Cuatro años después de la desaparición

—Bueno, hay que decidirse. ¿De qué sabor te apetece el helado?

Finjo que tengo que pensarlo.

—Hum. Me parece que quizá... ¿de chocolate?

—¿De chocolate? Qué raro —contesta mi padre—. En fin, no es muy ortodoxo, pero yo diría que... Sí, me pido lo mismo. Qué buena idea.

Los dos pedimos siempre helado de chocolate. Es prácticamente una norma. Aunque me apeteciera otra cosa no lo diría, porque papá se quedaría hecho polvo.

Compra los dos helados y echamos a andar hacia la orilla. Estamos en pleno verano y hace sol y calor, así que el paseo marítimo del muelle está repleto de domingueros como nosotros. Veo un banco libre a lo lejos y corro para ocuparlo antes de que nos lo quiten. Papá me sigue más despacio, sin dejar de lamer el helado metódicamente, hasta que éste adopta una forma puntiaguda.

—Date prisa —grito, nerviosa por si alguien trata de sentarse en el banco al ver que estoy sola, aunque todo lo que consigo es que vaya más despacio.

Se lo toma con mucha parsimonia y yo miro hacia otro lado, enfadada. A veces me sorprende que papá pueda ser tan infantil a su edad. O más bien inmaduro. Es como si yo fuera la adulta y él, el niño.

—Muy bien —dice por fin, cuando se sienta a mi lado—. Esto es perfecto.

Es cierto. El mar está de un azul plateado y la playa de guijarros, blanca bajo el sol. En el cielo, las gaviotas vuelan en círculos y chillan. Hay gente por todas partes, pero en nuestro banco, con el brazo de papá sobre los hombros, me siento en una burbuja. Nadie puede hacernos nada. Voy lamiendo el helado y me siento feliz otra vez, acurrucada contra el costado de papá. Me encantan estas salidas que hacemos los dos a solas. Jamás se lo diría a él, pero me alegro de que no haya venido mamá. Lo echaría todo a perder. Desde luego, no se sentaría en un banco a comerse un helado y reírse de dos perros gordos y empapados que juguetean en la orilla.

Llevamos ya unos minutos sentados y he empezado a comerme la galleta cuando papá me quita el brazo de los hombros para apoyarlo en el respaldo y dice:

—Tesoro... Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

Me imagino que será un chiste tonto o algo así, pero papá suspira y se pasa la mano por la cara antes de seguir.

—Tu madre y yo... Bueno, hace un tiempo que no nos llevamos bien. Y hemos decidido que lo mejor es separarnos.

Me quedo mirándolo.

—¿Separaros?

—Vamos a divorciarnos, Sarah.

—¿Divorciaros?

«Tengo que dejar de repetir el final de sus frases», pienso entonces, aunque carezca de importancia, pero es que no se me ocurre nada que decir.

—Todo saldrá bien. En serio, hija. Te veré constantemente. Seguiremos haciendo salidas como ésta... Iré a buscarte todos los fines de semana si puedo. Y tú podrás venir a verme. Tengo un trabajo nuevo, en Bristol. Es una ciudad estupenda. Nos lo pasaremos muy bien.

—¿Cuándo te vas?

—Dentro de dos semanas.

Dos semanas es muy poco.

—Hace mucho que lo sabías —digo en tono acusador.

—Queríamos estar seguros de tenerlo todo resuelto antes de contártelo.

La frente de papá se ha llenado de unas cien arrugas. Parece estresado. Trato de procesar toda esta información lo más deprisa posible, de comprender.

—¿Y por qué no puedo irme contigo?

Papá se queda perplejo.

—Bueno, para empezar está el cole.

—En Bristol también hay coles.

—¿Y no echarías de menos a todas tus amigas?

Me encojo de hombros. La respuesta es que no, pero no quiero que se preocupe. Siempre me pregunta por mis amigas y le hago creer que tengo bastantes, sin reconocer jamás que casi todos los días me paso la hora de comer en la biblioteca, leyendo en silencio. No es que les caiga mal a los demás, es que no les caigo. Y lo prefiero.

—Podría empezar en otro sitio en septiembre. Sería buen momento para cambiar.

—Lo entiendo, Sarah, pero... Bueno, creo que sería mejor que te quedaras con tu madre.

—Pero ya sabes cómo es. ¿Cómo va a ser mejor que me quede con ella?

—Sarah...

—Me abandonas con ella, ¿verdad? Tu te escapas y yo tengo que quedarme.

—Te necesita, Sarah. Puede que no lo entiendas, pero te quiere mucho. Si te marcharas conmigo..., no creo que pudiera salir adelante sola. No quiero abandonarla de ese modo. No sería justo.

—¿Y entonces por qué te vas? —pregunto, y me pongo a llorar y me caen los mocos, y las lágrimas apenas me dejan ver a mi padre—. Si tanto te preocupa mamá, ¿por qué te vas?

—Porque no tengo más remedio —responde con un hilo de voz, abatido—. Sarah, no depende de mí. No ha sido idea mía.

—¡Pues plántale cara! Si no quieres dejarnos, díselo. No te vayas y ya está —grito, y la gente empieza a volverse, a darse codazos, pero me trae sin cuidado—. ¿Por qué haces todo lo que dice, papá? ¿Por qué permites que te pisotee?

No tiene respuesta y yo lloro tan desconsoladamente que no logro hacer la última pregunta, la que de verdad quiero plantearle:

«¿Por qué no me quieres lo suficiente como para decirle que no?»