7

Tadcaster se hallaba en tensión, medio atemorizado y excitado, como se hubiera sentido, por ejemplo, cualquier pueblo fronterizo ante la perspectiva de una invasión. Los tres automóviles se detuvieron en una gasolinera para repostar, y el dueño de ella miró perplejo el dinero que le dieron como preguntándose sobre el valor que tenía. Allí mismo adquirieron también un periódico, el Yorkshire Evening Press, y si bien llevaba estampado con claridad el precio de tres peniques, les cobraron seis sin tratar siquiera de justificarlo. La información del diario era idéntica a la que habían oído en la radio. Y la torpe solemnidad del comunicado oficial apenas podía ocultar una sensación de miedo.

Salieron de Tadcaster y fueron a detenerse en medio de un camino vecinal próximo a la carretera principal. Habían llenado los termos en el pueblo, pero siguieron dependiendo de las provisiones que traían de Londres. Mary parecía estar ya recuperada; bebió té y comió un poco de carne en conserva. Sin embargo, Ann no quiso probar bocado o beber alguna cosa. Continuaba allí sentada, hundida en un silencio impenetrable, sin poder discernir John si ello se debía al dolor, la vergüenza o la reflexión producida por el amargo triunfo. Al principio trató de darla conversación, pero Olivia le advirtió de que era mejor callar.

El Citroen y el Vauxhall estaban aparcados juntos, ocupando así toda la anchura del camino, con el fin de comer comunalmente los ocupantes de ambos coches. La radio transmitía una insulsa charla sobre la arquitectura morisca. Daba la sensación de ser casi una parodia de la tan cacareada flema británica. Quizá había sido programada adrede. Pero el momento —pensó John— no era el más adecuado para quitar importancia a las cosas.

De pronto, cuando la voz se cortó abruptamente, su primer pensamiento fue que se había estropeado el aparato. Roger pidió a John que pusiera la radio de su coche, pero al conectarla no oyeron tampoco nada.

—La avena es de ellos —indicó Roger—. Oye, yo me he quedado con hambre. ¿Crees que podríamos arriesgarnos a abrir otra lata, patrón?

—Probablemente, sí —contestó John—. Pero sería mejor guardarla hasta haber salido de West Riding.

—De acuerdo —asintió Roger—. Me apretaré el cinturón un agujero más.

La voz volvió de repente, y ahora, con las dos radios en marcha, sonaba muy alta. El acento, aunque disimulado, se veía que era Cockney[7], precisamente lo que menos podía esperarse de la B. B. C. Por otro lado, en el tono se apreciaba ira y miedo a la vez.

—Les habla el Comité de Emergencia Ciudadana de Londres. Nos hemos hecho cargo de la B. B. C. Permanezcan a la escucha de una inmediata declaración. Permanezcan a la escucha. Les ofreceremos un intermedio musical hasta que esté lista la declaración. Por favor, permanezcan a la escucha.

—¡Vaya! —exclamó Roger—. Así que el Comité de Emergencia Ciudadana, ¿eh? ¿Y qué carajo se creen que van a conseguir, gastando el tiempo en revoluciones en momentos como éste?

Desde el otro coche, Olivia miró a su marido censurándole. Él contestó en voz alta:

—No te preocupes por los niños. La cuestión no tiene ya nada que ver con Eton[8] o Borstal[9]. Esas criaturas vana ser patateros, a pesar de sus buenos modales en la mesa.

Comenzó a sonar el prometido intermedio musical; se trataba del tañido, incongruente por completo, de las Bow Bells[10]. Ann alzó la vista y John se la quedó mirando; aquellos variados repiques les trasladaban a su infancia, y durante un instante fueron niños inocentes en un mundo de abundancia.

—No siempre será así —dijo él en un susurro.

—¿No? —replicó ella con indiferencia.

Aunque la voz que hablaba ahora en la radio correspondía más a un locutor, seguía teniendo, sin embargo, un tono de urgencia profana.

—Aquí, Londres. Transmitimos para ustedes el primer boletín del Comité de Emergencia Ciudadana.

El Comité de Emergencia Ciudadana se ha hecho cargo del gobierno de Londres y de las jurisdicciones regionales debido a la inaudita traición del depuesto primer ministro, Raymond Welling. Tenemos evidencias incontrovertibles de que este hombre, cuya obligación era la de proteger a sus conciudadanos, había proyectado destruir masivamente a éstos.

Los hechos son como sigue:

La situación alimentaría del país es desesperada. De ultramar no va a llegar más grano, ni más carne, ni ningún otro tipo de víveres. No tenemos nada para comer, excepto lo que nosotros podamos cultivar de nuestra tierra o el pescado que podamos extraer de nuestros mares. La causa es que el contra-virus que debía atacar al Chung-Li ha resultado ser inoperante.

Al conocer esta circunstancia, Welling presentó un plan que aprobaron finalmente los miembros del Consejo, por lo que todos ellos comparten la responsabilidad de tal proyecto. El propio Welling se convirtió en primer ministro con el propósito de llevarlo a cabo. El plan consistía en que aviones ingleses arrojaran bombas atómicas y de hidrógeno en las principales ciudades de la nación. Se había calculado que si la mitad de los habitantes del país morían asesinados de esta manera, existiría la posibilidad de mantener un adecuado nivel de subsistencia para los restantes.

—¡Por Cristo! —exclamó Roger—. Esta gente no se para en barras. Lo va a decir todo.

—El pueblo de Londres —prosiguió la voz— se niega a creer en la existencia de ingleses que pongan en práctica el proyecto de asesinato masivo de Welling. Apelamos, pues, a las fuerzas aéreas, que en el pasado defendieron a esta ciudad contra sus enemigos, para que ahora no manchen sus manos con sangre inocente. Un crimen así, no sólo deshonraría a quienes lo cometieran, sino a los hijos de sus hijos durante siglos.

Se ha sabido que Welling y otros miembros de este bestial consejo se han trasladado a una base de las fuerzas aéreas. Pedimos a éstas que los detengan para que den cuenta de sus actos ante la justicia popular.

Por otra parte, se recuerda a todos los ciudadanos la necesidad de mantener la calma y permanecer cada uno en su puesto. Las prohibiciones que impuso Welling respecto a los viajes inter-ciudades no tienen ya ninguna validez, si bien se insta a los ciudadanos para que no traten de huir masivamente de Londres, pues eso haría cundir el pánico. El Comité de Emergencia está tomando las medidas oportunas para hacerse con patatas, pescados y otros alimentos disponibles, a fin de traerlo a Londres y racionarlo justamente. Si el país es capaz de mostrar el espíritu de Dunquerque[11], podremos sobrevivir. Se avecina una vida dura, pero podemos salir adelante.

Luego de una pausa, continuó el locutor:

—Permanezcan a la escucha de más boletines de emergencia. Entre tanto, les ofrecemos música de disco.

—Entre tanto —repitió burlonamente Roger, al tiempo que apagaba su aparato de radio—, les ofrecemos música de disco. Hasta hoy nunca había creído aquella historia de Nerón y sus gansadas.

—Entonces… —intervino Millicent— era verdad lo que decían ustedes.

—Por lo menos —comentó Pirrie—, la historia corre ahora de boca en boca. Lo que se le asemeja mucho, ¿no es cierto?

—¡Están locos! —exclamó Roger—. Locos rematados e incurables. Welling debe estar en ascuas.

—Supongo que sí —dijo Millicent con indignación.

—Pero por la ineficacia de éstos —explicó Roger—. ¡Qué manera de llevar las cosas! Yo me imagino al Comité de Emergencia como un triunvirato, compuesto de un anarquista profesional, un cura y una maestra de escuela izquierdista. Es preciso este tipo de combinación para mostrar tal ignorancia de la elemental conducta humana.

—Están tratando de ser honrados con el pueblo —observó John.

—Eso es lo que quiero decir yo —replicó Roger—. Ya sé que hablo desde la exaltada sabiduría de un ex oficial de relaciones públicas, pero no es necesario estar muy introducido en la cuestión de la humanidad de las masas para saber que la honradez no es nunca aconsejable y frecuentemente resulta desastrosa.

—Y en este caso será desastrosa —dijo Pirrie.

—Por desgracia, así es. El país se enfrenta a la muerte por hambre; las cosas se han puesto de tal modo que el primer ministro decide arrasar las ciudades; las fuerzas aéreas jamás harían una cosa así, pero por si acaso apelamos a ellas para que no cometan tal ruindad; y el que quiera puede irse de Londres, pero mejor que no lo haga. Las noticias como ésas sólo pueden ocasionar una consecuencia: nueve millones de personas puestas en movimiento, adonde sea y como sea, pero fuera.

—Sin embargo —medió Olivia—, las fuerzas aéreas no harían eso. Tú sabes que no lo harían.

—Pues no sé qué decirte —repuso Roger—. Lo que sí te digo es que yo no estaba dispuesto a correr ese riesgo. Me siento inclinado a creer que no. Pero ahora eso no importa. Y como se trataba de una cuestión de bombas de hidrógeno y de hambre, no he querido confiar en la decencia humana. Y no pensarán ustedes en serio que nadie vaya a tener esa confianza.

—Al hablar usted de nueve millones, se refiere, naturalmente, a Londres —observó, pensativo, Pirrie—. Pero también en el West Riding hay unos cuantos millones de habitantes urbanos, y no quiero decirle nada de las zonas industriales del nordeste.

—¡Por Cristo, claro! —exclamó Roger—. Esa gente se pondrá también en movimiento. No con la misma rapidez que los londinenses, pero tampoco a paso de tortuga.

Y mirando atentamente a John, agregó:

—Bueno, patrón, ¿conducimos toda la noche?

—Es lo mejor que podemos hacer —contestó el aludido—. Una vez estemos más allá de Harrogate nos sentiremos seguros.

—Tendremos que tratar el asunto de la ruta —dijo Pirrie.

Y uniendo la acción al pensamiento extendió su mapa de carreteras para examinarlo, atisbando a través de las gafas de armadura de oro que utilizaba para ver de cerca. Luego continuó:

—¿Bordeamos Harrogate por el oeste y seguimos hasta el valle de Nidd, o cogemos la carretera principal pasando por Ripon? ¿O prefieren continuar por WensIeydale?

—¿Qué te parece a ti, Roger? —preguntó John.

—Teóricamente, los desvíos son más seguros. Pero, por otro lado, a mí no me gusta nada esa carretera sobre el pantano de Masham.

Y echando una breve ojeada a la progresiva oscuridad del cielo, añadió:

—Sobre todo, por la noche. Si pudiéramos circular por la carretera principal, sería bastante más fácil.

—¿Pirrie? —llamó John.

—Como quieran ustedes —contestó con un encogimiento de hombros.

—Entonces cogeremos la carretera principal. Rodearemos Harrogate. Hay un camino que pasa por Starbeck y Bilton. También será mejor evitar Ripon. Ahora iré yo delante y tú, Roger, marcharás a la cola. Toca la bocina si ves que te vas quedando atrás por alguna causa.

—De acuerdo —replicó Roger—. Y, además, le meteré una bala a Pirrie por la espalda.

—Haré todo lo posible para no pisar el acelerador demasiado a fondo, señor Buckley —repuso Pirrie con una sonrisa.

El cielo seguía sin nubes, y a medida que avanzaban hacia el norte las estrellas iban apareciendo sobre sus cabezas. Sin embargo, la luna no se mostraría en todo su esplendor hasta después de medianoche. Pasaron por un terreno solamente iluminado de modo breve por los faros de los automóviles. Las carreteras estaban más vacías que las que habían recorrido anteriormente. No vieron ningún convoy militar; la tierra, o la tumultuosa Leeds, se los había tragado. A veces, y a lo lejos, oían ruidos que quizá fueran producidos por armas de fuego, pero sonaban a mucha distancia y eran indeterminados. Los ojos de John se desviaban de vez en cuando hacia la izquierda, como si esperase que el cielo estallara en una flama atómica, pero nada sucedió. Por allí estaban Leeds, Bradford, Halifax, Huddersfield, Dewsbury, Wakefield y todos los demás pueblos y ciudades fabriles del septentrión medio. Era improbable que tuvieran paz; pero su agonía, cualquiera que fuese, no podía afectar al pequeño convoy que rodaba velozmente hacia su refugio.

John se sentía terriblemente cansado, y para continuar despierto iba forzando su voluntad. Las mujeres habían recibido el encargo de mantener despabilados a sus maridos al volante, pero Ann estaba allí sentada, inmóvil, con los ojos fijos en la noche, sin decir nada y sin prestar atención a nada. Con una mano alcanzó las pastillas de benzedrina que le había dado Roger, y para tragarlas pudo beber sin ayuda de agua de una botella.

En ocasiones, y sobre todo cuando subía alguna cuesta, miraba hacia atrás con el fin de asegurarse de que las luces de los otros dos coches venían siguiéndoles. Mary se hallaba acostada en el asiento posterior, tapada con unas mantas y dormida. Aunque, si bien por causa de su calidad de indefensos, la brutalidad utilizada contra los jóvenes provocaba una ira y una piedad mayores, seguía siendo cierta su capacidad de recuperación. ¿Era el viento propio de la época de esquileo en que se encontraban? John hizo una mueca. Todos los corderos se hallaban ya esquilados y, sin embargo, soplaba un viento helado del nordeste.

Rodearon Harrogate y Ripon sin ningún contratiempo; las luces de estas ciudades demostraban que todavía contaban con suministro de electricidad, lo que desde lejos les proporcionaba un estimulante aspecto civilizado. Era posible que las cosas no fueran aún demasiado malas en aquellos lugares. John se preguntó si no sería todo una pesadilla de la que se despertarían para encontrarse regenerado al viejo mundo, aquel mundo cotidiano que ya empezaba a llevar la impronta de lo irremediablemente perdido. Habrá leyendas —pensó— concernientes a anchas avenidas iluminadas de modo celestial, de los apresurados millones de individuos que vivían juntos sin tramar la muerte recíproca, de los ferrocarriles, los aviones y los automóviles, de la diversidad de alimentos. Y particularmente, quizá, de los policías, guardianes sin cólera o malicia de una ley que se extendía hasta los confines de la tierra.

Sabía que Masham era una pequeña ciudad comercial a orillas del Ure. Como la carretera se curvaba agudamente un poco más allá del río, pisó el pedal del freno para coger la curva.

El bloqueo había sido estratégicamente colocado, es decir, lo bastante alejado de la curva como para resultar invisible desde el otro lado, pero lo suficientemente cerca de ella como para impedir que el coche adquiriera de nuevo velocidad. La estrechez del camino no permitía maniobrar para dar la vuelta. Tuvo que apretar el freno a fondo, y antes de que pudiera meter la marcha atrás se encontró con la boca de un rifle apuntándole por la ventanilla. El sujeto que lo sostenía, un hombre rechoncho vestido de escocés, dijo a John:

—Bueno. Salga fuera.

—¿Qué es lo que pasa?

El hombre se echó un poco para atrás cuando vio que el Ford de Pirrie penetraba en sus dominios; sin embargo, siguió apuntando con el rifle al Vauxhall. John se dio cuenta de que detrás de aquel sujeto había otros individuos, los cuales se apresuraron a detener el Ford. Por último llegó el Citroen, y también fue obligado a pararse delante de la barricada.

—¿Qué es esto? ¿Un convoy? ¿Falta alguien más?

Las preguntas las había hecho el hombre rechoncho en un tono jovial y acento de Yorkshire; por otro lado, la inflexión no era amenazadora.

—Nos dirigimos al Oeste —dijo John, al salir del coche—. Vamos por los pantanos. Mi hermano tiene una granja en Westmorland y hacia allí marchamos.

—¿Y de dónde vienen ustedes, señor? —preguntó otra voz.

—De Londres.

—Pues sí que se han dado prisa —repuso riendo el hombre—. Al parecer, Londres no es ahora un sitio muy saludable, ¿eh?

Roger y Pirrie se habían apeado ya; John sintió alivio al ver que ambos habían dejado las armas en los coches. Roger señaló con la mano al bloqueo.

—¿Cuál es el motivo de esa barricada? —dijo—. ¿Preparándose para una invasión?

—Eso está bien dicho —replicó con aprobación el hombre del vestido escocés—. Usted lo ha captado enseguida. Cuando quien sea venga del West Riding, por el camino que han utilizado ustedes, no va a encontrar facilidades en el saqueo de este pequeño pueblo.

—Ya le entiendo —observó Roger.

En la situación aquella había algo que era artificial. John veía ahora con más claridad; había más de una docena de individuos en la carretera observándoles.

—¿Por qué no hablamos con toda franqueza? —preguntó—. ¿Quieren ustedes que demos la vuelta y busquemos una carretera que rodee el pueblo? Es una molestia para nosotros, pero comprendo su punto de vista.

—¡Ni hablar de eso! —exclamó otro de los hombres soltando una carcajada.

John no contestó. Durante un momento sopesó las posibilidades de volver a los coches y abrirse camino con lucha. Pero aun cuando consiguieran poder dar la vuelta, las mujeres y los niños se hallarían en la línea de fuego. Prefirió aguardar.

Era evidente que el sujeto rechoncho dirigía al grupo. Uno de los pequeños napoleones que produciría el nuevo caos. Su mala suerte estaba en que Masham lo hubiera producido tan pronto. No había sido nada irrazonable confiar en otras doce horas de gracia.

—Miren ustedes —empezó a explicar el hombre vestido de escocés—. Traten de verlo desde nuestro punto de vista. Si no nos protegemos, un lugar como éste quedaría sepultado a las primeras de cambio. Se lo digo para que entiendan que no estamos haciendo nada que no sea sensato y necesario. Puede decirse que, aparte de ser un objetivo apetecible, somos un buen panal. Todas esas moscas que tratan de escapar del hambre y de las bombas atómicas, tendrán que circular por las carreteras principales. Las capturamos y luego vivimos a base de ellas; esa es la idea.

—Es un canibalismo algo primitivo, ¿no? —comentó Roger—. ¿O es que es un hábito comer carne humana por estos pagos?

—Me alegra comprobar que tiene usted sentido del humor —replicó riendo el hombre rechoncho—. Todo no está perdido si hay algo que todavía nos hace gracia, ¿verdad? No es su carne lo que nosotros queremos, al menos no de momento. Pero la mayoría de esas personas llevarán cosas consigo, aunque sólo sea media onza de chocolate. Podría decirse que esto es una especie de peaje en combinación con unos derechos de aduana. Inspeccionamos el equipaje y nos quedamos con lo que necesitamos.

—¿Y nos dejarán pasar después? —preguntó en tono áspero John.

—Bueno, no exactamente. Pero sí que podrán dar un rodeo.

Los ojos de aquel individuo, pequeños y penetrantes, instalados en un rostro bien proporcionado, se clavaron en los de John al tiempo de proseguir:

—Ahora comprenderá usted nuestro punto de vista, ¿verdad?

—Lo que comprendo es que eso es robar —contestó John—. Y desde cualquier punto de vista que se lo mire.

—¡Ay! —exclamó el hombre—. Es posible que sea como usted dice. Pero si desde su salida de Londres hasta aquí no se han encontrado con nada peor que lo que usted llama robos, han sido más afortunados que muchos de los que les siguen. Y ya está bien, caballero. Diga a las mujeres que saquen a los niños. Vamos a hacer la inspección. Vamos; cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

John miró a sus dos compañeros; en la cara de Roger había cólera, pero aquiescencia. Pirrie tenía su habitual aspecto de urbanidad y palidez.

—De acuerdo —repuso John—. Ann, me temo que tendré que despertar a Mary. Hazla salir un momento.

El grupo de expedicionarios se hizo a un lado para que algunos de los hombres que estaban en la carretera empezaran a rebuscar en el interior de los coches y en los maleteros. No tardaron en dar con las armas. Un individuo pequeño, de barba rapada, profirió un agudo grito al encontrar el rifle automático de John.

—Con que armas, ¿en? —comentó el hombre vestido de escocés—. Para ser nuestra primera redada, es mucho mejor de lo que esperábamos.

—También hay revólveres —observó John—. Confío en que ésos sí que nos los dejarán llevar.

—Sea razonable —dijo el rechoncho jefe—. Somos nosotros quienes tienen un pueblo que defender.

Y llamando a los rebuscadores, ordenó:

—Amontonad aquí todas las armas.

—¿Qué es lo que piensan quitarnos? —preguntó John.

—Eso es fácil de contestar. De entrada, las armas. Luego, y como ya le he dicho, la comida. Y naturalmente, la gasolina.

—¿Por qué la gasolina?

—Porque podemos necesitarla, aunque sólo sea para uso interior. Suena a muy militar, ¿no es cierto? En algún sentido, la situación se asemeja a los viejos tiempos. Pero es que ahora nos afecta de lleno.

—Nos quedan por recorrer ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros. El Ford consume unos siete litros cada cien kilómetros, y los otros dos, alrededor de nueve litros en la misma distancia. Todos los depósitos están llenos. ¿Por qué no nos dejan cuarenta litros entre los tres?

El hombre vestido de escocés no contestó. Sólo esbozó una sonrisa.

—Abandonaremos uno de los coches grandes —insistió John, ante el mutismo del hombre—. ¿Nos dejarán treinta litros?

—Treinta litros o un revólver —empezó a explicar el rechoncho jefe— podría ser lo que marcara la diferencia entre seguir siendo nuestro el pueblo o verlo arder. Mire usted, señor, no vamos a dejarles nada que pueda servirnos a nosotros.

—Un coche y quince litros —pidió casi desesperado John—. Así no tendrán tres mujeres y cuatro niños sobre sus conciencias.

—No. Las charlas acerca de las conciencias suenan muy bien, pero tenemos que pensar en nuestras propias mujeres e hijos.

Roger y Pirrie estaban cerca de ellos. Roger intervino:

—Alguien tomará esta ciudad y la prenderá fuego. Espero que usted viva lo bastante para verlo.

—No querrá usted empeorar las cosas, ¿verdad, señor? —observó el hombre mirando fijamente a Roger—. Hasta ahora les hemos tratado con cortesía, pero podemos ser desagradables si nos da la gana.

Cuando Roger estaba a punto de replicarle, John le cortó:

—Ya está bien, Roger.

Y dirigiéndose luego al rechoncho jefe, dijo:

—Les regalamos los coches. ¿Pero podemos pasar por el pueblo con nuestras familias, y tomar el camino de Wensley? ¿Y no nos podrían dar un par de cochecitos de niño que no les sirvieran a ustedes?

—Me satisface comprobar que usted es más cortés que su amigo; sin embargo, la respuesta a ambas peticiones es no. Nadie va a entrar en este pueblo. Nos vemos obligados a vigilar nuestras carreteras y los hombres encargados de ello tienen que combinar el trabajo con el sueño. Así que no podemos permitirnos el lujo de asignarles a nadie para que les vigile a ustedes, y desde luego que no vamos a dejarles atravesar la ciudad solos.

John cruzó nuevamente su mirada con la de Roger, al tiempo que pedía Pirrie:

—Quizá quiera usted decirnos lo que podemos hacer. Y qué podemos llevarnos… ¿Mantas?

—Bueno, estamos bien abastecidos de mantas.

—¿Y los mapas?

Uno de los encargados de la inspección se acercó a su jefe para decirle:

—Hemos cogido todo lo que merecía la pena, señor Spruce. Comida y otras cosas. Y las armas, claro. Willie está bombeando el combustible.

—En ese caso —dijo el señor Spruce, dirigiéndose al grupo de expedicionarios—, pueden ustedes ahora coger lo que gusten. Con todo, si yo fuera ustedes no tomaría demasiadas cosas. La marcha no les resultará fácil. Para rodear el pueblo, el mejor camino es seguir el río por la derecha.

—Muchas gracias —replicó Roger—. Nos ha ayudado usted muchísimo.

—Han tenido ustedes suerte —contestó el hombre con benevolencia— al llegar aquí antes de que empiecen las prisas. Porque seguro que no vamos a tener tiempo para charlar cuando principien otros a agolparse aquí a la carrera.

—Me parece que están ustedes muy confiados —comentó John—, pero no creo que vaya a ser tan fácil como piensan.

—En alguna parte leí una vez —repuso el señor Spruce— que los sajones no paraban de reír y de cotorrear antes de la batalla de Hastings[12]. Eso ocurría cuando acababan de librar una gran contienda y se estaban preparando para la próxima.

—Pero fueron derrotados —explicó John—. Ganaron los normandos.

—Quizá. Pero tardaron doscientos años en poder transitar a gusto por estos lugares. Buena suerte, señor.

John contempló los automóviles, ya saqueados de alimentos y armas, y a Willy, el joven larguirucho y animoso que estaba terminando de bombear la gasolina.

—Es probable que usted tenga la misma fortuna —replicó.

—Lo importante —decía John a los demás— es largarse de aquí cuanto antes. Luego podremos determinar el plan a seguir. En cuanto a nuestras cosas, sugiero que cojamos sólo tres pequeñas maletas. Mejor hubieran sido mochilas o talegas, pero no las hemos traído. Yo no me preocuparía por las mantas. Afortunadamente estamos en verano. Si hace frío nos juntaremos para entrar en calor.

—Me llevaré mi manta arrollada —observó Pirrie.

—No se lo aconsejo —advirtió John.

Pirrie sonrió, pero no dijo nada.

Los hombres de Masham, que ya habían recogido su botín, estaban ahora sumergidos en las sombras que bordeaban la carretera y contemplaban los movimientos del otro grupo con impasible desinterés. Los niños, medio dormidos y vacilantes, observaban asimismo cómo sus mayores recogían lo necesario de lo que les habían dejado. John comprendió entonces que ya no podría considerar a Mary como uno de los chicos. La muchacha estaba ayudando a su madre.

Por fin empezaron a caminar. Después de algunos pasos, John volvió la cabeza para ver que los hombres de Masham estaban empujando los coches abandonados y colocándolos como refuerzo de la barricada ya levantada. Por un momento se preguntó sobre lo que pasaría cuando otros automóviles principiaran de verdad a amontonarse en aquel lugar; probablemente los tirarían al río.

Siguieron subiendo trabajosamente una cuesta hasta que al llegar a una pequeña meseta pudieron volverse tranquilos para contemplar a la luz de las estrellas los tejados del pueblo que se hallaba entre ellos y los pantanos. La noche estaba en calma.

—Descansaremos aquí un rato —dijo John—. Podremos considerar nuestros planes.

Pirrie dejó caer al suelo la manta arrollada que había traído consigo, primero dificultosamente bajo el brazo, y luego, con más sensatez, sobre el hombro.

—En ese caso —observó—, puedo desembarazarme de esta manta.

—Me preguntaba —comentó Roger— cuánto tiempo iba a tardar usted en comprender que llevaba consigo un peso muerto.

Pirrie empezó a deshacer los complicados nudos de la cuerda que ataba el rollo; mientras se hallaba así ocupado, explicó:

—Esa gente de ahí abajo… cuentan con una excelente eficacia superficial, pero sospecho que van a ser los detalles menores los que van a hacerles caer. Me parece que el hombre que registró mi coche no llevaba siquiera cuchillo; pero si lo tenía, entonces su negligencia es inexcusable.

—¿Qué ha metido usted ahí? —preguntó Roger con curiosidad.

Pirrie levantó la vista; a la escasa luz de las estrellas, parecía que parpadeaba.

—Cuando yo era muy joven —contestó— hice algunos viajes por Oriente Medio, la TransJordania, el Irak, la Arabia Saudita, etc. Buscaba minerales, si bien no tuve mucho éxito. Allí fue donde aprendí el truco de esconder un rifle en una manta arrollada. Los árabes lo robaban todo, pero preferían los rifles.

Pirrie terminó de desatar el paquete; al desarrollarlo, del medio de la manta extrajo su rifle deportivo; aún llevaba puesta la mira telescópica.

—¡Bien pensado, puñeta! —exclamó Roger, soltando una carcajada—. Las cosas no se presentan tan mal, después de todo. ¡Bien por el viejo Pirrie!

El aclamado sacó además una pequeña caja, mientras explicaba:

—Por desgracia son sólo un par de docenas de disparos, pero mejor es eso que nada.

—Estoy de acuerdo —observó Roger—. Y si no somos capaces de dar con una granja que tenga coche y gasolina, no merece la pena que continuemos. Sin embargo, con un arma es diferente.

—No —repuso John—. No más coches.

Hubo un momento de silencio, roto al fin por Roger:

—No irás ahora a tener escrúpulos, ¿verdad, Johnny? Porque si es así, lo mejor que puedes hacer con el rifle de Pirrie es pegarte un tiro. A mí no me gustó la forma en que nos trataron esos canallas de ahí abajo, pero debo admitir que llevan razón. Lo que cuenta en estas circunstancias es la fuerza. Y quien no entienda eso tiene las mismas probabilidades de sobrevivir que un conejo en una jaula de hurones.

«Esta mañana —pensó John— mis razones podrían haberse basado en escrúpulos, y junto a éstos quizá hubiera sentido incertidumbre y repugnancia a la hora de imponer mis decisiones a los demás. Sin embargo, ahora era distinto». Por eso, dijo tajante:

—No vamos a apoderarnos de ningún coche porque los coches son en estos momentos muy peligrosos. Tuvimos suerte ahí abajo. Nos podían haber llenado de plomo primero, y luego saquear los automóviles, y eso sin ninguna dificultad. Y al final tendrán que hacerlo con otros. Consecuentemente, si intentamos llegar al valle en coche, estaremos pidiendo a gritos que pase algo así. En un coche te encuentras siempre dentro de una potencial emboscada.

—Razonable —murmuró Pirrie—. Muy razonable.

—Ciento cincuenta kilómetros —comentó Roger—. ¿Y a pie? Porque no esperarás conseguir caballos, ¿verdad?

John se quedó mirando al rectángulo de tierra en el que se hallaban; tenía el aspecto de haber servido alguna vez de pasto.

—No —replicó—. Tendremos que hacerlo a pie. Es probable que eso signifique tres días en vez de unas cuantas horas. Pero si lo hacemos sin prisas, las posibilidades estarán a favor nuestro. Del otro modo las tendremos en contra.

—Insisto en que nos hagamos con un coche, y rápidamente —dijo Roger—. Existe la probabilidad de que no tropecemos con ningún contratiempo. No habrán muchas ciudades que se organicen con la misma celeridad que los de Masham; más todavía, no habrán muchas que tengan siquiera la intención de organizarse. Pero si vamos por el campo con los críos, estaremos expuestos a tener problemas.

—Sin embargo es lo que vamos a hacer —repuso John.

—¿Qué piensa usted, Pirrie? —preguntó Roger.

—No importa lo que él piense —medió John—. Ya os he dicho yo lo que vamos a hacer.

Roger hizo un movimiento con la cabeza hacia la silenciosa y vigilante figura de Pirrie.

—Es él quien tiene el rifle —observó.

—Eso significa que puede hacerse cargo de la jefatura si le da la gana —contestó John—. Pero en tanto no tome sobre sí el mando, soy yo quien decide. ¿Qué dice usted, Pirrie?

—Una exposición admirable —respondió el aludido—. ¿Se me permite conservar el rifle? No creo que sea preciso insistir en que yo cuento con las mayores aptitudes para usarlo. Por otro lado, no tengo ambiciones de mando. Naturalmente, esto tendrán que aceptarlo ustedes con no más que la garantía de mi palabra.

—Desde luego que será usted quien lleve el rifle —dijo John.

—Así es la democracia —comentó Roger—. Y de ese modo debía haberlo interpretado yo. ¿A dónde vamos? —Ahora, a ninguna parte. Nos pondremos en camino al amanecer. Primero, porque todos nosotros necesitamos dormir; y segundo, porque no tiene sentido andar vagando en la oscuridad y por un terreno que desconocemos. Cada cual hará una hora de guardia. La primera será la mía; luego, tú Roger, Pirrie, Millicent, Olivia… y Ann. Disponemos de seis horas. Luego iremos a buscar el desayuno.

El aire era cálido, casi sin brisas.

—Debemos dar gracias a Dios de nuevo —indicó Roger— porque no es invierno.

Y llamando a los tres niños, agregó:

—Vamos, muchachos. Acostaos junto a mí y dadme calor.

La meseta se hallaba bajo la cresta de un monte. John se sentó arriba, y su vista se trasladaba periódicamente desde las figuras acostadas abajo hasta el pantano que se extendía hacia el Oeste. La luna saldría pronto; su resplandor había comenzado ya a reforzar la iluminación estelar.

La cuestión del clima favorable significaba muchísimo para ellos. «Cuan fácil sería —pensó— rezar, hacer sacrificios incluso, a los dioses del pantano para que éstos depusieran su ira». Se quedó mirando a los tres niños que yacían encogidos entre Roger y Olivia. Ellos, o quizá sus hijos, aplacarían esa cólera.

Mientras pensaba en esto sintió una gran fatiga espiritual, como si el pasado de su vieja mismidad, su civilizado yo, hubiera sido llamado a rendir cuentas. Cuando aquello se hubo sumergido a una cierta profundidad, ¿continuó la vida siendo digna de vivirse? Habían vivido en un mundo de moralidad cuyo trazado se remontaba a casi cuatro mil años. En un día, todo eso había sido barrido.

Pero ¿no quedaría todavía alguien que hubiera resistido, que hablara aún la gramática del amor en tanto que Babel se elevaba a su alrededor? «Si los había —pensó John—, debían morir, y sus hijos con ellos, igual que habían muerto hacía mucho tiempo sus predecesores en los circos romanos». Durante un instante creyó que le agradaría tener una fe como esa para morir así, pero luego volvió a mirar al pequeño grupo durmiente a cuyo mando se hallaba, y se dio cuenta de que para él aquellas vidas significaban mucho más que sus muertes.

Se levantó y anduvo calladamente hasta donde se encontraba Ann con Mary en los brazos. La muchacha estaba dormida, pero en la creciente luz de la luna pudo ver que los ojos de su esposa se hallaban abiertos.

—¡Ann! —llamó suavemente.

Ella no contestó. Ni siquiera levantó la vista. Al cabo de un rato, John se puso de nuevo en movimiento y volvió a su antigua posición.

Había alguien que preferiría morir en vez de vivir. El estaba seguro de ello, y esta confianza le tranquilizó.