1
Un cuarto de siglo más tarde los dos hermanos se hallaban de pie junto a la orilla del Lepe. David levantó su bastón y señaló a lo lejos, hacia la ladera de la montaña.
—¡Por allá van!
Siguiendo la indicación de su hermano, John divisó dos pequeñas figuras que subían trabajosamente por la pendiente. Se echó a reír.
—Como es habitual, Davey es quien marca el paso, pero yo apostaría a que la resistencia de Mary la lleva a coronar la cima en primer lugar.
—Recuerda que ella es un par de años mayor.
—Eres un mal tío. Te inclinas por el sobrino con demasiado descaro.
Ambos sonrieron. Luego dijo David:
—Es una buena chica, pero Davey… es Davey.
—Deberías haberte casado y haber tenido hijos.
—Nunca dispuse de tiempo para cortejar a nadie.
—Me parece —replicó John— que para vosotros los agricultores, eso y el plantar coles no encierra ninguna dificultad.
—Sin embargo, yo no planto coles. En estos tiempos no tiene sentido cultivar otra cosa sino trigo y patatas. Eso es lo que quiere el gobierno y eso es lo que les doy.
John le miró divertido.
—Me agrada de ti esa parte de granjero honrado y terco. ¿Pero qué me dices de tu ganado para carne y leche?
—Te estaba hablando de las cosechas. De todos modos, creo que el ganado para leche tendrá que desaparecer. Necesitan más tierra de la que se merecen.
John movió la cabeza.
—No puedo imaginarme el valle sin vacas.
—La vieja suposición falsa del hombre de la ciudad —dijo David—, que cree en la inmutabilidad de lo rural. Pero el campo cambia más que la ciudad. En la ciudad todo se reduce a una cuestión de edificios distintos, quizá mayores y más feos, pero la cosa no pasa de ahí. Cuando el campo cambia, lo hace de un modo mucho más fundamental.
—Podríamos discutir eso —atajó John—. Al fin y al cabo…
David miró por encima de su hombro.
—Aquí viene Ann —exclamó.
Y cuando ella se hallaba a una distancia desde la que podía oírle, añadió:
—¡Y tú me preguntas por qué no me he casado!
Ann cogió a ambos hermanos por los hombros. Luego explicó:
—Lo que me gusta del valle es la alta calidad de los cumplidos. ¿Quieres saber realmente por qué no te has casado, David?
—A mí me ha dicho que por no tener nunca tiempo —intervino John.
—Eres un ser híbrido —le dijo Ann—. Tienes lo suficiente de granjero como para saber que una esposa debería ser una esclava, pero como eres de la nueva ola y has recibido instrucción universitaria, tienes la decencia de sentirte culpable por ello.
—¿Y cómo conocer la forma en que yo trataría a mi mujer? —preguntó David—. ¿Pretendiendo que yo llegue al extremo de casarme? ¿La unciría al yugo cuando se estropeara el tractor?
—Eso dependería de ella, de si era capaz de dominarte o no.
—¡Quizás te atara al arado! —comentó John.
—Ann, tienes que buscarme una que me domine. Seguro que alguna de tus amigas se atrevería a vivir con un zoquete de Westmorland.
—Me tienes desalentada —respondió Ann—. Fíjate con cuánto interés lo he intentado y nunca ha llegado la cosa a ninguna parte.
—¡Y qué quieres! Todas ellas eran de pecho liso y con gafas, tenían los dedos sucios y un New Statesman escondido detrás de la oreja izquierda; o si no, llevaban vestidos escoceses de divertidos colores, nailon por todas partes y zapatos de tacón alto.
—¿Y qué me dices de Norma?
—Norma quiso ver al semental cubriendo a una de las yeguas —respondió David—. Pensaba que eso sería una experiencia muy interesante.
—Bueno, ¿y qué tiene eso de malo en la esposa de un granjero?
—No sé qué decirte —protestó, secamente, David—. Pero aquello confundió al viejo Jess cuando la oyó. A pesar de lo cómicas que puedan ser, tenemos nuestras toscas pero eficaces nociones respecto al decoro.
—Es lo que yo te he dicho —replicó Ann—. Sigues estando parcialmente civilizado. Te quedarás soltero toda tu vida.
David sonrió.
—Lo que me gustaría saber es si voy a poder convertir a Davey a mi condición de bárbaro.
—Davey va a ser arquitecto —intervino John—. Deseo tener planes sensatos para desarrollar en mi vejez. Deberías ver la monstruosidad a la que estoy contribuyendo ahora.
—Davey será lo que desee ser —atajó Ann—. Creo que su idea actual es la de que va a ser montañero. ¿Y qué me dices de Mary? ¿No os vais a pelear por ella?
—No me imagino a Mary como arquitecto —dijo su padre.
—Mary se casará —añadió el tío— como cualquier mujer digna.
Ann contemplaba a los dos hermanos.
—Sois realmente un par de salvajes —observó—. Supongo que todos los hombres lo son. Pero la capa de civilización de David está desde luego más resquebrajada.
—¡Vaya, hombre! —replicó David—. ¿Y qué tiene de malo el dar por sentado que una buena mujer ha de casarse?
—Yo no me sorprendería si Davey se casa también —dijo Ann.
—En mi año de universidad —empezó a explicar David— había una chica que siempre estaba dándonos la lata con la teoría, y por lo que me dijeron, desde los catorce años había estado administrando más o menos la granja que su padre tenía en Lancashire. Ni siquiera se graduó. Se casó con un aviador norteamericano y se marchó a vivir con él en Detroit.
—Y por eso —observó Ann— no tenéis que preocuparos de vuestras hijas, quienes inevitablemente se casarán con aviadores norteamericanos y se irán a vivir a Detroit.
David sonrió con calma.
—Bueno —dijo—, algo así.
Ann le lanzó una mirada en la que había por igual tolerancia y exasperación, pero no hizo ningún otro comentario. Los tres echaron a andar en silencio por la orilla del río. El aire tenía la fuerza de mayo; el cielo era azul y blanco, con nubes que cruzaban lentamente la añil bóveda celeste. En el valle, y debido al marco que le proporcionaban las montañas circundantes, uno era más consciente del cielo. Una sombra avanzó hacia ellos, les envolvió por completo, y luego les devolvió nuevamente a la luz solar.
—Qué tierra tan pacífica —dijo Ann—. Eres afortunado, David.
—No os vayáis el domingo —sugirió él—. Quedaros aquí. Como Luke está enfermo, vamos a necesitar ayuda extra para las patatas.
—Mi monstruosidad me llama —replicó John—. Y los niños no harán nunca aquí sus tareas de vacaciones. Me temo que tendremos que volver a Londres según lo previsto.
—Hay tanta riqueza por todas partes. Mirad todo esto, y luego pensad en los pobres y desdichados chinos.
—¿Qué se dice últimamente? ¿Oísteis las noticias antes de salir?
—Los norteamericanos están enviando más barcos cargados de grano.
—¿Se sabe algo de Peking?
—Oficialmente, no. Se supone que está ardiendo. Y en Hong Kong se han visto obligados a repeler los ataques a la frontera.
—Una forma muy fina de decirlo —dijo, ásperamente, John—. ¿Visteis alguna vez aquellas viejas fotografías de las plagas de conejos en Australia? Mallas de alambre de tres metros de alto, y conejos, cientos, miles de conejos apilados contra ellas, subiéndose unos encima de los otros hasta que al fin escalaban las barreras o éstas caían bajo el peso de los animales. Eso es lo que pasa ahora en Hong Kong, con la salvedad de que no son conejos, sino seres humanos los que se amontonan junto a la verja.
—¿Crees que la situación es tan mala? —preguntó David.
—Peor aún. Los conejos avanzan únicamente por el instinto ciego del hambre. Pero los hombres son inteligentes, y por lo mismo hay que tomar medidas más duras para detenerlos. Supongo que ahora disponen de suficientes municiones para sus armas, pero seguro que dentro de poco tendrán bastantes.
—¿Crees que caerá Hong Kong?
—Sin duda. La presión seguirá aumentando. Quizás les ametrallen primero desde el aire, y les arrojen bombas y napalm, pero por cada uno que maten tendrán cien que vendrán del interior para reemplazarlo.
—¡Napalm! —exclamó Ann—. ¡Oh, no!
—¡Y qué más da! La alternativa es esa o evacuarlos, y no hay barcos suficientes para evacuar a todo Hong Kong a tiempo.
—Pero aun en el caso de que tomen Hong Kong —intervino David—, no habrá bastantes alimentos para darles las tres comidas completas, y entonces volverán al punto de partida.
—¿Tres comidas completas? Me parece que ni siquiera una. Pero ¿qué importancia tiene eso? Esa gente está hambrienta, y cuando uno se halla en ese estado es capaz de asesinar por una migaja.
—¿Y la India? —preguntó David—. ¿Y Birmania? ¿Y el resto de los países asiáticos?
—Sólo Dios conoce su suerte. Pero al menos ya están advertidos. El gobierno chino, al resistirse a admitir que se estaban enfrentando a un problema insuperable, ha sido el que ha empeorado la situación.
—¿Y cómo es posible que imaginaran que podían mantenerlo en secreto? —dijo Ann.
—Recuerda que por medio de un estatuto abolieron el hambre —informó John—. Además, al principio las cosas parecían ser de fácil resolución. Ellos aislaron el virus al mes de ser atacados los arrozales. Hasta le dieron en seguida un nombre: el virus Chung-Li. Todo lo que tenían que hacer era descubrir la forma de matarlo sin dañar la planta. Por otra parte, estaban seguros de que podrían conseguir un cultivo de anti-virus. Y, por último, no había razones para creer que el virus se propagaría con tanta rapidez.
—Pero ¿cómo es que han tardado tan poco en quedarse sin alimentos?
—Habían hecho acopio de provisiones contra la carestía, y para ello habían recibido créditos. Pensaban que podrían tirar hasta que llegara el momento de las cosechas. Y no entraba en sus cálculos que para entonces no hubieran eliminado ya el virus.
—Los norteamericanos creen que han descubierto algo positivo contra él.
—Quizás puedan salvar al resto del Lejano Oriente. Pero ya es demasiado tarde para resolver el problema chino, y lo mismo puede decirse respecto a Hong Kong.
Los ojos de Ann se posaron en la ladera de la montaña y en las dos figuras que trepaban hacia la cima.
—Niños pequeños muriendo de hambre —dijo—. Supongo que nosotros podremos hacer algo.
—¿Algo? —replicó John—. Les estamos mandando alimentos, pero es una gota en el océano.
—Y estamos aquí, hablando y riendo y gastándonos bromas —contestó ella—, en una tierra tan pacífica y rica como es ésta mientras eso continúa.
—No creo que podamos hacer mucho más, querida —dijo David—. Antes de ahora, cada minuto, agonizaba mucha gente; lo que pasa en estos momentos es que ese número se ha multiplicado. Pero la muerte es la misma, suceda a una persona o a cientos de ellas.
—Sí, supongo que es así —respondió Ann.
—Nosotros hemos tenido suerte —continuó David—. Porque igualmente podía haber sido atacado el trigo por un virus.
—Pero no hubiera tenido el mismo efecto, ¿no es cierto? —atajó John—. Nosotros no dependemos tanto del trigo como en general dependen del arroz los chinos y los asiáticos.
—Con todo, la situación sería mala. Desde luego habría que racionar el pan.
—¡Racionar el pan! —exclamó Ann—. Y en China hay millones que luchan por una migaja.
Los tres quedaron silenciosos. Sobre ellos, el sol se mostraba en un espacio de cielo sin nubes. El canto de un tordo se elevó por encima del constante sonido del Lepe.
—Pobres diablos —dijo David.
—En el tren venía un hombre que explicaba con evidente placer que los chinos estaban recibiendo lo que se merecían por ser comunistas —observó John—. De no haber sido porque estaban los niños, creo que le hubiera dicho yo lo que opinaba de él.
—¿Y nosotros, somos mucho mejores? —preguntó Ann—. Ahora nos acordamos y lo sentimos, pero la mayor parte del tiempo lo pasamos ignorándolo y ocupados como es habitual en nuestras cosas.
—Y así tiene que ser —respondió David—. Supongo que ese tipo del tren no se pasa la vida regocijándose por lo que les ocurre a los chinos. Somos así. Y no es tan malo si comprendemos lo afortunados que hemos sido.
—¿Tú crees? ¿No decía algo así Dives[1]?
De pronto, transportada por la brisa del principio del verano, oyeron una lánguida llamada que les hizo levantar los ojos hacia la montaña. Una figura puesta en píe se recortaba sobre el azul del cielo, en tanto que otra trepaba próxima para unirse a la primera.
John sonrió.
—Mary es la primera. La resistencia ha vencido.
—Di que ha sido la edad —protestó David—. Hagámosles señas de que les hemos visto.
Los tres agitaron sus brazos mientras los dos puntos lejanos les respondían de la misma forma. Cuando volvieron a echar a andar, Ann dijo:
—Creo que Mary ha decidido estudiar medicina.
—Vaya, me parece una idea juiciosa —replicó David—. Siempre podrá casarse con otro médico y tener una consulta a medias.
—¿Dónde? —bromeó John—. ¿En Detroit?
—Según David, es una de las artes útiles —declaró Ann—. Igualdad con una buena cocinera.
David golpeó un agujero con su bastón.
—Al vivir yo más cerca de las cosas sencillas —dijo—, las aprecio más que vosotros. A las artes útiles las pongo en primer, segundo y tercer lugar. Después de eso, me parece bien que la gente se ocupe en levantar rascacielos.
—Pero —intervino John— si no hubierais contado con ingenieros para levantar un tinglado tan grande en el que meter al Ministerio de Agricultura, ¿dónde estaríais todos los granjeros?
David no contestó a la burla. Su paseo les había llevado a un lugar en el que, con el río a la izquierda, el sendero estaba flanqueado a la derecha por terreno encharcado. David se inclinó hacia un grupo de hierbas cuyos tallos medían unos sesenta centímetros de alto. Al tirar de ellos, dos o tres vástagos se partieron sin dificultades.
—¿Hierbajos? —preguntó Ann.
David movió la cabeza.
—Oryzoides, del género Leersia, de la familia de las Oryzae.
—Sin tu preparación botánica —dijo John—, eso no quiere decir nada.
—Se trata de una hierba británica poco frecuente —continuó David—. Es muy rara por estos sitios, y ocasionalmente puede encontrarse en los condados del sur como Hampshire, Surrey y otros.
—Fijaos en las hojas —agregó Ann—, parece que se están pudriendo.
—Y también las raíces —observó David—. Las Oryzae comprenden tres géneros. El Leersia es uno y el Oryza otro.
—Suenan a nombres de hembras progresistas —comentó John.
—La Oryza sativa —añadió David— es arroz.
—¡Arroz! —exclamó Ann—. Entonces…
—Esta hierba es arroz —dijo David.
Tiró de una larga espiga tierna y se la enseñó a sus hermanos. En el centro de unas zonas de verde más oscuro había unas manchitas marrones; los tres últimos centímetros eran marrones por completo y estaban deshechos.
—Y éste es el virus Chung-Li.
—¿Aquí? —preguntó John—. ¿En Inglaterra?
—En esta verde y placentera tierra —contestó David—. Ya me imaginaba que atacaría también al Leersia, pero no esperaba que lo hiciera tan pronto.
Fascinada, Ann miraba fijamente la hierba manchada y corrompida.
—Esto —dijo—. Exactamente esto.
Levantando la vista del marjal, David miró a los sembrados que estaban más allá.
—Gracias a Dios, los virus tienen sus gustos. Esa maldita cosa ha recorrido medio mundo para venir a caer en este pequeño grupo de hierbas, o quizás en unos cuantos centenares de tallos que hay como éstos en toda Inglaterra.
—Sí —observó Juan—. El trigo es una hierba también, ¿verdad?
—El trigo —respondió David—, y la avena, y la cebada, y el centeno; y desde luego el forraje para las bestias. Lo siento por los chinos, pero podía haber sido mucho peor.
—Sí, claro —dijo Ann—. Podía habernos pasado a nosotros en vez de a ellos. ¿No es eso lo que quieres decir? Nos hemos olvidado de ellos nuevamente. Y es probable que dentro de cinco minutos encontremos otra excusa para volver a ignorarlos.
David apretó la hierba en su mano, y la arrojó luego en el río. Rápidamente desapareció entre las turbulentas aguas.
—Nosotros no podemos hacer nada más —dijo.