5

John se hallaba en la obra en donde su empresa construía un nuevo edificio, a las afueras de la ciudad. Había problemas con la grúa y como consecuencia todo estaba detenido. Aunque su presencia no era estrictamente necesaria, al haber sido él quien eligiera la grúa, que además era de un tipo distinto al habitualmente utilizado por ellos, no quiso dejar de acudir.

Se encontraba ya en la cabina de la grúa, observando los cimientos del edificio, cuando vio que Roger le hacía señas desde el suelo. Al mover él la mano para indicarle que le había visto, los gestos de Roger se transformaron de tal modo que aun desde aquella altura podía apreciarse que eran de apremio.

John se dirigió al mecánico que estaba trabajando junto a él.

—¿Cómo va eso?

—Un poco mejor. Creo que lo arreglaré esta mañana.

—Volveré luego.

Roger le esperaba al final de la escalera.

—¿Qué? ¿Vienes a ver el lío en que estamos metidos?

Roger no sonrió. Miró a su alrededor como buscando algo.

—¿Hay algún sitio en el que podamos hablar en privado?

John se encogió de hombros.

—Podría echar de su oficina al administrador. Pero justo al cruzar la calle hay una tabernita que nos vendrá mejor.

—Donde tú quieras. Pero tiene que ser ahora, ¿de acuerdo?

El rostro de Roger mostraba la misma apacibilidad y tranquilidad de siempre, pero su voz era cortante y de urgencia. Cruzaron juntos la calle. «The Grapes», nombre de la taberna, contaba con un pequeño salón que no era muy utilizado y que ahora, a las once y media, se hallaba vacío.

John pidió en la barra dos güisquis dobles y los llevó a la mesa que se hallaba en el rincón más alejado del mostrador. Roger ya se había sentado a ella.

—¿Malas noticias? —preguntó.

—Tenemos que darnos prisa —replicó Roger.

Y después de beber unos sorbos de güisqui, continuó:

—La cosa se ha puesto muy fea.

—¿Cómo?

—¡Canallas! —exclamó Roger—. Canallas y sanguinarios asesinos. Así que no somos como los asiáticos, ¿eh? Claro, somos ingleses enteros y jugamos al críquet.

Su cólera, amarga y feroz, expuesta sin ningún disimulo, hizo comprender a John que se trataba de algo grave. Por eso preguntó en tono apremiante:

—¿Pero qué es? ¿Qué pasa?

Roger se terminó de un trago la bebida. Advirtiendo que pasaba por allí la camarera, pidió dos dobles más. Cuando los tuvo sobre la mesa, dijo:

—Lo que es antes es primero: el combate y la bolsa es para Chung-Li. Hemos perdido.

—¿Y qué ha pasado con el anti-virus?

—Es divertido eso de los virus —comentó Roger—. Se alzan en el tiempo como imperios y poderes, sólo que a una escala menor. Lo vencen todo durante un siglo, o durante tres o cuatro meses, y luego desaparecen. No es habitual que haya una Roma cuyo poder se mantenga a lo largo de medio milenio. —Y bien…

—El virus Chung-Li es una Roma. Si el contra-virus hubiera sido siquiera una Francia o una España, todo habría resultado bien. Pero era sólo una Suecia. Aún existe, pero en la forma suave y modificada que suelen adoptar al cabo del tiempo los virus. No afectará al Chung-Li.

—¿Y cuándo sucedió eso?

—Sólo Dios lo sabe. Hace tiempo. Se las han arreglado para mantenerlo en secreto mientras trataban de reavivar el cultivo rival.

—Pero no habrán abandonado la investigación, ¿verdad?

—No lo sé. Supongo que no. Pero eso no importa.

—¡Claro que importa!

—Durante el mes último —agregó Roger— este país ha vivido prácticamente al día en lo que se refiere a reservas de alimentos, ya que las provisiones almacenadas no habrían dado de sí más de media semana. En realidad contábamos únicamente con los barcos de comida procedentes de Norteamérica y de la Commonwealth. Yo ya lo sabía, pero no lo consideré importante. Los alimentos se nos daban por compromisos adquiridos.

Volvió la camarera y empezó a limpiar unas mesas cercanas. Mientras lo hacía, silbaba una canción popular. Roger bajó la voz.

—Creo que mi error es perdonable. En circunstancias normales se alaba el cumplimiento de los compromisos. Gran parte del mundo había desaparecido ya en la barbarie; y los pueblos estaban dispuestos a hacer algunos sacrificios para salvar al resto.

Después de beber otro trago de güisqui, continuó:

—Pero la caridad empieza en casa. Por eso he dicho que no tiene importancia ya el que consigan o no el contra-virus. El hecho es que los pueblos que cuentan con alimentos no creen que lo logren. Y consecuentemente quieren estar seguros de que no van a dar ningún bien que les vaya a hacer falta a ellos durante el próximo invierno. El último barco con alimentos procedente de la otra parte del Atlántico arribó ayer a Liverpool. Quizá haya otros en el mar que vienen de Australasia, pero no estamos seguros de que no les hagan regresar a su patria antes de llegar a nuestros puertos.

—Ya —dijo John—. Eso es lo que querías decir al hablar de canallas y asesinos… De todos modos, esa gente tiene que cuidar de sus propios pueblos. Es duro para nosotros, pero…

—No, yo no me refería a eso. Ya sabes que yo tengo un buen contacto en las altas esferas. Se trata de Haggerty, el secretario del primer ministro. Hace unos años le hice un gran favor. Y ahora él me lo ha hecho mayor a mí al revelarme los entresijos de lo que está sucediendo. Todo se ha desarrollado en las altas jerarquías del gobierno. Nuestro pueblo sabía lo que iba a pasar hace una semana. Han intentado conseguir nuevos suministros de alimentos para contener la catástrofe, esperando un milagro, supongo. Pero todo lo que han obtenido es la promesa de guardar silencio, una medida que ellos no dudarían en obstaculizar si creyeran que con propagar las noticias de la situación por el mundo iban a lograr el control del país. Pero de momento eso es lo que conviene a todos, y los pueblos del otro lado del océano habrán tomado sus posiciones antes de que se sepan las noticias; desde luego que esas medidas no serán comparables a las nuestras, pero serán preparadas mejor y sin alteraciones.

—¿Y las medidas que se van a tomar aquí? —preguntó John—. ¿Cuáles son?

—El gobierno cayó ayer. Welling se ha hecho cargo del poder, pero Lucas sigue aún en el Consejo. Aquel palacio parece atravesar una revolución. Lucas no quiere mancharse las manos de sangre. Eso es todo.

—¿Sangre?

—En estas islas hay unos cincuenta y cuatro millones de personas. Alrededor de cuarenta y cinco millones de ellos viven en Inglaterra. Si un tercio de ese número pudiera pasar a base de una dieta de tubérculos, sería estupendo. La única dificultad estriba en cómo seleccionar a los supervivientes.

—Yo creía que eso era evidente —dijo ásperamente John—. Se seleccionarán solos.

—Es un método inútil, aparte de que quebranta el orden público y la disciplina. En este país nos hemos tomado a la ligera eso de la disciplina, pero sus raíces son profundas. Siempre está pronta a surgir en una crisis.

—Welling —dijo John—. Nunca me han agradado sus ideas.

—Hay hombres que saben aprovechar las oportunidades que les brindan los tiempos. A mí tampoco me gusta ese tipo, pero alguien como él era inevitable. Lucas no tuvo nunca mucha imaginación política.

Roger echó una rápida ojeada al techo. Luego prosiguió:

—El ejército está tomando hoy posiciones en los suburbios de Londres y en otros lugares de gran población. Mañana al amanecer se cerrarán las carreteras…

—Si cree que es la manera mejor de… Ningún ejército del mundo podría detener la rebelión de una ciudad acuciada por el hambre. ¿Qué piensa él que va a conseguir con eso?

—Tiempo —replicó Roger—. El suficiente como para completar a su comodidad los preparativos de su segunda operación.

—¿Y ésta es?

—Bombas atómicas para las ciudades pequeñas y de hidrógeno para capitales como Liverpool, Birmingham, Glasgow, Leeds, etcétera. En Londres arrojaría dos o tres de ellas. No les importa gastarlas: no las van a necesitar en el próximo futuro.

Durante un rato, John estuvo callado. Después dijo lentamente:

—No puedo creerlo. Nadie haría eso.

—Lucas no, desde luego. Lucas fue siempre el hombre que utilizaba el primer ministro de cara a las masas, el que se encargaba de refrenar a los suburbios y de los prejuicios y emociones de éstos. Sin embargo, Lucas será miembro del gabinete de Welling, y pomposamente se lavará las manos mientras se lleva a cabo el plan. ¿Y qué otra cosa podía esperarse del hombre de las masas?

—Jamás dispondrán de pilotos para tripular esos aviones.

—Nos encontramos en una nueva era, John —replicó Roger—. O quizá en una muy antigua, no lo sé. Las graneles lealtades son lujos de la civilización. A partir de ahora las lealtades van a menguar, y a medida que vayan decreciendo habrá más crueldad. Si ésa fuera la única manera de salvar a Olivia y a Steve, yo mismo pilotaría uno de esos aviones.

Sin poderse contener, John protestó:

—¡No!

—Cuando he hablado de canallas asesinos —continuó Roger—, lo he hecho con admiración y disgusto a la vez. Desde ahora me propongo ser uno de ellos si es necesario, y confío realmente en que tú estés dispuesto a hacer lo mismo.

—Pero arrojar bombas de hidrógeno en las ciudades… y al propio pueblo de uno…

—Sí, para eso quiere ganar tiempo Welling. Supongo que los preparativos le llevarán por lo menos veinticuatro horas; quizá, como mucho, cuarenta y ocho. ¡No seas estúpido, Johnny! No hace tanto tiempo que el pueblo de uno era el que vivía en la misma aldea. Por otro lado, es posible que Welling cubra la acción con una buena capa de generosidad.

—¿Generosidad? ¿Con bombas de hidrógeno?

—Van a morir. En Inglaterra van a morir por lo menos treinta millones de personas para que puedan sobrevivir las restantes. ¿Qué modo es el mejor: por hambre, por tus parientes o por una bomba de hidrógeno? Después de todo, la bomba es más rápida. Y luego se podrá mantener el número hasta los treinta millones, y conservar los campos para cultivar las cosechas con las que alimentar a los supervivientes. Esa es la teoría.

Del otro lado del salón les llegó una suave musiquilla procedente de un transistor que había puesto en marcha la camarera. El mundo regular seguía su curso, inafectado, tranquilo.

—No saldrá bien —dijo John.

—Me inclino por opinar igual —contestó Roger—. Creo que la noticia se filtrará y que las ciudades reventarán antes de que Welling tenga dispuestos sus bombarderos. Pero no me hago ilusiones en cuanto a que las cosas vayan a ir mejor por eso. Según mis cálculos, eso significaría la agonía de cincuenta millones en lugar de treinta, y una existencia muchísimo más cruel y primitiva para aquellos que sobrevivieran. ¿Quién se iba a hacer cargo del poder para proteger los patatales contra las multitudes amotinadas? ¿Quién iba a guardar las simientes de patata para el próximo año? Welling es un cerdo, pero un cerdo de ideas claras. A su modo, está tratando de salvar el país.

—¿Crees que se propagarán las noticias? —preguntó John.

—Causa preocupación, ¿verdad? —dijo con sonrisa burlona Roger—. Es divertido, pero tengo una idea para marcharnos de Londres y liberarnos de la inquietud que supondría quedarnos en medio del hervidero de millones que va a ser esta ciudad. Y cuanto antes nos vayamos, mejor.

—Los niños… —empezó a decir John.

—Mary está en Beckenham y Davey en ese sitio de Hertfordshire. Ya lo había pensado. Podemos recoger a Davey en el camino hacia el norte. Tú tienes que ir a por Mary. Pero ahora mismo. Yo me acercaré a decírselo a Ann, para que empaquete lo esencial. Olivia, Steve y yo iremos a tu casa con el coche ya cargado. En cuanto regreses con Mary, pondremos vuestras cosas en tu coche y nos largaremos. Si puede ser, tendríamos que estar fuera de Londres antes de que oscurezca.

—Supongo que debe ser así —respondió John.

Roger siguió su mirada hacia el interior del bar; había unas flores en un bonito jarro de cobre y un calendario moviéndose a impulsos de una suave brisa; el suelo se hallaba todavía húmedo por un reciente fregado.

—Di adiós a todo esto —observó Roger—. Ese es el mundo de ayer. A partir de ahora somos campesinos, y gracias podemos dar por ello.

Roger le había dicho que Beckenham quedaba dentro de la zona que iba a ser acordonada. John fue llevado al despacho de la señorita Errington, la directora, y allí permaneció aguardándola. La habitación era sencilla, pero provista de un toque femenino. Él recordaba ahora que aquella combinación, así como la propia señorita Errington, habían impresionado a Ann. La directora era una mujer muy alta, con una suave afabilidad.

Al traspasar la entrada, la señorita Errington inclinó cortésmente la cabeza, y dijo:

—Buenas tardes, señor Custance. Siento mucho haberle hecho esperar.

John observó que eran las doce y media. Por eso trató de disculparse:

—Confío en no haber interrumpido su comida…

—Eso no es mucha molestia en estos días, señor Custance —replicó, sonriendo, ella—. ¿Ha venido usted por Mary?

—Sí. Quisiera llevármela conmigo.

—Siéntese —respondió la directora, señalando a una silla—. ¿Quiere usted llevársela? ¿Por qué?

En aquel momento experimentó todo el amargo sabor de su conocimiento secreto. No debía advertir a nadie de lo que iba a acontecer; Roger había insistido sobre ello y él estaba de acuerdo. Como ocurría con el extenso programa destructivo de Welling, para sus planes era también esencial que las noticias no se propagaran.

Y esta necesidad exigía que él dejara morir a aquella agradable mujer junto a los que estaban a su cuidado.

—Es un asunto de familia —explicó él débilmente—. Se trata de un familiar que está de paso por Londres. Ya me comprende…

—Verá usted, señor Custance; aquí tratamos de reducir al máximo estos paréntesis. Usted se dará cuenta de que eso es muy molesto. Es diferente a los fines de semana.

—Sí, claro, ya me doy cuenta de ello. Pero se trata de… su tío, y se va al extranjero esta noche.

—¿Sí? ¿Y por mucho tiempo?

Algo más tranquilo, John contestó:

—Es posible que permanezca fuera muchos años. Y antes de irse deseaba ardientemente ver a Mary.

—También podía usted haberle traído a él aquí —replicó con vacilación la señorita Errington—. ¿Cuándo la devolverá?

—Podríamos regresar aquí esta noche.

—Bueno, en ese caso… Voy a pedir a alguien que la llame.

Se aproximó a la puerta y la abrió. Dio una voz en el pasillo:

—¿Helena? ¿Quiere usted decir a Mary Custance que venga aquí, por favor? Su padre ha venido a verla.

Y dirigiéndose a John, añadió:

—Si es sólo para esta tarde, no se llevará sus cosas, ¿verdad?

—No —respondió él—. No se moleste por eso.

—Tengo que decirle —continuó la directora, volviéndose a sentar— que estoy muy satisfecha de su hija, señor Custance. A su edad es difícil adivinar lo que van a ser las chicas, aunque una ya vislumbra algo. Mary se ha portado muy bien últimamente. Y creo que si ella quiere puede tener un estupendo futuro académico.

John pensó en seguida en que el futuro académico de Mary poco podía contribuir al sostenimiento de un pequeño oasis contra un mundo desértico.

—Eso es muy gratificador —contestó.

—Si bien es probable —añadió sonriente la señorita Errington— que el problema radique en el hecho de ser un futuro académico. Una duda de que sus jóvenes conocidos, me refiero a los varones, la permitan dedicarse a una vida tan estéril.

—Yo no creo que sea estéril, señorita Errington. La suya mismo debe ser muy fructífera.

—¡Ha resultado ser mejor de lo que yo pensaba! —exclamó soltando una ligera carcajada—. Ya estoy considerando mi retiro.

Apareció Mary, saludó con una breve reverencia a la señorita Errington y corrió hacia su padre.

—¡Papá! ¿Qué ha pasado?

—Tu padre quiere llevarte con él por unas cuantas horas —intervino la directora—. Tu tío está de paso por Londres, camino del extranjero, y quiere verte.

—¿El tío David? ¿Al extranjero?

—Ha sido muy inesperado —replicó rápidamente John—. Ya te lo explicaré todo por el camino. ¿Estás preparada para venir conmigo?

—Sí, claro.

—Entonces no les retengo —dijo la señorita Errington—. ¿Puede usted traerla a eso de las ocho, señor Custance?

—Trataré de que sea así.

Ella le alargó su delicada mano.

—Adiós.

John vaciló; su mente se rebelaba contra la idea de tomarla la mano y dejarla sin ningún aviso sobre lo que se avecinaba; sin embargo, no se atrevió a decírselo; por otro lado, pensó él, tampoco le habría creído ella.

—Si no traigo a Mary a las ocho —dijo él de pronto—, será porque me habré enterado de que todo Londres va a ser tragado por un terremoto. Por tanto, si no volvemos, le aconsejo que reúna a todas las niñas y se las lleve al campo. Y sean cuales fueren los inconvenientes.

La señorita Errington le miró con indulgente sorpresa al escuchar aquella absurda y ridícula salida. Mary también se le quedó mirando asombrada. La directora indicó:

—Bueno, sí, pero ustedes regresarán naturalmente a las ocho.

—Desde luego —dijo él, sintiéndose miserable.

Cuando el coche abandonó la demarcación escolar, Mary inquirió:

—No se trata del tío David, ¿verdad?

—No.

—¿Entonces qué es, papá?

—No puedo decírtelo aún. Pero nos vamos de Londres.

—¿Hoy? ¿Así que no voy a volver esta noche al colegio?

Y como él no diera ninguna respuesta, agregó:

—¿Se trata de algo grave?

—Mucho. Nos vamos a vivir al valle. ¿Te gusta la idea?

—Yo no llamaría a eso grave —contestó, sonriendo.

—La parte grave —dijo él lentamente— será para otras personas.

Llegaron a casa poco después de las dos. Cuando avanzaban por el camino del jardín, Ann les abrió la puerta. Ella parecía nerviosa e infeliz. John puso un brazo alrededor de su cintura.

—Primer paso dado sin accidentes. Todo va bien, cariño. No tienes que preocuparte por nada. ¿No están aquí Roger y los suyos?

—Se trata de su coche. El bloque de los cilindros roto o algo así. Ha ido al taller para darles prisa. Regresarán en cuanto puedan.

—¿Te dijo el tiempo que iban a tardar? —dijo John.

—Creía que no más de una hora.

—¿Vienen los Buckleys con nosotros? —preguntó Mary—. ¿Qué es lo que pasa?

—Sube a tu alcoba, querida —le dijo la madre—. He metido algunas de tus cosas en la maleta, pero he dejado un poco de sitio para lo que tú consideres especialmente importante. Sin embargo, tendrás que seleccionar mucho, ya que como te digo el espacio es muy pequeño.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar fuera?

—Quizá un largo período —contestó Ann—. De hecho, debes actuar como si no fuéramos a volver nunca más.

Mary les observó por un momento. Luego dijo seriamente:

—¿Y las cosas de Davey? ¿Las echo un vistazo también?

—Sí, cariño —respondió su madre—. Mira a ver si me he dejado algo importante fuera.

Cuando Mary hubo subido las escaleras, Ann se estrechó contra su marido.

—¡No puede ser cierto, John!

—Sí. Pero no pueden hacer eso, no es posible.

—¿Te ha contado todo Roger?

—¿Y por qué no? Le acabo de decir a la señorita Errington que les devolveré a Mary esta noche. Sabiendo lo que sé, ¿soy yo muy distinto a ellos?

Ann se quedó callada. Luego preguntó:

—¿Crees que no vamos a terminar por odiarnos… antes de que todo esto finalice? ¿O quizá nos vamos a acostumbrar de tal modo a las cosas, que no nos daremos cuenta de la transformación que estamos sufriendo?

—No lo sé —replicó John—. Yo no sé nada excepto que tenemos que salvarnos nosotros y nuestros hijos.

—Salvar a los niños, ¿para qué?

—Más tarde discutiremos eso. Ahora todo nos parece brutal, como el marcharnos sin decir ni una palabra a los demás, que no saben lo que va a acontecer. Pero no podemos remediarlo. Ya tendremos ocasión de vivir decentemente otra vez.

—¿Decentemente?

—La vida va a ser dura, pero no demasiado mala. Todo dependerá de lo que nosotros hagamos por ella. Por lo menos, seremos nuestros propios amos. Dejaremos de sufrir y de vivir en un estado que engaña, tiraniza y chupa la sangre a sus ciudadanos, para, al final, cuando éstos se convierten en una carga, asesinarlos.

—Sí, supongo que sí.

—¡Sinvergüenzas! —exclamó Roger—. Les pago el doble por hacer un trabajo rápido y se tiran tres cuartos de hora buscando las herramientas.

Eran las cuatro. Ann preguntó:

—¿Nos queda tiempo para tomar una taza de té? Sólo tengo que poner la tetera en el fuego.

—Teóricamente —respondió Roger— disponemos de todo el tiempo del mundo. Sin embargo, creo que debemos saltarnos el té. Se respira un ambiente… de inquietud. Deben haber habido otras filtraciones, y me pregunto cuántas habrán sido. De cualquier modo, me sentiré mucho mejor cuando estemos lejos de Londres.

—De acuerdo —asintió Ann.

Luego se dirigió a la cocina. John le preguntó, alzando la voz:

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Tenía la tetera llena de agua —contestó su mujer—. Voy a guardarla.

—Esa es nuestra esperanza —intervino Roger—. El equilibrante femenino. Se va de su casa para siempre, pero guarda la tetera. Lo más probable es que un hombre la hubiera tirado al suelo y luego pegara fuego a la casa.

Al fin salieron de la casa de los Custance. El coche de John iba delante, camino del Norte. La idea era seguir la Gran Carretera del Norte hasta una bifurcación que había más allá de Welwyn para luego torcer hacia el Oeste en dirección al colegio de Davey.

Al pasar por East Finchley, Roger tocó la bocina, y un momento después aceleró para adelantarles. Al ponerse junto a ellos en el adelantamiento, Olivia sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡La radio!

John giró el botón para escucharla.

—… se hace hincapié en que los rumores que están circulando no tienen ningún fundamento. Toda la situación está controlada, y el país cuenta con grandes reservas de alimentos.

Una vez parados los dos coches, Roger comentó:

—Alguien está preocupado.

—Se está plantando grano libre del virus —continuó la voz— en diversas partes de Inglaterra, Gales y Escocia, y se confía en obtener una buena cosecha para finales del otoño.

—¡Plantando en julio! —exclamó John.

—¡Una salida genial! —apuntó Roger—. Cuando haya rumores de malas noticias, di que el hada madrina está bajando por la chimenea. La credibilidad no importa en unos tiempos como estos.

La voz del locutor varió ligeramente:

—El gobierno cree que sólo habrá peligro si cunde el pánico entre la población. Como medidas preventivas se han promulgado varias normas provisionales que se pondrán en práctica inmediatamente. La primera de ellas se refiere a la limitación de movimientos. Quedan prohibidos de modo temporal los viajes inter-ciudades. Se confía en que mañana podrá arbitrarse un sistema de prioridades para los traslados imprescindibles que tengan que efectuarse, pero hasta entonces el veto es absoluto…

—¡Se han adelantado! —exclamó Roger—. De prisa, vámonos. Es posible que aún podamos salir.

Los dos coches se pusieron de nuevo en camino por el Cinturón del Norte y a través de North Finchley y Barnet. La firme y confiada voz de la radio seguía anunciando normas, y una vez acabadas éstas la misma emisora puso música de órgano. En las calles se observaba la circulación habitual, y la gente iba de compras o simplemente paseaba. No se notaban signos de pánico en los suburbios extremos de la ciudad. Los problemas, si los había, se habrían producido en el centro de Londres.

Un poco más allá de Wrotham Park se encontraron con el bloqueo de la carretera, en donde habían sido colocadas unas barreras. Al otro lado de ellas se veían unas figuras vestidas de caqui. Los dos coches se pararon. John y Roger se apearon y se dirigieron hacia la barrera. Ya estaban allí media docena de conductores discutiendo con el oficial encargado. Otros que lo acababan de hacer se disponían a maniobrar sus automóviles para dar la vuelta.

—¡Por diez cochinos minutos! —exclamó Roger—. No es posible que hayan sido más; habría más caravana.

El oficial era un hombre más bien joven, de aspecto agradable y sencillo, al que claramente se le veía disfrutar con lo que él consideraba como insólito ejercicio.

—Lo siento —estaba diciendo—, pero nosotros nos limitamos a cumplir órdenes. No se permite salir de Londres.

El hombre que estaba al frente de los disputantes, de unos cincuenta años de edad, fuerte complexión y aspecto judío, dijo:

—¡Pero yo trabajo en Sheffield! Tuve que venir ayer a Londres…

—Escuche usted las noticias en la radio —replicó el oficial—. Van a disponer alguna clase de arreglo para casos así.

—Esto no marcha, Johnny —dijo Roger aparte—. Ni siquiera podríamos sobornarlo con toda esta gente alrededor.

—No consideren esto que les digo como oficial —continuó el militar—, pero se me ha informado de que todo esto es sólo un ejercicio. Se trata de tomar precauciones contra el pánico, consolidar la seguridad. Es muy probable que se cancele mañana por la mañana.

—Si se trata sólo de un ejercicio —contestó el hombre de fuerte constitución—, usted puede dejarnos pasar a unos cuantos. Eso no tiene importancia, ¿verdad?

—Lo lamento —repuso el joven oficial con una sonrisa—. Pero para un tribunal militar la misma falta es el abandono de las obligaciones durante un ejercicio que en plena guerra. Les aconsejo, pues, que regresen a la ciudad y lo intenten mañana.

Roger, que echó a andar junto con John hacia los coches, meneó la cabeza y dijo:

—Una planificación muy inteligente. Aunque sin ser oficial, se trata sólo de un ejercicio. Eso elimina los escrúpulos de las tropas. Me pregunto si van a dejarlas arder con los demás. Supongo que sí.

—¿Crees que merecería la pena decirles lo que va a pasar en realidad?

—No se conseguiría nada. Y hasta quizá nos arrestaran por ir propagando falsos rumores. Esa es una de las nuevas normas, ¿o no lo oíste?

Al llegar a los coches, John preguntó:

—¿Pero entonces qué vamos a hacer? ¿Abandonar los coches y marchar a pie por los campos?

—¿Qué pasa? —quiso saber Ann—. ¿No dejan pasar?

—Tendrán patrullas por los campos —replicó Roger—. Probablemente con tanques. No tendríamos escapatoria a pie.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —dijo, en tono cortante, Ann.

Roger se echó a reír mientras la miraba.

—Tranquila, Annie. Todo está calculado.

A John le agradó la fuerza y la confianza que había en la risa de Roger, pues sintió renacer su ánimo.

Y al ver que los automóviles se iban amontonando tras ellos en la carretera, Roger continuó:

—Lo primero que hay que hacer es salir de aquí, antes de que nos veamos metidos en pleno atasco. Regresaremos hacia Chipping Barnet, en donde hay una bifurcación a la derecha. Yo abriré camino. Allí nos veremos.

Era una carretera tranquila: urbs in rure. Los dos coches fueron a detenerse en un lugar apartado de ella. En el otro lado había unas modernas casas separadas, mientras que en éste la carretera bordeaba una pequeña plantación.

Los Buckley bajaron de su coche; Olivia y Steve montaron en la parte trasera del de John, al lado de Ann. Roger explicó:

—Punto número uno: esta carretera, aparte de llevarnos a Hatfíeld, nos evitará tener que coger la A. 1. Sin embargo, no creo que debamos intentarlo ahora. Seguro que también estará bloqueada, y tan improbable es que podamos circular por ella esta tarde como lo era por la A. 1.

Un Vanguard pasó a gran velocidad cerca de ellos, seguido inmediatamente por un Austin que John había visto en el bloqueo de la carretera. Roger movió la cabeza al decir:

—Lo intentarán bastantes, pero no lograrán ir a ningún sitio.

—¿Y no podríamos cruzar a la fuerza una de esas barreras, papá? —preguntó Steve—. Yo lo he visto en las películas.

—Pero esto no es una película, hijo —replicó Roger—. Mucha gente tratará de romper el bloqueo esta tarde. Sin embargo, será más fácil esta noche y también mejor en otros sentidos. Vosotros os quedaréis aquí con tu coche. Yo me llevo el mío a la ciudad… hay algo que creo que debo coger.

—¡Tú no vuelves allí ahora! —exclamó Ann.

—Es preciso. Confío en que no tardaré más de un par de horas.

John conocía tan bien a Roger, que comprendió en seguida que éste se estaba refiriendo a algo que habían omitido en los planes originales. Había que contar, pues, con un nuevo elemento. Por eso preguntó:

—No es probable que haya peligro en un sitio como éste, ¿verdad?

Y al ver que Roger asentía con la cabeza, continuó:

—En ese caso, iré contigo. Si se trata de dirigirse al Sur, dos irán más seguros que uno.

Roger pensó en ello durante un momento. Luego replicó:

—De acuerdo.

—Pero vosotros no sabéis lo que está pasando ahora en Londres —intervino Ann—. Es posible que haya tumultos. Sin duda que allí no habrá nada tan importante como para que os arriesguéis de esa manera.

—A partir de ahora —replicó Roger—, y si queremos sobrevivir, tendremos que correr algunos riesgos. Ya que insistes te diré que voy a por armas de fuego. Las cosas se están sucediendo a mayor velocidad de lo que yo pensaba. Con todo, no creo que haya allí peligro ahora.

—Quiero que te quedes, John —ordenó Ann.

—Pero Ann… —empezó a decir John.

—Si queremos morir —medió enfadado Roger—, la pérdida de tiempo en peloteras es un método tan bueno como otros. Este grupo debe tener un dirigente, y sus órdenes tendrán que cumplirse en cuanto las profiera. Hazte cargo tú, Johnny.

—No. Debes ser tú.

Roger sacó una moneda de su bolsillo. La tiró hacia arriba al tiempo que decía:

—¡Pide, John!

—¡Cara! —contestó.

Ambos observaron la caída de la moneda y cómo esta golpeaba el suelo y rodaba unos centímetros. Roger se inclinó para ver lo que había salido.

—Todo para ti —dijo.

John besó a Ann y luego salió del automóvil.

—Regresaremos en cuanto podamos —observó.

—Volvemos a ser esclavas, ¿verdad? —comentó amargamente Ann.

—El mundo es ya muy viejo —contestó riendo Roger—. Empieza de nuevo; la edad de oro retorna.

—Tenemos que conseguirlo —dijo Roger—. Ese tipo no cierra la tienda hasta las seis. Es un negocio pequeño; sólo hay un hombre y un chico…, pero dispone de un almacén muy útil.

Ahora se encontraban en medio del caos de una hora punta en el centro de Londres. En aquel caos, eran los semáforos y la policía de tráfico quienes imponían su enérgico, pero eficaz sistema de circulación. No había signos de estar pasando nada fuera de lo ordinario. Al ponerse la luz verde delante de su coche, los habituales peatones que infringen las normas de tráfico cruzaron apresuradamente la calzada.

—Borregos para la matanza —dijo tristemente John.

—Esperemos que las cosas sigan así —replicó Roger mirándole—. Y que nosotros podamos contarlo. Hay muchos millones condenados a morir. Nuestra preocupación es evitar el pertenecer a ellos.

Nada más pasar el semáforo, dejó la calle principal para meterse en una más estrecha. Eran las seis menos cinco.

—¿Crees que nos atenderá? —preguntó John.

Roger paró junto a la acera, enfrente de una tiendecita en cuyo escaparate había armas deportivas. Puso el coche en punto muerto, aunque dejó el motor en marcha.

—Tendrá que hacerlo —respondió—. De una forma o de otra.

No había nadie en la tienda aparte del propietario, un hombre pequeño y encorvado, con cara de vendedor respetuoso y ojos incongruentemente vigilantes. Aparentaba tener unos sesenta años.

—Buenas tardes, señor Pirrie —saludó Roger—. Le cojo por los pelos, ¿verdad?

—En efecto, señor Buckley, así es. Iba a cerrar ahora. ¿En qué puedo servirles?

—Veamos. Necesito un par de revólveres y un par de buenos rifles con mira telescópica; y naturalmente las municiones. ¿Tiene armas automáticas?

—¿Y la licencia? —preguntó Pirrie con benevolencia.

Roger se había colocado frente al armero, separados únicamente por la anchura del mostrador.

—¿Cree usted que es preciso molestarse ahora en esas cosas? —dijo—. Ya sabe que no soy ningún gángster. Necesito esas armas en seguida y estoy dispuesto a pagar un buen precio por ellas.

Pirrie movió la cabeza ligeramente; sus ojos no dejaban de mirar al rostro de Roger.

—Yo no hago ese tipo de negocios.

—Bueno. ¿Y qué me dice de aquel pequeño rifle del veintidós que hay allí?

Roger señaló con el dedo. Los ojos de Pirrie siguieron la dirección indicada y, al hacerlo, Roger saltó sobre su cuello. El primer pensamiento de John fue que el pequeño hombre se había desplomado ante el ataque, pero un momento después pudo comprobar que se había desembarazado de Roger y retrocedía unos pasos; en la mano derecha tenía un revólver.

—¡Quédese quieto, señor Buckley! —gritó—. Y también su amigo. El saqueo a los armeros encierra una dificultad, y es que existe la probabilidad de tropezarse con un hombre que ha adquirido cierta habilidad en el manejo de las armas. Por favor, no traten de hacer nada mientras telefoneo.

Sin apartar su vista de los dos hombres, reculó un poco más y alargó su mano libre para coger el teléfono.

—¡Espere un momento! —dijo Roger de pronto—. Tengo algo que ofrecerle.

—No lo creo.

—¿Y si se trata de su vida? Pirrie había cogido ya el aparato, pero aún no lo había levantado. Sonriendo, contestó:

—No.

—¿Por qué cree usted que he tratado de agredirle? Ya se imaginará que no lo habría hecho si no fuera porque estoy desesperado.

—Me parece que en eso sí estamos de acuerdo —replicó cortésmente Pirrie—. No suelo dejar que nadie se acerque tanto a mí que pueda atacarme si lo desea; pero uno no concibe la desesperación en un alto funcionario del gobierno. Por lo menos no una desesperación tan violenta.

—Hemos dejado a nuestras familias en un coche, cerca de la Gran Carretera del Norte. Hay sitio para otra persona si quiere usted acompañarnos.

—Ya entiendo —dijo Pirrie—. Se trata de esa prohibición temporal para salir de Londres.

—Por esa razón queríamos las armas —explicó Roger—. Saldremos esta noche.

—Pero no consiguieron las armas.

—Por su buena preparación y no por mi falta de ella —contestó Roger—, ¡y vaya si lo sabe usted bien!

Pirrie apartó su mano del teléfono.

—Quizá desee usted explicarme brevemente por qué necesitan con tanta urgencia esas armas y quieren salir de Londres.

Y escuchó, sin interrumpir, la exposición de Roger. Al final dijo suavemente:

—Así que una granja en un valle, ¿eh? Y un valle que puede ser defendido.

—Por media docena de personas contra un ejército —intervino John.

Pirrie bajó el revólver. Luego comentó:

—Recibí esta tarde una llamada del superintendente de la policía local. Me ha preguntado si quería yo tener aquí un guardia para vigilar. Parecía muy preocupado por mi seguridad, y la única explicación que me ha dado es que había rumores estúpidos que podrían causar problemas.

—¿No insistió en lo del guardia? —quiso saber Roger.

—No. Supongo que por la desventaja que representaría la presencia aquí de un policía.

Y dirigiéndose cortésmente a Roger, continuó:

—Ahora comprenderá usted por qué me encontraba yo tan bien preparado para cualquier eventualidad.

—Y en estos momentos —medió John—, ¿nos cree usted?

—Creo que ustedes lo creen así —contestó Pirrie dando un suspiro—. Por otro lado, yo me he preguntado varias veces si había algún modo razonable de salir de Londres. Aun sin dar un crédito total a su historia, tampoco hay nada que me fuerce a quedarme en la ciudad. Y el relato de ustedes no violenta mi credulidad quizá tanto como debiera. La vida con armas, como ha sido la mía, hace perder a uno el hábito de buscar nobleza en la gente.

—De acuerdo —dijo Roger—. ¿Qué armas nos llevamos?

Pirrie se volvió ligeramente y esta vez sí que levantó el teléfono. De forma automática, Roger avanzó hacia él. Pirrie miró la pistola que tenía en la mano y se la echó a Roger.

—Voy a telefonear a mi mujer —explicó—. Vivimos en St. John’s Wood. Supongo que si ustedes pueden sacar dos coches, podrán sacar tres. Es probable que un vehículo extra nos sea de mucha utilidad.

Mientras marcaba el número, Roger le advirtió:

—Lleve cuidado con lo que dice.

—Hola, cariño —saludó Pirrie al hablar por el aparato—. Ahora mismo salgo de aquí. Creo que podríamos hacer una visita a los Rosenblums esta tarde…, sí, los Rosenblums. Prepara las cosas, ¿quieres? Estaré ahí en seguida.

Volvió a colgar el teléfono. Luego explicó:

—Los Rosenblums viven en Leeds. Millicent percibe rápidamente las cosas.

—¡Santo cielo, sí que debe ser así! —replicó con respeto Roger—. Ya veo que usted y Millicent van a ser muy útiles al grupo. Por cierto, ya habíamos decidido que este conjunto tuviera un jefe.

—¿Usted?

—No. John Custance, mi amigo.

Pirrie inspeccionó brevemente a John.

—Muy bien —comentó—. Ahora cojamos las armas. Yo las elegiré y ustedes podrán ir llevándolas a su coche.

Estaban sacando las últimas municiones cuando un guardia de la comisaría del barrio se dirigió hacia ellos. Una vez allí observó con cierto interés las pequeñas cajas.

—Buenas tardes, señor Pirrie —dijo—. ¿Haciendo un transporte?

—Son para ustedes —contestó Pirrie—. Me las han pedido. ¿Quiere usted echar una ojeada a la tienda? Tenemos que volver a por más después.

—Haré lo que pueda, señor —replicó vacilante el policía—. Pero tengo que hacer mi ronda, ya lo sabe.

Pirrie echó el candado a la puerta delantera. Mientras lo hacía comentó entre dientes:

—Hasta mi poquito de broma… Pero ha sido su gente la que ha empezado a difundir rumores.

Una vez en marcha, John dijo:

—Tuvimos suerte de que no preguntara qué hacíamos nosotros dos allí.

—Las comisarías —explicó Pirrie— son muy inquisitivas cuando se despierta su curiosidad. Pero si uno evita eso, no hay motivo para preocuparse. A partir de la Calle Alta de St. John’s Wood, yo les dirigiré.

Siguiendo las instrucciones de Pirrie, pararon detrás de un viejo Ford. Con voz clara y elevada, Pirrie llamó:

—¡Millicent!

Una mujer salió del automóvil y vino hacia ellos. Tendría sus buenos veinte años menos que Pirrie, era de la misma altura más o menos que éste, y morena y atractiva, si bien algo rígida.

—¿Has hecho las maletas? —preguntó él—. No vamos a volver.

Ella aceptó esta explicación sin inmutarse. Y con un acento muy londinense replicó:

—Creo que he empaquetado todo lo que vamos a necesitar. ¿De qué se trata? Le he pedido a Hilda que cuide del gato.

—Pobre gatita —dijo Pirrie—. Pero me temo que debemos abandonarla. Ya te contaré todo en el camino.

Y volviéndose a los otros dos hombres, agregó:

—Millicent y yo iremos juntos desde aquí.

Roger quedó con la mirada fija en el viejo coche que tenían delante.

—No quisiera parecer grosero —comentó—. ¿Pero no sería mejor que metieran todas sus cosas en nuestro coche? Nos podemos arreglar muy bien.

—¿Una bifurcación a la izquierda cerca de Wrotham Park? —preguntó Pirrie sonriendo—. Allí nos veremos.

Roger se encogió de hombros. Pirrie avanzó con su mujer hacia el otro automóvil. Roger puso en marcha el suyo y les adelantó lentamente. Un momento después él y John se quedaron asombrados cuando el Ford pasó junto a ellos a toda velocidad, se detuvo un instante en el cruce, y luego tiró rápidamente por la carretera principal. Roger intentó seguirles, pero en cuanto se metieron en medio del tráfico, lo perdieron de vista.

No volvieron a verlo hasta que llegaron a la Gran Carretera del Norte. El Ford de Pirrie les estaba aguardando ya, y a partir de allí les siguió a corta distancia.

Cada familia cenó en su propio coche. Una vez estuvieran fuera de Londres comerían comunalmente, pero en las actuales circunstancias un grupo comiendo en el campo podría llamar la atención. Por la misma causa habían aparcado también a cierta distancia entre sí.

Roger había explicado su plan a John y éste lo había aprobado. A las once la carretera en la que se hallaban era un desierto; los suburbios de Londres estaban ya descansando a esa hora. Pero no se moverían hasta medianoche. Aunque era una noche sin luna, había alguna luz procedente de las muy espaciadas farolas de la carretera. Los niños dormían en los asientos traseros de los automóviles. Ann estaba sentada delante, junto a su marido.

—¿Seguro que no hay ninguna otra manera de salir de Londres? —preguntó ella con un estremecimiento.

—No se me ocurre otra —contestó John con la mirada puesta en la poco alumbrada carretera.

—Tú no eres la misma persona, ¿verdad? —observó Ann—. Esa idea de planear tranquilamente un asesinato… resulta más grotesca que horrible.

—Ann —dijo él—. Davey se encuentra a cincuenta kilómetros de aquí, pero para nosotros estaría a cincuenta millones si nos dejamos persuadir y nos quedamos en esta trampa.

Y volviéndose hacia el asiento trasero en donde se hallaba acostada Mary hecha un ovillo, continuó:

—Y no es sólo por nosotros.

—Pero las probabilidades son tan escasas para vosotros…

—¿Afecta eso a la moralidad del caso? —preguntó John con una sonrisa—. Es verdad que sin Pirrie hubiéramos tenido muy pocas posibilidades. Pero ahora creo que no son tan escasas. Únicamente necesitábamos unas buenas armas.

—¿Tenéis que tirar a matar?

—Es cuestión de vida o muerte… —empezó a decir.

Sintió un crujido fuera del coche; Roger se había acercado calladamente y se asomaba por la ventanilla abierta.

—¿Listo? —preguntó Roger—. Olivia y Steve están en el coche con Millicent.

John salió de su coche. Desde fuera dijo a Ann:

—Recuerda. Tú y Millicent traeréis los coches en cuanto oigáis la bocina. Podéis adelantaros un poco si lo queréis, pero a estas horas de la noche no habrá dificultad para oír el pito.

—Buena suerte —deseó Ann, mirándolo fijamente.

—No te preocupes.

Los dos hombres se dirigieron al coche de Roger, donde ya les esperaba Pirrie. Luego Roger condujo lentamente su automóvil, pasando al coche aparcado de John y enfilando la despoblada carretera. Como ya la habían inspeccionado antes, sabían dónde se hallaba la última curva que precedía al bloqueo. Allí se detuvieron para que John y Pirrie bajaran y desaparecieran en la noche. Cinco minutos después Roger volvió a poner en marcha el motor y aceleró hacia la barrera haciendo mucho ruido.

En el reconocimiento anterior habían visto que el bloqueo lo vigilaban un cabo y dos soldados. Era presumible que dos de estos tres individuos estuvieran durmiendo; el otro, con su metralleta al hombro, se hallaba de pie junto a la valla de madera.

El coche pegó un estridente frenazo. El soldado colocó su automática en posición de disparo.

Roger, sacando la cabeza por la ventanilla, gritó:

—¿Qué demonios hace ese tinglado en medio de la carretera? ¡Quite eso de ahí, rápido!

Aparentó estar borracho y ser un mal educado. El centinela respondió:

—Lo siento, señor. La carretera está cortada. Todas las carreteras de salida de Londres están cortadas.

—Bueno, vamos a abrir otra vez las barreras reflectantes. Por lo menos ésta. Quiero llegar a casa.

John observaba la situación desde la cuneta de la izquierda. Lo raro era que no sentía ninguna tensión especial; la sensación era de desembarazo, ligado a la escena únicamente por la admiración hacia la ruidosa discusión de Roger.

Junto al primer soldado apareció de pronto otra figura, y un momento después una tercera. Los faros del automóvil derramaban su luz a lo largo de la asfaltada carretera. Al otro lado de la barrera de madera se recortaban, si bien con cierta opacidad, las tres siluetas de los soldados. Una segunda voz, presumiblemente la del cabo, dijo:

—Estamos cumpliendo órdenes. Y no queremos problemas. Mejor será que dé la vuelta, camarada. ¿De acuerdo?

—¡Nada de estar de acuerdo! ¿Quién se creen que son ustedes, soldaditos de tres al cuarto, para poner vallas en la carretera?

—Lleve cuidado —replicó en tono peligroso el cabo—. Ya se le ha dicho que dé la vuelta. Y no quiero oír ninguna impertinencia más.

—¿Por qué no tratan ustedes de hacerme volver? —preguntó Roger con voz áspera y cortante—. ¡Lo que hay en este país son demasiados militares inútiles, haciendo la pascua a los demás y engullendo buenas raciones!

—Está bien, camarada —repuso el cabo—. Usted lo ha querido.

Y dirigiéndose a los dos soldados, añadió:

—Vamos, muchachos. Demos la vuelta al coche de este charlatán.

Saltaron la barrera y avanzaron en medio del chorro de luz que salía de los faros.

—¡Adelante los centinelas! —exclamó burlonamente Roger.

De repente, la tensión se apoderó de John. La blanca línea del centro de la carretera separaba su demarcación de la de Pirrie. El cabo y el primer soldado se hallaban en aquel lado; el tercer militar estaba más cerca de John. Los tres avanzaban sin vacilar, protegiéndose los ojos del deslumbramiento.

Notó que el sudor le corría por los brazos y las piernas. Levantó el rifle y trató de mantenerlo erecto. En una fracción de segundo debía curvar su dedo sobre el gatillo y matar a este hombre, desconocido, inocente. Había matado en la guerra, pero nunca desde una distancia tan corta, y jamás a un conciudadano. La transpiración parecía desbordarse sobre su frente; aunque temió que le llegara a cegar, no intentó secársela por si acaso fallaba el blanco. Arcillas humanas que era necesario romper —pensó—, por Ann, por Mary y por Davey. Tenía la garganta seca.

La voz de Roger volvió a rasgar la noche, pero ahora era incisiva y sobria:

—¡Listos!

El primer disparo surgió antes de terminar la palabra, y le siguieron dos más mientras vibraba en el aire. John se hallaba de pie, con su rifle apuntando, en tanto que las tres figuras se desplomaban en el asfalto. No se movió hasta ver cómo Pirrie, avanzando desde su posición, se paraba junto a los tres cuerpos caídos. Entonces dejó caer a un lado el rifle, y salió a la carretera.

Roger bajó del coche. Pirrie miró a John.

—Debo pedirle disculpas por cazar en terreno que no era mío —dijo con la misma voz fría y precisa de siempre—. Pero estaban tan a tiro…

—¿Muertos? —preguntó Roger.

—Desde luego —afirmó Pirrie.

—Entonces los echaremos a la cuneta en seguida —ordenó Roger—. Luego quitaremos la barrera. No creo que vayamos a ser sorprendidos, pero mejor será que tomemos precauciones.

El cuerpo que cogió John era fláccido y pesado. A lo primero evitó el mirarle a la cara. Luego, en la semioscuridad del borde de la carretera, le echó una rápida ojeada. Se trataba de un mozo, de no más de veinte años, sin señales en el rostro a excepción del agujero que ahora tenía en una de las sienes y por el que goteaba sangre. Roger y Pirrie habían ya descargado los otros dos cadáveres y se dirigían hacia la barrera dándole la espalda a John. Este se inclinó y besó la parte sana de la frente; luego colocó el cuerpo en el suelo con suavidad.

No llevó mucho tiempo el quitar la barrera. Al otro lado de ésta se hallaba disperso el equipo de los soldados; también esto fue arrojado a la cuneta. Después Roger volvió corriendo al coche y apretó el claxon durante varios segundos. Sus desagradables notas se extendieron por el aire como si fuera el sonido de una campana.

Roger colocó el automóvil en una orilla de la carretera. Allí esperaron. Al poco rato oyeron el ruido de los otros dos coches aproximándose. En primer lugar venía el Vauxhall de John seguido muy de cerca por el Ford de Pirrie. El Vauxhall se detuvo y Ann se corrió al otro asiento cuando John abrió la puerta y entró en el coche. Una vez acomodado y en marcha, pisó el acelerador a fondo.

—¿Dónde los habéis puesto? —preguntó Ann tratando de atisbar por la ventanilla.

—En la cuneta —contestó él.

Luego, y durante varios kilómetros, permanecieron callados.

De acuerdo con lo planeado, evitaron las carreteras principales. Por fin llegaron a un recóndito camino que bordeaba un bosque, cerca de Stapleford, en donde acamparon. Allí, bajo los frondosos robles, y con sólo las luces interiores de uno de los automóviles, tomaron chocolate que llevaban preparado en termos. Como el Citroen de Roger podía convertirse en cama, las tres mujeres se acostaron en ella, mientras los niños quedaban suficientemente acomodados en los asientos traseros de los otros dos coches. Los hombres cogieron mantas para irse a dormir bajo los árboles.

Pirrie sugirió la idea de quedarse uno de centinela. Roger, que no estaba muy convencido, replicó:

—Me parece que aquí no vamos a tener ningún problema. Y necesitamos dormir el máximo posible, pues mañana estaremos muchísimo tiempo conduciendo. ¿Qué dices tú, jefe?

—Descansaremos toda la noche, o lo que queda de ella —contestó John.

Una vez situados, John se acostó sobre su estómago, en la postura aprendida en el ejército por ser la más cómoda cuando se duerme en terreno escabroso. Notó que la incomodidad física era menor de lo que él recordaba.

Sin embargo, no cogió el sueño rápidamente, y cuando lo hizo, sufrió diversas interrupciones debidas a pesadillas sin sentido.