9

Al amanecer flotó en el ambiente un aire de extrañeza. John les había contado que Pirrie disparó sobre Millicent, pero por los niños había dicho que de forma accidental. A Roger, empero, se lo refirió de acuerdo con lo ocurrido.

—A sangre fría, ¿verdad? —replicó Roger—. Ciertamente, llevamos con nosotros a todo un tipo.

—Sí —dijo John—. Sin duda.

—¿Crees que vas a tener problemas con él?

—No, si le dejo vivir su vida. Afortunadamente, sus necesidades parecen ser bastante modestas. Por otro lado, creyó tener el derecho a matar a su mujer.

Más tarde, cuando él se estaba lavando en el río, Ann se le acercó. Aunque el sol iluminaba en ese momento todo el extenso valle, sobre ellas tenían unas grandes y apretadas nubes. Junto a su marido, y mirando el discurrir de las aguas, Ann preguntó:

—¿Dónde pusisteis el cadáver? Dímelo antes de mandar a los niños a que se laven.

—Muy lejos de aquí —contestó John—. Puedes estar tranquila.

—¿Por qué no me dices la verdad de lo ocurrido? —pidió ella con rostro inexpresivo—. Pirrie no es la clase de persona que tiene accidentes con un rifle o que mata sin una razón.

John se lo contó todo, sin intentar ocultarle nada.

—¿Y si Pirrie no llega a aparecer en aquel instante? —quiso saber Ann.

—Supongo que la hubiera hecho regresar —respondió John, encogiéndose de hombros—. ¿Qué otra cosa podría decirte?

—No, claro. De todos modos, ya no importa.

Sin embargo, y después de una breve pausa, ella volvió a preguntar:

—¿Por qué no la salvaste?

—No pude. Pirrie estaba determinado a hacerlo. Lo único que hubiera conseguido es que me matara a mí también.

—Pero tú eres el jefe, ¿no? —insistió ella con amargura—. ¿O es que vas a cruzarte de brazos mientras unos se matan a los otros?

—Pensé —repuso él fríamente— que mi vida era para ti y para los niños más importante que la de Millicent. Y sigo pensando lo mismo ahora, estés o no estés de acuerdo.

Durante un momento se miraron con fijeza y en silencio a los ojos; luego Ann dio un paso hacia él, al tiempo que John abría los brazos para cogerla.

—Lo siento, cariño —susurró ella—. Sabes que no quise decir eso. Pero es que es tan terrible, y me parece que la situación va a empeorar. Matar a su propia mujer, así… ¿Qué clase de vida nos espera?

—Cuando lleguemos a Blind Gilí…

—Todavía estará Pirrie con nosotros, ¿verdad? —cortó Ann—. ¡Oh, John! ¿Es necesario? ¿No podemos… desembarazarnos de él de alguna manera?

—Te estás preocupando demasiado —intervino John suavemente—. Pirrie obedece las leyes. Lo que pasa es que ha debido de odiar a Millicent durante años. Por otra parte, en las últimas jornadas ha habido mucho derramamiento de sangre, y supongo que eso le ha trastornado un poco. Pero en el valle será distinto. Allí tendremos nuestra propia ley y orden. Y Pirrie lo aceptará.

—¿Tú crees?

—Quien me preocupa eres tú —dijo él, acariciando sus brazos—. ¿Cómo te encuentras ahora? ¿Estás mejor?

—No tan mal —contestó Ann, moviendo la cabeza—. Supongo que una se acostumbra a todo, inclusive a los recuerdos.

A las siete de la mañana estuvieron todos dispuestos para la marcha. Entre las nubes que cruzaban el cielo se veían todavía trozos de azul, pero ya se habían extendido lo bastante como para tapar el sol hacia el este.

—Parece que el tiempo no va a acompañarnos —comentó Roger.

—Tampoco nos interesa que haga demasiado calor —replicó John—. Tenemos que subir una buena pendiente. ¿Todos a punto?

—Me gustaría que Jane viniera conmigo —observó de pronto Pirrie.

Todos se le quedaron mirando. La petición, por rara, parecía no tener sentido. Desde el principio, John no había considerado preciso establecer ningún orden particular de marcha, por lo que cada cual caminaba junto al compañero que en ese momento apetecía. Jane, por ejemplo, ya se había situado automáticamente junto a Olivia.

—¿Por qué? —preguntó John.

—Quizá debiera haberlo dicho de otro modo —respondió Pirrie, devolviendo la mirada al pequeño grupo—. He decidido que me gustaría casarme con Jane, al menos hasta el extremo de lo que esa expresión significa ahora.

—No sea ridículo —cortó Olivia, olvidando repentinamente sus habituales modales—. No sé ni cómo se atreve a hablar así.

—No veo ningún impedimento —replicó con calma Pirrie—. Jane es soltera y yo soy viudo.

John se dio cuenta de que Jane se hallaba observando a Pirrie con ojos muy abiertos y vivos; sin embargo, resultaba imposible interpretar su expresión.

—Señor Pirrie —intervino Ann—, usted mató anoche a Millicent. ¿No es eso suficiente impedimento?

Los muchachos contemplaban fascinados la escena; Mary volvió la cabeza. John pensó molesto que había sido estúpido suponer que aquél era un mundo en el que podría conservarse todo tipo de inocencia.

—No —contestó Pirrie—. No considero eso un obstáculo.

—También mató usted al padre de Jane —medió Roger.

—Una desgraciada necesidad —asintió Pirrie—. Estoy seguro de que Jane se ha resignado ya a ello.

—Sugiero —dijo John— que dejemos las cosas como están ahora, Pirrie. Jane conoce ya sus intenciones. Puede pensárselo durante los dos próximos días.

—No —replicó Pirrie, alargando la mano—. Ven aquí, Jane.

Jane, sin moverse, siguió mirándole fijamente.

—Déjela en paz —indicó Olivia—. No la toque. Ya ha hecho usted bastante, sin que haya necesidad de agregar esto.

—Ven aquí, Jane —repitió Pirrie, ignorando las últimas palabras—. No soy joven, y tampoco guapo. Pero puedo cuidar de ti, que es más de lo que muchos jóvenes podrían hacer en las actuales circunstancias.

—¿Cuidar de ella… o asesinarla? —preguntó Ann.

—Millicent —empezó a explicar Pirrie— me había sido infiel muchas veces, e intentaba serlo de nuevo. Esa es la única causa de su muerte.

—Habla usted —contestó Ann— como si las mujeres fuesen otra clase de criaturas… menos que humanas.

—Lamento que piense usted así —replicó cortésmente Pirrie—. ¡Jane! Ven conmigo.

Todos contemplaron en silencio cómo Jane se dirigía lentamente hacia donde la esperaba Pirrie. Este puso sus manos entre las suyas mientras decía:

—Creo que vamos a compenetrarnos muy bien.

—¡No, Jane! —exclamó Olivia—. No debes…

—Y ahora —cortó Pirrie—, creo que podemos irnos.

—¡Roger, John! —llamó Olivia—. ¡Detenedle!

—No creo que esta cuestión nos incumba a los demás —respondió John, sosteniendo la mirada de Roger.

—¿Y si se tratara de Mary? —quiso saber Olivia—. Jane tiene los mismos derechos que el resto de nosotros.

—Estás perdiendo el tiempo, Olivia —indicó John—. Vivimos ahora en un mundo diferente. La muchacha ha ido hacia Pirrie por propia voluntad. No hay nada más que añadir. Vámonos.

Cuando se pusieron en marcha, Ann anduvo junto a su marido a lo largo de la vía del tren. El valle se estrechaba agudamente delante de ellos y la carretera, hacia el norte, parecía salirles al paso.

—Hay algo horrible en Pirrie —señaló Ann—. Una especie de frialdad y de brutalidad. Es terrible pensar en que se ha puesto en sus manos a esa chica.

—Ella fue a él voluntariamente.

—¡Porque tenía miedo! Ese hombre es un asesino.

—Todos nosotros lo somos.

—No de la misma forma. Y tú no hiciste nada por impedírselo, ¿no? Tú y Roger pudisteis haberle detenido. No era como en el caso de Millicent, ya que os encontrabais a menos de sesenta centímetros de él.

—Y, además, tenía el seguro puesto. Cualquiera de nosotros podría haberle matado.

—¿Entonces?

—Mira, Ann. Si hubieran habido diez Janes y él las hubiera querido todas, se las podría haber quedado. Para nosotros, Pirrie es más valioso de lo que hubieran podido ser todas ellas.

—¿Y si se hubiera tratado de Mary… como dijo Olivia?

—Pirrie hubiera acabado conmigo antes de mencionármelo. Y como sabes, lo hubiera podido hacer anoche, y con mucha facilidad. Es posible que sea yo aquí el jefe, pero si aún nos mantenemos juntos es por el mutuo consentimiento. Y no importa si a ese consentimiento lo inspira o no el temor, el caso es que se mantiene. Ni Pirrie me va a asustar a mí, ni yo le voy a asustar a él; ambos sabemos que nos necesitamos recíprocamente. En cuanto uno de nosotros quedara fuera de combate, eso podría representar la diferencia entre llegar al valle y dejar de hacerlo.

—Y cuando lleguemos allí —dijo ella con vehemencia—, ¿estarás dispuesto entonces a enfrentarte a Pirrie?

—Espera a que lleguemos. Y en cuanto a lo otro…

—¿Qué? —preguntó Ann al ver sonreír a su marido.

—No creo que Jane sea la clase de muchacha que permanece atemorizada durante mucho tiempo. Ya verás cómo se sacude pronto el miedo. Y cuando lo haga… Yo no me fiaría de ella estando en su turno de guardia; Pirrie piensa llevársela a la cama con él. Me parece raro considerar a Pirrie como un tipo excesivamente confiado… y, sin embargo, ya se equivocó con su primera mujer.

—Y aunque Jane quisiera —replicó Ann—, ¿qué puede hacer? Quizá no lo parezca, pero él es fuerte.

—Ahí es donde podéis intervenir Olivia y tú. Vosotras sois quienes guardáis los cuchillos.

Ann, con una profunda mirada, trató de descubrir la seriedad con que John había expresado las últimas palabras.

—Pero no debe hacerse nada hasta que lleguemos al valle —añadió él—. La muchacha tendrá que aguantar hasta entonces, y como sea.

Mientras subían a Mossdale Head, el cielo fue oscureciéndose gradualmente hasta romper en una fuerte lluvia que barrió sus rostros. Cuando estuvieron cerca de la cima, las gotas aumentaron en cantidad y grosor, dificultando su ascenso; una vez encima de la cumbre, observaron que hacia el oeste el cielo se hallaba ennegrecido y diluviaba sobre los ondulantes pantanos. John dijo a las mujeres que se pusieran los cuatro impermeables que llevaban en las mochilas. Los niños tendrían que aprender a marchar mojados; y aunque la temperatura era más baja que el día anterior, el día seguía siendo caluroso.

La lluvia se hizo torrencial a medida que avanzaban en su andadura. Al cabo de la media hora, tanto los hombres como los niños se encontraban empapados. John ya había cruzado antes las Pennines por esta ruta, pero con coche. A pesar de la carretera y de la vía férrea que lo cruzaban, en las otras ocasiones aquel paso había dado a John la impresión de aislamiento, una sensación de hallarse en un país sin vida. Ahora experimentaba aquel mismo sentimiento, pero aumentado en más del doble. John pensó en que había pocas cosas tan desoladoras como una línea de ferrocarril en la que no era esperable la circulación de ningún tren. Y si desde un automóvil en marcha había sido monótona la visión de los parecidos pantanos, para individuos a pie, y además en lucha contra ráfagas de lluvia, tal monotonía era muchísimo mayor. Naturalmente, los pantanos estaban más pelados de lo normal. Porque si bien seguían creciendo los brezos, las hierbas pantanosas habían desaparecido. Las protuberancias rocosas sobresalían como dientes en una calavera.

A lo largo de la mañana se cruzaron con diversas partidas pequeñas que iban en sentido contrario. De nuevo se produjeron brotes de sospecha mutua y desviamientos. Un grupo de tres personas llevaba sus cosas cargadas en un pollino. John y los suyos se los quedaron mirando asombrados. Seguramente alguien, después de matar a las bestias de carga y al otro ganado, había conservado vivo a aquel borrico a base de forraje seco; pero una vez lejos de su establo, aquel animal estaba condenado a la muerte.

—Hombre —dijo Roger—, una variante de la vieja técnica del trineo perruno. Lo utilizas para que te lleve adonde quieres, y luego te lo comes.

—Sin embargo, representa una tentación para cualquier grupo que te tropieces, ¿no es verdad? —indicó John—. No creo que vayan muy lejos con eso una vez lleguen al Dale.

—Si quieren —intervino Pirrie—, les liberamos ahora mismo de ese animal.

—No —replicó John—. En cualquier caso, para nosotros no merece la pena. Contamos con suficiente comida para sobrevivir, y además debiéramos estar mañana en Blind Gilí. Eso sólo constituiría un peso innecesario.

No mucho más tarde, Steve empezó a cojear, y al examinarle vieron que tenía una ampolla en el talón de un pie.

—¡Steve! —exclamó Olivia—. ¿Por qué no nos dijiste nada cuando comenzó a dolerte? El niño miró a los adultos que le rodeaban, y la seguridad de chiquillo de diez años le abandonó. En consecuencia, principió a llorar.

—No hay por qué llorar, vejete —observó Roger—. Una ampolla en el talón es mala suerte, pero no el fin del mundo.

Sus sollozos no eran los corrientes en un niño de esa edad, sino los síntomas de una experiencia infantil que se desbordaba de sus límites. El muchacho dijo algo, y su padre se agachó para oírle.

—¿Qué pasa, Steve?

—Pensé que si no podía andar…, vosotros me abandonaríais.

Roger y Olivia cruzaron sus miradas. El primero dijo:

—Nadie va a abandonarte. ¿Cómo has podido pensar eso?

—El señor Pirrie abandonó a Millicent —replicó Steve.

—Será mejor que no ande más —medió John—. Únicamente empeoraría.

—Yo le llevaré —contestó Roger—. Spooks, ¿quieres llevarme el arma?

—Con mucho gusto —asintió el preguntado.

—Nos turnaremos tú y yo para llevarle, Roger —dijo John—. Nos arreglaremos mejor. Menos mal que es pequeño.

—Roger y yo podemos hacernos cargo de eso —intervino Olivia—. Es nuestro hijo. Nosotros le llevaremos.

Ella no le había dirigido la palabra desde el incidente de Jane y Pirrie. John contestó:

—Olivia, soy yo quien hace aquí los planes. Roger y yo llevaremos a Steve. Tú puedes coger los bultos de quien en ese momento le toque el turno.

Los ojos de la mujer permanecieron en él durante unos segundos; luego dio media vuelta y se fue.

—De acuerdo, hijo —indicó Roger—. ¡Arriba!

A partir de entonces su avance empezó a ser un poco más rápido, ya que Steve había estado actuando como freno. Sin embargo, a John no le engañó aquel inmediato progreso. La necesidad de llevar a la espalda a un pasajero, aunque fuese tan pequeño como Steve, no hacía sino incrementar sus dificultades. John mantuvo al grupo en marcha hasta que estuvieron cerca de la salida de Garsdale; luego mandó hacer un alto para comer algo.

El viento, que había azotado con la lluvia sus rostros, se había calmado, pero el agua seguía cayendo y, además, con creciente intensidad. John echó una ojeada a su alrededor tratando de descubrir algo.

—Si alguien ve una cueva y una pila de leña en su interior, que lo diga. Yo no veo nada. Se trata entonces de tomar un tentempié frío y un poco de agua mientras dejamos descansar las piernas.

—¿No podríamos encontrar algún sitio seco en donde comer? —preguntó Ann.

A lo largo de la carretera y a una distancia de unos cincuenta metros se alzaba una pequeña casa. John siguió la mirada de su mujer hacia ella.

—Quizá esté vacía —explicó—. Pero para saberlo tendríamos que aproximarnos y tratar de descubrirlo, ¿verdad? Luego, a lo peor resultaba que no estaba vacía. No. No me importa correr riesgos cuando es por algo que necesitamos, como, por ejemplo, comida, pero creo que no merece la pena para estar cobijados durante media hora.

—Davey está empapado —señaló Ann.

—En media hora tampoco se secaría. Y ése es todo el tiempo de que disponemos.

Y dirigiéndose a su hijo, preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Davey? Algo húmedo, ¿verdad?

—Sí, papá —asintió el niño.

—Pues trata de reírte secamente, muchacho.

Era un chiste muy viejo. Davey intentó sonreír. John se inclinó sobre él y le frotó el mojado pelo.

—Te estás portando muy bien, hijo. Francamente bien. El acercamiento por el oeste a Garsdale lo habían hecho a través de una franja de buena tierra de pastos que ahora, en medio de la intensa lluvia, era una senda de limo entre una serie de dispersas granjas. Desde allí vieron abajo a Sedbergh, que se hallaba entre montañas, en un valle que estaba a la otra parte del Rawthey. El humo que había sobre aquel pueblo era impulsado por el aire hacia el oeste, en dirección a los pantanos. Sedbergh estaba ardiendo.

—Saqueadores —dijo Roger.

John orientó sus prismáticos hacia el pueblo.

—Ahora llevamos dirección noroeste; y esa gente ha llegado aquí con un día de adelanto. Es para echarse a temblar un poco. Yo pensaba que esta zona seguiría todavía tranquila.

—Quizá no fuera tan malo —empezó a explicar Roger— cortar hacia el norte y pasar por las montañas. Seguramente, en el valle Lune la situación no será tan caótica.

—Cuando cae una ciudad como ésa —indicó Pirrie—, hay que pensar que todos los valles de los alrededores se encuentran en peligro. No va a sernos fácil la marcha.

John había sobrepasado con sus prismáticos el pueblo asolado y los había dirigido a la entrada del valle por el que tenían previsto transitar. Descubrió algunos movimientos, pero le fue imposible discernir lo que eran. El humo se alzaba de edificios separados. Existía la posibilidad de tomar otra ruta, la que cruzaba los pantanos hasta Kendal, pero ésa también les llevaría por el Lune. Y, además, si Sedbergh había sucumbido, ¿qué razones había para creer que las cosas fueran mejor por los alrededores de Kendal?

—Si me permiten comentar la situación —dijo Pirrie mirando especulativamente a John—, pienso que no estamos suficientemente armados para enfrentarnos a las circunstancias que tenemos ante nosotros. Aquella gente del borrico… probablemente hubiéramos podido quitarles algún arma, aparte del animal. No creo que, desarmados, hayan cometido la temeridad de salir según están las cosas.

—Quizá no sea tan mala la situación como parece —intervino Roger—. En cualquier caso, debemos intentarlo.

John se hallaba observando ahora la confluencia de los valles y los ríos.

—No sé, no sé —dijo—. Es posible que tuviéramos que afrontar dificultades demasiado grandes para nosotros. Y entonces fuera ya tarde para retroceder.

—De todos modos —replicó Roger—, aquí no podemos quedarnos, ¿verdad? Y como tampoco podemos volver para atrás, tendremos que ir hacia adelante.

John se volvió hacia Pirrie como para pedirle consejo. En ese instante se dio cuenta de que, si bien Roger era su amigo, Pirrie se había convertido en su lugarteniente. Y lo que es más, notó cuánto dependía ya de la frialdad y el juicio de aquel hombre.

—Creo que vamos a necesitar algo más que armas. No somos bastantes. Si queremos llegar sanos y salvos a Blind Gilí, tendremos que crecer en número rápidamente. ¿Qué pensáis?

—Me parece que estoy de acuerdo —asintió Pirrie—. Tres hombres no son suficientes para establecer una defensa.

—¿Y qué vamos a hacer entonces? —comentó impaciente Roger—. ¿Construimos una pancarta en la que diga «Se acepta personal»?

—Sugiero que hagamos un alto aquí —indicó John—. Nos hallamos en pleno paso y desde esta posición veremos cruzar las Pennines a otras partidas en ambos sentidos. Además, esa gente no será desde luego saqueadores. Los saqueadores se encuentran en su salsa allí abajo, en los valles.

Volvieron a mirar la panorámica que dominaban desde aquella altura. Aun en medio de la lluvia resultaba muy pintoresca. Y a pesar del agua que caía, las casas de abajo estaban ardiendo.

—Hasta podríamos sorprender a las partidas que se aproximaran —dijo Pirrie—, con sólo que nos pusiéramos a cubierto a cien metros de aquí.

—Pero no somos bastantes para poder obligarles —intervino John—. Necesitamos voluntarios. Aparte de eso, si portan armas tendríamos que devolvérselas.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Roger—. ¿A campo abierto? ¿Junto a la carretera?

—Sí —contestó John mirando a sus sucios y mojados seguidores—. Esperemos que no tarden mucho.

Su primer encuentro lo tuvieron alrededor de una hora más tarde, y además para ellos resultó ser un chasco. Se trataba de un pequeño grupo que, desde el valle, venía caminando fatigosamente por la carretera. Cuando estuvieron más cerca comprobaron que eran ocho personas: cuatro mujeres, dos niños (uno de ellos un chico de alrededor de ocho años y la otra una niña que parecía de menos edad) y dos hombres. Portaban dos cochecitos de niño que llevaban cargados de cosas caseras. Al encontrarse a unos cincuenta metros de distancia se les cayó una cacerola haciendo un gran estrépito. Una de las mujeres se agachó con fastidio a cogerla.

El aspecto de los dos hombres, así como el del grupo de mujeres, era miserable y de gente asustada. Uno de los varones tendría más de cincuenta años; el otro, si bien mucho más joven, era físicamente desgarbado.

—No creo que de éstos podamos aprovechar nada —comentó Pirrie.

El y Roger se hallaban con John junto a la carretera. Las mujeres y los niños se habían ido a descansar al amparo de una pared rocosa con una especie de plataforma llana en lo alto, que se encontraba próxima.

—Me parece que tiene usted razón —replicó John, moviendo la cabeza—. Me da la impresión de que ni siquiera llevan armas. A lo mejor uno de los niños tiene una pistola de agua.

Al advertir la presencia de los tres hombres en la carretera, el grupo en movimiento se detuvo, pero luego de una breve consulta susurrada y de una ojeada al humeante valle que tenían detrás continuaron la marcha. Sin embargo, el miedo se hizo más patente en sus personas. El hombre mayor, que iba delante, quiso dar la impresión de despreocupación, pero con poco éxito. La niña empezó a llorar y una de las mujeres, como si temiera que el ruido pudiera traicionarles, tiró de ella resuelta, pero furtivamente.

Cuando los vio pasar en silencio, John pensó en lo natural que hubiera sido unos días antes haberles saludado, y en lo innatural que habría sonado ahora esa cortesía.

—¿A dónde crees que podrán llegar? —preguntó en un murmullo Roger.

—Quizá hasta Wensleydale. No lo sé. Posiblemente sobrevivan una semana, si son afortunados.

—¿Afortunados… o desafortunados?

—Sí, supongo que desafortunados.

—Miren —indicó Pirrie—. Parece que regresan.

En efecto. El grupo se había alejado ya de ellos unos setenta y cinco metros a lo largo de la carretera, cuando les vieron regresar empujando incluso los cochecitos. Al volverse, la lluvia, que hasta entonces les había dado en la espalda, azotaba ahora sus rostros. La niña, a la que el aire había quitado la capucha del impermeable, se esforzaba sin éxito por volvérsela a poner.

Cuando se detuvieron a corta distancia, el hombre mayor dijo:

—Nos hemos preguntado si estaban ustedes aquí aguardando algo; quizá, sí podríamos ayudarles de algún modo.

Los ojos de John examinaron a aquel hombre. Se trataría de un obrero manual, el tipo de individuo que ofrendaría un fiel pero ineficaz servicio de por vida. Por sí mismo y dadas las actuales condiciones, tenía pocas probabilidades de sobrevivir, si bien su única esperanza radicaría en la posibilidad de unirse a algún pequeño jefecillo napoleónico de los valles que aceptara su inutilidad a cambio de su devoción. Sin embargo, y debido a la comitiva que le acompañaba, hasta esa posibilidad quedaba descartada.

—No —replicó John—. No pueden ustedes ayudarnos en nada.

—Íbamos a cruzar las Pennines —explicó el hombre—. Pensamos que por estas partes la situación estaría más tranquila, y nos dijimos que quizá encontráramos una granja o algo parecido en la que pudiéramos trabajar y ganar el sustento. No somos exigentes.

Unos meses antes, la ilusión de aquella gente había sido probablemente acertar una quiniela y embolsarse 75.000 libras. Sus modestísimas esperanzas actuales contaban con las mismas posibilidades de resultar bien que la obtención de dicha ganancia. John observó a las cuatro mujeres; sólo una de ellas era lo bastante joven como para poder confiar en la supervivencia a cambio de la entrega de sus encantos sexuales, si bien aparte de su juventud no podría ofrecer otra cosa. Todos estaban sucios y empapados. Los dos niños vagaban ahora próximos a la pared donde se encontraban Ann y los demás. El chico no llevaba zapatos, sino zapatillas, las cuales, naturalmente, rezumaban agua.

—Entonces —contestó John, con aspereza—, lo mejor que pueden hacer es continuar su camino, ¿no?

—¿Cree usted que encontraremos un sitio así? —insistió el hombre.

—Quizá —respondió John.

—Todo este asunto… —intervino una de las mujeres—, no durará mucho, ¿verdad?

—Sólo hasta que el infierno se hiele —replicó Roger mirando al valle.

—¿A dónde piensan ir ustedes? —preguntó el hombre mayor—. ¿También a Yorkshire?

—No —dijo John—. Precisamente venimos de allí.

—Nosotros no tenemos preferencia por una u otra dirección. Lo único que pensamos es que cruzando las Pennines encontraríamos más tranquilidad.

—Puede ser.

—Lo que mi padre quiere decir —indicó la madre de los dos niños— es si les importaría que les acompañáramos. Eso significaría una mayor cantidad de gente para afrontar cualquier problema que se presentara. Quiero decir…, que ustedes deben asimismo estar buscando un sitio más pacífico, ¿no? Ustedes son personas respetables, y no como esa gentuza de ahí abajo. En tiempos como los que corren, la gente respetable debe tratar de unirse.

—En este país —empezó a explicar John— habrá unos cincuenta millones de habitantes. Es probable que alrededor de cuarenta y nueve millones de ellos sean respetables y estén buscando un lugar tranquilo. Pero no hay bastantes sitios así para todos.

—De acuerdo, pero esa es la razón por la que los grupos deben juntarse. Me refiero, naturalmente, a grupos respetables.

—¿Desde cuándo están ustedes en camino? —preguntó John.

—Empezamos esta mañana… —contestó la mujer, con cierta perplejidad—. Hemos visto el fuego de Sedbergh y que estaba ardiendo la granja de los Follins, y eso no está a más de cinco kilómetros de nuestra aldea.

—Les llevamos entonces tres días de ventaja. Nosotros ya no somos gente respetable. Hemos matado a algunas personas para poder llegar hasta aquí, y es posible que tengamos que matar a más. Creo, pues, que será mejor para ustedes que sigan su camino.

Las miradas del pequeño grupo convergieron en John. El hombre mayor dijo, al fin:

—Supongo que tuvieron necesidad de hacerlo. Supongo que un nombre tiene que salvarse y salvar a su familia, y como sea. Yo me vi obligado a matar en la primera guerra, y esos tipos aún no habían incendiado Sedbergh ni quemado la granja de los Follins. Hay veces en que no queda otro remedio sino hacer ciertas cosas.

John no respondió. Junto a la pared, los dos niños se habían puesto a jugar con los otros, subiendo y bajando en una especie de complicada carrera de obstáculos. Ann se había puesto en pie y avanzaba hacia su marido.

—¿No podríamos ir con ustedes? —estaba diciendo el hombre—. Haremos lo que nos digan…, mataremos si es preciso y desempeñaremos nuestra parte de trabajo. No nos importa la dirección que lleven…, a nosotros nos parecerá bien cualquiera. Aparte de mi vida militar, he pasado toda mi existencia en Carbeck. Ahora que me he visto forzado a salir de allí, no me importa la dirección que coja.

—¿Cuántas armas llevan? —preguntó John.

—Ninguna —respondió el hombre moviendo la cabeza.

—Nosotros tenemos tres para defender a seis adultos y cuatro niños. No son suficientes. Precisamente por eso estamos aquí, aguardando a otros que lleven armas y quieran unirse a nosotros. Lo siento, pero no podemos aceptar pasajeros.

—¡Pero nosotros no seríamos pasajeros! Yo puedo desempeñar un montón de funciones. Puedo disparar inclusive, si consiguen otra arma. Fui un buen tirador en el cuerpo de fusileros.

—Si fueran usted y su compañero solos, podrían venir con nosotros. Pero con cuatro mujeres y dos niños… no podemos cargarnos de más obstáculos.

Aunque había cesado ya la lluvia, el cielo era gris y disforme, y hacía más bien fresco. El hombre más joven, que aún no había abierto la boca para hablar, tiritó de frío y se arrebujó todavía más en su sucio chubasquero.

—Disponemos de comida —observó desesperadamente el individuo mayor—. En uno de los cochecitos hay tocino…

—También nosotros tenemos bastantes víveres. Matamos para conseguirlos y podemos volver a matar.

—No nos rechacen —pidió la madre—. Piensen en los niños. No es posible que ustedes nos despidan con los niños.

—Estoy pensando en mis propios niños —replicó John—. Si fuera capaz de pensar en otros, tendría que preocuparme de millones de ellos. Si yo fuera ustedes, seguiría andando. Si quieren encontrar ese sitio de paz que buscan, háganlo antes de que lo halle el populacho.

En su mirada había ahora entendimiento de lo que John había dicho, pero indisposición a creer que éste pudiera rechazarles.

—Podríamos llevarles, ¿no? —intervino Ann, que se hallaba junto a su marido—. Los niños…

Vaciló al sentir los ojos de John clavados en los suyos; pero reaccionó diciendo:

—Sí…, no he olvidado lo que yo dije acerca de Spooks. Pero estaba equivocada.

—No —contestó él—. Estabas en lo cierto. No hay lugar ya para la compasión.

—No digas eso —pidió Ann, horrorizada.

—La compasión siempre ha sido un lujo —indicó John señalando el humo que se alzaba del valle—. Eso está muy bien si la tragedia se halla a bastante distancia, si la puedes contemplar desde la barrera. Es distinto cuando la tienes en la puerta, en cada puerta.

Olivia había venido también desde el otro grupo. Jane, que había hecho poco caso de Olivia después de su reacción por ir con Pirrie, se había acercado asimismo a los que discutían, pero se había colocado junto a Pirrie. Este la echó una profunda mirada, pero no dijo nada.

—No sé qué mal puede reportarnos el que vengan con nosotros —medió Olivia—. Es posible que hasta nos sirvieran de ayuda.

—Fíjate en que han dejado que el niño viniera en zapatillas —explicó John—, y con este tiempo. Debías de haber comprendido ya, Olivia, que no sólo el más débil, sino el menos eficiente son quienes corren más riesgo de sufrir el desastre; no nos serían de ayuda, sino de estorbo.

—Le dije que se pusiera las botas —respondió la madre del niño—. No nos dimos cuenta de que no se las había puesto hasta hallarnos a unos cuatro kilómetros de la aldea. Y entonces no nos atrevimos a volver.

—Ya me lo supongo —contestó, aburrido, John—. Lo único que digo es que no hay opción ya a olvidar las cosas, aunque sean mínimas. Si usted no se dio cuenta de los pies de su hijo, es posible que no note algo de mayor importancia. Y como consecuencia muriera alguien de nosotros. Yo no quiero correr ese riesgo. Mejor dicho, no quiero correr ningún riesgo.

—Roger… —llamó Olivia.

—La situación ha cambiado en los tres últimos días —replicó Roger, con un movimiento de la cabeza—. Cuando Johnny y yo tiramos aquella moneda al aire, la verdad es que no me lo tomé demasiado en serio. Pero él es ahora el jefe, ¿no? El está dispuesto a cargárselo todo sobre su conciencia, y eso nos deja a los demás al margen. Por otro lado, probablemente está en lo cierto.

Los recién llegados habían seguido absortos el intercambio de palabras. Ahora el hombre mayor, viendo que con el asentimiento de Roger se esfumaban sus esperanzas, meneó la cabeza. Sin embargo, la madre de los niños no era tan fácil de convencer.

—Podemos seguirles —dijo—. Podemos quedarnos aquí hasta que echen ustedes a andar y luego seguirles. No pueden impedir hacer eso.

—Mejor será que se vayan —indicó John—. No tiene sentido el continuar hablando.

—¡No; nos quedaremos aquí! No pueden obligarnos a marchar.

—No podemos obligarles a marchar —intervino Pirrie, por vez primera, al tiempo que acariciaba su rifle—; pero sí que podemos obligarles a que se queden aquí después de irnos nosotros. Creo que es mucho más sensato que se vayan ahora.

—Usted no haría eso —contestó la mujer, sin convicción.

—Sí que lo haría —medió Ann, con amargura—. Dependemos de él. Váyanse, por favor.

La mujer miró intensamente a cada uno de los rostros que tenía ante sí. Después se volvió y llamó a sus hijos:

—¡Bessie! ¡Wilf!

Los niños se apartaron de sus nuevos compañeros con desgana. Como en cualquier ocasión en la que unos niños se relacionan por primera vez, el capricho de los padres iba a quebrar aquella incipiente amistad. Ann observó su aproximación.

—Por favor, John… —dijo a su marido.

—Tengo que hacer lo que más nos convenga a nosotros —indicó, a la vez que negaba con la cabeza—. Hay millones de ellos…, estos son sólo los que vemos.

—La caridad debe ser para los que vemos.

—Ya te lo he dicho…, la caridad, la compasión…, todo eso proviene de una situación estable y de dinero de sobra. Pero ahora estamos en la bancarrota.

—¡Custance! —llamó de pronto Pirrie—. Mire allí, en la carretera.

Entre Baugh Fell y Rise Hill, la carretera ascendía recta durante un trecho de más o menos un kilómetro. En el otro vieron a una serie de figuras que bajaban andando.

Se trataba de una partida numerosa, compuesta de siete u ocho hombres, además de mujeres y algunos niños. Caminaban con confianza, y a pesar de encontrarse todavía lejos, a juzgar por unos destellos metálicos que se veían, parecía que llevaban armas.

—¡Eso es lo que queríamos! —exclamó John, con satisfacción.

—Si hablan —replicó Roger—. Quizá sean de la clase de gente que dispara primero. ¿Por qué no nos ponemos detrás de la pared antes de iniciar el diálogo?

—Si lo hiciéramos, les daríamos probablemente razones para disparar primero.

—Por lo menos las mujeres y los niños…

—Lo mismo da. Y los suyos van al descubierto.

—¿Podemos quedarnos con ustedes hasta que se vayan? —preguntó el hombre mayor del otro grupo.

John estaba a punto de negárselo cuando advirtió una mirada de inteligencia por parte de Pirrie. Este asintió ligeramente con la cabeza. John captó la indicación: aumento de personas temporal, por si sólo era el número y no la fuerza lo que desequilibraba la balanza.

—Si les apetece —contestó con indiferencia.

Se quedaron contemplando el acercamiento de la otra partida. Al poco tiempo, Bessie y Wilf regresaron a la pared, en donde seguían jugando los otros niños.

La mayoría de los hombres en movimiento parecía portar armas. John pudo hasta discernir el calibre de algunas de ellas; había un par de rifles del .300 procedentes del ejército, un Winchester .202 y las inevitables escopetas. Con creciente seguridad, pensó: esto es lo que necesitamos. Consideró que aquello sería suficiente para atravesar cualquier tipo de caos hasta llegar a Blind Gilí. El único problema era el de hacer que aquella gente se les uniera.

John había esperado que se detuvieran a corta distancia, pero al no recelar ni dudar de su capacidad para salir de cualquier apuro, continuaron sin pararse. Su cabecilla era un hombre voluminoso de rostro sanguíneo y pesado. En el cinto de cuero llevaba colgado un revólver. Cuando pasaron junto al grupo de John, aquel hombre miró a éstos con indiferencia. Era otra buena señal de que no codiciaba las armas que pudieran tener otros; o al menos no las codiciaba lo bastante como para luchar incluso por ellas.

—Aguarde un momento —pidió John.

El hombre se detuvo para mirar a John con un gesto deliberado; evidentemente lo hizo para impresionar. Al hablar se notó que su acento era de cerrado Yorkshire.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Me llamo John Custance. Nos dirigimos a un lugar que conozco, en las montañas. Mi hermano tiene tierras en un valle que es ciego en un extremo y sólo tiene unos metros de abertura en el otro. Una vez dentro, puede defenderse contra un ejército. ¿Les interesa?

Después de considerarlo por un momento, el cabecilla contestó:

—¿Con qué objeto nos lo dice a nosotros?

—La situación allí abajo —indicó John, señalando hacia el valle— es muy problemática. Demasiado difícil para una pequeña partida como la nuestra. Estamos buscando acompañantes.

—Lo que sucede —respondió el hombre— es que nosotros no queremos cambiar. Las cosas nos van muy bien.

—Les va bien ahora —insistió John—, que hay patatas en el campo y carne para saquear en las granjas. Pero la carne se agotará antes de lo que se imagina y luego no podrá encontrar más. Como tampoco habrá patatas en los campos el año próximo.

—Yo resolveremos ese problema cuando llegue la ocasión.

—Yo puedo adelantarles cómo. Convirtiéndose en caníbales. ¿Les agrada la idea?

Aunque el cabecilla seguía mostrando una desdeñosa hostilidad, John creyó captar algunas reacciones positivas en los seguidores de aquél. Probablemente, no llevarían mucho tiempo juntos y casi con seguridad que en el grupo había opiniones divergentes y quizá hasta contrarias.

—A lo mejor nos gusta entonces —replicó el hombre—. Ahora mismo no sé cómo le guisaría a usted.

—Allá usted —dijo John.

Y mirando al grupo que había detrás del cabecilla, contó cinco mujeres y cuatro niños de entre cinco y quince años, aparte de los hombres. En seguida añadió:

—Quienes no encuentren un fructífero terreno que puedan conservar, acabarán siendo salvajes, eso si sobreviven. Quizá les complazca eso a ustedes, pero no a nosotros.

—Le diré lo que a mí no me complace, señor: la palabrería. Nunca he tenido tiempo para los charlatanes.

—No va a tener usted necesidad de hablar durante unos cuantos años —cortó John—. Se verá obligado a utilizar nuevamente gruñidos y el lenguaje por señas. Me he dirigido a usted porque tenía algo que decirle, y si tuviera sentido común se daría cuenta de que les conviene escucharme.

—Con que nos conviene a nosotros, ¿eh? ¿Por qué no dice mejor que nos ha hablado por conveniencia de ustedes?

—Sería del género tonto si no fuese así. Pero ustedes pueden aprovecharse de las circunstancias. Nosotros necesitamos ayuda temporal para poder llegar a los dominios de mi hermano. A cambio les ofrecemos un sitio en el que será posible vivir en paz y criar a los hijos para que sean algo mejor que animales salvajes.

El hombre se volvió para mirar a sus seguidores, como sintiendo el efecto que estaban produciendo en ellos las palabras de John. Incómodo, contestó:

—Nada más que palabrería. ¿Cree usted que vamos a aceptar por las buenas lo que dice y a meternos entre los gansos salvajes de las montañas?

—¿Y es que tienen ustedes algún sitio mejor para ir? Mejor dicho, ¿tienen ustedes siquiera algún sitio a donde ir? ¿Qué perjuicio les va a reportar el que vengan con nosotros y comprueben por sí mismos lo que les digo?

Aunque la actitud del cabecilla siguió siendo hostil, se apreció claramente que los argumentos de John le habían desconcertado. Por último, preguntó a sus seguidores:

—¿Qué pensáis vosotros?

—Yo creo que no nos perjudicaría ir y echar una ojeada a ese valle —respondió un individuo moreno y corpulento.

Inmediatamente se produjo en el grupo un murmullo de asentimiento. El cabecilla de la cara rojiza se volvió hacía John, diciendo:

—De acuerdo. Enséñenos el camino que conduce a ese valle de su hermano. Ya veremos lo que nos parece cuando lo veamos. Por cierto, ¿hacia dónde cae?

Dispuesto a no revelar la situación de Blind Gilí, y ni siquiera a nombrarlo, John iba a dar ya una respuesta evasiva cuando intervino Pirrie con frialdad:

—Eso no es asunto suyo, sino del señor Custance. El es quien manda aquí. Por tanto, hagan lo que él les diga y todo irá bien.

John oyó el suspiro de desmayo que exhaló Ann. Ni siquiera él encontraba justificación para la insolencia de Pirrie, reflejada tanto en los modales como en el contenido de sus palabras; aquella actitud sólo podría reafirmar la hostilidad del cabecilla del otro grupo. Aunque pensó en decir algo que limara la aspereza de la frase, se detuvo por dos razones: primera, porque comprendió que probablemente no iba a remediar la situación, y segunda, porque desde hacía tiempo tenía una gran confianza en el buen juicio de Pirrie. Este, indudablemente, sabía lo que se estaba haciendo.

—Con que esas tenemos, ¿eh? —replicó el hombre—. Hemos de hacer lo que nos diga Custance, ¿verdad? Vuelva a considerar eso de nuevo, amigo, porque soy yo quien da las órdenes a los míos, y si ustedes se incorporan a nosotros, tendrán también que obedecerme.

—Usted es un hombre grandón —observó Pirrie, con ojos especulativos—, pero lo que la situación requiere es cerebro. Y me da la impresión de que anda usted escaso de eso.

Las palabras del individuo de la cara sanguínea salieron ahora de sus labios con incongruente blandura:

—No me gusta quitarles nada a los gilipuertas, precisamente porque son gilipuertas. Ahora no hay ningún policía a la vuelta de la esquina. Yo tengo mis propias normas, y una de ellas es que la gente que me rodea debe ser educada.

Para subrayar su dicho el hombre golpeó ligeramente el revólver que colgaba de su cinto. Al verlo hacer eso, Pirrie levantó su rifle. El cabecilla, ahora irritado de veras, empezó a sacar la pistola. Sin embargo, el cañón se hallaba todavía dentro de la funda cuando Pirrie hizo fuego. Disparada a tan corta distancia, la bala levantó al individuo rechoncho del suelo y lo arrojó de espaldas contra la carretera. Pirrie, con el rifle dispuesto de nuevo, se mantuvo alerta.

Algunas de las mujeres gritaron. Los ojos de John se dirigieron a los hombres que tenía enfrente. Había reprimido el impulso de alzar su propia escopeta y se alegró al comprobar que Roger tampoco se había movido. Aunque dos o tres de los otros individuos habían intentado coger sus armas, el incidente se había desarrollado con demasiada celeridad y les había sorprendido. Con todo, uno de ellos había llegado a medio levantar su rifle. Pero Pirrie, sin demostrar preocupación, había dirigido hacia él la boca de su arma y el hombre se vio obligado a desistir.

—Es una lástima —comentó John mirando a Pirrie—. Pero no debió amenazar a nadie con una pistola si no estaba seguro de poder disparar primero. Bueno, la oferta sigue en pie. Aceptamos a todo aquel que quiera unirse a nosotros en nuestra marcha hacia el valle.

Una de las mujeres se había arrodillado junto al hombre caído. Al levantarse, dijo:

—Está muerto.

Asintiendo con la cabeza, John preguntó a los otros:

—¿Se han decidido ya?

—Reconozco que se lo ha buscado él solo —observó el hombre rollizo que había hablado antes—. Yo voy con ustedes. Me llamo Parsons, Alf Parsons.

Lentamente, casi con una disposición de rito, Pirrie bajó su rifle. Luego se acercó al cadáver, sacó de la funda el revólver y se lo entregó a John. Después se dirigió a los recién llegados:

—Me llamo Pirrie, y el que está a mi derecha es Buckley. Como he dicho antes, quien manda aquí es el señor Custance. Aquellos que deseen unirse a nuestra pequeña partida, que se acerquen y estrechen la mano con el señor Custance al tiempo que se identifican. ¿De acuerdo?

Alf Parsons fue el primero en acercarse, pero los otros se alinearon tras él. Ahora, más que nunca, se estaba llevando a cabo un ritual. A su tiempo, quizás llegara incluso la inclinación de la rodilla, pero de momento aquellos apretones de manos simbolizaban claramente la rendición de lealtad.

John mismo vio en ello un acrecentamiento de su poder. La jefatura de su pequeño grupo, que al principio había sido accidental, cobraba un nuevo significado con este compromiso de fidelidad expresado por los seguidores de otro hombre. Aquello era un retorno al sistema de caudillaje feudal, y él se sorprendió al comprobar que no sólo lo consentía, sino que también le procuraba un gran placer. Al estrechar las manos con él, los hombres se fueron presentando: Joe Harris… Jess Awkright… Bill Riggs… Andy Anderson… Will Secombe… Martín Foster.

Las mujeres no le dieron la mano. Únicamente fueron presentadas por sus maridos:

—Mi esposa, Alicia —dijo Awkright.

—Mi mujer, Sylvie —indicó Riggs.

—Mi mujer, Hilda, y mi hija Hildegard —presentó Foster, un hombre de pelo canoso y rostro delgado.

—Aquélla —señaló Alf Parsons— es Emily, la esposa de Joe Ashton, el muerto. Se encontrará mejor cuando se reponga del choque. Por otro lado, Joe tampoco la trató nunca bien.

Cuando todos los seguidores del cabecilla muerto hubieron estrechado la mano de John, el hombre mayor del primer grupo, que estaba junto al nuevo jefe, preguntó:

—¿Ha cambiado de parecer, señor Custance? ¿Podemos ir con todos ustedes?

John comprobaba ahora que, con el aumento de fuerza, cualquier caudillo feudal habría sido capaz de conceder su auxilio al débil como acto de simple vanidad. Después de la entronización, el tono suplicante de los mendigos sonaba doblemente dulce. Era divertido.

—Pueden venir —contestó.

Y arrojándole la escopeta que él había llevado hasta entonces, continuó:

—Tenga. Después de todo hemos conseguido otra arma.

Cuando Pirrie mató a Joe Ashton, los niños, que se encontraban jugando junto a la pared, se quedaron paralizados de temor. Sin embargo, pronto volvieron a su anterior actividad, y ahora, una vez abreviadas las infantiles presentaciones, el nuevo conjunto de niños estaba ya incorporado al juego.

—Señor Custance —dijo el hombre mayor—, me llamo Noah Blennitt. Aquél es mi hijo Arthur, y ésa mi esposa, Iris; su hermana Nelly, mi hija más joven Barbara y mi hija casada Katie. Su marido se quedó en el sur, al pararse los trenes. Todos nosotros le estamos muy agradecidos, señor Custance, y le serviremos con fidelidad.

La mujer a la que había llamado Katie echó una mirada a John en la que se apreciaba inquietud y blandura.

—¿No sería buena idea tomar todos un poco de té? —preguntó—. Tenemos una lata llena de té y algo de leche en polvo. El agua lo podemos coger del arroyo.

—Sería una magnífica idea —replicó John— si hubiera dos tro2os de leña seca en treinta kilómetros a la redonda.

La joven, superada ahora la inquietud por un tímido triunfo y el deseo de agradar, manifestó con vehemencia:

—Eso también está resuelto, señor Custance. Llevamos un hornillo en el equipaje.

—Entonces, adelante. Tomaremos el té de la tarde antes de ponernos en camino.

Y echando una ojeada al cadáver de Joe Ashton, ordenó:

—Pero primero que alguien quite ese cuerpo de ahí.

Dos de los anteriores seguidores de Joe Ashton se apresuraron a hacer lo que había mandado.