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La calma que parecía haber caído sobre el mundo continuó durante el invierno. En los países occidentales se elaboraron unos programas de racionamiento de comida, y en algunos casos llegaron a ponerse en práctica. Las pastas desaparecieron en Inglaterra, pero aún había pan para todos. La prensa siguió alternando el optimismo con el pesimismo, pero ya con altibajos menos violentos. La cuestión importante que con más frecuencia se examinaba era el tiempo que podría tardarse todavía en dar con algo que destruyera el virus para poder volver a la vida normal.

Para John era significativo que nadie hablara ya del socorro a las tierras muertas de Asia. Se lo mencionó a Roger Buckley un día de finales de febrero que comieron juntos. Se hallaba en el club de Roger, el Treasury.

—No —dijo Roger—. Intentamos no pensar en ellos demasiado, ¿no es cierto? Es como si nos las hubiéramos arreglado para eliminar al resto del mundo, dejando únicamente a Europa, África, Australasia y las Américas. La semana pasada vi algunas fotografías de la China central. Hace unos cuantos meses habrían aparecido en la prensa. Pero ahora no las publicarán.

—¿Qué se veía?

—Eran en color. Artísticas composiciones a base de marrones, grises y amarillos. Todo era arcilla y tierra pelada. ¿Sabes una cosa? A su manera causaban más horror que las fotografías de gentes hambrientas que solíamos ver.

El camarero les sirvió las cervezas especiales en medio de un paciente y lento ritual. Cuando se hubo retirado, John insistió:

—¿Más horror?

—A mí me horrorizaron. Hasta entonces no tenía una idea enteramente clara del asolamiento que produce el virus en un sitio. Automáticamente piensas en que deja crecer algunas hierbas, si bien son sólo ramilletes esparcidos acá y allá. Pero en realidad no es nada. Únicamente son hierbas muertas, desde luego, pero sorprende el comprender que hay una enorme cantidad de terreno cubierto con hierbas de una u otra clase.

—¿No hay rumores acerca de algo positivo contra ello?

Roger movió la cabeza en un gesto indeterminado.

—Digámoslo de este modo: en los círculos oficiales los rumores son tan vagos como los de la prensa; sin embargo sí que se aprecia una nota de confianza.

—¿Te había dicho que mí hermano se está parapetando? —preguntó John.

Roger adelantó la cabeza con curiosidad.

—¿El agricultor? ¿Y qué quieres decir por parapetarse?

—Ya te he hablado otras veces de aquel lugar, Blind Gilí, todo rodeado de montañas y con un estrecho paso únicamente para entrar en él. Se está construyendo una barrera para impedir la entrada.

—Sigue. Eso me interesa.

—En realidad, eso es todo. Está muy intranquilo por lo que pueda ocurrir durante la próxima primavera. Nunca le había visto yo tan inquieto. Además, ha abandonado todos sus sembrados de trigo para plantar en su lugar tubérculos. Hasta quería que nosotros nos fuéramos con él durante un año.

—Hasta que se acabara la crisis, ¿no? Así que está preocupado.

—Con todo —prosiguió John—, he estado pensando mucho sobre ello desde entonces… Dave ha sido siempre más sensato que yo, y cuando uno empieza a considerarlo… bueno, llegas a darte cuenta de que las premoniciones de los granjeros en este tipo de asuntos no hay que tomarlas a la ligera. En Londres no sabemos nada excepto lo que se nos quiera decir.

Roger le miraba sonriente.

—Hay algo de cierto en lo que afirmas, Johnny. Pero recuerda que yo estoy en el bando de los que dicen. Oye, si yo te advirtiera con tiempo en el caso de que se avecinara la tragedia, ¿crees que podrías contar con un poco de sitio para nuestro pequeño trío en el agujero de tu hermano?

—¿Es que admites que vaya a haber una tragedia? —replicó, tensamente, John.

—Hasta ahora no hay ningún signo en ese sentido. Quienes deben estar al corriente difunden el mismo optimismo que te encuentras en los periódicos. Pero me gusta eso de Blind Gilí porque me suena a póliza de seguros. Aguzaré pues las orejas. En cuanto haya la más mínima señal de lo que hemos hablado, saldremos pitando con nuestras familias hacia el norte, ¿no? ¿Qué te parece? ¿Nos admitiría tu hermano?

—Desde luego que sí —replicó John, pensando en la idea—. ¿Hasta qué punto puedes conseguir tú esa información?

—Lo suficiente. Te tendré al corriente. En una situación como esta, puedes estar seguro de que me equivocaré por exceso de cautela, no por defecto. No me hace ninguna gracia la idea de quedar atrapado en Londres en medio de una carestía.

Un carrito, cargado con una selección de quesos, pasó junto a ellos. El aire tenía la cualidad adormecedora de los mediodías en el comedor de un club londinense. El murmullo de voces era suave y sosegado.

John hizo un gesto con la mano señalando a su alrededor.

—Es difícil pensar en algo que pueda envilecer todo esto.

Roger, a su vez, contempló la escena con ojos tiernos pero atentos.

—Sí, un cuadro exquisito, es verdad. Al fin y al cabo, y como la prensa no ha cesado de decirnos, nosotros no somos asiáticos. Con todo, va a ser interesante ver cómo nosotros, que somos ingleses y formales, nos comportamos mientras se fragua la tormenta. Exquisito. ¿Pero qué pasará si sobreviene la tragedia?

Apareció el camarero con los platos de ambos. Se trataba de un hombre pequeño y locuaz, con menos bauteur[5], que la mayoría de los demás del establecimiento.

—Sí —continuó Roger—. Va a ser interesante; pero no lo bastante como para que yo quiera quedarme aquí con el fin de verlo.

La primavera tardó en llegar. Durante todo el mes de marzo y parte de abril el tiempo fue seco, frío y nublado. Cuando en la segunda semana de abril empezó a hacer algo de calor y cayeron algunas lluvias, los ánimos volvieron a agitarse con la comprobación de que el virus Chung-Li no había perdido nada de su vigor. En cuanto crecían las hierbas, fuera en campos, jardines o paseos, sus tallos adquirían un verde más oscuro, verde que se extendía y se transformaba en un marrón putrefacto. No había modo de escapar a la evidencia de estas nuevas invasiones.

John se entrevistó con Roger.

—¿Qué noticias hay en tus círculos? —preguntó.

—A pesar de todo, muy buenas.

—Tengo el jardín plagado. He empezado a arrancarlo, pero luego me he dado cuenta de que toda la hierba de mi barrio está contaminada.

—Igual me ha pasado a mí —dijo Roger—. Una sombra marrón, cálida y corrompida. No obstante, las multas por dejar de arrancar las hierbas infectadas han sido anuladas.

—Entonces es que hay buenas noticias… Me parece formidable.

—Los periódicos lo publicarán mañana. La oficina de la UNESCO ha informado de que tienen la solución. Han conseguido un virus que se come al Chung-Li, en todas sus fases.

—La noticia llega en un momento que podía haber sido crítico —replicó John—. ¿Y no crees tú que…?

—Fue en lo primero que pensé yo —contestó, sonriendo, Roger—. Pero el informe está firmado por una serie de señores que no falsificarían los resultados de un pequeño experimento para salvar a sus ancianos padres del peligro. Es exacto, de verdad.

—Salvados por los pelos —comentó en voz baja John—. No quiero ni pensar en lo que habría pasado este verano…

—Eso me traía a mí sin cuidado —dijo Roger—. Lo que yo quería evitar de verdad era la participación.

—Me preguntaba si podría mandar los chicos a la escuela. Supongo que ahora no habrá problemas.

—Yo creo que estarán mejor allí —replicó Roger—. Todavía va a haber escasez, porque no van a poder cultivar el nuevo virus a tan gran escala como para poder salvar lo bastante de la cosecha de este año. Y es probable que Londres se vea en más aprietos que muchísimos otros sitios.

El informe de la UNESCO recibió la más amplia publicidad, y al mismo tiempo el gobierno anunció su propia estimación del momento. Los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueza Zelanda habían hecho acopio de grano y estaban dispuestos a imponer el racionamiento a sus poblaciones con el fin de que las provisiones cubrieran todo el inmediato período de escasez. En las Islas Británicas se inició un racionamiento similar de los productos derivados del grano y de la carne, pero con mayor rigor.

De nuevo se apreció un alivio en la atmósfera. Al combinarse las noticias de la solución al problema del virus y el anuncio de la imposición del racionamiento se produjo un efecto reconfortante y esperanzador. Cuando llegó una carta de David, su tono parecía casi jocosamente absurdo.

Decía:

«No queda un tallo de hierba en el valle. Ayer maté las últimas vacas; ya sé que en Londres alguien ha tenido la sensatez de preparar durante el invierno un gran espació refrigerador, pero no va a bastar para dar cabida a toda la carne que va a morir en las próximas semanas. Yo estoy curando en sal la que tengo. Porque aunque las cosas vayan bien, tendrán que pasar muchos años antes de que este país vuelva a probar la carne, o la leche, o el queso.

»Y a mí me gustaría poder creer que las cosas van a marchar bien. No es que dude de ese informe —ya conozco la reputación de las personas que lo han firmado—, pero los informes no suelen significar mucho para mí cuando yo compruebo que lo que se me dice que es blanco resulta ser negro.

»No olvidéis que seréis bien recibidos en cualquier momento que decidáis empaquetar vuestras cosas y venir para acá. Podemos vivir a base de tubérculos y de carne de cerdo; reservo a éstos porque son los únicos animales que conozco que pueden sobrevivir con una dieta de patatas. Nos arreglaremos muy bien aquí. Es la tierra del exterior lo que a mí me preocupa».

John alargó la carta a Ann y se aproximó a la ventana de la salita de estar. Ann frunció el entrecejo al leer la carta.

—¿Todavía piensa que la situación es terriblemente grave? —preguntó a John.

—Está claro que sí.

John contempló el exterior, lo que antes era césped y se había convertido ahora en una mancha de tierra marrón salpicada de hierbajos raros. Aquella vista ya era familiar.

—¿No crees —dijo Ann— que el vivir allá arriba con sólo los Hillen y los hombres de la granja le haya…? Es una lástima que no se casara.

—Que esté trastornado, quieres decir. No es el único que expresa su pesimismo en el asunto del virus.

—Fíjate en lo que dice hacia el final —indicó Ann. Y leyó:

«En un sentido, creo que el virus tiene más derecho a ganar. Durante años hemos tratado la tierra como si fuese una hucha a la que luego hay que saquear. Y después de todo, la tierra es vida».

—Nosotros vivimos con mucha comodidad —comentó John—. Como nunca hemos visto una gran cantidad de hierba, el no ver ninguna no nos afecta demasiado. Lo lógico es que cause más impresión en las zonas rurales.

—Pero es que casi parece que quiera la victoria del virus.

—Al rústico siempre le ha disgustado el hombre de la ciudad y ha desconfiado de él. Lo ha visto como una boca abierta en lo alto de un cuerpo ocioso. Supongo que a la mayoría de los granjeros les agradaría mucho contemplar el pequeño traspiés de un hombre urbano. Sólo que ese traspiés, si ocurriera, no sería sino pequeño. No creo que David desee que el Chung-Li nos haga daño. Simplemente lo ha pensado.

Ann estuvo callada un rato. John se volvió hacia ella. Estaba mirando fijamente la pantalla de la televisión, con la carta de David en la mano.

—Es posible que se esté preocupando más de lo que debe para su edad —dijo él—. Los granjeros solteros suelen hacerlo.

—Esta idea —replicó ella— del aviso de Roger para irnos al norte si las cosas se ponen mal, ¿sigue en pie?

—Sí, claro —contestó John con curiosidad—. Aunque no parece apremiante.

—¿Podemos fiarnos de él?

—¿Tú no lo crees así? Ann suponiendo que estuviera dispuesto a poner en peligro nuestras vidas, ¿piensas que también arriesgaría la suya, y la de Olivia, y la de Steve?

—Imagino que no. Sólo que…

—Además, en caso de que haya problemas no necesitaremos esperar al aviso de Roger. Los veremos venir, y con tiempo de sobra.

—Estaba pensando en los niños —dijo Ann.

—Ellos están bien. A Davey le gustan incluso las hamburguesas enlatadas que nos mandan los norteamericanos.

—Sí —contestó sonriendo Ann—. Siempre tendremos hamburguesas enlatadas a las que echar mano, ¿verdad?

Cuando los niños regresaron del colegio, debido a las vacaciones de mitad del verano, bajaron al mar con los Buckleys como ya era habitual. Fue un extraño viaje, efectuado a través de una tierra que únicamente mostraba la desoladora desnudez de un suelo ahogado por el virus, con campos intercalados en los que los tubérculos habían reemplazado a los sembrados de grano. Sin embargo, las carreteras se hallaban tan llenas de coches como siempre, y tuvieron las mismas dificultades de otras veces para encontrar un trozo de costa que no estuviera muy concurrido.

Aunque el tiempo era caluroso, el ambiente estaba oscurecido por nubes que amenazaban con descargar. Por eso no se alejaron demasiado del remolque.

Su lugar de acampada era un saliente elevado que miraba a la playa y desde el que se contemplaba un extenso panorama del Canal. Davey y Steve se mostraban muy interesados por la circulación en el mar; había una flotilla de pequeños barcos a unos tres kilómetros de la costa.

—Pesqueros —explicó Roger—. Para suplir la carne que no llega, debido a que no hay hierba para los animales.

—Y racionado a partir del lunes —observó Olivia—. ¿Os imagináis? ¡El pescado racionado!

—Ya era hora —comentó Ann—. Los precios eran absurdos.

—El suave mecanismo de la economía nacional inglesa continúa tejiendo su trampa con silenciosa eficacia —intervino Roger—. Nos dijeron que éramos diferentes a los asiáticos, ¡y pardiez si estaban en lo cierto! El cinturón se estrecha agujero por agujero y nadie se lamenta.

—Tampoco ganaríamos mucho con lamentarnos, ¿no es verdad? —replicó Ann.

—Ahora es distinto —dijo John—, por cuanto las perspectivas son francamente buenas. De no ser así, no sé lo tranquilos y calmados que íbamos a estar.

Mary, que había ido al remolque para secarse después del baño, se asomó por la ventana.

—Las tartas de pescado en el colegio solían estar hechas de una lata de anchoas por cada ocho kilos de patatas. En la actualidad es una lata de anchoas por cada doscientos kilos. ¿Qué perspectivas hay respecto a eso, papá?

—Tartas de patatas —contestó John—, y la lata vacía pasando por las mesas para que la oláis. Muy alimenticio también.

—Lo que no entiendo —dijo Davey— es por qué han racionado los postres. Los postres no se sacan de la hierba, ¿verdad?

—Demasiada gente se atracaba ya de ellos —le respondió John—. Tú entre otros. Ahora tienes que limitarte a tu ración y a lo que Mary no obtiene de la de tu madre y la mía. Contempla tu buena suerte. Podrías ser huérfano.

—Bueno, ¿pero cuánto va a durar el racionamiento?

—Unos cuantos años todavía; así que mejor será que te vayas acostumbrando.

—Es una lata —comentó Davey—. Racionamiento sin el aliciente siquiera de una guerra.

Los niños volvieron al colegio, y para los demás la vida continuó como era habitual. Hubo un período, poco después de que hicieran el pacto, en el que John telefoneaba a Roger cada dos o tres días que pasaban sin verse; pero ahora no se preocupaba por ello.

El racionamiento de las provisiones fue aumentando gradualmente, pero había comida suficiente para resistir los zarpazos del hambre. Se corrieron las noticias de que en otros países que sufrían escaseces semejantes, sobre todo en algunos de los situados en la ribera del Mediterráneo, había habido motines a causa de la falta de alimentos. La reacción de Londres fue de fastidiosa presunción, puesto que comparó aquella indisciplina con la paciencia y el orden demostrado por sus ciudadanos en parecidas circunstancias.

«Nuevamente —escribía un corresponsal al Daily Telegraph— les corresponde a los pueblos británicos el dar ejemplo al mundo de entereza y determinación frente a las desgracias. Es posible que las cosas se pongan todavía más negras, pero sabemos que esa paciencia y fortaleza no fallarán».