Trece años después de la desaparición

Vuelvo a casa a recoger las últimas cosas que me interesan, y ahí acabará todo. Lo demás está controlado. Ben nos ha encontrado una casa en Manchester que compartiremos con cuatro amigos más de la universidad. Yo tengo trabajo en una agencia de viajes. No pagan mucho, pero los extras son estupendos: vuelos baratos y hoteles mucho mejores de lo que podríamos permitirnos. Ben y yo ya hemos decidido adónde vamos a ir el año que viene: Marruecos, Italia, Phuket en Navidades. Todo está saliendo bien.

Lo único que me queda es contárselo a mamá, recoger mis cosas y salir pitando.

Sólo de pensarlo me entran arcadas. Me balanceo con el movimiento del tren mientras veo pasar los campos. El cuerpo entero me dice a gritos que ni debería plantearme volver a casa ahora que he acabado la carrera, que he tomado la decisión acertada. Esa parte de mi vida ha acabado. Ni siquiera creo que mamá quiera que regrese. Lo que pasa es que aún no se lo he dicho. No le he hablado de Ben, que es mi novio desde hace dos años y que sabe que seguramente no llegará a conocer a mi madre, pero no por qué. Y a él no le he hablado de Charlie, ni de papá, ni de ninguna de las cosas que me han hecho como soy. Demasiados secretos. Demasiada represión. Tendrá que haber una buena confesión un día de éstos, para que se dé cuenta de quién es la persona de la que está enamorado. Pero aún no.

Lo de mamá es prioritario.

La casa parece vacía cuando me acerco por la calle, arrastrando la maleta; las ventanas están a oscuras. Mamá no sale nunca, pero no tiene sentido llamar al timbre. Encuentro las llaves y abro, y de inmediato me llega un olor extraño que podría ser a comida en descomposición u otra cosa.

Al encender la luz la veo de inmediato, tirada al pie de la escalera en una postura rara. Ni me doy cuenta de que me muevo, de que suelto la maleta, pero de repente estoy a su lado y digo:

—¡Mamá! ¿Me oyes? ¿Mami?

Hace años que no la llamo así.

Emite un ruidito y el alivio me hace soltar un grito ahogado, pero está fría y tiene un color horripilante. Se le ha quedado una pierna doblada debajo del cuerpo en un ángulo forzado y me doy cuenta de que se la ha roto; también está claro que lleva mucho tiempo ahí. Hay una mancha oscura en la moqueta, debajo de ella, y allí el olor es más intenso, a amoníaco.

—Voy a llamar a un ambulancia —digo con claridad, y me dirijo al teléfono, que está a apenas unos palmos de ella.

Una mano me aferra el tobillo con una fuerza sorprendente y casi grito. Trata de hablar, parpadea. Me inclino sobre ella, tratando de no reaccionar ante el olor que desprende su cuerpo, ante su aliento, sintiendo horror, compasión y vergüenza. Con lágrimas en los ojos, tarda unos segundos en volver a decir algo:

—Hija mía...

Trago saliva con empeño, tratando de deshacer el nudo que me bloquea la garganta.

—No te preocupes, mamá, no me voy. Te lo prometo.

Llamo a la ambulancia, me siento a la cabecera de su cama, hablo con los médicos y limpio la casa. Llamo a Ben y le digo que he cambiado de idea. Dejo que crea que nunca he llegado a quererlo. Dejo que crea que le he mentido. No cojo el móvil y no hago caso de los mensajes de texto de mis amigos. Quemo todas mis naves. Me aíslo.

Y jamás se me pasa por la cabeza, ni una sola vez, que me equivoco, que una vez más he entendido mal a mi madre, que la mirada que me dirigió con ojos llorosos no era una súplica para que me quedara, sino que me pedía que la dejara en paz. Eso tiene mucho más sentido.