PRÓDROMO

Como sucede a veces, una muerte reconcilió a una familia.

Cuando Hilda Custance se quedó viuda a principios del verano de 1933, escribió por primera vez a su padre después de no haber tenido ninguna correspondencia con él desde que se casó, trece años atrás. Ambos se hallaban dispuestos para el encuentro: ella anhelaba contemplar los montes de Westmorland después de las duras estaciones climáticas vividas en Londres, y él, solo, antes de morir deseaba ver de nuevo a su única hija y a los nietos que aún no conocía. Los muchachos, que se encontraban internados en un colegio lejos de Londres, no habían regresado para el funeral, y hacia finales del verano volvieron a la pequeña casa de Richmond para pasar en ella una noche, antes de viajar hacia el norte, con su madre.

Ya en el tren, el hijo más joven, John, preguntó:

—Pero ¿por qué no tuvimos nunca ningún contacto con el abuelo Beverley?

Su madre, vacilante, como fatigada por el calor del día, contemplaba a través de la ventanilla las borrosas afueras de Londres.

—Es difícil saber cómo ocurren las cosas —dijo vagamente—. Las riñas empiezan y nadie las detiene, y luego se convierten en silencios que nadie rompe.

Comenzó a pensar con calma en la tormenta de emociones en la que se había precipitado cuando dejó la vida tranquila y sin problemas que había disfrutado en el valle durante su adolescencia. Había estado segura de que no obstante la infelicidad que viniera después, jamás lamentaría haber vivido aquella pasión. El tiempo demostró que se había equivocado en dos cosas; primero, en la satisfacción que le proporcionaron su matrimonio y sus hijos, y posteriormente en la perplejidad de que tal satisfacción podía proceder de lo que ella, en el pasado, había considerado como vil y mal dirigido. Ella no se había dado cuenta entonces de esa vileza, pero su padre difícilmente pudo dejar de notarlo y no había sido capaz de ocultar lo que sabía. En eso estaba el meollo del asunto: en el disgusto de él y en el resentimiento de ella.

John preguntó:

—Pero ¿quién empezó la pelea?

Lo único que ella sentía era la consecuencia de todo aquello, es decir, que los dos hombres no llegaran nunca a conocerse mutuamente. En muchos aspectos ambos no eran diferentes, y ella pensó que hubieran congeniado entre sí si su orgullo de mujer no lo hubiera evitado.

—Ahora —contestó—, eso no importa.

David bajó el ejemplar del Boy’s Own Paper que estaba leyendo. Aunque un año mayor que su hermano, apenas era más alto que éste; los dos se parecían muchísimo físicamente, y con frecuencia les tomaban por gemelos. Pero los movimientos y el raciocinio de David se producían con más lentitud que los de John, y por otra parte le apasionaban más las cosas que las ideas.

—Mamá —preguntó—, ¿cómo es el valle?

—¿El valle? Maravilloso. Es… No, creo que será mejor que represente una sorpresa para vosotros. Además, tampoco podría describirlo.

—Por favor, mamá —insistió John—; dínoslo.

David, pensativo, interrogó:

—¿Lo veremos desde el tren?

—¿Desde el tren? —rió la madre—. Ni siquiera sus principios. Está a casi una hora de Stavely.

—¿Cómo es de grande? —intervino John—. ¿Está todo rodeado de montañas?

—Ya lo veréis —respondió sonriendo ella.

Jess Hillen, el arrendatario de la granja de su abuelo, les recibió en Stavely con un coche para dirigirse inmediatamente hacia las montañas. El día estaba ya en el ocaso, y por fin vieron Blind Gilí cuando el sol se ponía a sus espaldas.

Un nombre mejor hubiera sido sin duda Cyclops Valley (Valle del Cíclope), ya que sólo disponía de un paso que se extendía hacia el Oeste. Esta abertura era como una salsera o semejante a un plato profundo, por cuanto las laderas, formadas por peladas rocas y ásperas brezos, ascendían sesgadas hacia el cielo. En agudo contraste con aquella cerrada esterilidad se hallaba la riqueza del valle; el verde trigo se inclinaba con la brisa del verano, y más allá de los sembrados, en donde empezaba a elevarse la montaña, vieron el jugoso verde de los pastos.

Era casi imposible que la entrada al valle fuese más estrecha. A la izquierda de la carretera, a unos diez metros de distancia, se alzaba la saliente faz de una afilada roca. A la derecha, el río Lepe lanzaba su espuma contra la misma orilla del camino. Su margen más lejano, a unos quince metros más allá, lamía la otra ladera del valle.

Hilda Custance se volvió para interrogar a sus hijos:

—¿Y bien?

—¡Caramba! —replicó John—. Este río…, quiero decir, ¿cómo penetra en el valle?

—Es el Lepe. Tiene sesenta y cinco kilómetros de recorrido y, si hay que dar crédito a las historias que se cuentan, cuarenta y cinco de ellos son subterráneos. En el valle sale, desde luego, del subsuelo. Por estos lugares hay muchos ríos así.

—Parece profundo.

—Lo es. Y muy rápido. Me temo que no podréis bañaros en él. Más allá está alambrado para mantener alejado al ganado, ya que si cae en él algún animal no tiene escapatoria.

John observó sagazmente:

—Supongo que en invierno se desbordará.

—Siempre ha solido ser así —asintió su madre—. ¿Continúa igual, Jess?

—El último invierno estuvimos aislados durante un mes. Pero ahora que tenemos la radio no se pasa tan mal.

—Debe ser terrible —intervino John—. Pero ¿de verdad que os quedáis aislados? Podríais salir por las montañas.

—Hay quien lo hace —replicó sonriendo Jess—. Pero el camino ascendente es rocoso y todavía lo es más la bajada de la otra parte de la montaña. Cuando el Lepe se sale de madre lo mejor es sentarse y agarrarse bien.

Hilda Custance miró a su hijo mayor. Este contemplaba con fijeza el valle, que se hallaba pesadamente sombreado por la puesta del sol. Ya se divisaban los edificios de la granja Hillen, pero no los de la granja Beverley, que estaba más arriba.

—Bueno —dijo ella—. ¿Qué te parece, David?

Esforzándose por apartar su vista del valle, David se volvió para encontrarse con la mirada de su madre. Luego contestó:

—Creo que me gustaría vivir aquí siempre.

Aquel verano, los niños corrieron a su antojo por el valle.

Medía unos cinco kilómetros de largo y por su parte más ancha casi un kilómetro de extensión. Contaba únicamente con las dos granjas y el río, el cual provenía del lado sur a unos tres kilómetros en el interior. La tierra era rica y estaba bien cultivada, pero había muchísimos espacios en los que podían jugar los niños de doce y once años, aparte de que los montes de los alrededores invitaban a ser escalados.

Los muchachos subieron por dos o tres puntos de las montañas y allí, jadeando pero de pie, observaron los quebrados macizos y los brezales. Detrás de ellos, el valle parecía ser diminuto. A John le complacía sentirse en alto, aislado y hasta cierto punto poderoso. Porque desde esta posición ventajosa las casas que componían la granja se asemejaban a edificios de juguete que pudieran cogerse y arrancarse del suelo. Y en su verdor, el valle parecía un oasis en medio de montañas desérticas.

A David le agradaba menos esta actividad, y después de su tercera escalada se negó a subir otra vez. A él le bastaba con estar en el valle. Las pendientes de los alrededores eran como manos semicerradas y protegidas, lo que hacía que su escalada se le antojara estéril e ingrata.

Esta divergencia de gustos entre los dos hermanos motivó que mucho de su tiempo lo pasaran separados. Mientras John vagaba por las laderas del valle, David no se apartaba de la granja, lo que proporcionaba una enorme satisfacción a su abuelo. A finales de la segunda semana, en una tarde calurosa y nublada, abuelo y nieto fueron juntos al trigal que había cerca del río. El muchacho observaba atentamente a su abuelo, quien acá y allá arrancaba espigas para examinarlas. Como veía poco a corta distancia, el anciano tenía que mirar el grano sosteniéndolo con todo el brazo estirado.

—A juzgar por lo que me dicen mis ojos —exclamó—, va a haber una buena cosecha.

A la derecha de ambos rugía continua y sordamente el Lepe, que golpeaba el continente rocoso para forzar su salida hacia el valle.

—¿Estaremos todavía aquí para la cosecha? —preguntó David.

—Eso depende. Es posible. ¿A ti te gustaría?

—¡Oh, claro, abuelo! —respondió el muchacho, entusiasmado.

Hubo luego un silencio, solamente interrumpido por el ruido del Lepe. El hombre paseó su vista rápidamente por el valle que los Beverleys habían cultivado durante siglo y medio; después se volvió hacia su nieto.

—No creo que vayamos a tener mucho tiempo para conocernos el uno al otro, muchacho —dijo—. ¿Crees que te agradaría cultivar este valle cuando seas mayor?

—Más que ninguna otra cosa.

—Entonces será tuyo. Una granja necesita tener un propietario, y me parece que a tu hermano no le va a entusiasmar esta vida.

—John quiere ser ingeniero —replicó David.

—Y probablemente lo será, y bueno. ¿Qué quieres ser tú?

—No he pensado todavía en eso.

—Quizá no debiera decirlo yo —observó el abuelo—, puesto que nunca he visto otra vida aparte de la que vislumbro en Lepeton Market; pero no sé de otra forma de vivir que dé tanta satisfacción. Y esta es una buena tierra y un buen cobijo para el hombre que se contente con su propia compañía y con unos pocos vecinos. Hay losas bajo tierra en el Top Meadow y dicen que en épocas pasadas el valle era una fortaleza. Reconozco que ahora, contra cañones y aviones, no podría defenderse igual, pero siempre que salgo fuera tengo la sensación de que al volver por el paso podría cerrar la puerta detrás de mí.

—Eso es lo que yo sentí —observó David—, cuando entramos en el valle.

—Mi abuelo —dijo el anciano— se enterró aquí en vida. A los demás no les gustó entonces la idea, pero en aquellos tiempos tenían que transigir con ciertas cosas que no les gustaban. ¡Maldita sea! En la actualidad esa gente tiene más apoyo. Pero cualquier hombre debería tener el derecho a ser enterrado en su propia tierra.

El hombre miró a través de los verdes tallos del trigo. Luego añadió:

—Sin embargo, no me sabrá tan mal tener que dejársela a mi propia sangre.

Otra de las tardes, John se hallaba de pie en la ladera sur, y después de considerar lo a gusto que se sentía empezó a bajar nuevamente hacia el valle.

Desde su emergencia hasta el punto en que abandonaba el valle, el Lepe lamía estas pendientes del sur, por lo que la escalada de éstas sólo podía efectuarse desde el extremo este del valle. Pero el muchacho se daba cuenta ahora de que, una vez sobre el río, éste no podía impedirle el paso por los declives a cuyo fondo se agitaban y corrían apresuradamente sus aguas. Desde arriba había visto una grieta en la cara de la montaña que quizá fuera una cueva. Ayudándose con los pies y las manos, comenzó a bajar mientras arrancaba en su descenso piedras y tierra.

La bajada la realizó con agilidad, pero con cuidado, ya que si bien pensaba y se movía con celeridad, no era excesivamente temerario. Cuando llegó a la grieta, que se hallaba a unos cinco metros por encima de las oscuras y revueltas aguas, John descubrió que no era más que una simple raja en el suelo. Contrariado, buscó un nuevo motivo que diera satisfacción a su afán de aventura. Observó que, directamente sobre el borde del río, la roca se curvaba y se convertía en una especie de banco saliente. Desde ahí, quizá, podría meter un pie en las impetuosas aguas. Era menos gratificador que el hallazgo de una cueva, pero mejor sin duda que el regreso, frustrado, a la granja.

Ahora descendía con más prudencia aún. La pendiente estaba mojada y el ruido del Lepe sonaba a gruñido amenazador. Cuando por fin llegó al saliente rocoso, se dio cuenta de que tampoco podría hacer gran cosa desde él.

No obstante, ya le obsesionaba la idea de meter por lo menos un pie en el agua; eso habría bastado para satisfacer el objetivo que se había propuesto. Apretándose, pues, torpemente contra la pendiente, bajó la mano para desabrocharse la sandalia del pie derecho. Al hacerlo, el pie izquierdo resbaló en la roca lisa. Consciente de que caía, el muchacho trató furiosamente de agarrarse a algo, pero no había asideros para sus manos. Las aguas del Lepe, frías a pesar de hallarse en pleno verano, y salvajemente golpeaduras, le abrazaron al caer.

Aunque nadaba muy bien a pesar de su corta edad, era impotente contra la violencia de este río. La corriente le arrastró a las profundidades del canal que el Lepe había formado para sí durante siglos, mucho antes de que los Beverleys, u otros, llegaran para labrar sus orillas. Al igual que hacía con los guijarros de su lecho, el río rolaba a John para arrancarle a un tiempo la respiración y la vida. El muchacho no se daba cuenta de nada excepto de la opresiva violencia de las aguas y de su sofocante pulso.

Entonces, de repente, vio que disminuía la oscuridad que le rodeaba y que la luz del sol se filtraba a través de las aguas, todavía violentas, pero no de gran profundidad. Haciendo un último esfuerzo, luchó por alcanzar una posición superior y su cabeza pudo salir a la superficie. Después de respirar temblorosamente, comprobó que se encontraba próximo al centro del río. Como la fuerza de éste era demasiado grande, no podía mantenerse en pie, pero corría o nadaba a trechos con la corriente mientras era arrastrado hacia el paso que señalaba el final del valle.

Una vez fuera del valle, el río adquiría un curso más lento. Unos noventa metros más abajo el muchacho pudo nadar desmañadamente a través de unas aguas algo más calmadas; cuando alcanzó la orilla, se dejó caer sobre ella. Empapado y exhausto, contempló la longitud de la volteadora avenida de agua que, en tan poco tiempo, le había llevado a él hasta aquel lugar. Todavía tenía puesta la mirada en el río cuando oyó el sonido de un carruaje ligero que subía por el camino e, instantes después, la voz de su abuelo.

—¡Eh, John! ¿Has estado nadando?

El muchacho se levantó tambaleante, y dando un traspié fue a caer junto al vehículo. Los brazos de su abuelo le recogieron y le alzaron del suelo.

—Estás temblando, hijo. ¿Entonces es que te has caído en el río?

La mente de John seguía estando agitada; con frases entrecortadas y voz apagada contó cuanto pudo. El anciano le escuchaba atentamente.

—Parece que hayas nacido para servir de muestra. Un hombre hecho no hubiera dado demasiado por su piel de haberse encontrado en una situación semejante. ¿Y dices que haciendo pie en el fondo saliste a la superficie? Mi padre solía hablar de un banco de arena en medio del Lepe, pero nadie quiso ir a comprobarlo. Es bastante hondo por ambas orillas.

Miró a su nieto, que ahora empezaba a tiritar, y más a causa de la experiencia vivida que por ningún otro motivo.

—Pero no tiene sentido que yo me esté aquí hablando toda la tarde. Hay que llevarte a casa y ponerte ropas secas. ¡Vamos, «Flossie»!

Mientras su abuelo hacía restallar el pequeño látigo, John dijo, rápidamente:

—Abuelo…, no le dirás nada a mamá, ¿verdad? Te lo ruego…

—¿Y cómo lo vamos a evitar? —replicó el anciano—. No tiene más remedio que verte calado hasta los huesos.

—Creo que podría secarme… al sol.

—¡Ay, pero no esta semana! Sin embargo…, tú no quieres que ella sepa que te has dado un chapuzón. ¿Temes que te regañe?

—No.

Sus ojos se encontraron.

—Está bien —dijo el hombre—. Reconozco que debo guardarte el secreto, hijo. ¿Qué te parece si te llevo a casa de los Hillen y te secas allí? En alguna parte tendrás que hacerlo.

—Sí —respondió John—. Eso no me importa. Gracias, abuelo.

Las ruedas del carruaje crujían sobre el escabroso camino de piedras que serpenteaba por la hondonada; cuando avistaron la granja Hillen el anciano rompió el silencio:

—Así que quieres ser ingeniero, ¿eh?

John apartó su fascinada mirada del impetuoso Lepe.

—Sí, abuelo —contestó.

—¿Entonces no te atrae la agricultura?

—No particularmente —replicó con cautela el muchacho.

El abuelo, aliviado, añadió:

—No, creo que no.

Empezó a decir algo más, pero se detuvo. No fue hasta después de aproximarse a los edificios de la granja Hillen cuando el anciano continuó:

—Me alegro de ello. Reconozco que yo amo más la tierra que mucha gente, pero hay casos en los que no merece la pena poseerla. La mejor tierra del mundo podría ser infecunda si siembra la discordia entre hermanos.

Luego tiró de las riendas al caballo y llamó a Tess Hillen.