Siete años después de la desaparición
El parque es distinto por la noche. Debajo de los árboles está oscuro, no llega la luz de las farolas, y únicamente veo el brillo rojo de la punta del cigarrillo de Mark. Él lo llama la guinda. Se enciende y se apaga cuando da una calada y distingo su perfil, el contorno de la mejilla, las pestañas que se curvan hacia abajo. Creo que le gusto, a veces, y otras no estoy tan segura. Tiene tres años más que yo. Acaba de sacarse el permiso de conducir a la primera. Y es lo bastante guapo como para que la gente vuelva la cabeza cuando va por la calle pavoneándose. Todas las chicas de mi colegio están obsesionadas con él.
Oigo que algo se mueve: Stu cambia de posición al lado de Mark. Me aparto, tratando de ocupar menos espacio. Ha empezado a lloviznar y el grupito se acurruca. Annette ha puesto el codo en mi costado y cuando todo el mundo se ríe de un chiste de Stu me lo clava, con fuerza. Lo ha hecho adrede. No le caigo bien.
—Vamos a jugar a la botella —propone, levantando la botella de vodka y agitándola, de modo que el trago que queda en el interior nos salpica.
Me arrimo a Mark con la esperanza de que diga que no. Me he mareado. Lo único que quiero es que me pase el brazo por los hombros y me hable en voz baja de esa forma tan graciosa suya. No es exactamente lo que dice, sino cómo me siento al oírlo.
—Si no se ve nada —recuerda otra chica, y alguien más, Dave, saca una luz de bicicleta y la enciende.
Las caras están desencajadas por el alcohol, con párpados caídos y bocas pastosas. Yo no he bebido tanto como los demás y no quiero jugar a la botella, y menos con esta gente, y menos ahora. Es tarde, estoy cansada y no hago más que comprobar que llevo las llaves en el bolsillo, para poder entrar en casa discretamente, antes de que mamá se dé cuenta de que he salido.
Tomo una decisión de forma abrupta. Me pongo de pie y Annette ríe bien alto.
—¿No te apetece, Sarah?
—Me marcho.
Me abro camino por encima de las piernas de los demás y me agacho para esquivar las ramas cuando salgo al descubierto. A mi espalda oigo un ruido y veo que Mark me sigue, sin hacer caso de las burlas de sus amigos. Me pasa el brazo por detrás y me siento abrigada, cuidada, me imagino que va a acompañarme a casa, pero lo que hace es apartarme del sendero, hacia la cabaña del encargado, a unos doscientos metros del grupo.
—No te vayas —murmura pegado a mi pelo—. No te marches.
—Es que quiero irme. —Me aparto de él, riendo un poco, y me agarra el brazo con fuerza—. Ay. Me haces daño.
—Cállate. Anda, cállate —ordena, y tira de mí para llevarme bajo la protección que ofrece la pared de la cabaña.
—Mark —protesto, y me lanza violentamente contra la pared, de forma que me pego un golpe en la cabeza.
Luego me pone las manos encima, me agarra, me soba, me palpa; yo suelto un grito ahogado por la sorpresa y el dolor y él se ríe entre dientes. Sigue y sigue sobándome, y entonces se oye un ruido cerca y miro y veo a Stu, y a Dave, que va a su lado. Tienen los ojos abiertos de par en par, llenos de curiosidad. Han ido a impedir que me escape. Han ido a mirar.
—Te encanta, ¿verdad? —pregunta Mark.
Me planta las manos en los hombros y empuja hacia abajo, de manera que caigo de rodillas delante de él y comprendo por fin, comprendo lo que quiere que haga. Se baja con torpeza la cremallera de los vaqueros, se le acelera la respiración y yo cierro los ojos. Las lágrimas me escuecen en el interior de los párpados. Quiero irme a casa. Me da miedo hacer lo que pretende y me da miedo decir que no.
—Abre la boca —me manda, y me da una bofetada en la sien para que lo mire, para que vea qué tiene en la mano—. Venga, perra. Si tú no quieres, habrá muchas tías que estarán encantadas de hacerlo.
No veo lo que pasa, pero de repente aparece una luz intensa que veo roja a través de los párpados y oigo que Dave maldice con una voz aguda y asustada. Los otros dos chicos salen corriendo, los pies les resbalan sobre la hierba y, antes de que Mark tenga tiempo de reaccionar, se oye un ruido seco y él se dobla y cae de lado, dando patadas. Yo me pongo en pie de un brinco, con los ojos entrecerrados ante la luz, que ahora distingo. Es el estrecho haz de una linterna, y el que la sostiene se aparta de mí y la dirige hacia el cuerpo de Mark, hacia la mitad inferior, hacia los pantalones y la ropa interior, bajados hasta los tobillos.
—Que te den por culo —espeta la persona que sostiene la linterna, y al principio me parece que me lo dice a mí—. ¿No has encontrado a nadie de tu edad? Mira que aprovecharte...
Avanza un paso y propina una buena patada en el muslo a Mark, que suelta un gemido. La linterna da la vuelta y por un momento veo una cara que conozco: la de Danny Keane, el amigo de Charlie. No lo entiendo. Me echo atrás y la linterna se clava en las sombras, me encuentra, recorre mi camiseta. Me doy cuenta de que está rajada por delante y agarro los bordes hechos jirones, tratando de recomponerla.
Se hace un silencio durante unos instantes mientras Danny me mira y yo lo miro a él, con los ojos entornados por la luz de la antorcha.
—Vete a casa, Sarah —me pide con voz mortecina—. Vete a casa y no vuelvas a hacer esto. Eres una niña. Compórtate como una niña, por el amor de Dios. Tú no eres así. Vete a casa.
Giro sobre los talones y echo a correr a toda pastilla por la hierba como si me persiguieran, y a mi espalda oigo un golpe sordo, y luego otro, y tengo que mirar para ver qué pasa. Danny se ha agachado encima de Mark y lenta y mecánicamente está haciéndole saltar los dientes de delante con la pesada antorcha, mientras Mark chilla sin parar.
Sin dejar de huir me doy cuenta de dos cosas. Mark no volverá a hablarme y yo no seré capaz de mirar a Danny Keane a los ojos mientras viva.