10

Pirrie se colocó al lado de John cuando empezaron a andar otra vez; a un gesto de Pirrie, Jane se había colocado detrás y caminaba a unos diez pasos de ellos. Al igual que había hecho Joe Ashton, John iba a la cabeza de la columna, que ahora alcanzaba el impresionante número de treinta y cuatro personas: una docena de hombres, otra de mujeres, y diez niños. John había designado a cuatro hombres para que fueran con él a la vanguardia, y a cinco para que acompañaran a Roger en la retaguardia. En cuanto a Pirrie, ya había quedado especificada su condición de hombre errante. Podía caminar en el lugar que prefiriera.

Mientras bajaban hacia el valle por la carretera, yendo algo apartados de los otros acompañantes, John comentó:

—Ha salido bien. Pero ha sido un poco arriesgado.

—No lo creo —respondió Pirrie moviendo la cabeza—. Lo arriesgado, y mucho, hubiera sido no matarle. Aun cuando hubiera aceptado que usted dirigiera al grupo, pienso que no habríamos podido confiar en él.

—¿Tan esencial es que yo gobierne la partida? —preguntó John, mirándole fijamente—. Al fin y al cabo, lo único importante es llegar a Blind Gilí.

—Eso es lo que más importa, es cierto, pero no creo que debamos ignorar la cuestión de lo que va a pasar cuando lleguemos allí.

—¿Cuando lleguemos allí?

—Es probable que su valle sea pacífico y privado, pero tendrá que tener algunas defensas, aunque sean menores. Porque de lo que no hay duda es de que sufrirá asedios. Consecuentemente, habrá que establecer algo parecido a la ley marcial, y será preciso que una persona la decrete.

—No veo el porqué. Seguramente… bastará con una especie de comisión, compuesta de miembros elegidos, y autorizada para tomar decisiones.

—Me parece —insistió Pirrie— que el tiempo de las comisiones se ha acabado ya.

Sus palabras resultaban ser un eco de los pensamientos que el propio John había tenido un momento antes; por esa causa contestó con cierto enfado:

—Y ha vuelto la época del noble feudal, ¿verdad? En cuanto perdamos la fe en nuestra capacidad de resolver democráticamente los problemas…

—¿Lo cree usted así, señor Custance?

Pirrie había puesto un ligero énfasis en la palabra «señor», como para aclarar que a partir de la muerte de Joe Ashton la expresión se había convertido de algún modo en un título. Excepto para Ann, Roger y Olivia, John era ahora el señor Custance; a los demás se les llamaba por el nombre o por el apellido. Era un detalle pequeño, pero no insignificante. John no pudo por menos que preguntarse si Davey, a su debido tiempo, sería también señor por derecho de sucesión. La extravagante reflexión le hizo sentirse incómodo.

—Si ha de haber alguien que gobierne las cuestiones del valle —cortó fríamente John—, ése será mi hermano. La tierra es suya y él es la persona más indicada para cuidarla.

Pirrie se limitó entonces a levantar los brazos en un pequeño gesto de resignación burlona, al tiempo que concluía:

De cualquier modo no habrá comisión. No lo lamento. Esa es otra de las razones por las que usted debe estar al mando de la partida que llegue a Blind Gilí. Alguna otra persona no estaría tan dispuesta a considerar ese punto de su hermano. Al bajar al valle y pasar junto a los signos de la destrucción, comprobaron que si desde cotas más altas ya habían sido evidentes los destrozos, de cerca el asolamiento era brutal. Los habitantes que aún quedaban les rehuían; no les tentaba pedir ayuda a un grupo armado. Al acercarse a las ruinas de Sedbergh vieron que una partida, de aproximadamente el mismo número que la de ellos, salía del pueblo. Las mujeres lucían joyas de, al parecer, mucho precio, y uno de los varones iba cargado con distintas piezas de una vajilla de oro. El hombre, aun cuando se dio cuenta de que John le estaba observando, arrojó al suelo algunas de ellas por considerarlas demasiado pesadas. Otro de los hombres se agachó a coger una, la sopesó durante un instante, y la volvió a tirar al suelo soltando a la vez una risotada. El grupo continuó la marcha, manteniéndose alejado de John y sus seguidores, mientras el brillo del oro caído contrastaba con el color parduzco de la tierra pelada.

Cuando comenzaron el ascenso hacia el valle de Lune, procedente de una granja aislada, escucharon un agudo y continuo grito que inquietó a los niños y a algunas de las mujeres. En el exterior de la granja, y haraganeando, se encontraban dos o tres hombres armados. John pasó de largo con su acompañamiento, y los gritos se perdieron en la distancia.

Los Blennitt habían abandonado su cochecito de niño cuando dejaron la carretera a las afueras de Sedbergh, y llevaban sus pertenencias repartidas en zafios bultos que acarreaban los seis adultos. La andadura era evidentemente para ellos más difícil que para los demás, y no trataron de ocultar su alivio cuando en las alturas del valle de Lune, al borde de los pantanos, John dio la orden de hacer alto. Continuaba sin llover; las nubes se habían convertido en cirros y salpicaban el cielo a una considerable altura. Hacia el oeste, y por encima de las elevadas curvas de los pantanos, el sol del atardecer iluminaba las rizadas nubéculas.

—Mañana por la mañana nos las veremos con los pantanos —indicó John—. Creo que no estamos ya a mucho más de cuarenta kilómetros del valle, pero la marcha no va a ser fácil. Sin embargo, confío en que podamos alcanzarlo mañana por la noche.

Y señalando a una casa que había en una pequeña elevación por encima de ellos, y que tenía los cristales rotos, agregó:

—Aquello parece ser un buen alojamiento para pasar la noche. Pirrie, coja a un par de hombres y vaya a hacer un reconocimiento, ¿quiere?

Sin vacilar, Pirrie eligió a Alf Parsons y a Bill Riggs, quienes, al aceptar la elección, buscaron con los ojos el asentimiento de John. Luego, los tres hombres se dirigieron hacia la casa. Cuando se hallaban a unos veinte metros de distancia, Pirrie dijo a los otros dos que se pusieran a cubierto en una pequeña depresión. Mientras tanto él, con calma, apuntó y disparó una bala a través de una de las ventanas del piso superior. Después de la detonación del rifle, y del ruido que produjeron al caer las pequeñas astillas de vidrio, se hizo de nuevo el silencio.

Un minuto más tarde, la menuda figura de Pirrie se levantó y anduvo hacia la casa. Sin contar el rifle que llevaba bajo el brazo, su pinta era la de un funcionario del servicio civil que fuese a cumplir una tarea rutinaria. Al llegar a la puerta, que encontró entornada, la pegó una patada para abrirla del todo. Luego desapareció en el interior.

John se vio obligado a considerar una vez más lo temible que hubiera sido Pirrie como oponente si en lugar de orientar sus esfuerzos hacia la promoción del poder de otro, hubiera ambicionado para sí el ejercicio consciente del mando. Ahora se había metido solo en una casa, cuya condición de desocupada era únicamente un supuesto suyo. Si aquel hombre tenía nervios, difícilmente volvería a encontrarse en otra situación en la que fuera más comprensible un estado de tensión.

En una de las ventanas del piso de arriba apareció una cabeza —la cabeza de Pirrie—, que volvió a ocultarse de nuevo. Al cabo de una corta espera, le vieron salir por la puerta principal. Después de que se le unieran los otros dos hombres, se dirigió hacia donde estaba John.

—¿Y bien? —le preguntó John.

—Reconocimiento satisfactorio. Ni siquiera cadáveres. Sus habitantes deben haberse marchado antes de que llegaran los saqueadores.

—¿Ha sido saqueada?

—Hasta cierto punto. Pero no con mucha habilidad.

—Nos servirá de cobijo para esta noche —dijo John—. Las camas que hayan serán para los niños. Los demás nos arreglaremos en el suelo.

—Somos treinta y cuatro personas —replicó Pirrie, echando una ojeada a los circunstantes—. Y no es una casa muy grande. Me parece que Jane y yo correremos el riesgo de pasar la noche al raso.

Mientras pronunciaba las últimas palabras hizo una seña a la muchacha con la cabeza. Al acercarse a él, el estúpido rostro de provinciana de Jane seguía sin mostrar otra cosa que sumisión a lo inevitable. Cuando Pirrie la cogió la mano, John le dijo:

—Haga lo que guste. Le libro esta noche de la guardia.

—Gracias —repuso Pirrie—. Gracias, señor Custance.

John encontró una habitación en el piso superior que tenía dos camas, por lo que llamó a Davey y Mary para que se acostaran. No obstante, como descubrió también un lavabo en el pasillo, les envió antes a lavarse. Cuando hubieron salido sus hijos, él se sentó en una de las camas; desde allí, y a través de una ventana, se puso a contemplar el valle que llegaba hasta Sedbergh. Una perspectiva magnífica. Quienquiera que hubiera vivido en aquella casa —pensó—, probablemente habría estado de acuerdo con cualquier indicación, si es que ésta era necesaria, en el sentido de que las posesiones inmateriales eran tan inseguras como las materiales.

Su breve reflexión fue interrumpida por la entrada de Ann en la alcoba. La mujer parecía cansada. John, al tiempo que hacía un gesto hacia la otra cama, invitó:

—Acuéstate. Acabo de mandar a los niños a asearse.

Ann, empero, se quedó de pie, mirando por la ventana.

—Todas las mujeres me preguntan a mí —dijo—. ¿Qué carne vamos a cenar esta noche?… ¿Podemos poner las patatas y confiar en que conseguiremos más mañana?… ¿Las hacemos asadas o las pelamos para hacerlas de otro modo?… ¿Por qué a mí?

—¿Y por qué no? —contestó él, mirándola.

—Porque aunque a ti te guste ser el amo y el señor, eso no quiere decir que yo quiera ser la señora.

—Quítatelas de encima entonces.

—Ya les he dicho que hagan todas las preguntas a Olivia.

—Delegación de responsabilidades —repuso John, riendo—. Eso es lo que hace una buena ama.

—¿Era preciso todo esto?… —quiso saber ella después de una pausa—. ¿Unirnos a esa gente y convertirnos en un ejército?

—No —respondió él, moviendo la cabeza—, de ningún modo. Por lo menos no era necesario aceptar a los Blennitts. Pero fuiste tú quien quiso que vinieran, ¿recuerdas?

—Yo no quise que vinieran. Lo que ocurre es que me pareció horrible abandonar a los niños. Y además no me refería a ellos… me refería a los otros.

—Con los Blennitts, y únicamente los Blennitts, hubieran aumentado muchísimo las posibilidades en contra de llegar al valle. Con estos otros lo lograremos con más facilidad.

—Guiados por el general Custance, ¿no? Y con la hábil ayuda de su principal asesino, Pirrie.

—Subestimas a Pirrie si piensas que es sólo un asesino.

—No. No me preocupa lo maravilloso que es. Es un asesino, y me desagrada.

—También soy yo un asesino —replicó él, mirándola con fijeza—. Mucha gente, que jamás hubiera pensado serlo, lo es.

—No es preciso que me lo recuerdes. Pero Pirrie es distinto.

—Le necesitamos… —dijo John, encogiéndose de hombros—, hasta que lleguemos a Blind Gilí.

—¡No paras de decir eso!

—Pero es que es cierto.

—John —llamó ella, cruzando sus ojos con los suyos—, lo que me espanta de verdad es la forma en que te está transformando. Te estás convirtiendo en una especie de jefe de una banda de gangsters… Los niños están empezando a cogerte miedo.

—Si algo me está cambiando —repuso él, enfadado—, no es Pirrie, sino algo más impersonal: el tipo de vida que tenemos que vivir. Voy a llevaros al valle, a todos, y nada puede detenerme. Me pregunto si comprendes lo bien que hemos hecho las cosas para poder llegar hasta aquí. Fíjate en esta tarde, con el valle como si fuera un campo de batalla, y eso es sólo una simple pendencia comparado con lo que está sucediendo en el sur. Nosotros, sin embargo, estamos ya aquí y podemos ver con optimismo el resto del viaje. Pero no podremos cantar victoria hasta entrar en el valle.

—¿Y cuando estemos dentro?

—Ya te lo he dicho —respondió él con paciencia—. Aprenderemos a vivir de nuevo con normalidad. No pensarás que a mí me gusta todo esto, ¿verdad?

—No lo sé —contestó Ann, dirigiendo ahora sus ojos hacia la ventana—. ¿Dónde está Roger?

—¿Roger? No le he visto.

—El y Olivia son quienes transportan a Steve desde que tú estás tan ocupado con la jefatura. Se quedaron rezagados. Cuando llegaron a la casa sólo encontraron libre el lavadero.

—¿Por qué no ha venido a verme?

—No ha querido molestarte. Cuando llamaste a Dave y, Spooks se quedó donde estaba; no se le ocurrió venir con él ni Davey pensó en invitarle. Eso es lo que quise indicar cuando dije que los niños estaban empezando a temerte. John no respondió. Se limitó a salir de la alcoba para llamar desde el descansillo:

—¡Rodge! Sube, hombre. Y Olivia y los niños, claro.

—Ahora te muestras paternalista —dijo Ann, detrás de él—. No creo que así vayas a arreglar las cosas.

John se volvió y la cogió por los brazos furiosamente.

—¡Escucha! —exclamó—. Mañana por la noche todo esto se habrá acabado. Entregaré a Dave el mando y me pondré a aprender el modo de ser patatero y remolachero. Me verás convertir en un viaje torpe, aburrido y calloso…, ¿te parece bien?

—Si pudiera creerlo…

—Te lo aseguro —insistió él, besándola.

En aquel momento llegó Roger con Steve, y a corta distancia detrás, Spooks.

—Olivia sube ahora, Johnny.

—¿Qué demonios hacíais en el lavadero? —preguntó John—. Hay aquí sitio suficiente. Podemos juntar esas camas y acostar a los niños en ellas. Los demás tenemos un fabuloso y blando suelo. Fijaos en las alfombras nuevas que hay en las habitaciones; nuestros huéspedes deben haber sido gente de dinero. En aquel ropero hay mantas.

Mientras hablaba se dio cuenta de que su tono era demasiado cordial, pues contaba con la clásica afabilidad del hombre que favorece a sus inferiores. El cambio, empero, era irreversible, ya que ambos amigos habían contribuido al distanciamiento en las relaciones y eran impotentes para volver a la antigua situación.

—Eso es muy generoso por tu parte, Johnny —observó Roger—. El lavadero estaba bien, aunque olía a cucarachas. Vosotros dos, id a hacer cola para lavaros.

—Allá van aquéllos —comentó Ann, que se hallaba mirando por la ventana.

—¿Aquéllos? —repitió John—. ¿Quiénes?

—Pirrie y Jane… Supongo que irán a dar un paseo antes de cenar.

Olivia había entrado en la habitación cuando Ann estaba hablando. Comenzó a decir algo, pero luego de mirar a John se detuvo.

—Pirrie el galanteador —dijo Roger—. Muy animado para su edad.

—Tú estás a cargo de los cuchillos —indicó Ann a Olivia—. Procura que cuando Jane venga a cenar se quede con uno bien afilado; y dila que no hay prisas en que lo devuelva.

—¡No! —exclamó con vehemencia involuntaria John.

Luego, dándose cuenta de la emoción contenida en su tono, moderó la voz para agregar:

—Necesitamos a Pirrie. La chica ha tenido suerte con él. En realidad, puede considerarse afortunada por estar viva.

—Creía que ya podíamos enfocar este asunto desde otro punto de vista —respondió Ann—. Había pensado que mañana por la noche la situación volvería a la normalidad. ¿Te interesas verdaderamente por Pirrie porque le consideras esencial para nuestra seguridad, o porque resulta que ahora te agrada como persona?

—Ya te lo he dicho otras veces —repuso, molesto, John—. No quiero correr riesgos. Quizás no le necesitemos mañana, pero eso no significa que vaya a alegrarme la idea de que incitéis a la muchacha para que le degüelle durante la noche.

—A lo mejor lo intenta por sí sola —intervino Roger.

—Si es así —quiso saber Ann—, ¿qué harás tú, John? ¿La ejecutarás por alta traición?

—No. La abandonaremos.

—Sí. Creo que lo harías —replicó Ann, mirándole con fijeza.

—El mató a Millícent —habló Olivia por primera vez.

—Y no le abandonamos a él, ¿verdad? —contestó John con exasperación—. ¿Pero es que no os dais cuenta de que la justicia y la participación honradas no sirven de nada mientras uno no tiene unas murallas tras las que refugiarse de los bárbaros? Pirrie es más útil que cualquiera de nosotros. Jane es como los Blennitts, una pasajera, una rémora incluso. Podrá continuar mientras pueda andar por sí misma, pero no de otro modo.

—Tiene realmente madera de jefe —dijo Ann, dirigiéndose a los otros—. Fijaos en la dedicación que hay en sus palabras; sorprende más por su convicción que por lo que él piensa que es justo porque lo piensa.

—Sí que es justo —respondió, acalorado, John—. ¿Tienes algún argumento para refutarlo?

—No —repuso ella, observándole fijamente—. Ninguno que tú estés dispuesto a aceptar.

—¡Rodge! —invocó John—. Tú ves sentido en lo que digo, ¿verdad?

—Sí, veo el sentido —repuso el aludido.

Y casi justificándose, añadió:

—Pero también veo sentido en lo que dice Ann. No te estoy censurando, Johnny. Tú te has impuesto la tarea de llevarnos al valle, y eso lo antepones a cualquier cosa. Y Pirrie se ha convertido en la persona de tu confianza.

John iba ya a discutir el argumento cuando, al ver a los tres frente a él, le vino a la memoria la forma en que se habían agrupado. Algún tiempo atrás los cuatro habían estado muy unidos en sus opiniones, en sus viajes a la costa, o jugando al bridge por la noche, etc. El recuerdo de todos estos detalles le hizo comprender quién era él y quiénes eran ellos: Ann, su esposa, y Roger y Olivia, sus mejores amigos.

—Sí —replicó luego de una ligera vacilación—. Creo que también yo me doy cuenta. Mirad… Pirrie me importa un comino.

—Me parece que sí que te importa —observó Roger—. Os compenetráis muy bien los dos. No se trata sólo de su utilidad. Una vez más, Johnny, no te estoy criticando. Yo no habría podido hacerme cargo de la situación porque me hubiera faltado aguante para algunas cosas. Pero de haber sido capaz de ir adelante, hubiera pensado lo mismo de Pirrie.

Hubo una pausa antes de que John replicara:

—Cuanto antes lleguemos al valle, mejor. Será formidable poder volver a la normalidad.

—¿Estás seguro de que lo quieres así, Johnny? —preguntó Olivia con ojos inquisitivos.

—Sí. Completamente. Pero si en vez de ser un día lo que nos queda de esta pesadilla, fuera un mes, no estaría tan seguro.

—Hemos hecho cosas bestiales —comentó Ann—. Quizás unos más que otros, pero todos algo… aunque sólo sea la aceptación de lo que nos ha dado Pirrie. Me pregunto en ocasiones si podremos llegar a olvidar todo esto.

—Ya hemos pasado lo peor —indicó John—. La marcha será ahora en llano y más fácil.

Mary y Davey regresaron corriendo del lavabo. Venían riendo y gritando, haciendo demasiado ruido.

—Callaos —dijo John.

El no creía haber hablado de modo distinto a lo acostumbrado. En el pasado, la orden habría tenido poco o ningún efecto. Sin embargo, ahora los niños se habían quedado callados y quietos mientras miraban a su padre. Ann, Roger y Olivia también se le quedaron mirando.

—Mañana por la noche estaremos con el tío David —comentó John, inclinándose hacia Davey—. ¿No te gusta la idea?

—Sí, papá —replicó el niño.

Aunque el tono de la voz era entusiasta, se notaba que estaba atemperado por una excesiva sumisión.

No había amanecido todavía cuando John fue despertado por el disparo de un rifle; ya medio incorporado, oyó otro tiro procedente de algún lugar de fuera de la casa. Agachado, echó mano de su revólver mientras llamaba a Roger, quien le contestó con un gruñido.

—¿Qué pasa? —preguntó Ann.

—Probablemente nada de mucha importancia. Quizás un vagabundo al que le gustan las cosas ajenas. Tú y Olivia quedaros aquí, con los niños. Nosotros vamos a echar un vistazo.

El centinela debía estar vigilando en el exterior, pero Joe Harris, que era quien tenía ese cometido ahora, estaba dentro de la casa, agachado y mirando a través de una ventana. A la luz de la luna que penetraba por aquel sitio, los ojos de Joe resplandecían.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber John.

—Los he visto cuando me encontraba afuera —contestó Harris—. Subían del valle por el camino de Sedbergh. Pensé que sería mejor no advertirles de nuestra presencia en caso de que pasaran de largo; por eso me metí en la casa, con el fin de vigilarles desde aquí.

—¿Y bien?

—Se dirigieron hacia aquí. Cuando estuve seguro de que se nos estaban aproximando, disparé sobre el tipo que venía delante.

—¿Le dio?

—No. Creo que no. Otro de ellos abrió fuego sobre mí, y luego se escondieron en los arbustos. Aún están allí, señor Custance.

—¿Cuántos son?

—Es difícil de decir, con esta oscuridad. Puede que sean una docena… o quizás más.

—¿Tantos?

Por eso pensé que pasarían de largo.

—¡Rodge! —llamó John.

—Sí —contestó Roger, que estaba junto a la puerta de la habitación.

Había asimismo otros con Roger, pero permanecían silenciosos.

—¿Están los demás arriba?

—Ahí, en la sala, hay tres o cuatro de ellos.

La voz de Noath Blennitt surgió de pronto muy cerca de John.

—Aquí estamos también Arthur y yo, señor Custance.

—Roger —ordenó John—, manda a un hombre a la alcoba de atrás para que vigile la ventana, no vaya a ser que nos den un rodeo. Pon otros dos hombres en cada una de las habitaciones delanteras. Noath, vaya usted a situarse en la ventana del otro piso. Le daré tiempo para que pueda hacerse cargo de la posición. Cuando yo diga les lanzaremos una descarga. Quizás les impresionemos lo bastante como para que se alejen de aquí. Si no lo conseguimos, que cada cual elija su blanco. Contamos con la ventaja del terreno. Naturalmente, las mujeres y los niños que no se acerquen a las ventanas.

John oyó cómo se alejaban los hombres cuando Roger les pasó las instrucciones. En la alcoba de al lado empezó a llorar un niño: Bessie Blennitt. Al mirar por la puerta vio a la niña sentada sobre una cama improvisada. Su madre estaba calmándola.

—Yo la llevaría a la parte de atrás —dijo él—. Aquí se armará mucho alboroto.

Quedó sorprendido por su propia dulzura. Katie Blennitt contestó:

—Sí, señor Custance, la llevaré allí. Ven tú también, Wilf. Ya veréis qué bien vamos a estar. El señor Custance va a cuidar de vosotros.

—Ustedes pueden ir igualmente a la parte trasera de la casa —indicó John a las otras mujeres.

Luego, al arrodillarse junto a Joe Harris, preguntó:

—¿No ha visto nada?

—Me ha parecido ver que se movía algo. Pero las sombras son tan juguetonas…

John clavó los ojos en el huerto, iluminado por la luz de la luna. No había ni rastro de nubes en un cielo plagado de estrellas, circunstancia que influía en la suerte de ambos bandos. La luz de la luna proporcionaba a los defensores una considerable ventaja, pero si el cielo hubiera estado encapotado, casi con certeza que los merodeadores no hubieran visto la casa, al encontrarse ésta en una elevación apartada.

Creyó ver moverse una sombra, pero luego, a no más de quince metros de donde se hallaba, estuvo seguro de que algo se trasladaba. A voz en grito, dijo:

—¡Ahora!

A pesar de que no consideraba muy elevado el porcentaje de posibilidades que tenía de herir a nadie desde aquella distancia y con un revólver, John apuntó sobre la sombra que se había movido y disparó a través de la ventana abierta. Aunque la descarga que acompañó a su tiro fue bastante desigual, no por eso dejó de ser impresionante. Se oyó con claridad un chillido de dolor y una figura giró sobre sí misma y cayó violentamente al suelo. John, anticipando la lógica réplica, se puso en seguida a un lado de la ventana. Sin embargo, sólo se escuchó el sonido de un disparo que fue a chocar contra la fachada de la casa. Después se oyeron únicamente un murmullo de voces y los gruñidos del hombre que había sido herido.

Para los individuos del exterior, la nutrida descarga de balas que habían recibido debía haber constituido una desagradable sorpresa. Seguramente que no esperarían encontrar tan bien defendida a una solitaria casa como aquella. John pensó que de haber sido él el jefe de aquella partida, y luego de comprobar la fuerza de los defensores de la casa, habría ordenado a sus hombres la retirada sin tardanza.

Además, y teniendo en mente el mismo punto de vista, estaba claro que había otras consideraciones en contra. Sin duda que la luz de la luna ayudaba a los defensores, pues había suficiente luz como para que los atacantes, en casa de una repentina intentona de asalto, fueran unos magníficos blancos a disposición de los hombres de John. Este observó cuidadosamente el nocturno cielo en busca de alguna nube. Sólo ante la circunstancia de un posible ocultamiento de la luna tras las nubes hubiera tenido sentido esperar. Pero las estrellas brillaban por todas partes.

Por otro lado, en caso de una victoria sobre los defensores, los atacantes pensarían hacer seguramente una buena redada de armas y quizás de municiones. Merecía la pena correr algunos riesgos si a cambio se obtenían armas. Y era muy probable que ellos contaran con más hombres y más armas.

Por eso se le ocurrió de pronto que su manifestación de fuerza pudiera haber sido un error táctico. Dos o tres tiros en vez de los disparados posiblemente les hubiera inducido a retirarse. Pirrie podría… Pirrie, recordó, estaba afuera, gozando de su noche de bodas.

Aunque los niños ya debían estar despiertos, permanecían empero callados. John oyó que alguien bajaba las escaleras. Roger le llamó suavemente:

—¡Johnny!

—Sí —replicó, sin apartar la vista del huerto.

—¿Qué hacemos? Uno de esos tipos está sangrando como un cerdo. ¿Volvemos a hacer fuego o prefieres que sean ellos los que empiecen a disparar?

John se sentía remiso a ser el primero en comenzar de nuevo el tiroteo. Aquella gente ya conocía su fuerza. Por otra parte, una descarga más sería una costosa merma de municiones valiosas sin esperanzas de beneficios prácticos.

—Aguardemos —respondió—. Démosles tiempo.

—¿Crees que…? —empezó a decir Roger.

—¡Fuego! —gritó una voz en la semioscurídad del exterior.

John se echó automáticamente a un lado, en tanto que una descarga de balas golpeaba la fachada de la casa y producía un estrépito de vidrios rotos. Por encima de él uno de sus hombres contestó al fuego.

—De acuerdo —indicó Roger—. Sube arriba y di a los muchachos que disparen a discreción. Y si ven que esa pandilla decide retirarse, que los dejen ir.

En esta ocasión uno de los niños había empezado a llorar aguda y temerosamente. John no albergaba muchas esperanzas de que los atacantes se batieran en retirada. Probablemente, habían considerado como él la situación, y habían determinado que sus posibilidades serían mayores si presionaban sobre la casa.

Al hacerse de nuevo la calma, John voceó:

—No queremos problemas. Dejaremos de disparar sí ustedes se marchan.

Había tenido la precaución de apretarse antes de gritar en la pared de la ventana. Como réplica, dos o tres tiros chocaron contra la pared de enfrente en la habitación. Al oír la risa de uno de los hombres del exterior, disparó en aquella dirección. Luego continuó el tiroteo por parte de ambos bandos.

Mirando intensamente en la semioscuridad del huerto, al ver que una figura se levantaba de las sombras, volvió a disparar otra vez con su revólver. Algo cruzó por el aire, golpeó en la fachada de la casa y cayó a poca distancia de donde se hallaban él y Joe Harris.

—¡Agáchese, Joe! —gritó.

La explosión hizo añicos los cristales que quedaban en la ventana, pero no ocasionó ningún otro daño. De la casa salió una nutrida descarga de balas.

¡Granadas!, pensó desesperado. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes? Muchas de las armas que ahora había desparramadas por las zonas rurales procedían de los cuarteles del ejército, y evidentemente las granadas eran de las más útiles. Aquellos hombres, pues, serían casi con seguridad soldados. La indiferencia que mostraban tenía un carácter profesional.

Era indudable que las granadas disminuían las posibilidades de victoria de los defensores. Quizás fallaran con otras, como había ocurrido con la primera, pero al final algunas penetrarían en la casa e irían silenciando las habitaciones, una por una. La situación había cambiado repentinamente de aspecto. Teniendo el valle tan cerca, ¿iban a aceptar la derrota, y casi con certeza la muerte para todos ellos?

—Suba arriba y diga a los demás que no cesen de disparar —ordenó urgentemente a Joe Harris—. Pero que tiren a dar y no a lo loco. Que en cuanto vean a alguien que levanta el brazo, dirijan hacia él todos sus disparos. Como no consigamos mantener alejadas las granadas, podemos darnos por muertos.

—De acuerdo, señor Custance —asintió Joe.

Harris no parecía particularmente preocupado; o bien porque le faltaba imaginación para ver el significado de las granadas, o quizás debido a su fe en la jefatura de John. En este sentido, desde luego, Pirrie había hecho una buena labor, pero John hubiera cambiado ahora ese respeto hacia su persona por tener a Pirrie dentro de la casa. En aquellas condiciones, los blancos que pudieran hacer los demás serían por chiripa. Pirrie, sin embargo, hubiera cazado con cierta facilidad las vagas sombras que se movían en el exterior.

John volvió a hacer fuego al advertir un ligero movimiento, y su disparo fue secundado por una descarga procedente del piso de arriba. Después, los hombres del exterior lanzaron un rápido y concentrado tiroteo sobre una de las ventanas de la casa. Simultáneamente, un brazo se elevó en otro lugar del huerto y una segunda granada cruzó los aires. Esta también golpeó la fachada de la casa y explotó sin ocasionar prejuicios. John disparó su revólver hacia el sitio de donde había sido arrojada la bomba. Hubo un intercambio de descargas por los dos bandos. Entre el estruendo de los disparos se distinguió claramente un chillido procedente del huerto. Alguien había atinado en uno de los atacantes.

Era alentador, pero no mucho más. La eliminación de aquel individuo no influía demasiado en las probabilidades futuras. John volvió a hacer fuego y se ocultó en seguida, a tiempo de evitar una bala que le habían lanzado como réplica. Era muy posible que la pandilla del exterior no se arredraran porque sus enemigos hubieran logrado dos blancos fortuitos.

Y tampoco se sintió esperanzado, sino sólo levemente satisfecho cuando, después de otro intercambio de tiros, vio que una mano que sujetaba una granada se elevaba de entre las sombras para volver a desaparecer en la oscuridad sin haber arrojado la bomba. Dos segundos más tarde estalló la granada y desencadenó una serie de explosiones que evidenciaron la abundancia de bombas que llevaba el portador de la primera. De aquella parte del huerto surgieron chillidos y algunos lamentos de dolor. John disparó en la dirección de los ruidos y los demás le secundaron. Esta vez no hubo respuesta.

No obstante, John se sintió tan sorprendido como aliviado al ver a aquellas figuras que surgían de la oscuridad del suelo para echar a correr loma abajo en dirección al valle. Mientras él y los suyos hacían fuego sobre ellos, trató de contarlos. Su número estaría entre el diez y el veinte, habiéndose quedado dos o tres hombres más en el huerto.

Todos, mujeres, niños y hombres, se agolparon en la habitación. En la semioscuridad John observó que sus rostros manifestaban felicidad y alivio. Todos hablaban entre sí, de tal modo, que John tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

—¡Joe! Le toca otra media hora de guardia. Nos doblaremos en la vigilancia para lo que queda de noche. Usted la hará con él, Noah. Luego les tocará a Jess y a Roger, y después a Andy y a Alf. Yo haré mi turno con Will. Y a partir de ahora den la alarma primero… y luego pregúntense lo que puede ser.

—Señor Custance —intervino Joe—, yo esperaba que pasaran de largo.

—Sí, ya lo sé —respondió John—. Los demás que vuelvan a acostarse.

—¿Hay algunas noticias de Pirrie y la muchacha? —preguntó Alf Parsons.

—Jane… —indicó Olivia— está ahí fuera.

—Ya volverán —dijo John—. Vamos a dormir ahora.

—Si esa gente cae sobre ellos —empezó a decir Parsons—, no volverán.

John, acercándose a la ventana, llamó:

—¡Pirrie! ¡Jane!

Todos se quedaron callados. No hubo respuesta del exterior. La luz de la luna caía como el rocío del verano sobre el huerto.

—¿Quiere que vayamos a buscarlos? —preguntó Parsons.

—No —decidió John—. Esta noche no sale nadie de aquí. En primer lugar, porque no sabemos la distancia que habrán puesto por medio esos tipos de las granadas, y luego porque desconocemos si siquiera se han ido para siempre. A dormir, pues. Salgamos primero de esta alcoba y dejemos aquí a los Blennitts. Vamos. Es preciso que descansemos para mañana.

Aunque con cierta desgana, el grupo se dispersó silenciosamente. John, junto a Roger, subió las escaleras detrás de Ann, Olivia y los niños. Mientras John inspeccionaba el desván, su amigo se quedó en el pasillo.

—Creí que alguna entraba —dijo Roger.

—¿Las granadas? Sí, desde luego.

—En realidad, hemos tenido algo de suerte.

—Lo que no entiendo es lo que pasó con aquel sujeto que tenía aún bombas en el cinto. Fue verdaderamente un caso de fortuna y a ellos les tuvo que desmoralizar un poco. Pero me sorprende que el desconcierto les condujera al extremo de recoger sus cosas y largarse. No pensé que fuera para tanto.

—Sin embargo —replicó Roger, bostezando— lo hicieron. Oye, ¿qué crees que ha pasado con Pirrie y Jane?

—O bien se alejaron lo bastante como para no oír nada, o quizás los descubrieron y los cazaron. Aquella gente no tiraba mal. Y al no estar en la casa, se hallaban sin ninguna protección.

—A lo mejor —observó, riendo, Roger— se alejaron tanto por los senderos del amor que no pudieron oír nada.

—¿Nada con aquel estruendo? No obstante, supongo que si Pirrie hubiera oído algo habría regresado.

—Existe otra posibilidad —comentó Roger—. Que Jane, por cuenta propia, llevara un cuchillo escondido en la liga. Esas ideas se les ocurren probablemente a las mujeres de modo espontáneo.

—Y entonces, ¿dónde está Jane?

—Quizá se haya tropezado con nuestros amigos. O a lo mejor ha caído en la cuenta de que aquí no sería nada popular en el caso de que viniera con la historia de haber extraviado a su reciente marido en la noche de bodas.

—Ella es lo suficientemente sensata como para comprender que, sola, se encontrará desamparada.

—Las mujeres son unas criaturas divertidas —indicó Roger—. Noventa y nueve de cada cien veces actúan juiciosamente y sin vacilación. En la ocasión centésima hacen lo otro con el mismo entusiasmo.

—Pareces de buen humor esta noche, Rodge —comentó John con curiosidad.

—¿Y quién no lo estaría, después de un respiro como ese? A aquella segunda granada le faltaron cincuenta centímetros para entrar por mi ventana.

—Y tú no lamentarías que a Pirrie lo hubieran cazado, ¿no? Hubiera sido Jane o esos tipos de las bombas.

—No especialmente. En realidad, no me lamentaría de ningún modo. Creo que incluso hasta me complacería. Ya te lo he dicho, yo no he tenido necesidad de depender de Pirrie. No estaba a mi cargo el mando.

—¿Así es como tú lo llamarías, depender?

—No se tropieza uno con muchos Pirries. La perla en la ostra, dura y resplandeciente, y por lo que respecta a la ostra, una enfermedad.

—Y la ostra —replicó John, irónicamente— es el mundo como lo conocemos, ¿verdad?

—La analogía es demasiado complicada. Además, estoy cansado. Sin embargo, tú sabes lo que yo pienso de Pirrie. En condiciones anormales no tiene precio; pero confío en que no viviremos siempre en esas condiciones.

—Antes de ahora fue un ciudadano pacífico. No hay razón para pensar que no lo pueda volver a ser.

—¿Tú crees? Es imposible meter otra vez a una perla en la ostra. Y yo espero en no tener que vivir en el valle con Pirrie detrás de mí, siempre temiendo el empujón.

—El amo del valle, si es que puede llamarse así, es David. Ni yo, ni Pirrie. Ya lo sabes.

—No conozco a tu hermano —contestó Roger—. Sé muy poco de él. Pero seguro que no ha tenido que transportar a su familia y otros acompañantes a través de un mundo que se quiebra en cuanto lo tocas.

—Eso no tiene nada que ver.

—¿No? —preguntó Roger dando otro bostezo—. Estoy rendido. Vete tú a la cama. No merece la pena que yo lo haga por media hora. Iré a ver si los niños se han acostado ya.

Se quedaron parados en la puerta de la habitación. Ann y Olivia se habían acostado sobre unas mantas puestas debajo de la ventana; la primera levantó la vista hacia los dos hombres, pero no dijo nada. Un rayo de luz lunar se extendía a través de la cama doble, formada con las dos individuales. Mary dormía encorvada junto a la pared. Davey se había acostado con uno de sus brazos por encima de un hombro de Steve. Spooks, que sin gafas ofrecía un extraño aspecto de adulto, se hallaba en el otro lado; también estaba despierto, contemplando el techo.

—No creas que no estoy agradecido a Pirrie —observó Roger—. Pero estoy contento por habérnoslas arreglado sin él.

En el nuevo sistema de vida, las horas dedicadas al sueño eran de nueve a cuatro, si bien los niños, cuando existía esa posibilidad, se acostaban una hora antes y seguían durmiendo hasta que estaba listo el desayuno. Empezó a amanecer durante la última guardia, es decir, la que compartieron John y Will Secombe. Al inspeccionar el huerto, John descubrió, a unos quince metros de la casa, el cadáver de un hombre de alrededor de veinticuatro años de edad con un balazo en la sien. Vestía uniforme del ejército y llevaba un broche de piedras preciosas cogido sobre la camisa. Si, como parecían, las piedras eran diamantes, entonces debía haber valido en su tiempo bastantes centenares de libras.

Había jirones de uniforme del ejército sobre el otro cuerpo muerto del lugar de la escaramuza. La visión de éste resultaba muchísimo más desagradable. Evidentemente, aquel hombre había llevado varias granadas en su cinto, y la explosión de la primera había hecho estallar a las otras. Era difícil imaginar cómo habría sido en vida. John llamó a Secombe, alejaron a rastras los dos cadáveres de la casa y los cubrieron con matas de acebo.

Secombe tenía los cabellos rubios y la tez blanca; aunque contaba alrededor de treinta y cinco años, aparentaba ser mucho más joven. Después de ocultar una de las piernas de los muertos bajo los acebos, se miró las manos con disgusto.

—Vaya a lavarse si quiere —dijo John—. Yo vigilaré mientras. De todas maneras, pronto habrá que tocar diana.

—Gracias, señor Custance. Esta es una tarea desagradable. Nunca durante la guerra vi nada parecido. Cuando se hubo marchado, John echó otra ojeada a los alrededores de la casa. El hombre de las granadas había contado también con un rifle que ahora yacía en el suelo, doblado e inútil. No había rastros de ninguna otra arma; la del otro individuo muerto, seguramente que se la habrían llevado los demás en la retirada.

Aparte de dos o tres cartuchos con bala, y de una serie de ellos sin ella, no encontró nada más. A la luz del alba contempló a lo lejos la extensión del valle, pero no había señales de vida. El cielo seguía siendo claro. Parecía que iba a hacer un buen día.

Pensó en llamar de nuevo, pero luego decidió que sería inútil. Al ver que Secombe salía de la casa, John miró su reloj.

—Bueno. Despierte ya a la agente.

El desayuno estaba ya casi hecho y se oían entonces las voces de los niños cuando John escuchó cómo Roger exclamaba:

—¡Buen Dios!

Se encontraban en la habitación delantera desde la que John había dirigido las operaciones de la pasada noche. John siguió la mirada de Roger a través de la quebrantada ventana. Pirrie, con el rifle bajo el brazo, ascendía por el sendero del huerto. Jane caminaba a pocos centímetros de él.

—¡Pirrie! —llamó John—. ¿Qué demonios ha estado haciendo por ahí?

—¿No cree que esa es una pregunta delicada? —respondió Pirrie, con una ligera sonrisa.

Y dirigiendo sus ojos hacia el huerto, continuó:

—Así que pudieron controlar la situación, ¿eh?

—¿Lo oyeron ustedes?

—Lo difícil hubiera sido lo contrario. No llegaron a meter ninguna de las granadas en la casa, ¿verdad?

—No —contestó John, moviendo la cabeza.

—Ya me lo pareció a mí.

—Se largaron cuando empezó a ponerse al rojo la cosa —explicó John—. Todavía estoy sorprendido.

—Probablemente les desconcertó el fuego de costado —indicó Pirrie.

—¿El fuego de costado?

Pirrie señaló a un pequeño cerro que se elevaba a la derecha de la casa.

—¿Les disparó usted?… —preguntó John—. ¿Y desde allí?

—Claro —asintió Pirrie.

—Claro —repitió John—. Eso explica unas cuantas cosas. Me he estado preguntando quién de los que estábamos en la casa pudo haber atinado a aquel blanco y con aquella luz, y además matar en vez de herir. Entonces… usted tuvo que oírme cuando le llamé después de que se marchara esa gente. ¿Por qué no me contestó?

—Me hallaba ocupado —replicó Pirrie volviendo a sonreír.

Aquel día caminaron con tranquilidad y sin contratiempos, aunque lentamente. La mayor parte de la ruta corría a través de los pantanos, y en diversos lugares se vieron obligados a abandonar las carreteras para cortar por declives pelados o con brezos, o bordear uno de los muchos ríos o arroyos que fluían desde los pantanos a los valles. El sol se elevó a sus espaldas en medio de un cielo sin nubes, y antes del mediodía el calor fue tan intenso que la marcha distó mucho de ser un regalo. John ordenó hacer un alto temprano para comer, y después pidió a las mujeres que llevaran a los niños a descansar bajo la sombra de un grupo de sicómoros que había próximo.

—¿No vas a forzar la marcha entonces? —le preguntó Roger.

—Ya lo tenemos al alcance —contestó John, moviendo la cabeza—. Estaremos allí antes de que oscurezca, y eso es lo que importa. Los chavales están agotados.

—Yo también —indicó Roger, al tiempo que se acostaba sobre el seco y pedregoso suelo, y apoyaba la cabeza en sus manos—. En cambio mira que fresco está Pirrie.

El mencionado estaba explicando algo a Jane mientras señalaba a las llanuras del Sur.

—Ya no le apuñalará —continuó Roger—. Otra Sabina que regresa definitivamente al hogar. Siento curiosidad por saber cómo serán los pequeños Pirries.

—Millicent no tuvo hijos.

—Quizá por culpa de Pirrie, pero más probablemente por causa de Millicent. Era la clase de mujer que procura no tener hijos con el fin de tener más libertad para sus cosas.

—El nombre de Millicent me suena ya tan distante —comentó John.

—La relatividad del tiempo. ¿Cuánto hace que fui a buscarte a la obra? Parece que hayan pasado ya seis meses.

Los pantanos habían estado más o menos despoblados, pero cuando descendieron para cruzar la tierra baja del norte de Kendal descubrieron las huellas ya familiares del animal depredador en que se había convertido el hombre: casas en llamas, un ocasional grito en la distancia, cuyo motivo podría ser la angustia o el regocijo salvaje, la visión y el sonido del crimen, etc. Además, ya se les había sensibilizado agudamente otro de sus sentidos: por acá y por allá, el hedor agridulce de la carne en corrupción no cesaba de aguijonear su olfato.

Sin embargo, nadie interrumpió su andadura, y pronto empezaron a subir de nuevo las peladas y sombrías sierras de los pantanos en dirección a su refugio. En la vacía bóveda del cielo se oían a veces los gorjeos de alondras y calandrias, y en una ocasión un pájaro triguero corrió durante unos instantes delante de ellos. A unos trescientos metros de distancia vieron asimismo un ciervo. Pirrie se echó al suelo para apuntarle mejor, pero antes de qué hiciera fuego el animal se ocultó de un salto tras un peñasco. Aun desde aquella distancia el ciervo parecía enflaquecido. John se preguntó acerca del alimento por el que estaría sobreviviendo. Posiblemente a base de musgos y pequeñas plantas similares.

Serían alrededor de las cinco cuando llegaron a las aguas del Lepe. Este corría con la misma urgencia y violencia de siempre; en aquel punto su curso se hallaba entre orillas rocosas, de modo que ni siquiera la ausencia de hierba disminuía la evocación de su familiaridad.

Ann se colocó junto a John. Ofrecía un aspecto de calma y felicidad que nunca había tenido desde que salieron de Londres.

—En casa —dijo—. Al fin.

—Nos quedan todavía cerca de cuatro kilómetros —respondió John—. Pero veremos la entrada al valle cuando hayamos recorrido un par de ellos más. Conozco el río de varios kilómetros abajo. Y un poco más arriba puedes meterte en medio de él pisando un resalto de piedras. Dave y yo solíamos pescar desde allí.

—¿Hay peces en el Lepe? No lo sabía.

—Nunca cogimos nada dentro del valle —explicó John, moviendo la cabeza—. Me parece que no suben tan arriba. Pero aquí abajo hay truchas. Enviaremos expediciones para pescarlas. Debemos variar la dieta.

—Sí —replicó ella, sonriendo—. Cariño, creo que voy a poder aceptar que todo va a salir bien y que de nuevo seremos felices y humanos.

—Claro que sí. Yo nunca lo dudé.

—La empalizada de Dave —señaló John—. Tiene aspecto de distinción y solidez.

Se hallaban frente a la entrada de Blind Gilí. La carretera se estrechaba en dirección al río y el alto vallado de madera corría desde la orilla del agua hasta la casi vertical ladera de la montaña, cruzando la carretera. La parte que atravesaba ésta parecía poderse abrir como si fuera una puerta.

Pirrie se adelantó para caminar con John; también examinó la barrera con respeto.

—Una excelente obra —dijo—. En cuanto estemos en el otro…

Una ráfaga brutal de ametralladora dejó a Pirrie sin terminar la frase. Durante un momento, John, desconcertado, se quedó sin saber que hacer. Y con más confusión que otra cosa, llamó:

—¡Dave!

Hubo una segunda descarga de disparos, pero esta vez corrió buscando con los ojos a Davey y Mary.

—¡Échense a la cuneta! —gritó a los demás.

Entre tanto Ann empujaba a Davey y Spooks al suelo, y Mary se apretaba contra la zanja de la carretera. John se situó rápidamente junto a ellos.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Mary.

—¿Desde dónde disparan? —quiso saber Ann.

—Desde allí —contestó John, señalando a un determinado punto de la empalizada—. ¿Están todos a salvo? ¿Quién es aquel que hay en la carretera? ¡Pirrie!

En efecto, el pequeño cuerpo de Pirrie yacía tendido sobre el asfalto. Debajo de él había sangre.

—¡No! —exclamó Ann, mientras cogía a su marido por la ropa—. No vayas. Quédate donde estás. Piensa en los niños…, en mí.

—Tengo que ir —replicó él, forcejeando—. No me dispararán mientras le socorro.

Ann se abrazó a John. Gritó y llamó a Mary, quien también agarró a su padre por las ropas. Mientras trataba de liberarse, John vio que otra persona había surgido de la cuneta y corría hacia donde estaba Pirrie. Era una mujer.

—¡Jane! —dijo John, sorprendido, dejando de forcejear.

Jane puso sus manos bajo los hombros de Pirrie y le levantó con facilidad. Sin mirar ni una sola vez hacia el lugar de la empalizada en donde estaba montada la ametralladora, colocó uno de los brazos de Pirrie por encima de su hombro, y casi a rastras le llevó a la zanja. Después de colocarlo delicadamente junto a John, Jane se sentó para poner en su regazo la cabeza de Pirrie.

—¿Está… muerto? —preguntó Ann. Manaba sangre de una de sus sienes. John se la limpió. La herida era sólo superficial. La bala que le había rozado llevaba la suficiente fuerza, sin embargo, para derribarle. En la otra sien se apreciaba una abrasión, probablemente por efecto del choque contra el suelo en la caída. Era muy posible que hubiera sido ésta la que le mantenía inconsciente.

—Vivirá —indicó John—. Pasen la voz a Olivia de que necesitamos vendas. Y un poco de algodón.

Mientras tanto, Jane lloraba.

Ann levantó su mirada de Pirrie para dirigirlo hacia la barrera.

—Pero ¿por qué nos disparan? ¿Qué ha ocurrido?

—Se trata de un error —explicó John, observando también la empalizada—. No puede ser de otro modo. En seguida lo aclararemos.