8
En el período que duró su guardia, Millicent había visto dos o tres veces llamaradas distantes hacia el Sur, y luego oído prolongados estruendos. Caía dentro de lo probable que hubieran sido explosiones de bombas atómicas. La cuestión, empero, parecía ser insignificante. Casi con seguridad que jamás sabrían la historia completa de lo que estaba aconteciendo en las pobladísimas ciudades del país; y en cualquier caso, a ellos ya no les interesaba.
Comenzaron a andar en una mañana radiante; hacía frío, pero al entrar el día haría calor. El objetivo que les había propuesto John era el de cruzar la parte norte de Masham Moor y penetrar en Coverdale. Una vez allí, cogerían un pequeño camino a través de Carlton Moor, para luego seguir por el Norte hacia Wensleydale y penetrar por último en Westmorland. No muy lejos de donde habían estado durmiendo descubrieron una granja, y Roger quiso saquearla en busca de comida. Sin embargo, John se opuso a la idea argumentando que estaba demasiado próxima a Masham. Desconocían hasta qué punto los habitantes de Masham estaban dispuestos a proteger sus distritos exteriores. Pero el ruido de los disparos podría llamar la atención quizá de una ronda de vigilancia.
Por esta misma causa se mantuvieron lejos de las zonas habitadas, caminando a través de los campos desnudos o junto a los setos o paredes de piedra que marcaban los cercados. Hacia las seis y media cruzaron la carretera principal del norte de Masham, y para entonces el sol había caldeado ya el aire. Los chicos estaban contentos, y había que sujetarlos para que no corrieran innecesariamente. La totalidad del grupo tenía el aspecto de ir de excursión, si bien Ann seguía callada, como alejada, e infeliz.
Millicent se lo comentó a John cuando andaban juntos por una senda de piedras.
—Ann no debiera tomarse así las cosas, Johnny. No merece tanto la pena.
John se la quedó mirando. La limpieza era una característica predominante de Millicent, y ahora su aspecto era el de una mujer que fuera a dar su cotidiano paseo por el campo. Pirrie, con el rifle bajo el brazo, iba a unos quince metros delante de ellos.
—Me parece que lo que la preocupa no es tanto lo que pasó como lo que hizo ella después.
—Por eso he dicho yo eso —replicó Millicent. Y examinando a John con franca admiración, añadió—: Me gustó mucho la forma con que afrontó usted la situación anoche. Fue… con calma, pero no sin sensatez. Me agrada el hombre que sabe lo que quiere, y que va y lo toma.
Aparte de su cara —pensó John—, aquella mujer parecía bastantes años más joven que su marido. Su figura era delgada y algo rígida. Al advertir la mirada de él, Millicent le sonrió. John vio algo en la sonrisa de ella que le desconcertó. Por eso dijo, cortante: —Alguien tiene que decidir.
—A lo primero, yo no creía que fuese usted la persona adecuada para mandar. Pero anoche me di cuenta de mi error.
No había sido la concupiscencia —pensó él— la que lo había desconcertado, sino la presencia de esa concupiscencia en un contexto como aquél. Sin duda que Pirrie habría sido cornudo durante algún tiempo, pero eso había sido en Londres, en aquella conejera de bulliciosa humanidad en la que el consentimiento de una deshonestidad más no tenía ninguna importancia. Sin embargo aquí, en donde su interdependencia era tan evidente como las estériles líneas de lo que habían sido los pantanos, aquella insinuación era importantísima. Es posible que hasta entonces hubiera existido una moralidad en la que el caudillo de un grupo podía tomar las mujeres a su antojo. Pero los viejos sistemas de guiñar los ojos, tocarse con el codo y lanzarse indirectas estaban tan muertos como las charlas de negocios y las noches de teatro; tan muertos y sin posibilidades de resucitar. El hecho de su desconcierto por la falta de comprensión en este sentido de Millicent, evidenciaba cuan profundamente había penetrado este entendimiento en su mente y había condicionado a ésta.
—Vaya y coja aquella maleta a Olivia —dijo, aún más tajante—. Hace tiempo que la lleva.
—Hágase como tú dices, gran jefe —contestó ella, alzando un poco las cejas—. Lo que tú mandas, se cumple.
Cerca de Witton Moor descubrieron lo que había estado buscando John: una pequeña granja, sólida y aislada. Se levantaba en un breve promontorio y estaba rodeada de patatales. De la chimenea salía humo. Aquello le inquietó por un instante, hasta que recordó que en un sitio remoto como éste ellos necesitarían probablemente para cocinar un fuego de carbón, inclusive en verano. Al dar las instrucciones a Pirrie, éste asintió y frotó a la vez tres dedos de su mano derecha a lo largo de su nariz; ahora recordaba John que antes de ir tras la pandilla que había secuestrado a Ann y a Mary, Pirrie había realizado el mismo gesto.
John y Roger se dirigieron hacia la casa. No trataron de ocultarse; al contrario, querían dar la impresión de que pasaban por allí casualmente y que el motivo de su aproximación era la simple curiosidad. John se dio cuenta de que una de las cortinas de las ventanas delanteras se movía un poco; pero aparte de eso no apreció otro signo de estar siendo observados. Un viejo can tomaba el sol junto a uno de los laterales de la casa. Los guijarros crujientes bajo sus pies, un sonido casual y amistoso.
En la puerta había un aldabón en forma de cabeza de carnero. John lo levantó y lo dejó caer pesadamente para que rechinara de modo sordo sobre su base metálica. Al oír pasos en el otro lado de la puerta, los dos hombres se hicieron un poco a la derecha.
La puerta giró sobre sus goznes. El hombre que apareció por ella tuvo que salir al umbral para ver adecuadamente a los visitantes. Se trataba de un individuo grande, con ojos pequeños y fríos en una cara rojiza. John vio con satisfacción que portaba una escopeta.
—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el hombre—. No tenemos nada para venderles, si es comida lo que buscan.
Aún se hallaba demasiado dentro de la casa.
—Gracias —respondió John—. Pero no se trata de comida. Desearíamos enseñarle algo que creemos puede interesarle.
—Quédense con ello —dijo el hombre—. Quédense con ello y váyanse.
—En ese caso… —repuso John. Y al hablar saltó hacia el lado derecho, de modo que al apretarse contra la pared quedó fuera de la visión del granjero. Este reaccionó inmediatamente saliendo al exterior con el arma preparada y el dedo en el gatillo.
—Si es un tiro lo que desea… —replicó. A lo lejos se oyó un chasquido, y al mismo tiempo la masa corporal de aquel hombre cayó hacia atrás como cuando se tira al suelo un trompo para que baile. En la caída, un dedo se contrajo. El arma se disparó ruidosamente, explotando su carga contra la fachada de la casa. Los ecos que produjo parecían fragmentarse al chocar contra el sosegado cielo. El viejo perro se levantó y ladró lánguidamente al sol. Se oyó un grito dentro de la casa, y luego se hizo el silencio.
John sacó la escopeta de debajo del cuerpo del hombre. Quedaba un tiro por disparar. Haciendo un gesto a Roger con la cabeza, pasó por encima del hombre muerto o agonizante y penetró en la casa. La puerta daba en seguida a una sala enorme. No había mucha luz, y la mirada de John fue primero a las puertas cerradas que había en la sala y luego a la vacía escalera que se alzaba en un rincón. Pasaron algunos segundos antes de que viera a la mujer que estaba sumergida en las sombras que había junto a la escalera.
Era altísima, pero tan desproporcionadamente delgada como las anchuras de su marido. Llevaba un arma y les estaba mirando a ellos. Roger, que la vio al mismo tiempo, gritó:
—¡Atento, Johnny!
La mano de la mujer se movió a lo largo del arma, pero al hacerlo también se desplazó la mano de John. El estrépito fue aún más ensordecedor por la limitación que imponía la sala. Ella se mantuvo erguida un momento, y luego, aunque se agarró al pilar de su izquierda, se desplomó al suelo. Empezó a chillar mientras caía, y continuó después chillando en voz alta y sofocada.
—¡Dios mío! —exclamó Roger.
—¡No te quedes ahí parado! —ordenó John—. Muévete. Coge esa otra arma y busquemos por la casa. Hemos tenido suerte dos veces, pero no debemos confiar en una tercera.
Observó cómo Roger tiraba de mala gana del arma de la mujer; ésta no hizo ningún movimiento, pero siguió gritando.
—Su rostro… —indicó Roger.
—Ocúpate de la planta baja. Yo iré al piso.
John subió rápidamente las escaleras y se puso a buscar por las habitaciones abriendo de par en par las puertas. Hasta acabar casi su inspección no se dio cuenta de que había olvidado algo, esto es, que había disparado el segundo cartucho y se encontraba por tanto prácticamente desarmado. Quedaba todavía una puerta por abrir. Vaciló un poco, pero al fin la abrió de un puntapié.
Era una habitación pequeña. Una muchacha de unos quince años se hallaba sentada en la cama. La mirada que tenía puesta en el intruso mostraba terror.
—Quédate aquí, ¿comprendes? —dijo él—. No te pasará nada si te quedas donde estás.
—Las armas… —repuso ella—. Mamá y papá…, ¿qué fueron esos disparos? Ellos no…
—No salgas de la alcoba para nada —contestó John con frialdad.
Había una llave en la cerradura. La tomó y cerró la puerta tras él. La mujer seguía chillando junto a las escaleras, pero ahora menos agudamente que antes. Roger se hallaba junto a ella, observándola.
—¿Y bien? —preguntó John.
—Sin contratiempos —replicó Roger, alzando lentamente la vista—. En esta planta no hay nadie más.
Y volviendo a mirar a la mujer, agregó:
—El desayuno se está haciendo.
Pirrie penetró sosegadamente por la puerta abierta. Al hacerse cargo de la situación, bajó el rifle, y comentó:
—Misión cumplida. ¿Tenía también ella un arma? ¿Hay más en la casa?
—¿Armas o personas? —preguntó John—. Yo no he visto más armas; ¿y tú, Roger?
—No —respondió el aludido, sin apartar la vista de la mujer.
—Hay una chica arriba —explicó John—. Es la hija. La he dejado encerrada.
Pirrie, señalando con el pie hacia la mujer que ahora se quejaba profundamente, dijo:
—¿Y ésta?
—Casi toda la descarga… le ha dado en el rostro —intervino Roger—. Y desde un par de metros de distancia.
—En ese caso… —repuso Pirrie.
Y golpeando la culata de su rifle, preguntó a John:
—¿Le parece bien?
Roger observó a ambos. John asintió, y Pirrie se dirigió con su acostumbrado y preciso paso hacia donde se hallaba la mujer. Al apuntar con el rifle, explicó:
—Para esto es mucho mejor una pistola.
El rifle soltó el ruidoso disparo, y la mujer dejó de gemir. Pirrie añadió:
—Además, no me gusta gastar municiones sin necesidad. No vamos a poder recuperar este tiro. Las escopetas están mejor surtidas en partes como ésta.
—De todos modos —argumentó John— no hemos hecho un mal intercambio. Dos escopetas y, presumiblemente, municiones para dos descargas.
—Me perdonarán ustedes —replicó Pirrie— que valore a dos tiros de este rifle como a media docena de escopetazos. Con todo, no ha sido demasiado negativo, ¿Llamamos a los demás?
—Sí —contestó John—. Creo que ya podemos hacerlo.
—¿No sería mejor —medió Roger— que quitáramos estos cuerpos de la vista antes de que vengan los niños?
John asintió y echó a andar pasando por encima del cadáver de la mujer al tiempo que comentaba:
—Generalmente, hay un agujero debajo de las escaleras. Sí, aquí está. Esperen un momento…, he encontrado los cartuchos de las escopetas. Cojámoslos primero.
Y atisbando en los últimos rincones del hueco, continuó:
—Me parece que no hay nada más que nos haga falta. Ya pueden traerla.
Fue necesaria la intervención de los tres hombres para transportar al granjero desde la puerta hasta el agujero que había bajo las escaleras. Luego, John salió afuera de la casa e hizo señas con la mano. El día era resplandeciente, y a John le pareció más fresco que nunca al dejar de sentir el acre olor a pólvora. El viejo perro había vuelto a su antigua posición; era realmente añoso, y casi con seguridad, ciego. No tenía sentido la existencia de un perro guardián que ya no podía vigilar; pero aquel animal —pensó él— no era más sin sentido que los millones de ciegos de los que ellos eran los precursores. Bajó el arma. En cualquier caso, aquel can no se merecía el gasto de un cartucho.
Las mujeres subieron la cuesta con los niños. Ya había desaparecido el aire excursionista; los chicos caminaban calmadamente y sin decir una palabra. Al llegar arriba, Davey preguntó en voz baja a su padre:
—¿Qué han sido esos tiros, papá?
—Ahora tenemos que luchar por las cosas —respondió John mirando a los ojos de su hijo—. Tenemos que luchar para vivir. Es algo que tendrás que aprender.
—¿Los habéis matado?
—Sí.
—¿Dónde habéis puesto los cadáveres?
—Fuera de la vista. Vamos dentro. Tenemos que desayunar.
Había un charco de sangre en la entrada y otro en el lugar en que había caído la mujer. Davey vio los dos, pero no dijo nada.
Cuando todos estuvieron en la sala, John explicó:
—No vamos a estar aquí mucho tiempo. Las mujeres, que nos den la comida. Hay huevos en la cocina y un trozo de tocino. Preparadlo rápidamente. Roger, Pirrie y yo cogeremos lo que haya que llevarse.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó Spooks.
—No. Los chicos, quedaos aquí y descansad. Tenemos un largo día por delante.
Al igual que Davey, Olivia había contemplado los charcos de sangre que había en el suelo.
—¿Eran… sólo dos? —preguntó.
—Hay una chica arriba —contestó John—. La hija. La he dejado encerrada.
—¡Pero debe estar aterrorizada! —exclamó Olivia, dirigiéndose hacia las escaleras.
—Ya te he dicho que no tenemos tiempo que perder —dijo John, deteniéndola—. Ves a preparar lo que necesitamos. Y no te preocupes de nada más.
Ella dudó un momento, y luego marchó hacia la cocina. Millicent la siguió. Ann, que se había quedado en la entrada con Mary, comentó:
—Dos son suficientes. Nosotras nos quedaremos aquí fuera. No me gusta el olor que hay aquí.
—Como quieras —consintió John—. También puedes comer ahí si lo prefieres.
Ann no respondió; se limitó a conducir a su hija adonde daba el sol. Luego de una breve vacilación, Spooks las siguió. Los otros dos niños se sentaron en un viejo sofá que había debajo de la ventana. Enfrente de ellos, en la pared, tenían un reloj marchando rítmicamente. Como la caja era de cristal, podían ver funcionar su mecanismo al tiempo que cuchicheaban.
Cuando las mujeres avisaron que la comida estaba dispuesta, los hombres acababan de recoger todo lo que precisaban. Habían descubierto dos grandes mochilas y una pequeña, y las habían llenado con gruesos pedazos de jamón y carne de cerdo y de vaca en salazón, así como con pan hecho en horno propio. Los cartuchos para las armas fueron colocados encima de todo. También habían encontrado una vieja cantimplora militar. Roger sugirió que llenaran de agua otras botellas, pero John se opuso arguyendo que como el terreno por el que marchaban estaba bien surtido de agua, tenían bastante con la cantimplora.
Al terminar de comer, Olivia principió a recoger los platos. John se dio cuenta de lo que ella estaba haciendo cuando oyó reír a Millicent. Olivia dejó de nuevo los platos en su lugar con alguna confusión.
—Nada de fregar los platos —ordenó John—. Nos vamos en seguida. Aunque es un sitio solitario, cualquier recinto es una trampa en potencia.
Los hombres comenzaron a coger las armas y las mochilas.
—¿Qué pasa con la chica? —preguntó Olivia.
—¿Y qué quieres que pase? —respondió John, mirándola atentamente.
—No podemos dejarla… así.
—Si eso te preocupa —repuso él—, puedes subir y abrirle la puerta. Dile que puede salir si quiere. Ya no importa.
—¡Pero no podemos dejarla sola en la casa! —exclamó.
Y haciendo un gesto hacia el hueco de debajo de la escalera, agregó:
—Y menos con esos…
—¿Qué sugieres entonces?
—Podríamos llevarla con nosotros.
—No seas tonta, Olivia —dijo John—. Sabes que es imposible. Olivia le miró con fijeza. Detrás de su evidente timidez se apreciaba una fuerte resolución. Al pensar en ella y en Roger, John recordó que las crisis siempre podían producir extraños resultados en el comportamiento humano.
—Si no viene con nosotros —replicó Olivia—, yo me quedo con ella.
—¿Y Roger? —preguntó John—. ¿Y Steve?
—Si Olivia desea quedarse —intervino Roger—, nosotros nos quedaremos también. Ya no nos necesitáis, ¿verdad?
—Y cuando vengan los próximos visitantes —argumentó John—, ¿quién va a abrirles la puerta? ¿Tú, u Olivia… o Steve?
Se hizo un profundo silencio. El tic-tac del reloj contaba los segundos de una mañana de verano.
—¿Y por qué no podemos llevar con nosotros a la chica si Olivia lo desea? —preguntó Roger—. Llevamos a Spooks, ¿no? Estoy seguro de que esa muchacha no puede representar ningún peligro para nosotros.
—¿Y qué os hace pensar en que va a querer venir con nosotros? —replicó, impaciente y colérico, John—. Acabamos de matar a sus padres.
—Creo que sí vendría —dijo Olivia.
—¿Cuánto tiempo quieres para persuadirla? ¿Dos semanas?
Olivia y Roger cruzaron sus miradas. Fue el segundo quien pidió:
—Vosotros marcharos. Nosotros trataremos de alcanzaros luego… con la chica, si quiere venir.
—Me sorprendes, Rodge —contestó John—. Sin duda que no he debido explicarte bien cuan estúpido es dividir ahora nuestras fuerzas.
Nadie respondió. Pirrie, Millicent y los niños contemplaban la escena en silencio. John miró su reloj, mientras decía:
—Bien. Olivia, te doy tres minutos para que hables con la chica. Si quiere venir, que venga. Pero no vamos a perder más tiempo para convencerla, ninguno de nosotros. ¿De acuerdo? Yo iré contigo. Con el asentimiento del matrimonio, John subió el primero las escaleras, abrió la puerta y le mostró a la muchacha. Esta ya no estaba en la cama; se hallaba arrodillada, posiblemente rezando. John se hizo a un lado para que pudiera entrar Olivia en la habitación. La chica se los quedó mirando de un modo inexpresivo.
—Nos gustaría que vinieras con nosotros, guapa —dijo Olivia—. Nos dirigimos a un lugar seguro que hay en las montañas. Aquí correrías muchos riesgos.
—Mi madre… —replicó la muchacha—. La oí chillar, y luego paró.
—Ha muerto —explicó Olivia—. Y también tu padre. No hay nada por lo que debas quedarte aquí.
—Ustedes les han matado —contestó la niña.
Y señalando a John, añadió:
—El los ha matado.
—Sí —dijo Olivia—. Ellos tenían comida y nosotros, no. Hoy la gente se pelea por la comida. Nosotros ganamos y ellos perdieron. Es algo que no tiene ya remedio. Pero aun así, queremos que vengas con nosotros.
La muchacha les volvió la cara para apretarla contra las ropas de la cama. Con voz ahogada, pidió:
—Déjenme sola. Váyanse y déjenme sola.
John miró a Olivia y movió la cabeza. Ella se inclinó para arrodillarse junto a la chica, al tiempo que la echaba un brazo por el hombro. Dulcemente, insistió:
—No somos malas personas. Estamos tratando de salvarnos y de salvar a nuestros hijos, y por eso los hombres matan si tienen que hacerlo. Pero vendrán otros que serán peores, individuos que matan por el placer de matar, y quizás incluso torturen.
—Déjenme sola —repitió la niña.
—No sacamos mucha ventaja al populacho —dijo Olivia—. Vendrán de todos los pueblos, en busca de comida. Un sitio como éste les atraerá como la miel a las moscas. Tu padre y tu madre hubieran muerto de todos modos en los próximos días, y tú con ellos. ¿No lo crees?
—Váyanse —respondió la muchacha sin levantar los ojos.
—Ya te lo dije —intervino John, dirigiéndose a Olivia—. No podemos llevarla contra su voluntad. Y en cuanto a quedaros vosotros con ella… tú misma has dicho que este lugar es una trampa mortal.
Olivia se puso en pie y movió la cabeza como asintiendo. Sin embargo, cogió de pronto a la niña por los hombros y la obligó a que afrontara su mirada. Tenía una considerable fuerza en los brazos y ahora la estaba utilizando, sin brutalidad pero con determinación.
—¡Escucha! —exigió a la chica—. Tienes miedo, ¿verdad? ¿No es cierto?
Sus ojos mantuvieron a la niña como hechizada. La muchacha movió la cabeza afirmativamente.
—¿Crees que yo quiero ayudarte? —siguió preguntando.
De nuevo hubo asentimiento.
—Tú vienes con nosotros —insistió Olivia—. Vamos a atravesar las Pennines[13], hasta llegar a un sitio de Westmorland en el que todos estaremos a salvo y en donde no habrá más muertes ni salvajismos.
La regular reserva de Olivia se había esfumado; su hablar de ahora era de amargo enojo pero convincente. Después de una breve pausa, prosiguió:
—Tú te vienes pues con nosotros. Hemos matado a tu padre y a tu madre, pero si te salvamos a ti habremos reparado en parte esa acción. A ellos no les hubiera gustado que tú murieras aquí como ellos.
La muchacha seguía mirándola en silencio. Olivia se dirigió a John:
—Espera afuera. La ayudaré a vestirse. Tardaremos sólo un par de minutos.
—Iré abajo para comprobar que todo está dispuesto —respondió John, encogiéndose de hombros—. Recuerda, sólo un par de minutos.
—No tardaremos más.
En la sala, John se encontró a Roger enfrascado en los mandos de una radio que había encima del aparador. Al oír bajar las escaleras a John, levantó ligeramente la vista.
—Nada —dijo—. He intentado coger la emisora del norte, de Escocia, de Midland, Londres… Nada.
—¿Has probado Irlanda? —preguntó John.
—Tampoco se oye nada. Y dudo que se pueda coger alguna desde aquí.
—Quizás esté estropeado el aparato.
—Di con una emisora. No sé qué idioma hablaban, aunque me pareció centroeuropeo. Y sonaba también a desesperación.
—¿Y la onda corta?
—No lo he intentado.
—Probaré yo.
Roger se hizo a un lado y John conectó la onda corta y empezó a mover lenta y cuidadosamente el botón. La aguja había recorrido ya tres cuartas partes de la esfera sin dar con nada. De pronto se captó una voz, interferida por ruidos y disminución de volumen, pero que hablaba inglés. Giró el mando del tono al máximo y le dio todo el volumen que tenía.
—… fragmentaria, pero toda la evidencia indica que la Europa occidental ha dejado de existir como parte del mundo civilizado.
El acento era norteamericano. John dijo, suavemente:
—Así que todavía colea ese bonito lema, ¿eh?
—Durante la pasada noche —prosiguió la voz— han aterrizado en distintas partes de los Estados Unidos y Canadá una gran cantidad de aviones. Por orden del presidente se ha dado asilo a sus ocupantes. El presidente de Francia y los miembros del gobierno de este país, así como las familias reales de Holanda y Bélgica, se encuentran entre los que han entrado en esta nación. Información recibida de Halifax, Nueva Escocia, indica que la familia real inglesa y su gobierno se encuentran allí a salvo. Según la misma fuente de noticias, el depuesto primer ministro de la Gran Bretaña, Raymond Welling, ha dicho que la sobrecogedora celeridad de la crisis ocurrida en su país se ha debido sobre todo a la propagación de rumores en el sentido de que los grandes centros habitados iban a ser bombardeados con bombas atómicas como recurso para salvar al resto de la población. De acuerdo con Welling, tales rumores no tenían ningún fundamento, pero han originado un terrible pánico. Cuando se le dijo que la Comisión de Energía Atómica de aquí había detectado explosiones atómicas ocurridas en Europa durante las últimas horas, Welling declaró que él no podía dar razón de ellas, pero consideraba posible que elementos aislados de las fuerzas aéreas podrían haber utilizado tales medidas desesperadas con el objeto de hacerse de nuevo con el control.
—Lo que pasó entonces —comentó Roger— es que la situación se le fue de las manos, lo echó todo a rodar y apretó a correr.
—Un misterio irresuelto —dijo John.
—La siguiente declaración —continuó la voz—, firmada por el presidente, fue emitida en Washington a las nueve de la noche.
«Confiamos en que este país lamentará el hecho de que Europa, la cuna de nuestra civilización occidental, se haya hundido en el salvajismo. Pero desgraciadamente, con nuestro dolor y conmoción no podemos remediar lo que está sucediendo en el otro lado del Océano Atlántico. Por otra parte, esto no quiere decir que aquí haya el más mínimo riesgo de una catástrofe semejante. Nuestros almacenes de provisiones están llenos, y aunque existe la probabilidad de tener que reducir las raciones en los próximos meses, aún habrá suficiente comida para todos. En el tiempo señalado derrotaremos al virus Chung-Li, y luego restauraremos el ancho mundo que un día conocimos. Hasta entonces tenemos la obligación de preservar dentro de los límites de nuestra nación la herencia de la grandiosidad del hombre».
—Eso es alentador —observó John con amargura.
Y al volverse vio a Olivia que descendía por las escaleras con la muchacha. Ahora que estaba vestida, se notaba que era dos o tres años mayor que Mary, y como era provinciana, se distinguía más por su salud que por sus buenos modales. La chica apartó sus ojos de John para posarlos en las manchas de sangre que había en el suelo; luego, al levantar de nuevo la vista, su rostro era inexpresivo.
—Os presento a Jane —dijo Olivia—. Vendrá con nosotros. Ya estamos todos dispuestos, Johnny.
—De acuerdo. Vámonos entonces.
—Antes de irnos —pidió la muchacha a Olivia—, ¿podría verlos… por última vez?
Olivia pareció vacilar. John pensó en seguida en los dos cuerpos metidos a empujones en el agujero de la escalera, sin ceremonias ni remordimientos, y por eso cortó tajante:
—No. Ni a ti ni a ellos os beneficiaría nada, y además no tenemos tiempo.
John creía que la chica iba a protestar, pero cuando Olivia la apremió cortésmente que se pusiera en marcha, ella obedeció con docilidad. Echó una ojeada a todo alrededor de la sala, y luego se aproximó a la puerta.
—Bueno —dijo John—. Vámonos.
—Un último detalle —indicó Pirrie.
La voz de la radio seguía hablando, si bien con sus acostumbradas alteraciones de volumen. En aquellos momentos estaba dictando las nuevas regulaciones sobre la prohibición de acumular alimentos. Pirrie se acercó al aparador y con un solo movimiento arrojó el aparato al suelo. La caída provocó un estrépito de cristales rotos. Con golpes deliberados, Pirrie consumó su obra hasta hacer añicos la caja y destriparla. Al final puso el tacón de su zapato sobre la maraña de vidrio y metal, y presionó fuertemente hasta destrozarlo todo. Luego, desembarazó cuidadosamente su pie de los restos, y se fue con los demás.
Por causa de los niños, el viaje tendría que hacerse a base de etapas cortas. John lo había planeado para tres días. En el primero llegarían hasta la salida de Wensleydale; en el segundo cruzarían los pantanos para alcanzar un punto al norte de Sedbergh; y en el tercero arribarían por fin a Blind Gilí. Era preciso mantenerse cerca de la carretera principal, y él confiaba en que durante largos trechos hasta podrían discurrir por ella. Se le antojaba improbable que pasaran coches todavía, puesto que el ejemplo de Masham habría sido seguido en la mayor parte de North Riding. Los automóviles quedarían estancados bastante antes de llegar al Dale.
Al bajar una pendiente en dirección a Coverham, Roger dijo a John:
—¿Y si nos apoderáramos de unas bicicletas? ¿Qué te parece?
—Seguiríamos siendo muy vulnerables —contestó el preguntado moviendo la cabeza—. Y además tendríamos que encontrar diez bicicletas juntas. De otra manera habría que llevar a los niños montados en los cuadros, o incluso dividir el grupo.
—Y tú no estás dispuesto a hacer eso, ¿verdad?
—No —replicó John mirándole con fijeza—. Yo no voy a hacer eso.
—Me alegra que Olivia pudiera persuadir a la muchacha para que viniera con nosotros —cambió de conversación Roger—. Hubiera sido horrible tenerla que dejar allí.
—Te estás volviendo sentimental, Rodge.
—No —repuso Roger al tiempo que se apretaba con más firme2a la mochila contra su espalda—. Lo que pasa es que tú te estás endureciendo. Supongo que es una buena cosa.
—¿Sólo supones?
—No. Llevas razón, Johnny. No hay más remedio que ser así. ¿Crees que lo conseguiremos?
—Lo conseguiremos, Rodge.
Las casas que veían estaban cerradas a cal y canto; si aún vivía gente en ellas, no había al menos señales de estar ocupadas. Hasta vieron menos personas incluso de lo que hubiera sido corriente en aquellos lugares. Y cuando se tropezaban con alguien, no había siquiera el deseo de saludarse mutuamente. La mayoría de las veces eran los otros quienes dejaban el paso libre al pequeño grupo, y para evitarlo daban un rodeo. Sin embargo, en dos ocasiones se tropezaron con partidas parecidas a la suya. La primera de éstas se componía de cinco adultos y dos niños pequeños. Ambos bandos se observaron brevemente desde alguna distancia, y luego siguieron cada cual su camino.
El segundo grupo era mayor que el suyo, pues contaba con alrededor de una docena de individuos, todos adultos, y llevaban a la vista bastantes armas. Este encuentro se produjo por la tarde, a unos cuantos kilómetros al este de Aysgarth. Al parecer, esta partida iba a cruzar la carretera en su camino hacia Bishopdale, en el sur. Al ver aproximarse a John y a los otros, se pararon en la carretera.
John detuvo a sus compañeros cuando se hallaban a unos veinte metros del otro grupo. Hubo un momento de observación recíproca. Luego, uno de los hombres del último bando preguntó:
—¿De dónde vienen?
—De Londres —contestó John.
Pudo apreciarse un murmullo de interés hostil. El jefe de los otros, dijo:
—No basta con que quede ya poco para los que viven en estas partes, sino que encima han de venir hasta aquí los londinenses en busca de comida.
John no respondió. Se limitó a levantar ligeramente su escopeta al tiempo que Roger y Pirrie hacían lo propio. Ambos grupos siguieron contemplándose en silencio.
—¿Y qué vienen a hacer por aquí? —insistió el hombre.
—Vamos a atravesar los pantanos —repuso John—, para luego entrar en Westmorland.
—Allí no encontrarán mucho más de lo que hay aquí —explicó el otro jefe echando una impaciente ojeada a las armas—. Si saben ustedes utilizar esas escopetas, estaríamos dispuestos a que se unieran a nosotros.
—Las sabemos usar —replicó John—. Pero preferimos seguir nuestro camino.
—En estos días la seguridad está en el número —dijo el hombre—. Los niños y todos se sienten más a salvo.
—Podemos cuidar de nuestros hijos.
Aquel individuo se encogió de hombros. Hizo un gesto a sus seguidores y éstos empezaron a marchar en la dirección que llevaban originalmente. Cuando él se disponía a ir tras ellos, se volvió junto a la orilla de la carretera y gritó:
—¡Eh, señor! ¿Se dice algo nuevo?
—Nada —respondió Roger ahora—. Si acaso que el mundo se está volviendo más honrado.
—¡Ah! —exclamó el hombre, soltando una ruidosa carcajada—. Eso está bien. ¡Entonces está próximo el día del juicio!
Quedaron contemplando el alejamiento del grupo hasta que casi hubieron desaparecido. Después continuaron su andadura.
Por el sur bordearon Aysgarth, que ya mostraba los signos defensivos que les eran familiares. A la vista del pueblo, descansaron en el calor de la tarde. El valle, que en los viejos tiempos había estado tan verde, aparecía ahora predominantemente negro en contraste con los cada vez más parduscos montes de más allá. Las paredes rocosas que serpenteaban por las laderas de las montañas ya no tenían sentido en su función de separar las propiedades. Una de las veces John creyó ver unas ovejas en uno de los declives; pero al atisbar con más cuidado desde una cercana altura, se dio cuenta de que se trataban de grandes piedras blancas. Era imposible la existencia aquí de ovejas en aquel tiempo. El virus Chung-Li había hecho su faena con absoluta perfección.
Mary estaba sentada junto a Olivia y Jane. Los niños, por una vez demasiado agotados como para andar correteando, se hallaban descansando y discutiendo de lanchas a motor, o al menos eso creyó John que era el tema si juzgaba por los retazos de conversación que pudo captar. Ann se encontraba sola, sentada debajo de un árbol. John se retrepó junto a ella.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
—Yo estoy bien.
La mujer parecía cansada, y John se preguntó cuánto tiempo habría podido dormir la noche anterior. Intentó explicar:
—Dos días más como éste y…
—Y luego —cortó ella sin dejarle terminar— todo volverá a la normalidad, y podremos olvidar cuanto ha sucedido, y empezar desde el principio una nueva vida, ¿verdad?
—No, no creo que sea tan sencillo. ¿Pero qué importa eso ahora? Lo que nos debe interesar es que podremos vivir decentemente de nuevo, y contemplar el crecimiento de nuestros hijos, convirtiéndose en seres humanos en vez de en salvajes. Creo que todo eso es digno de un gran esfuerzo.
—Y tú lo estás haciendo, ¿verdad? El mundo se apoya sobre tus hombros.
—Hasta ahora hemos sido muy afortunados —replicó él suavemente—. Puede que a ti no te parezca así, pero es cierto. Afortunados al poder salir de Londres, y afortunados al llegar a este lugar tan al norte sin sufrir ningún contratiempo irreparable. La causa de que este paraje parezca desierto está en que sus pobladores se han retirado tras sus defensas y los tropeles de gentes aún no se han producido. Pero me temo que a esos agolpamientos no les llevamos más que un día de ventaja… o quizás menos. Y cuando lleguen…
Se quedó mirando a las revueltas aguas del Ure. Era una escena de veraniega iluminación solar, cuya rareza se hallaba únicamente en la ausencia del verdor tan familiar. John no creía en realidad en las implicaciones de sus palabras, pero, sin embargo, sabía que eran ciertas.
—Tendremos paz en Blind Gilí —dijo Ann, fatigadamente.
—¡Cuánto me gustaría estar allí ya! —exclamó el hombre con voz apagada.
—Estoy cansada —repuso Ann—. Y no tengo ganas de hablar… ni de eso, ni de otra cosa. Déjame sola, John.
El la observó durante un momento; luego se marchó. Cuando hubo andado unos pasos se dio cuenta de que Millicent, que se hallaba debajo de un árbol próximo, les había estado vigilando. La mujer captó su mirada y le sonrió. El valle se estrechaba hacia Hawes y las montañas de ambos lados se alzaban más verticalmente; las paredes de piedra ya no llegaban a las cimas. Hawes no daba la impresión de estar defendida, pero la evitaron por si acaso dando un rodeo por las alturas hasta llegar al sur y vadeando los afluentes del Ure, los cuales llevaban afortunadamente poco caudal en esta época del año.
Por la noche acamparon a la entrada de Widdale Gilí, y para mayor seguridad eligieron el ángulo que formaba la línea férrea y el río. Muy cerca de ellos descubrieron un campo sembrado de patatas, y, consecuentemente, se aprovisionaron bien de ellas. Olivia pudo mezclarlas en estofado con la carne que llevaban; Jane la ayudó y Millicent contribuyó también de algún modo.
Aunque el sol se había puesto ya por las Pennines, había aún mucha luz. John miró su reloj y vio que no eran todavía las ocho. Naturalmente, era el horario de verano británico y no el de Greenwich. El hombre se sonrió ante ese pensamiento de delicada y ridícula diferencia.
La marcha la habían realizado a buen ritmo, y era obvio que los chicos no se encontraban excesivamente fatigados. John consideró que en una ocasión normal podría haber forzado un poco más al grupo antes de detenerse, pero en aquellas circunstancias era estúpido iniciar el ascenso a Mossdale. En cambio, sí que podrían empezar la marcha por la mañana temprano. Se puso a observar los preparativos para la cena con aspecto satisfecho. Pirrie se hallaba de guardia junto a la vía del tren.
De pronto los niños se le acercaron. Davey, que por lo visto era el hablante del grupo, utilizó un tono de deferencia que contrastaba con su antiguo «tratamiento entre hombres» de las cosas.
—Papá —dijo—, ¿podemos nosotros hacer guardia también esta noche?
John los examinó uno a uno: la alerta figura de su hijo, la desgarbada delgadez de Spooks, la casi cuadrada pequeñez de Steve. Aún seguían siendo escolares que pretendían convertir aquella situación en un jugueteo más excitante que lo usual.
—Gracias —contestó John moviendo negativamente la cabeza—. Os agradezco el ofrecimiento, pero ya nos arreglamos nosotros.
—Pero sí podemos realizarlo muy bien —insistió Davey—. No importa que no sepamos disparar como es debido, pero sí que podemos permanecer despiertos y avisaros si vemos algo. Nos atrevemos a hacer eso.
—Lo mejor que podéis hacer los tres es no estar despabilados después de cenar. Id a dormir cuanto antes. Nos levantaremos al amanecer, y aparte de tener que subir una cuesta muy empinada, habrá que enfrentarse a un día muy largo.
Aunque había hablado sólo superficialmente y en los viejos tiempos Davey siempre solía forzar tercamente los argumentos, ahora se limitó a mirar a sus dos amigos con resignación antes de dirigirse los tres a observar el curso del río.
Después de que Pirrie informara de que no había visto nada sospechosos en las inmediaciones de la vía férrea, se pusieron todos a cenar. Cuando acabaron, John asignó las horas de vigilancia nocturna.
—¿No cuentas con Jane? —preguntó Roger.
John pensó al principio que su amigo estaba de broma, y por eso se echó a reír. Pero luego, con asombro, se dio cuenta de que Roger había hablado en serio.
—No —respondió—. No esta noche.
La muchacha se hallaba sentada junto a Olivia; en realidad no se había apartado prácticamente de ella en todo el día. John había oído hablar a ambas durante la tarde y hasta había escuchado un corto brote de risa en Jane. Ahora miraba fijamente a los dos hombres, y en su robusto y algo gordezuelo rostro se apreciaba sinceridad y súplica.
—No nos matarías estando acostados, ¿verdad, Jane? —quiso saber Roger.
Ella movió solemnemente la cabeza.
—Bueno —cortó John—. Mejor será no darte la oportunidad, ¿no crees, Jane? La muchacha se apartó sin contestar, pero John se dio cuenta de que lo había hecho avergonzada y no por odio.
—Ann hará la primera guardia —ordenó—. Los demás, a dormir. Vosotros, niños, apagad el fuego; separad bien los rescoldos.
Roger le despertó y le entregó la escopeta que debía tener el centinela. Al ponerse en pie, y sentirse torpe, se frotó las piernas con las manos. La luna estaba en su apogeo; su luz se reflejaba en el cercano río y recortaba las sombras de las arrebujadas figuras.
—A Dios gracias —dijo Roger—, hace el calor adecuado.
—¿Algo de lo que informar?
—¿Y qué podría haber, aparte de fantasmas?
—¿Algún fantasma entonces?
—Sí, un breve vestigio de una aparición… y además lo más rancia de todas… El tren fantasma. Me ha parecido oírle lanzar su grito de susto a lo lejos, y durante los diez minutos siguientes podría jurar que le he oído aullar a mucha distancia.
—Quizá fuera un tren de verdad —replicó John—. Si funciona todavía alguno y queda alguien capaz de manejarlo, entra en lo posible que hayan intentado un viaje nocturno. Pero, de todos modos, me parece poco probable.
—Yo prefiero creer que se trata de un tren fantasma. Un tren cargado pesadamente con los substanciales fantasmas de los hombres de los valles camino del mercado, o camiones de fantasmagórico carbón o de insubstanciales vigas metálicas que están cruzando las Pennines. Estoy pensando…, ¿cuánto tiempo crees que tardaremos en dejar de reconocer a las líneas férreas como tales? ¿Veinte… treinta años? ¿Y durante cuánto tiempo recordará la gente que una vez existieron cosas así? ¿Contaremos a nuestros bisnietos historias sobre los monstruos de metal que comían carbón y exhalaban humo?
—Vete a dormir —indicó John—. Ya tendrás tiempo suficiente para pensar en tus bisnietos.
—Fantasmas —comentó Roger—. Esta noche veo fantasmas por todas partes. Los fantasmas de mis lejanos descendientes pintados de glasto.
John no contestó. Silenciosamente se dirigió hacia la altura que debía ocupar el centinela, junto a la vía del ferrocarril. Cuando miró desde arriba, Roger ya estaba intentando dormir.
La obligación del que estaba de guardia era la de observar continuamente ambas orillas de la línea férrea, si bien la parte más lejana, la del norte, tenía más importancia porque la carretera principal estaba en esa dirección. Sin embargo, instalado en aquella posición el centinela quedaba fuera del radio de visión de los durmientes. Una vez en su puesto, John encendió un cigarrillo procurando proteger la parte prendida contra cualquier posible observación. En realidad no creía que eso fuese necesario, pero resultaba natural el adaptar los viejos trucos del ejército a una situación que contaba con tantos elementos comunes.
Se quedó mirando al pequeño cilindro blanco sumergido en su mano. Se trataba de un vicio que tendría que desaparecer, pero no le veía sentido a terminar con él ahora cuando la necesidad lo finiquitaría a su tiempo. Se preguntó acerca del período que iban a tardar los exploradores norteamericanos en desembarcar en los olvidados puertos y en penetrar en el interior de las tierras, llevando consigo conservas y cigarros, y dejando a su paso semillas de hierbas inmunes al Chung-Li. En cada pequeño lugar como Blind Gilí, en donde quedara algún remanente inglés, esa sería más o menos la ilusión regular del día, y también el tema de las charlas invernales. Quizás fuera una leyenda lo que espoleara a los nuevos bárbaros a cruzar al fin el océano del occidente para dar con una tierra que era tan áspera y brutal como la suya.
Porque ya no creía en la posible existencia de un último minuto de tregua para la humanidad. Primero fue China, luego el resto de Asia, y ahora Europa. Los demás, y a pesar de lo increíble que pudiera parecer, caerían igualmente a su tiempo. La naturaleza estaba borrando la pizarra de la historia humana, a fin de que quedara limpia para los garabatos patéticos de aquellos que, aquí y allá sobre la faz del globo, sobrevivieran.
De pronto oyó un ruido al otro lado de la vía, por lo que se movió cautamente para investigar su origen. Al llegar a la orilla del terraplén, vio una tenue figura ascendiendo los últimos metros de la pendiente en dirección a él. Era Millicent. Le alargó la mano y él se la cogió para tirar de ella.
—¿Qué demonios hace aquí? —preguntó John.
—Chist… —murmuró ella—. Va a despertar a los otros.
Después de observar al grupo que dormía abajo, Millicent abrió el camino hacia el puesto de vigilancia. John la siguió. Estaba razonablemente seguro del motivo de la visita. Y el sereno descaro de ella le encolerizaba.
—No le toca a usted la guardia hasta dentro de dos horas —dijo—. ¿Quiere regresar y dormir un poco? Nos aguarda un día muy largo.
—¿Tiene un cigarro? —pidió ella.
El sacó uno de su cajetilla y se lo dio.
—¿Le importa encendérmelo? —solicitó.
—No creo que sea acertado hacerlo sin precauciones —indicó John—. Póngaselo en la boca y cúbralo con las manos cuando lo encienda.
—Está usted en todo, ¿verdad?
Ella se inclinó un poco al darle él fuego. Su pelo negro brillaba a la luz de la luna. John se dio cuenta de que no estaba tratando muy bien la situación. Había sido una equivocación darle el cigarrillo que le había pedido; debía haberla mandado a la cama. En esos momentos la mujer volvió a ponerse derecha, sujetando ahora el cigarro entre sus dedos curvados.
—No podía dormir —explicó—. Recuerdo un fin de semana en el que no dormí más que tres horas entre el viernes y el lunes. Sin embargo, me encontraba tan fresca como una flor.
—No es necesario que lo jure. Se nota en toda su persona.
—¿De veras? —preguntó en un murmullo.
Y luego de una pausa, continuó:
—¿Qué le pasa a Ann?
—Sé tanto como usted —respondió John, fríamente—. Supongo que a usted no le hubiera afectado en caso de ser ella… ni lo que le pasó ni lo que hizo después.
—No es tan malo eso de no tener elevados principios —repuso Millicent con afabilidad—. Uno no se sale de sus casillas cuando se carga a alguien desagradable… o cuando a uno le pasa algo grave.
—No quiero hablar de Ann —replicó él, llevándose el cigarro a la boca—. Y tampoco deseo tener un affaire con usted, ¿comprende? Confiaba en que, aparte de otras consideraciones, se diera usted cuenta de que esta no es la mejor ocasión para esas cosas.
—La ocasión para algo depende de que uno quiera ese algo.
—Pues se ha equivocado. Yo no lo deseo.
Ella se echó a reír, y al hacerlo bajó la voz todavía más, si bien sonó más bien ronca.
—Portémonos como gente madura —pidió—. Cometo muchos errores, pero no en ese tipo de cuestiones.
—¿Pretende usted conocer mi mente mejor que yo?
—No me sorprendería. Se lo expondré así, gran jefe. Si hubiera sido Olivia quien hubiera venido a verle, usted la habría hecho regresar inmediatamente, y sin conversación. ¿Y por qué habla en susurros? ¿Teme despertar a alguien?
John no había notado que, en efecto, hablaba en voz baja. Por eso la levantó ahora:
—Creo que es mejor que se vaya en seguida Millicent.
—¿Qué tiene de malo —preguntó ella, riendo de nuevo— que usted no quiera despertar a nadie? Me parece que ellos no se van a portar mañana tan bien como yo si no duermen. Se excita usted fácilmente.
—De acuerdo. No quiero discutir con usted. Vuelva con los otros y olvide todo esto.
—Está bien —replicó ella obediente.
Luego arrojó al suelo el cigarro a medio fumar y lo pisó con la puntera del zapato. Mas, no obstante sus palabras, acercándose a él, añadió, insinuante:
—Haré sólo la prueba de la chispa, y si no te quemas me marcharé con una buena chica.
—No seas estúpida, Millicent.
—No hay nada malo en un beso de despedida, ¿verdad? —preguntó junto a él.
Ella se echó en sus brazos. John se vio ante la disyuntiva de, o cogerla, o dejarla caer; y la cogió. Millicent era muy cálida, y entre los brazos mucho más suave de lo que él había pensado. Además sintió cómo su cuerpo se apretaba contra el suyo.
—Creo que la prueba de la chispa ha sido positiva —susurró ella.
Ambos se volvieron al oír la caída de unas pequeñas piedras. Una figura había aparecido por el borde del terraplén y les estaba observando.
Pirrie golpeó ligeramente el rifle que llevaba bajo el brazo. Había reproche en su tono al decir:
—A pesar de venir cargado con esto, he estado a punto de sorprenderles. Usted no está todo lo alerta que debe estar un buen centinela, Custance.
Millicent, que ya se había separado de John, preguntó:
—¿Puede saberse qué demonios haces vagando por ahí en plena noche?
—¿Sería inadecuado hacerte a tí la misma pregunta? —replicó Pirrie.
—Creía —repuso, desdeñosa, Millicent— que habías tenido bastante con el trastorno que te produjo la última vez que me hiciste espiar. ¿O es esa la forma en que te autocastigas ahora?
—Las abundantes últimas veces —explicó el hombre— tuve que tragar por considerarlo el mal menor. Por otro lado, tengo que admitir que fuiste discreta. Lo único que hubiera logrado con actuar es airear mi calidad de cornudo, y siempre deseé evitar esa situación.
—No te preocupes —indicó ella irónica—. Seguiré siendo discreta.
—¡Pirrie! —llamó John—. Nada ha sucedido entre su esposa y yo. Y nada va a suceder. Lo único que quiero es que lleguemos todos sanos y salvos a Blind Gilí.
—Siempre sentí la inclinación natural de matarla —explicó como absorto Pirrie—. Sin embargo, en las sociedades normales el crimen es un riesgo demasiado grande. Llegué hasta el extremo de hacer planes, y algunos muy buenos, pero nunca los hubiera puesto en práctica.
—¡Henry! —chistó Millicent—. No empieces a decir tonterías.
A la luz de la luna, John pudo apreciar que Pirrie levantaba la mano derecha para frotarse con los dedos la nariz. Mientras hacía este movimiento, exclamó, cortante:
—¡Pero ya está bien!
De modo deliberado, Pirrie quitó el seguro al rifle. Instantáneamente, John alzó su escopeta.
—No —dijo Pirrie con tranquilidad—. Baje esa arma. Sabe muy bien que yo puedo disparar con más rapidez que usted. ¡Bájela! No se le ocurra provocarme temerariamente.
John bajó la escopeta. En cualquier caso —pensó— era ridículo considerar a Pirrie como una figura salida de una tragedia del período de Elizabeth I.
—Creo que debe usted explicarme algo —pidió—. Aunque la parezca absurdo en mis circunstancias actuales. Si usted quería realmente castigar a Millicent, ¿qué le impidió abandonarla en Londres?
—Una pregunta interesante —replicó Pirrie—, pero no válida. Recordará usted que aunque yo me incorporé a ustedes lo hice con las debidas reservas en cuanto a la certidumbre de la historia que Buckley me pedía que creyera. Estuve dispuesto a romper con ustedes el cordón policial porque no puedo soportar la falta de libertad de acción. Eso fue todo.
—Podéis continuar vosotros solos la conversación —intervino Millicent—. Yo me voy a acostar.
—No —contestó suavemente Pirrie—. Tú te quedas donde estás. Quédate ahí y no te muevas.
Millícent, al oír las imperiosas palabras de su marido y el ligero golpe que dio al cañón del rifle, detuvo la marcha que acababa de iniciar. Entre tanto, el hombre agregó:
—Debo decir que consideré seria pero brevemente la idea de abandonar a mi mujer en Londres. Una de las razones por las que rechacé tal pensamiento fue la seguridad de que, si nada peor ocurría que la crisis civil, Millicent saldría muy bien del trance mediante la ofrenda de sus servicios eróticos al jefe de la primera partida que se encontrase. Y no me satisfacía la idea de dejarla a tan buena suerte.
—¿Y qué le importaba ya a usted eso? —preguntó John.
—No soy la clase de persona a la que se pueda humillar así como así. Hay algo en mi carácter que podría describirse como primitivo. Dígame, Custance, ¿estamos de acuerdo en que en esta nación ha dejado de existir el proceso legal?
—Y si no es así, entre todos lo hemos invalidado.
—Exacto. Ahora bien, si falta la ley del estado, ¿qué queda?
—La ley del grupo —respondió cuidadosamente John—. Para protegerse.
—¿Y la ley de la familia?
—Esa queda dentro del grupo. Las necesidades del grupo son antes.
—¿Y el cabeza de familia?
Al oír aquellas palabras, Millicent empezó a reír en medio de un nerviosismo casi histérico. Jocosamente, dijo:
—Cómo te diviertes tú solo, ¡eh, querido!
—Me encanta verte feliz —continuó por su parte Pirrie—. Bueno, Custance, ¿verdad que el hombre es la cabeza natural de su grupo familiar?
Lógicamente, la insensata e inexorable argumentación sólo podía dirigirse a un fin específico. Por eso, dudando, aceptó John:
—Sí. Dentro del grupo… Yo soy quien manda aquí ahora. La última palabra es la mía.
Creyó ver sonreír a Pirrie; pero en medio de aquella escasa luz era difícil asegurarlo.
—La última palabra es la de esto —replicó Pirrie, dando un golpecito al rifle—. Si quisiera, podría destruir el grupo. Yo soy un marido ofendido, Custance; quizás celoso, o posiblemente altivo. Estoy decidido a hacer uso de mis derechos. Espero que usted no me contradiga, porque no quisiera ser su enemigo.
—Conoce usted el camino a Blind Gilí —dijo John—. Pero casi con seguridad que tendría dificultades para entrar si no le acompaño yo.
—Dispongo de una buena arma y sé utilizarla. Creo que encontraría en seguida ocupación.
Hubo una pausa. En el silencio se produjo un repentino gorjeo de un pájaro cantor que John reconoció emocionado como de ruiseñor. La insistente voz de Pirrie quebró el agradable momento:
—Y bien. ¿Me concede usted mis derechos?
—¡No! —exclamó Millicent—. John, deténgale. No puede hacer eso… es inhumano. Henry, te prometo…
—Dejarlo a medianoche —cortó Pirrie—, y sin dolor. Hay instantes en que hasta yo sé hacer poesía. ¡Custance! ¿Me concede o no mis derechos?
La luz de la luna reverberó en el cañón del rifle cuando Pirrie lo levantó hacia John. De pronto éste sintió miedo, y no sólo por él, sino también por Ann y los niños. No cabía dudar de la inflexibilidad de aquel hombre; la única vacilación estaba en saber hasta qué extremo podía llegar si se le provocaba.
—Haga uso de sus derechos —contestó.
—¡No! —gritó con voz agitada y rara Millicent—. No aquí…
Torpemente, tropezando en las vías del tren, la mujer se apresuró a echarse sobre su marido. Este esperó a casi tenerla encima para hacer fuego. Su cuerpo giró hacia atrás por la fuerza de la bala, y quedó tendido sobre uno de los raíles. Las montañas devolvieron los ecos del disparo.
John cruzó las vías pasando cerca del cadáver. Pirrie había bajado ya el rifle. John se paró junto a él y miró hacia donde estaba el grupo. Todos se habían despertado con el chasquido del tiro.
—Todo está bien —les gritó—. Que cada cual vuelva a acostarse. No hay que preocuparse de nada.
—Ese disparo no fue de la escopeta —replicó Roger—. ¿Está ahí Pirrie?
—Sí —contestó John—. Puedes acostarte. Todo está controlado.
—Yo también voy a acostarme —dijo Pirrie mirándole fijamente.
—Écheme una mano primero —respondió, tajante, John—. No podemos dejarla aquí, para que la vean las mujeres cuando les toque la guardia.
—¿Al río? —preguntó Pirrie.
—Es poco profundo. Probablemente se vería el cuerpo. Y además no creo que sea una buena idea contaminar el agua. Podemos arrojarla por el terraplén, hacia el otro lado del río. Me parece que eso será mejor.
Transportaron el cuerpo a lo largo de la vía hasta unos doscientos metros al oeste. Aunque había luz, la marcha resultó dificultosa. John se sintió liberado cuando tiraron el cadáver al terraplén. Al pie de éste había arbustos, y entre ellos quedó sepultado. A la luz de la luna era imposible ver más que la blanca blusa de Millicent.
John y Pirrie regresaron en silencio. Cuando llegaron al puesto de vigilancia, el primero indicó:
—Puede usted irse a acostar ahora. Pero le diré a Olivia que le despierte para hacer el turno que le hubiera correspondido a su esposa. Supongo que le parecerá bien, ¿verdad?
—Claro, lo que usted diga —contestó Pirrie, poniéndose el rifle bajo el brazo—. Buenas noches, Custance. —Buenas noches. John contempló el deslizamiento de Pirrie por la cuesta. Podía haberse equivocado, desde luego. Quizás hubiera sido posible salvar la vida a Millicent.
Sin embargo, se sorprendió al notar que el pensamiento no le intranquilizaba.