6

Saxon Court se hallaba en una pequeña elevación. Era la parte más cercana a un monte en este lado del condado. Al igual que muchas otras escuelas preparatorias semejantes, se trataba de una casa rural reformada, y desde alguna distancia tenía cierta elegancia. Su bien conservado paseo, cuyo cuidado, según había dicho Dave y, lo utilizaban maestros y correctores como medida disciplinaria, corría por un despoblado marrón que había sido campos de juego y terminaba en dos alas del estilo de los Jorge[6], que flanqueaban un centro superior a este período y de arquitectura más fea.

En vista de que un convoy de tres automóviles podía ofrecer una apariencia sospechosa, se había acordado que sólo el coche de John subiera a la escuela, en tanto que los demás se quedaban discretamente aparcados en la carretera de donde salía el paseo. Steve, empero, se había empeñado en presenciar la recogida de Davey, por lo que Olivia decidió ir también con él. Aparte de ellos y de John, fueron también Ann y Mary.

El director no estaba en su despacho. La puerta de éste se hallaba abierta y ofrecía el aspecto de una habitación de trono vacante que daba a un palacio desordenado. En el salón y escalera principal había una continua circulación de chiquillos, cuyo parloteo era alto y excitado, y —pensó John— inseguro. De una de las aulas que daban al salón salía un murmullo de verbos latinos, pero de otras no provenía sino un constante alboroto. John estaba a punto de preguntar a uno de los niños por el director, cuando éste apareció bajando las escaleras a toda prisa. Al ver al pequeño grupo que le aguardaba, bajó los últimos escalones con más decoro.

El doctor Cassop era un director joven, no llegaba desde luego a los cuarenta años de edad, y siempre había sido elegante. Aún conservaba esta elegancia, pero la fina toga y el equilibrado birrete servían únicamente para destacar el hecho de que se trataba de un hombre preocupado e infeliz. Al aproximarse reconoció a John.

—El señor Custance, claro… y la señora Custance. Pero yo creía que vivían ustedes en Londres. ¿Cómo es que han podido salir?

—Hemos pasado unos días en el campo con amigos —explicó John—. Le presento a la señora Buckley y a su hijo. Hemos venido a por Davey. Queremos tenerlo con nosotros durante un tiempo, hasta que las cosas se normalicen.

El doctor Cassop no mostró ninguna de las dudas manifestadas por la señorita Errington ante la perspectiva de perder un alumno. Al contrario, dijo, vehementemente:

—Oh, sí, claro. Creo que es una buena idea.

—¿Han venido otros padres a por sus hijos? —preguntó John.

—Un par de ellos. Sucede que la mayoría son londinenses. Por mi parte, me sentiría mucho mejor si fuese posible mandar a todos los niños a sus casas, y cerrar el colegio por un período. Las noticias…

John asintió. En las radios de los coches habían oído un boletín reseñando los disturbios ocurridos en el centro de Londres y en determinadas capitales de provincia sin especificar. Era evidente que esta información se había dado sólo como acompañamiento de la advertencia en el sentido de que cualquier alteración del orden público sería aplastada rigurosamente.

—Aquí por lo menos las cosas están tranquilas —comentó John.

El jaleo del ambiente se incrementó de pronto al abrirse la puerta de un aula y salir por ella una riada de chiquillos que al parecer habían terminado la clase. Al verlos, John agregó:

—… aunque ruidosas.

El doctor Cassop no interpretó la observación ni como broma ni como censura de la disciplina de la escuela. La mirada distraída que lanzó a los muchachos hizo comprender a John que, para extrañeza suya, había más que preocupación o infelicidad en aquel hombre. Había miedo.

—Supongo que ustedes no han oído nada nuevo, ¿verdad? —preguntó el doctor Cassop—. Quiero decir aparte de en la radio. Tengo la impresión… esta mañana no ha habido correo.

—Yo creo que no va a haber más correo —dijo John— hasta que mejore la situación.

—¿Mejorar? —observó el director, mirando a John—. ¿Cuándo? ¿Cómo?

John estaba ahora seguro de una cosa: no pasaría mucho tiempo sin que este hombre abandonara sus responsabilidades. La inmediata reacción que siguió a esta intuición fue de ira, pero ésta se extinguió al aparecer en su memoria la imagen del joven rostro, sosegado y sangriento, que había dejado en la cuneta.

Lo único que deseó entonces fue marcharse. Por eso pidió con brevedad:

—Si pudiera entregarnos a David…

—Sí, claro. Voy a… vaya, aquí viene.

Davey les había visto a ellos al mismo tiempo. Echando a correr por el pasillo, se arrojó con un grito de alegría en brazos de su padre. En ese momento preguntó el doctor Cassop:

—¿Se llevan a David para estar con sus amigos? ¿Quizás… con la señora Buckley?

John sintió el pelo castaño de su hijo bajo su mano. Es probable que más adelante hubieran más muertes; merecía la pena aquello por lo que él mataría. Miró al director:

—Nuestros planes no son seguros —dijo, haciendo una pausa—. Pero no debemos retenerle, doctor Cassop. Imagino que tendrá usted muchísimo que hacer… con tantos niños a su cargo.

El director reaccionó al acceso de brutalidad que había ahora en la voz de John. Al asentir con la cabeza fueron tan notables su miedo y su miseria que John pudo ver señales de espanto en la cara de Ann cuando ésta lo percibió. Al doctor Cassop no le salieron sino balbuceos:

—Sí, claro. Espero… un mejor momento… Adiós, pues.

Realizó unas envaradas reverencias a las señoras y se volvió hacia su despacho, que cerró tras él. Davey lo observó con interés.

—Los compañeros dicen que el viejo Cassop está muy alarmado. ¿Lo crees tú así, papá?

Era lógico que se hubieran dado cuenta, y también que él fuera consciente de que lo sabían. Eso empeoraba la situación. John pensó que no pasaría mucho tiempo sin que el doctor Cassop lo abandonara todo y huyera. Respondió a Davey:

—Puede ser. Y quizás me ocurriera a mí lo mismo si tuviera que lidiar con tantos como sois vosotros. ¿Estás así listo para partir?

¡Anda! —exclamó Davey—. Pero si está aquí Mary. ¿Es ya final de curso? ¿Dónde vamos?

—Davey, no se dice ¡anda! —corrigió Ann.

—Sí, mamá. ¿Dónde vamos? ¿Y cómo habéis salido de Londres? Hemos oído que todas las carreteras estaban cerradas. ¿Habéis tenido que luchar para pasar?

—Nos vamos de vacaciones al valle —intervino John—. La cuestión es si tú estás listo… Mary empaquetó algunas de tus cosas. Y si no tienes nada especial que llevarte, podrías venir muy bien según estás.

—Allí está Spooks —dijo Davey—. ¡Eh, Spooks!

Spooks era bastante más alto que Davey; de figura larguirucha, la expresión de su rostro era más bien de alejamiento, como de desamparo. Cuando se hubo acercado al grupo respondió con murmullos a las rápidas y excitadas presentaciones de Davey. John recordó que Spooks, cuyo verdadero nombre era el de Andrew Skelton, había salido a relucir muchísimas veces en las cartas de su hijo durante los últimos meses. Resultaba difícil comprender qué era lo que había unido a ambos muchachos, porque los niños no suelen buscar la amistad de sus opuestos.

—¿Puede venir Spooks con nosotros, papá? —preguntó Davey—. Sería fenomenal.

—Es posible que sus padres tuvieran alguna objeción que hacer —respondió John.

—Oh, no, eso no es problema, ¿verdad, Spooks? Su padre está en Francia con sus negocios, y no tiene madre. Se ha divorciado o algo así. No hay, pues, ninguna dificultad.

—Bueno… —empezó a decir John.

—Es totalmente imposible —medió, cortante, Ann—. Sabes muy bien que no pueden hacerse cosas como esa, y menos en tiempo como estos.

Spooks contemplaba la escena en completo silencio; parecía estar acostumbrado a no esperar nada.

—¡Pero al viejo Cassop no le importaría! —insistió Davey.

—Ve a coger todo lo que quieras llevar contigo, Davey —ordenó John—. Quizás quiera Spooks ir a ayudarte. Pero hazlo ahora mismo.

Los dos muchachos echaron a correr juntos. Mary y Steve se habían apartado un poco y no podían oír lo que John decía a su esposa:

—Creo que podríamos llevarle con nosotros.

Algo de la expresión de Ann le recordó lo que había visto en la cara del director; no era miedo, sino culpabilidad.

—No —replicó ella—. Es absurdo.

—Sabes que Cassop va a escapar en cuanto pueda. Seguro. No sé si algún otro de los profesores va a quedarse con los niños, pero aun así, lo único que se conseguiría con eso sería retardar el mal. Sea lo que fuere lo que ocurra en Londres, es probable que este lugar se convierta en un desierto en pocas semanas. Y no me gusta la idea de dejar aquí a Spooks mientras nosotros nos marchamos tranquilamente.

—¿Y por qué no nos llevamos a todo el colegio? —preguntó, colérica, Ann.

—No se trata de todo el colegio —replicó con suavidad el marido—. Se trata solamente de un niño, y por cierto el mejor amigo que tiene aquí Davey.

El desconcierto reemplazó a la ira en el tono de ella cuando comentó:

—Me parece que ya he empezado a darme cuenta del lío en que estamos metidos. No va a ser fácil llegar al valle. Y ya tenemos dos hijos a los que cuidar.

—Si la situación se trastorna por completo —principió a explicar John—, quizás estos chicos, como son jóvenes, puedan sobrevivir a ella. No sé qué aguante tendrán los Spooks. Pero si le dejamos, hay muchas posibilidades de que estemos abandonándole a la muerte.

¿Y cuántos niños hemos abandonado a la muerte en Londres? ¿Un millón?

El hombre no contestó en seguida. Su mirada se desvió ahora hacia el salón, invadido otra vez por una nueva avenida de chicos procedentes de otra aula. Cuando se volvió hacia su mujer, dijo:

—Supongo que sabes lo que te haces, ¿verdad? Es posible que todos estemos sufriendo una transformación, pero de distintas maneras.

—Tendré que ser yo quien me ocupe de los niños —observó, defendiéndose, Ann—, en tanto que tú te convertirás en un valeroso guerrero junto a Roger y el señor Pirrie.

—No merece la pena insistir, ¿no?

—Cuando me contaste lo que pasó con la señorita Errington —dijo ella mirando fijamente a John—, pensé que era espantoso. Sin embargo, aún no había comprendido lo que estaba sucediendo. Ahora sí que lo comprendo. Tenemos que llegar al valle, y con nosotros los niños. No podemos permitirnos llevar nada extra, ni siquiera este muchacho.

John se encogió de hombros como dando por terminada la discusión. Davey, que ya regresaba, traía consigo un maletín; su aspecto era vivo y feliz, y se asemejaba a un oficial del gobierno en pequeño. Spooks venía detrás de él.

—Ya he recogido las cosas importantes —explicó—, como mi álbum de sellos. También he puesto dentro los calcetines que tenía de retén.

Y después de buscar con la vista la aprobación de su madre, continuó:

—Spooks me ha prometido cuidar de mis ratones hasta que yo regrese. Una de las hembras está preñada, y le he dicho que puede vender los ratoncillos cuando para.

John, evitando mirar al larguirucho Spooks, apremió:

—Bien. Será mejor que nos pongamos ya en camino.

Olivia, que hasta entonces no había tomado parte en la conversación, rompió su silencio para decir:

—Creo que Spooks podría venir con nosotros. ¿Te gustaría a ti, Spooks?

—¡Olivia! —exclamó Ann—. Ya sabes que…

—Quiero decir en nuestro coche —intervino Olivia, sin dejarla terminar a su compañera—. Después de todo, nosotros sólo tenemos un hijo, y esta situación no durará mucho tiempo más.

Las dos mujeres se observaron con fijeza pero brevemente. En el rostro de Ann se apreció de nuevo un sentimiento de culpa y el disgusto producido por éste. Olivia mostró únicamente un tímido desconcierto. De haber habido el menor rastro de condescendencia moral —pensó John—, se hubiera producido una división que la seguridad del grupo no hubiera podido soportar. Al no crearse esta actitud paternalista, la ira de Ann desapareció; únicamente dijo:

—Como quieras. Sin embargo, ¿no crees que deberías consultárselo a Roger primero?

Davey, que había seguido con interés el diálogo, aunque sin comprenderlo, comentó:

—¿Está aquí también tío Roger? Estoy seguro de que le gustará Spooks. Como él, Spooks es asimismo tremendamente ingenioso. Di algo ingenioso, Spooks.

El aludido miró al grupo con angustiosa impotencia. Olivia le sonrió:

—No te preocupes, Spooks. ¿Quieres venir con nosotros?

El muchacho asintió moviendo afirmativamente la cabeza. Davey, que le había cogido por el brazo, exclamó:

—¡Ya está hecho! Vamos, Spooks. Te ayudaré a hacer la maleta.

Y cuando dieron los primeros pasos se volvieron para preguntar:

—¿Y qué hacemos con los ratones?

—Los ratones se quedarán aquí —replicó imperiosamente John—. Dádselos a alguien.

—¿Crees que nos darán seis peniques por cada uno, aparte de Bannister? —consultó Davey con su amigo.

John miró complacido a Ann; luego sonrieron ambos y John advirtió a su hijo:

—Nos iremos dentro de cinco minutos. Ese es todo el tiempo que tenéis para recoger las cosas de Spooks y realizar vuestras transacciones comerciales.

Los dos muchachos se dispusieron a marchar. Al partir, los padres oyeron decir muy seriamente a su hijo:

—Tenemos que conseguir un chelín por lo menos por la que está preñada.

Como temían que los militares les pararan en las carreteras, habían inventado tres historias distintas respecto al viaje de los tres coches en dirección norte. John creía que lo importante era no dar la impresión de ser un convoy. Pero nadie trató de investigar su marcha. Entre el considerable número de vehículos militares que circulaban por las carreteras se intercalaban automóviles particulares en un tráfico normal y de mutua tolerancia. Después de salir de Saxon Court, tomaron de nuevo la Gran Carretera del Norte y marcharon en esta dirección durante toda la mañana sin sufrir ningún contratiempo.

Ya muy entrada la tarde, se detuvieron para comer en un camino que había al norte de Newark. Aunque el día había estado nubloso, ahora brillaba el azul del cielo iluminado por el sol, con una masa de nubes marchando en dirección oeste y adquiriendo la forma de enormes olas y de torrecillas. A ambos lados del camino se veían campos de patatas plantadas con la esperanza de obtener una segunda cosecha; aparte de la ausencia de hierba en los huertos, no había nada que diferenciara la escena de cualquier paisaje campestre en un mundo de desarrollo agrícola.

Los tres niños habían descubierto un montón de tierra y con un viejo madero procedente probablemente de alguna caravana de gitanos que habrían acampado en aquel lugar años antes, se deslizaban ahora con él utilizándolo a modo de trineo. Mary les observaba con envidia y desdén al mismo tiempo. Se había desarrollado muchísimo desde su ascensión en el valle de hacía catorce meses.

Los hombres, acomodados en el Ford de Pirrie, discutían la situación.

—Si podemos llegar hoy al norte de Ripon —decía John—, mañana es muy probable que alcancemos el valle.

—Pero podríamos circular más de prisa todavía —observó Roger.

—Supongo que sí. Lo que pongo en duda es si merece la pena el esfuerzo. Lo principal es evitar los centros populosos. Una vez nos hayamos alejado de West Riding, lo más seguro es que estemos a cubierto de cualquier percance.

—No es por el afán de poner objeciones o porque me pese el haberme unido a ustedes en este pequeño viaje —intervino Pirrie—. Pero ¿no creen ustedes posible que se hayan sobrestimado los riesgos de violencia? Hasta ahora hemos tenido una marcha muy cómoda. Ni Grantham ni Newark han mostrado señales de una inminente revuelta.

—Peterborough estaba acordonada —afirmó Roger—. Pienso que las ciudades por las que se puede pasar todavía libremente se hallan demasiado ocupadas en felicitarse a sí mismas como para empezar a preocuparse por lo que puede avecinarse. ¿Han visto esas colas a las puertas de las panaderías?

—Unas colas muy ordenadas —observó Pirrie.

—El problema es —medió John— que no sabemos cuándo va a actuar tan drásticamente Welling. Han pasado casi veinticuatro horas desde que las ciudades y los pueblos grandes han sido cerrados. En cuanto empiecen a caer las bombas, todo el país va a sumirse en el pánico. Welling confía en que será capaz de controlar la situación, pero no puede esperar el controlarla durante los primeros días. Por eso pienso que si por esa fecha podemos evitar los grandes centros habitados, nosotros no tendremos dificultades.

—Bombas atómicas y de hidrógeno —comentó, pensativo, Pirrie—. Me pregunto realmente…

—Pues yo no —cortó Roger—. Yo conozco a Haggerty. Y sé que no estaba mintiendo.

—No es desde el punto de vista de la moralidad que lo considero improbable —dijo Pirrie, sino desde el del temperamento. El inglés, al ser de imaginación perezosa, no encontraría ninguna dificultad en consentir medidas que, de acuerdo con su sentido común, llevaran a millones de personas a la muerte por inanición. Pero la actuación directa, es decir, el asesinato por el instinto de conservación, es una empresa distinta. Me cuesta creer que pueda llegar nunca a realizarlo.

—Bueno, nosotros no lo hemos hecho tan mal —repuso Roger con una sonrisa—. Y sobre todo usted.

—Mi madre era francesa. Pero usted no comprende mi punto de vista. No quiero decir que el inglés se inhiba de la violencia. En circunstancias adecuadas matará a sabiendas, y con más placer que muchos otros. Pero como es de imaginación y lógica perezosas, preservará sus ilusiones hasta el último momento. Sólo después de ese instante luchará como un tigre salvaje.

—¿Y cuándo llegó usted al último momento? —preguntó Roger.

—Hace mucho tiempo —contestó sonriendo Pirrie—. Llegué a la conclusión de que todos los hombres son amigos por conveniencia y enemigos por elección.

Roger contemplaba con curiosidad a su interlocutor.

—Estoy en parte con usted. Pero hay algunas uniones reales…

—Algunas alianzas —replicó Pirrie— duran más tiempo que otras. Pero siguen siendo alianzas. La nuestra, por ejemplo, es una muy valiosa.

Las mujeres se hallaban en el coche de los Buckleys. Millicent sacó la cabeza por la ventanilla y gritó a los hombres:

—¡Noticias!

Una de las radios de los tres coches se hallaban en continuo funcionamiento. Los hombres se acercaron adonde estaban las mujeres. Al verlos aproximarse, Ann dijo:

—Parece ser que hay problemas.

Aunque la voz del locutor era suave, se notaba un tono de gravedad.

—… se radiarán boletines de emergencia si se considera necesario, aparte de los diarios hablados normales. Se han producido más tumultos en el centro de Londres, y ha sido precisa la entrada de tropas procedentes de los suburbios a fin de lograr su control y mantener el orden. En el sur de Londres, una multitud organizada ha intentado romper el bloqueo militar impuesto ayer con motivo de la prohibición temporal respecto a las salidas de la ciudad. La situación es confusa. Divisiones militares de refresco se dirigen en estos momentos hacia la capital de la nación.

—Ahora que nosotros estamos fuera —comentó Roger—, me importa muy poco que cuenten con las fuerzas necesarias para escapar. No obstante, tienen toda mi simpatía.

—Hay noticias de que se han producido alteraciones más graves en el norte de Inglaterra —continuó la voz del locutor—. Nos informan de que se han originado revueltas en varias ciudades grandes, sobre todo en Liverpool, Manchester y Leeds, y en el caso de esta última se ha perdido incluso el contacto oficial.

—¡Leeds! —exclamó John—. Eso me gusta menos.

—El gobierno —prosiguió el locutor— ha emitido el siguiente parte: «En vista de los disturbios producidos en determinadas regiones, se advierte a la población que podrían tomarse graves contramedidas. Si continúan los tumultos violentos, existe el peligro real de que el país se precipite en la anarquía, situación que el gobierno está decidido a evitar por todos los medios. La obligación de los ciudadanos es la de desempeñar serenamente sus funciones y la de cooperar con la policía y las autoridades militares encargadas del mantenimiento del orden». Fin del boletín.

Un órgano comenzó a tocar «The Teddy-Bears’ Picnic»; Ann bajó el volumen del aparato hasta conseguir que la música sólo se oyera ligeramente. Roger observó: —Si conducimos toda la noche, podremos llegar al valle por la mañana. No me gusta el cariz que toma todo esto. Parece ser que Leeds se ha sacudido el bloqueo. Creo que es mejor viajar mientras podemos hacerlo.

—Apenas dormimos anoche —replicó John—. Y una noche más a través de Mossdale no es precisamente una excursión.

—Ann y Millicent pueden relevaros al volante —indicó Roger.

—Pero Olivia no puede conducir, ¿verdad? —intervino Ann.

—No os preocupéis por mí —dijo Roger—. Me he traído la benzedrina y puedo mantenerme despierto dos o tres días si es preciso.

—Les sugiero —advirtió Pirrie— que nos concentremos inmediatamente en la operación alejamiento de West Riding. Cuando hayamos decidido este asunto, entonces podremos determinar si hacemos el viaje de un tirón o no.

—De acuerdo —asintió John.

Desde la cima del banco de tierra, los niños les llamaron al tiempo que les señalaban con las manos hacia el cielo. Poniéndose a la escucha, oyeron el zumbido de motores de avión aproximándose. Sus ojos buscaron por encima del montón de tierra. Se trataba de bombarderos pesados en dirección al norte y a no más de novecientos o mil metros de altitud.

En medio de un silencio escalofriante, el grupo contempló los aparatos hasta que fueron desapareciendo en la lejanía. Aún se oían los motores y la excitada cháchara de los chicos, pero ninguno de estos sonidos alteró el cerrado mutismo en que, debido a sus pensamientos, se habían sumido los adultos.

—¿Leeds? —preguntó en un susurro Ann, cuando dejaron de ver los aviones.

Nadie contestó en seguida. Finalmente fue Pirrie quien con su tranquila y modulada voz de siempre, dijo:

—Es posible. Claro que hay otras explicaciones. Pero en cualquier caso, creo que debemos marcharnos.

En el Citroen, que ahora marchaba en primer lugar, iban Roger, Olivia, Steve, Spooks y Davey, quien había preferido unirse a sus amigos. El Ford circulaba en segundo término y el Vauxhall, que marchaba a la cola, llevaba únicamente a John, Mary y Ann.

Doncaster estaba acordonado, pero los desvíos habían sido bien señalizados. Mezclados entre un incesante tráfico militar, siguieron la dirección del nordeste a través de una serie de pequeñas y tranquilas aldeas. Pasaron por el valle de York; la tierra era muy llana y los pueblos, esparcidos aquí y allá, mostraban signos de prosperidad. La marcha la realizaron con toda normalidad hasta que al coger de nuevo la Carretera del Norte fueron detenidos por un puesto de control militar.

Al mando del puesto se hallaba un sargento que, por su deje, era sin duda nativo del condado de Yorkshire. El hombre habló a Roger con benevolencia:

—La A. 1 está cerrada a todos los vehículos con excepción de los militares, señor.

—¿Y por qué? —preguntó Roger.

—Dificultades en Leeds. ¿A dónde querían ir ustedes?

—A Westmorland.

El oficial movió la cabeza de lado a lado, pero más en señal de aprecio por su problema que como negación. Luego indicó:

—Si yo fuese ustedes volvería a la carretera de York. Si toman el desvío que hay poco antes de Selby podrán llegar a Tadcaster pasando por Thorpe Willoughby. En cualquier caso, yo me alejaría cuanto pudiera de Leeds.

—Se dicen cosas raras acerca de Leeds —comentó Roger.

—Reconozco que hay rumores, sí —asintió el sargento.

—Hace un par de horas vimos unos aviones volando en esta dirección —añadió Roger—. Eran bombarderos.

—Sí. Pasaron por aquí. Yo me siento mucho mejor en el campo cuando esos aparatos están ahí arriba. Qué curioso, ¿verdad?, intranquilizarse cuando los aviones de uno pasan por encima. Quizás no ocurra nada, pero de todos modos yo me mantendría lejos de Leeds.

—Gracias —contestó Roger—. Seguiremos su consejo.

El convoy dio media vuelta y se fue por donde había venido. Al llegar a un cruce, en vez de seguir hacia el sur, torcieron en dirección al nordeste dejando atrás los vehículos militares y marchando a través de caminos desérticos.

—Cuesta creerlo, ¿verdad? —comentó Ann—. Los boletines informativos, los controles militares… todo eso es una cosa. Pero esta es otra: una tarde de verano en el campo, y el mismo campo de siempre.

—Un poco pelado —observó John, señalando a la tierra sin hierba.

—Pero no parece que eso baste para que haya hambre, fugas, asesinatos, bombas atómicas…

Y después de una ligera vacilación, producida por la intensa mirada que le echó su marido, continuó:

—… o para que yo me niegue a salvar a un niño.

—Los motivos son ahora evidentes —dijo John—. Y tendremos que aprender a vivir con ellos.

—¡Cuánto daría por estar ya allí! —exclamó vehementemente Ann—. ¡Cómo me gustaría estar ya dentro del valle y cerrar la puerta de David tras nosotros!

—Espero que eso ocurra mañana.

El camino que recorrían serpenteaba formando cerradas curvas a medida que ascendía por el solitario altozano. Mientras el Ford de Pirrie, en un alarde de capacidad de maniobra, iba pegado a las ruedas del Citroen, el Vauxhall de John había quedado muy distanciado de ambos. Al aproximarse este último coche a la caseta de un paso a nivel que había en la carretera, las barreras empezaron a descender lentamente para cerrarles el camino.

—¡Maldición! —exclamó John, dando un fuerte frenazo—. Si no me equivoco, nos tocará esperar aquí diez minutos por lo menos antes de que veamos siquiera aparecer el tren. Los pasos a nivel rurales son así. Voy a ver si les convenzo con cinco chelines para que nos dejen pasar.

Se apeó del coche y se dirigió hacia la barrera. A la derecha se veía una árida cordillera de montículos próxima a una mina de carbón. Se asomó por encima de la valla y miró a lo largo de la vía. No había signos de humo y la línea se hallaba totalmente expedita en ambas direcciones. Se aproximó a la garita y gritó:

—¡Oiga!

No hubo respuesta inmediata. Llamó de nuevo y esta vez le pareció oír algo, si bien no lo bastante claro como para que fuese una contestación a su llamada. Más bien parecía ser un siseo, como un sollozo, que procedía de la caseta.

Por la ventana que daba a la carretera no se veía nada. Dio la vuelta, pues, para mirar por la ventana que había en la parte de los raíles. Desde aquí pudo distinguir fácilmente el origen del leve ruido. Una mujer yacía tendida en medio de la habitación. Tenía roto el vestido y había sangre en su rostro; una de las piernas estaba doblada debajo de ella. A su alrededor había un completo desorden: cajones fuera de su sitio, un reloj de pared destrozado, etc.

Era la primera vez que John veía una escena así en Inglaterra, aunque en Italia, durante la guerra, había visto muchas semejantes. La huella del saqueador…, pero aquí, en la Inglaterra rural. La realidad casual de este horror en tan remoto lugar mostraba con más claridad que los controles militares o los bombarderos el comienzo de la sedición, y además irrevocablemente.

Todavía se hallaba mirando por la ventana cuando la memoria le sacudió y le hizo ponerse tenso. Las barreras… Si la mujer estaba ahí tendida, quizás agonizando, ¿quién había bajado las barreras? ¿Y por qué? Desde donde se hallaba no se veía ni la carretera ni el coche. Dio la vuelta con toda celeridad y a mitad de camino oyó un grito proferido por Ann.

Al doblar la esquina de la garita vio abiertas las puertas del automóvil y que dentro de éste se estaba desarrollando una pelea. Pudo contemplar cómo su mujer luchaba con un hombre en la parte delantera y que en el asiento posterior la presencia de otro individuo le impedía ver a Mary.

Instantáneamente pensó en la posibilidad de sorprenderlos. Como las armas estaban en el coche, echó una rápida ojeada a su alrededor en busca de algo que le sirviera para atacar a aquellos hombres; junto a la entrada de la caseta vio un grueso trozo de madera tirado en el suelo. Sin embargo, al agacharse para cogerlo oyó encima de él la estridente risotada de un individuo. Aunque se enderezó en seguida, no tuvo tiempo de ver sino los ojos del hombre que estaba escondido detrás de la puerta, ya que una dura cachiporra le golpeó fuertemente en la sien.

John trató de gritar, pero la voz se cortó en su garganta mientras su cuerpo vacilaba y caía.

Alguien le estaba lavando la cabeza. Lo primero que vio fue un pañuelo y que éste se hallaba oscurecido por la sangre coagulada; luego distinguió la cara de Olivia.

—Johnny —dijo ella—, ¿te encuentras mejor?

—¿Ann? —llamó él—. ¿Mary?

—Tranquilízate —replicó Olivia—. Roger, ya ha vuelto en sí.

Las barreras estaban levantadas. El Citroen y el Ford se hallaban a un lado de la carretera. Los tres niños estaban en el asiento posterior del primer coche, observando la escena, pero silenciosos. Roger y los Pirrie salieron de la garita. Mientras que el primero mostraba un rostro ceñudo, en la cara de Pirrie había la acostumbrada suavidad.

—¿Qué ha ocurrido, Johnny? —preguntó Roger.

El herido les contó lo que había pasado. Le dolía la cabeza y sentía la necesidad física de tenderse y dormir.

—Has estado casi media hora sin sentido —le explicó su amigo—. Habíamos cruzado ya la carretera de Leeds cuando os echamos a faltar.

—Según mis cálculos —intervino Pirrie—, para los saqueadores en este tipo de terreno media hora debe suponer unos treinta y cinco kilómetros. Se trata, pues, de un círculo más bien amplio. Y estos lugares cuentan con una extensa red de caminos.

Mientras hablaban los hombres, Olivia fue vendando la cabeza del descalabrado; la presión, aun siendo suave, agudizó su dolor.

—Bueno, Johnny —dijo Roger—. ¿Qué hacemos? Hay que tomar una decisión rápida.

El aludido trató de reunir sus confusos pensamientos. Luego contestó:

—¿Podéis haceros cargo de Davey? Eso es lo único que me importa. Por lo demás, conocéis el camino al valle, ¿verdad?

—¿Y tú? —preguntó Roger.

John se quedó callado. Empezaba a comprender las implicaciones de lo que había dicho Pirrie. Las probabilidades de encontrar a su esposa e hija eran realmente escasas. Y sabía que si daba con ellas…

—Si pudierais dejarme un arma —dijo—. Se llevaron también las que yo tenía.

—Escucha, Johnny —observó suavemente Roger—. Tú estás al mando de la expedición y no puedes hacer planes sólo para ti. En tus proyectos debes incluirnos a todos nosotros.

—Si no entráis esta noche al menos en la región de North Riding —insistió John, moviendo la cabeza—, es posible que no podáis llegar nunca. Yo ya me las arreglaré solo.

Pirrie se había apartado un poco del grupo; estaba observando el cielo en actitud abstraída.

—Sí, claro —replicó Roger—, tú te las apañarás solo. ¿Qué diablos te crees que eres, una combinación de Napoleón y Supermán? ¿Y qué vas a utilizar como alas?

—Quizás pudierais ir todos vosotros en el Citroen… y dejarme a mí el Ford…

—Viajamos como grupo —repuso Roger—. Si tú vuelves para atrás, nosotros iremos contigo.

Y después de una breve pausa, añadió:

—Esa mujer de la garita está muerta; creo que debes saberlo.

—Llevaos a Davey —pidió de nuevo John—. Eso es lo único que quiero.

—¡Tú eres tonto! ¿Crees que Olivia lo consentiría aunque yo lo quisiera? Las encontraremos. Y al diablo los riesgos.

Pirrie se volvió hacia ellos y les preguntó con absoluta cordialidad:

—¿Han tomado ya una decisión?

—Parece ser que la han tomado por mí —contestó John—. Supongo que aquí es donde la alianza deja de ser valiosa, ¿verdad, señor Pirrie? Usted tiene señalado el valle en su mapa de carreteras. Si le parece bien, puedo darle una nota para mi hermano. Puede usted decirle que a nosotros nos han detenido.

—He estado examinando la situación —comentó Pirrie—. Si excusan usted mi falta de delicadeza al plantear las cosas, les diré que más bien me sorprende la celeridad con que se han marchado de aquí.

—¿Por qué? —preguntó, cortante, Roger.

Pirrie indicó con la cabeza la garita. Luego agregó:

—Estuvieron más de media hora ahí metidos.

—¿Quiere usted decir… violación? —interrogó John con un hilo de voz.

—Sí. Me parece que la explicación está en que adivinaron que nuestros tres coches iban juntos, y por eso cerraron deliberadamente el paso al rezagado. En consecuencia, debieron estar ansiosos por alejarse de la inmediata vecindad, contando con que los otros dos coches vendrían en busca del tercero.

—¿Y nos ayuda eso en algo? —preguntó Roger.

—Yo diría que sí —replicó Pirrie—. Para mí que se marcharon de aquí en seguida. Por otro lado sabemos que dieron la vuelta al coche dirigiéndose hacia la Carretera del Norte, ya que dejaron bajadas las barreras. Pero no creo que lleguen a la Carretera del Norte sin detenerse de nuevo.

—¿Detenerse de nuevo? —repitió John.

Y mirando al rostro sereno de Roger, se dio cuenta de que éste había captado lo que Pirrie quería decir. Entonces él también comprendió. Haciendo un enorme esfuerzo intentó ponerse de pie.

—Todavía hay algunas cosas que debemos concretar —dijo Roger—. Desde aquí a la A.1 habrán por lo menos media docena de carreteras que cruzan ésta. Y tenemos que recordar que esos tipos estarán pendientes del sonido de los motores. Por tanto, tendremos que examinarlas una por una… y a pie.

—Pero así no nos dará tiempo a… —intervino con acento desesperado John.

—Escucha —replicó Roger—. Si usamos los coches para ir a la primera carretera, es posible que les diéramos la ocasión que necesitan para poner terreno por medio.

Al andar en silencio hacia donde estaban los dos automóviles, Spooks sacó la cabeza por la parte trasera del Citroen y con voz muy fina y chillona, preguntó:

—¿Ha raptado alguien a la madre de Davey y a Mary?

—Sí —contestó Roger—. Vamos ahora a buscarlas.

—¿Y se han llevado el Vauxhall?

—Sí. Pero cállate ya, Spooks. Tenemos que preparar las cosas.

—¡Entonces será muy fácil dar con ellas! —insistió el muchacho.

—Sí, daremos con ellas —replicó Roger.

Luego se sentó al volante y se dispuso a dar media vuelta al coche. John estaba aún ofuscado. Fue Pirrie quien interrogó a Spooks:

—¿Fácil, dices? ¿Cómo? El niño señaló a lo largo de la carretera con el dedo antes de responder:

—Por el rastro de aceite.

Los tres hombres miraron fijamente al pavimento. Aunque la palabra «rastro» era mucho decir en aquella circunstancia, había manchas de aceite a lo largo de la carretera.

—¡Miopes! —exclamó Roger—. ¿Y cómo no lo hemos visto antes? Sin embargo, quizás no sea del Vauxhall. Lo más probable es que lo haga soltado el Ford.

—No —insistió Spooks—. Tiene que ser del Vauxhall. Ha dejado una mancha mucho mayor en donde ha estado parado.

—¡Dios mío! ¿Qué eras tú en el colegio, jefe de los Boy Scouts?

El muchacho movió la cabeza en sentido negativo.

—Nunca ingresé en los Scouts. No me gusta ir de excursión.

—¡Ya los tenemos! —dijo Roger con exultación—. ¡Tenemos a esos bastardos! Ignora esta última expresión, Spooks.

—De acuerdo —replicó amigablemente el aludido—. Pero ya la conocía yo.

En cada cruce detuvieron los automóviles y buscaron el rastro del aceite. Este no era lo bastante conspicuo como para ser visto sin bajarse ellos de los vehículos. La tercera bifurcación se hallaba a las afueras de un pequeño pueblo; allí las huellas del aceite torcían a la derecha. Un cartel indicador rezaba: Norton 1 m.

—Creo que hemos dado con ellos —dijo Roger—. Podríamos intentar adelantarles con uno de los coches lanzados a toda velocidad. En caso de lograrlo, estarían como en un bocadillo. Pienso que deben encontrarse entre éste y el próximo pueblo. Y además imagino que deben sentirse ya seguros con lo que han recorrido.

—Podría ser que ese plan sirviera —comentó, pensativo, Pirrie—. Pero por otro lado, probablemente habría que pelear. En el coche tienen una automática, un rifle y un revólver. Quizás fuera difícil llegar hasta ellos sin poner en peligro la integridad de las mujeres.

—¿Tienen alguna idea mejor?

John trataba de pensar, pero su mente estaba demasiado llena de un odio situado entre la esperanza y la desesperación.

—Este terreno es muy llano —observó Pirrie—. Si uno de nosotros pudiera subirse a ese roble, quizás consiguiera verlos con los prismáticos.

El árbol se alzaba en el ángulo del cruce. Roger lo inspeccionó con cuidado. Luego dijo:

—Aupadme hasta la primera rama, que después me las arreglaré solo.

Como era un buen trepador, no le costó demasiado subir a una altura considerable desde la que atisbar por entre las hojas. Los que estaban abajo apenas podían verle. De pronto le oyeron gritar:

—¡Ahí están!

—¿Dónde? —preguntó en seguida John.

—A un kilómetro más o menos. Metidos en un campo que hay a mano izquierda. Voy a bajar.

—¿Y Ann? ¿Y Mary? —insistió John.

Roger descendió hasta la rama más baja, y desde ésta se dejó caer al suelo. Al contestar eludió la mirada de su amigo.

—Sí, están con ellos.

—A mano izquierda —dijo, pensativo, Pirrie—. ¿Están muy adentro?

—No mucho. Detrás de la cerca de setos. Si nos acercamos a ellos por la parte de la carretera, seguramente no nos verán.

Pirrie se dirigió hacia el Ford. Al volver traía consigo el pesado rifle deportivo que era su arma predilecta.

—A un kilómetro más o menos, ¿verdad? —comentó—. Denme diez minutos. Luego vayan con el Citroen a toda velocidad y deténganse a unos cuantos cientos de metros más allá de donde están esos tipos. Hagan algunos disparos, no a ellos, sino a esta parte de la carretera. Creo que eso les situará en la posición que yo deseo.

—¡Diez minutos! —exclamó John.

—Supongo que querrá usted rescatarlas vivas, ¿no? —observó Pirrie.

—Pero… por entonces quizás se hayan ido.

—Ustedes oirán si se marchan. Harán ruido… si salen del campo. Si ven que escapan, persíganlos con el Citroen, y no vacilen en darles su merecido…

Y después de una breve pausa, explicó:

—Mire. En ese caso es muy improbable que lleven consigo a su esposa y su hija.

Luego, haciendo un leve gesto con la cabeza, Pirrie echó a andar a lo largo de la carretera. Al poco rato vieron cómo se agachaba para desaparecer a través de una abertura que había en el cercado.

—Mejor será que nos preparemos nosotros —dijo Roger mirando su reloj—. Olivia, Millicent, los niños al Ford. Vamos, Johnny.

John se sentó junto a su amigo en el Citroen. Su rostro mostraba el doloroso estado de ánimo en que se hallaba.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Tranquilízate —dijo Roger, mirándole—. Y considérate afortunado por estar siquiera consciente.

John notó que sus dedos se crispaban sobre el asiento del coche.

—Cada minuto que pasa… ¡Cerdos canallas! Y aun siendo eso un mal trago para Ann…, imagínate para Mary.

—Tranquilízate —repitió Roger.

Y después de mirar otra vez la hora, agregó:

—Con un poco de suerte, a esa gentuza le quedan unos nueve minutos de vida.

Un pensamiento se mezcló con sus demás reflexiones, si bien sin ninguna relevancia y por ello causándole sorpresa; tanto, que se sintió decir:

—Acabamos de pasar una cabina telefónica y a ninguno se nos ha ocurrido llamar a la policía.

—¿Y por qué íbamos a hacerlo? —preguntó Roger—. Ya se ha terminado eso de la seguridad pública. Lo que importa ahora es la privada. Y tabaleando con las puntas de los dedos en el volante, continuó:

—Así es la venganza.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante el período de espera siguiente. Y sin decir siquiera una palabra, Roger puso en marcha el automóvil y lo lanzó a toda velocidad a lo largo de la estrecha carretera. En menos de un minuto sobrepasaron la entrada al cercado y vieron al Vauxhall aparcado detrás del seto. El camino seguía recto en unos cincuenta metros más. Roger pegó un fuerte frenazo al entrar en la curva y luego maniobró para colocar el coche a lo ancho de la carretera, de modo que obstruyera el paso.

John abrió rápidamente la puerta de su lado. Cogió la automática que había en el coche, se apeó de éste y, agachándose para no ser visto, disparó una corta ráfaga de balas. Los tiros resonaron como dardos lanzados contra el escudo de la plácida tarde de verano. Después, a lo lejos, se oyeron tres disparos más. Luego se hizo otra vez el silencio.

Roger seguía aún al volante. John le dijo:

—Voy a atravesar el seto. Mejor será que te quedes tú aquí.

Roger asintió. Aunque el cercado era espeso y estaba lleno de agudas espinas, John, ansioso por pasar al otro lado, no tuvo en cuenta ni el esfuerzo ni el dolor producido por las puntas que rasgaban su piel. Al mirar a lo largo del campo, en dirección adonde habían estado antes, distinguió unos cuerpos tendidos en el suelo. También vio a Pirrie, quien, con el rifle bajo el brazo, avanzaba lentamente. Poniéndose a la escucha, John oyó una especie de cuchicheo. Sin pensárselo más, empezó a correr hacia donde suponía que se encontraban su mujer y su hija.

Ann, sentada en la tierra junto al Vauxhall, apretaba en su regazo a Mary. Ambas estaban vivas. El cuchicheo que había oído John procedía de dos de los hombres que yacían a cierta distancia. El tercero, que estaba tendido en el suelo, se hallaba más cerca de las dos mujeres. Fue precisamente este individuo, pequeño y flaco, de cara alargada y cubierta de una breve barba pelirroja, quien al ver aproximarse a John principió a levantarse. Uno de sus brazos colgaba al desgaire, pero en el otro tenía un revólver.

John vio que Pirrie, con viveza pero sin apresuramientos, alzaba su rifle para apuntar; y oyó asimismo el sonido del disparo apagado por el silenciador, mientras el hombre caía profiriendo un grito de dolor. Un pájaro, que se había posado en el seto desde hacía rato, agitó las alas y levantó el vuelo en dirección al claro firmamento.

Pirrie cubrió velozmente los últimos metros. Sin darles tiempo a reaccionar, disparó desapasionada pero precisamente a los otros individuos, quienes chillaron al principio espantados para luego caer en un continuo quejido.

Entre tanto, John había sacado unas pequeñas mantas del coche y había tapado con ellas a Ann y Mary. Hablando en un susurro, como temiendo que la voz pudiera también herirlas, les dijo:

—Ann, cariño… Mary. Ahora todo irá bien.

Ellas no respondieron. Mary sollozaba entrecortadamente. Ann miró a su marido, pero luego apartó de él sus ojos.

En aquel momento, Roger, revólver en mano, entró por la abertura del cercado. En un rápido examen, miró a la arrebujada mujer y a su hija y a los tres hombres heridos. Luego se dirigió a Pirrie:

—No ha sido un trabajo tan limpio como la última vez, amigo.

—Se me ocurrió pensar que los culpables no tienen derecho a morir con la misma prontitud que los inocentes. Un pensamiento extraño, ¿verdad?

En la calma de aquella tarde de verano en el campo, tanto la escena de miseria y sangre en la que él había desempeñado una función destacada, como su voz, desentonaban vivamente. Sin embargo, mirando con fijeza a John, añadió:

—Creo que usted tiene derecho a ejecutarlos.

Uno de los hombres había sido herido en el muslo. Yacía tendido en una curiosa postura, con sus manos apretadas sobre la lesión. Su rostro, como si de un niño se tratara, estaba contraído en arrugas de miseria y dolor. Pero había escuchado perfectamente lo que Pirrie decía a John, y por eso miraba ahora a éste con sumisión animal.

John dio media vuelta, al tiempo que respondía:

—Acábenlos ustedes.

Y absorto en una infeliz meditación, pensó que en el pasado había un proceso legal obligado. Sin embargo, la ley ahora era un término casual en medio de aquel campo en donde imperaba el dominio de las armas.

John no había dirigido sus palabras a nadie en particular. Por eso, al agacharse en aquel momento para atender a Ann y Mary, no le extrañó oír por dos veces consecutivas el chasquido del revólver de Roger y los últimos estertores de los agonizantes. Entonces fue cuando su esposa llamó:

—¡Roger!

—Sí, Ann —replicó suavemente el mencionado.

La mujer se desembarazó con delicadeza de su hija y se puso de pie. Pudo apreciarse cómo apretaba los dientes para resistir el dolor, mientras su marido trataba de ayudarla a levantarse. John llevaba todavía la automática colgada del hombro, y aunque intentó detener a Ann, no pudo evitar que ella le quitara el arma de un tirón.

Dos de los tres hombres habían muerto. El tercero era el que había sido herido en el muslo. Ann se acercó con dificultad a él, y John vio que tras el atormentado gesto de temor que había en el rostro de aquel individuo empezaba a adivinarse un principio de esperanza.

—Lo lamento, señora —gimió—. Lo lamento.

El hombre había hablado con un acusado acento de Yorkshire. John recordó en aquel instante que en su antiguo pelotón del norte de África había conocido a un conductor con aquel mismo tipo de voz; fue un compañero pequeño, gordo y alegre, que había muerto en una explosión a la salida de Bizerta.

Ann levantó el rifle. El herido gritó:

—¡No, no, señora! Tengo hijos…

La voz de Ann se elevó cortante:

—Esto no es por mí, sino por mi hija. Cuando vosotros…, yo me juré a mí misma que os mataría si se me presentaba la oportunidad.

—¡No! Usted no puede hacer eso. ¡Sería un asesinato!

Ann tuvo alguna dificultad para quitar el seguro del arma. El hombre la miraba pasmado, con incredulidad, y siguió mirándola igual cuando las balas empezaron a desgarrar su cuerpo. El moribundo chilló una o dos veces, y luego quedó callado para siempre. La mujer continuó disparando hasta agotar el cargador. Después, el palpable silencio sólo fue roto por los sollozos de Mary.

—Lo ha hecho usted muy bien, señora Custance —elogió calmadamente Pirrie—. Ahora será mejor que descanse un poco mientras sacamos el coche de aquí.

—Yo lo haré —dijo Roger.

Montó en el Vauxhall y maniobró hábilmente. Una rueda trasera pasó por encima de uno de los cadáveres. Una vez hubo sacado el automóvil por la abertura y lo hubo aparcado en la carretera, Roger llamó:

—¿Podéis traerlas?

John levantó a su hija y la trasladó hasta el coche. Pirrie apoyó a Ann. Cuando estuvieron dentro del Vauxhall, Roger tocó la bocina varias veces. Luego, al apearse, dijo a John:

—Hazte cargo tú. Mejor será que nos vayamos en seguida, no vaya a ser que los disparos atraigan a alguien. Olivia irá con vosotros para cuidarlas.

—¿Y ésos? —preguntó John, señalando al campo.

A través de la abertura podían verse aún los tres cuerpos tendidos sobre la tierra. Las moscas habían empezado a posarse en ellos.

—¿Y qué quieres que hagamos? —replicó Roger con sorpresa.

—¿No los vamos a enterrar?

—No hay tiempo, creo, para esa obra de misericordia —intervino secamente Pirrie.

En aquel momento llegó el Ford y Olivia se apeó prestamente para unirse a Ann y Mary. Pirrie se dirigió hacia su coche para hacerse cargo del volante.

—No importa dejarlos ahí —dijo Roger—. Hemos perdido mucho tiempo, Johnny. No pararemos hasta más allá de Tadcaster, ¿de acuerdo?

John asintió. Pirrie indicó:

—Yo iré ahora a la cola, ¿vale?

—Muy bien —replicó Roger—. Vámonos.