor que decide asociarse con un chico antes que con primeras figuras de la gastronomía ya consagradas me llena de asombro y es digno de toda mi admiración. Le tengo una gran devoción.

Considero un acto de valentía por su parte jugarse el dinero y la reputación poniendo el ABaC en manos de un chico joven como yo, porque por muy claras que yo tenga las cosas, él no tiene por qué tenerlas. De modo que ese hombre me ha demostrado que sabe del negocio, que es visionario y que tiene una capacidad muy desarrollada para ver más allá de lo evidente, porque todas las decisiones que hemos tomado juntos han sido un éxito.

Siempre agradeceré a mi socio que me haya puesto a la cabeza del ABaC.

Un empresario debe creer en su instinto y su intuición, y mi socio es así.

Desde el primer momento en que me uní al ABaC, la suma de esfuerzos por parte de los dueños, el equipo y todos los que creíamos en nuestro proyecto ha dado grandes resultados.

Gracias a la gran sintonía y la complicidad que tenemos, la apuesta del señor González ha dado sus frutos: las dos estrellas del ABaC, la lucha actual por la tercera, la apertura de L’Angle en Barcelona, la apertura del Ten’s, restaurante de tapas, y muchos otros proyectos que verán la luz poco a poco.

He pasado de ser un colaborador a ser un socio con muchas ganas de agradecerle la apuesta que hizo.

Hasta hace muy poco no se me había pasado por la cabeza que pudiera llevar a cabo tantas cosas. Me atribuía un pequeño talento para la cocina y muchas ganas de demostrarme que con paciencia, trabajo y tenacidad, las cosas van saliendo progresivamente.