Capítulo 3
Desde luego, aquel martes era el día perfecto para llamar al trabajo y decir que estaba enferma. Sentada dentro del coche, comprobé mi aspecto en el retrovisor y reparé en la palidez verdosa y en las intensas ojeras, consecuencia de una noche prácticamente en vela. Había dormido mal; me despertaba más o menos cada hora y me quedaba mirando la oscuridad con los ojos como platos. Los acontecimientos de la tarde anterior me habían parecido tan irreales al sonar el despertador que hasta había ido al armario de mi habitación para meter la mano en el bolsillo de la chaqueta, sin saber si sentirme aliviada o defraudada al encontrar la tarjeta con los datos de contacto del agente Blake. Después había puesto las noticias mientras desayunaba unos cereales casi sin masticar y había visto a los Shepherd, a quienes los periodistas aún no habían identificado, mientras se dirigían ya al amanecer al lugar donde había aparecido el cadáver de su hija. La madre iba muy despeinada, con mechones de pelo rubio rojizo desgreñados, y no con la elegante melena que recordaba. Al llegar al borde del bosque, Michael Shepherd volvió la cabeza y miró directamente a la cámara con los ojos inyectados en sangre y rebosantes de angustia. Solté el cuenco de los cereales, invadida por una náusea repentina.
En el retrovisor, también yo tenía los ojos rojos. Desde luego, parecía enferma, pero quedarme en casa se me hacía aún más cuesta arriba que ir a trabajar. La noche antes, a mi llegada, mi madre ya se había ido a dormir, y por la mañana no había dado señales de vida, pero eso no podía durar. Si me quedaba, en algún momento tendría que verla. O incluso hablar con ella.
Encendí el coche y metí la marcha atrás, pero luego me quedé inmóvil, aferrando el volante hasta que se me pusieron los nudillos blancos como el papel. No podía ir al colegio, pero no había más remedio, así que al final dije en voz alta:
—A la mierda. A la mierda todo.
Quité el freno de mano y dejé que el coche rodara hasta la carretera. Al cabo de un segundo frené en seco, mientras una moto pasaba de largo acompañada de un largo pitido de indignación. Ni siquiera la había visto. No había mirado. Se me aceleró el corazón y sentí que me fallaban las fuerzas cuando me metí en la carretera, sin dejar de mirar obsesivamente por si ponía en peligro a alguien más. «Tranquilízate... Vamos, no te derrumbes.»
Lo peor de todo, lo que hacía que aquello resultara absolutamente intolerable, era que conocía muy bien la identidad del motorista: se trataba de Danny Keane, el que había sido el mejor amigo de Charlie. Según mis recuerdos, había vivido delante de casa toda la vida, pero nada habría cambiado si hubiera vivido en la Luna. Hacía ya mucho que había quedado atrás la época en que podía entablar una conversación amistosa con él; yo lo evitaba deliberadamente y él se daba cuenta; llevaba años sin sonreírme ni dirigirme un saludo ni demostrar en modo alguno que era consciente de mi existencia. No era culpa suya que lo asociara con algunos de los peores momentos de mi vida, que fuera incapaz de romper la conexión mental entre Danny Keane y la desesperación. Por lo general yo salía de casa pronto y volvía tarde; nuestros caminos pocas veces se cruzaban, pero no por eso dejaba de saber quién era, y él debía de acordarse de mí. Tirarlo de la moto habría sido muy mala forma de empezar a recuperar la amistad.
Había mucho tráfico y los coches avanzaban despacio, mucho más despacio de lo habitual. En todos los cruces se formaban colas, la gente daba marcha atrás y se metía por carreteras secundarias. No entendía qué pasaba y al final resultó ser sencillamente la naturaleza humana. A lo largo de toda la carretera principal, que rodeaba el bosque, los arcenes estaban llenos de surcos y huellas, allí donde los neumáticos de las furgonetas de la televisión habían pasado sobre la tierra blanda. Las antenas parabólicas montadas en el techo transmitían la desgracia de la familia Shepherd al mundo entero. Cada furgoneta contaba con un grupito propio de acompañantes: un cámara, un técnico de sonido y un periodista. Era la otra cara de lo que había visto en la televisión durante el desayuno. Y también la nueva atracción turística de Surrey. Los conductores redujeron la velocidad hasta avanzar a paso de tortuga. Era mejor que un accidente de tráfico; existía la posibilidad de ver a famosos de verdad, en concreto a uno o dos de los reporteros más conocidos. Era probable incluso que un cámara hiciera una panorámica y sacara durante uno o dos segundos a un conductor avanzando muy despacio. La fama, por fin. Pues claro que los coches casi ni se movían. Me pegué al que llevaba delante todo lo que dio de sí mi arrojo y me concentré en avanzar, sin prestar excesiva atención al asentamiento mediático que acababa de surgir de la nada en el arcén.
En la verja del colegio observé el aumento del número de padres concentrados, dedicados a hablar con gran seriedad entre ellos, pero no les hice caso y pasé de largo sin aminorar la velocidad. Una mirada somera me bastó para saber que el único tema de conversación era el cadáver, y no quería oír sus especulaciones sobre lo sucedido, sobre la identidad de la niña, sobre si era cierto... Desde lejos ya se veía que el hervidero de rumores había puesto la directa.
Lo mismo que los chismosos profesionales. En el aparcamiento del personal me dirigí a una plaza pegada a la pared. Mientras apagaba el motor oí un repiqueteo en la ventanilla que me hizo dar un respingo. Me volví de golpe, dispuesta a soltar un bufido a quien me hubiera abordado con aquel sigilo, convencida de que sería un compañero de trabajo, pero la cara que me miraba desde el otro lado del cristal no era la de ningún profesor. Fruncí el ceño y traté de ubicar a la mujer que me observaba. Era de mediana edad, con un rostro hinchado y cubierto por una buena capa de base de maquillaje. El lápiz de labios rosa claro confería una tonalidad amarillenta a los dientes, y llevaba un abrigo pardo y soso con el que ni su tipo ni su color de piel salían favorecidos. Aunque sonreía, tenía una mirada fría con la que escudriñó el interior del coche, sin perderse detalle. Muy a regañadientes bajé la ventanilla.
—¿Quiere algo?
—Carol Shapley, redactora en jefe de The Elmview Examiner —se presentó mientras se inclinaba por la ventanilla hasta casi tocarme—. ¿Es usted profesora del colegio?
Miré de forma harto significativa el cartel de la pared en el que se leía «Aparcamiento de profesores» con letras de más de un palmo de alto y que se encontraba a unos tres metros de donde me había detenido.
—¿Buscaba usted a alguien en particular?
—No exactamente —contestó con una sonrisa aún más exagerada—. Cubro la noticia del asesinato de una de sus alumnas, y tengo algunos datos que me gustaría que me confirmara.
Hablaba con rapidez. Recitó de un tirón y con gran soltura el discursito que llevaba preparado, para dar la impresión de que ya sabía todo lo que había que saber. Se me disparó una alarma con tanta fuerza que me sorprendió que ella no la oyera. Recordé haberla visto ya en varias funciones del colegio, actos para recaudar fondos y otras actividades locales por las que se paseaba dándose aires. The Elmview Examiner era el periódico local por antonomasia, absolutamente provinciano.
Y decir que era la redactora en jefe era tener mucha desfachatez. Según mi información, era la única reportera.
—Lo siento, pero me parece que no puedo serle de ayuda —repuse con amabilidad, y empecé a subir la ventanilla a pesar de que se había apoyado en el borde.
Durante un segundo vi que luchaba contra el impulso de insistir en hablar conmigo, pero retrocedió más o menos medio metro. No me pareció suficiente.
Recogí mis cosas y abrí la puerta para descubrir que apenas me había dejado espacio suficiente para salir.
—Sólo tengo un par de preguntas.
Me erguí todo lo que pude y descubrí que me sacaba unos cinco centímetros; no era la primera vez en mi vida que me lamentaba por no ser lo bastante alta para mirar a alguien por encima del hombro, pero no me hacía falta la ventaja física cuando tenía la autoridad moral.
—Mire, he de entrar para hablar con mis alumnas. Lo siento, pero ahora no tengo tiempo para charlar. —No sé cómo, conseguí sonreír—. Ya sé que sólo cumple con su obligación, pero yo también tengo trabajo que hacer.
—Ah, lo entiendo. ¿Puedo preguntarle cómo se llama? —Agitó un folio ante mí—. Tengo una lista. Siempre viene bien poner cara a los nombres.
No vi forma posible de evitar decírselo.
—Sarah Finch.
—Finch... —Repasó la lista con el bolígrafo e hizo una señal junto a mi nombre—. Gracias, Sarah. A lo mejor podemos charlar en algún otro momento.
«O a lo mejor no.»
Eché a andar hacia el colegio, pero por supuesto Carol Shapley no había acabado.
—Fuentes policiales me han informado de que fue uno de los profesores de esta escuela quien encontró el cadáver. ¿No sería usted, por casualidad?
Me paré en seco y me di la vuelta, mientras pensaba a toda velocidad. Por supuesto, no quería que se enterara de que había sido yo, pero no estaba segura de poder colarle una mentira.
—Dios mío, qué horror —dije al fin.
—Sí, es tremendo —comentó la periodista, sin revelar la más mínima emoción.
Le dediqué otra sonrisita sin contenido e hice ademán de encogerme de hombros. Luego me dirigí a la sala de profesores, consciente de que sus ojos me observaban mientras cruzaba el aparcamiento. Conservaba la esperanza de que me catalogara de anodina, inútil para sus propósitos, completamente falta de interés, porque si empezaba a escarbar tenía todos los puntos para encajar las piezas. Y no sólo respecto a Jenny. Si buscaba un enfoque para un reportaje de seguimiento de lo que sin duda iba a ser la noticia del año, podría ocurrírsele comparar las circunstancias de la muerte de Jenny con otros asesinatos y misterios sin resolver de la zona. La desaparición de Charlie destacaría por sí sola entre los archivos. No era la primera vez que me alegraba de haberme cambiado el apellido y de que ninguno de mis compañeros supiera nada de Charlie. A Carol no le resultaría tan fácil atar cabos. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a hacerlo? Lo único que tenían en común los dos casos era yo.
Aunque la sala de profesores estaba llena hasta la bandera, como no la había visto nunca, los maestros y el personal no docente guardaban un silencio casi sepulcral. Daba la impresión de que estaban presentes todos los trabajadores de Edgeworth. Todo el mundo había llegado puntual, para variar. Repasé las caras demacradas y preocupadas que me rodeaban y tuve una sensación horrible. Ya todos estábamos implicados; no había forma de escabullirse.
Elaine Pennington se encontraba de pie en un extremo de la sala, con el inspector jefe Vickers a su lado. Junto a él había una joven con una tablilla con sujetapapeles que lucía un maquillaje impecable y se había presentado como la jefa de prensa de la policía. La directora llevaba ya un buen rato hablando de Jenny y de que había que cooperar con la policía y responder a las preguntas de los padres. Hacía un gran esfuerzo para parecer tan firme y resuelta como de costumbre, pero el papel que utilizaba de chuleta le temblaba entre las manos. Un lado de su delgada cara estaba rígido, paralizado, con un tic nervioso que le tiraba del párpado intermitentemente. Crucé los dedos para que se decidiera por mantenerse alejada de los periodistas hasta haber recuperado al menos en parte la compostura. Hablaba con una voz extraña, aflautada, y no dejaba de recorrer la sala con la mirada. Hice un esfuerzo para prestar atención a lo que decía.
—Muy bien. Tras consultar a la policía, y teniendo en cuenta los trastornos que seguramente afrontaremos todos en los próximos días, he decidido suspender las clases por el momento.
Un murmullo de desconcierto recorrió el grupo de profesores. En el cuello de Elaine aparecieron manchas rosas, señal habitual de que estaba a punto de perder los nervios.
Stephen Smith, un hombre encantador y uno de los profesores más veteranos del colegio, levantó la mano.
—Elaine, ¿no te parece que a las chicas les vendría bien la rutina de las clases y el trabajo para no pensar en lo sucedido?
—Lo he tenido en cuenta, Stephen, gracias. Pero me da la impresión de que los próximos días van a ser un desastre en lo que a concentración se refiere. Ya resulta imposible trabajar con todo este ruido, además de las interrupciones.
Nos volvimos todos a una a mirar por la ventana hacia la zona en que estaban instalándose los equipos de las televisiones, cuyas furgonetas habían aparcado junto a la pared del colegio. Ya habían empezado a llegar procedentes del bosque. Necesitaban otra imagen de fondo para las noticias del mediodía y al parecer habían elegido el colegio.
—No sé si alguno ha pasado por secretaría esta mañana, pero decir que esto ha sido un caos es quedarse corto. Janet se dedica a bregar con llamadas de padres inquietos desde que ha llegado. Les preocupa la seguridad de sus hijas, aunque nadie ha insinuado que el colegio tenga la más mínima relación con esta terrible tragedia.
La voz de Elaine se quebró un poco con esas últimas palabras. Me pregunté, tal vez injustamente, si sufría por la reputación del centro más que por lo sucedido a Jenny.
—Tenemos la obligación de garantizar la seguridad de las chicas y no me siento cómoda al hacer una promesa de ese tipo a los padres. No es que crea que corran peligro de que las ataquen, pero sí soy consciente de que la prensa va a meter las narices por todas partes, y esa publicidad puede atraer una atención que no nos conviene. No quiero que las chicas estén expuestas a un ambiente así.
En eso tenía razón.
Echó un vistazo a Vickers, que parecía aún más mustio que la noche anterior. Tenía los párpados caídos y me resultaba difícil descifrar en qué pensaba.
—Por otro lado, el inspector jefe Vickers nos ha pedido utilizar algunas de las instalaciones del centro, por lo que quiero que disponga de libre acceso.
—Muy amable —le agradeció Vickers. Se irguió un poco y forzó la voz para que lo oyera todo el mundo—. La central operativa del caso está en la comisaría de Elmview, pero nos gustaría hacer algunos interrogatorios aquí. Queremos hablar con las amigas y las compañeras de clase de Jennifer, y no somos partidarios de llevar a cabo esas entrevistas en una comisaría; preferimos permanecer en un entorno conocido. También vamos a utilizar el salón de actos para ofrecer una rueda de prensa dentro de un rato, ya que dispone de todos los servicios que necesitamos.
Me parecía un error por parte de Elaine. En su lugar, yo habría mantenido el colegio tan al margen de la investigación como hubiera sido posible. A juzgar por la forma en que miraba constantemente a Vickers en busca de orientación, daba la impresión de que se la había ganado por completo. Resultaba todo muy inoportuno, en especial porque a mí me interesaba mantenerme apartada de la investigación, fuera del radio de acción, lejos del punto de mira.
—Entonces, ¿podemos irnos a casa o qué? —preguntó Geoff Turnbull desde el fondo de la sala, sin inmutarse, como si la situación fuera rutinaria y con la grosería habitual en él.
No me molesté en darme la vuelta para mirarlo, aunque me lo imaginaba allí repantigado, con aquellos ojos azules, aquellos bíceps y el pelo negro repeinado. Era uno de los profesores de Educación Física de Edgeworth y no me caía bien en absoluto.
—No, Geoff —contestó Elaine, irritada—. Me gustaría que os pusierais a disposición de la policía y de las chicas, aunque no haya clases. Dado que vamos a tener a muchas alumnas por los pasillos, a la espera de que vengan sus padres a recogerlas, es más importante que nunca que os quedéis. Vamos a dividirlas por grupos y a vigilarlas hasta que lleguen sus padres o tutores a por ellas. Y me temo que también voy a pediros que os quedéis después del horario habitual. Hoy voy a necesitar vuestro respaldo, así que os ruego un poquito de paciencia.
—¿Y cuánto tiempo va a durar esto? —quiso saber Jules Martin—. ¿Cuándo volveremos a la normalidad? En este momento algunas de las chicas están preparando exámenes y no quiero que se altere su programa de estudio.
Le lancé una mirada cínica, a la que ella respondió con una sonrisa inexpresiva. Probablemente Jules era mi única amiga en todo el claustro, y su nivel de entrega al trabajo se parecía al mío. Su preocupación actual era loable y casi a ciencia cierta falsa.
—Tengo muy presente el calendario de exámenes —afirmó Elaine—. Para las alumnas, ésta será una semana de estudio. Janet os ayudará con la distribución de programas para las clases en cuestión. Espero que los entreguéis todos en secretaría antes de la hora de comer. Y respecto a cuánto durará todo esto...
Se volvió hacia Vickers, que aseguró:
—En este momento no puedo hacer cálculos. En función de mi experiencia en otras investigaciones, me imagino que el interés periodístico irá decayendo en los próximos días, siempre que no haya avances significativos. Vamos a hacer todo lo posible para minimizar la alteración de la rutina y esperemos que la semana que viene todo funcione ya con normalidad. Por entonces habremos acabado los interrogatorios. Cuento con un amplio equipo, de modo que hablaremos con todo el mundo bastante rápido.
—Muy bien, escuchadme —pidió Elaine tras mirar la hora en su reloj de pulsera—. Me gustaría que fuerais todos a las aulas correspondientes y pasarais lista. Luego mandáis a las chicas al salón de actos. Ya me encargaré yo de explicarles lo que ocurre. Me parece importante contar con su participación y mantenerlas informadas.
—Pero ¿qué decimos si nos preguntan? —planteó Stephen con gesto de preocupación.
—Pensad algo —replicó Elaine entre dientes, con signos evidentes de estar a punto de perder la poca compostura que le quedaba.
La sala de profesores se vació en un tiempo récord. Pasé junto al inspector jefe Vickers y nos miramos a los ojos durante una décima de segundo. A modo de saludo asintió de forma discreta, casi imperceptible, lo cual me alivió. Lo último que me apetecía era que todos los demás se dieran cuenta de que ya nos conocíamos, y desde hacía bien poco. La identidad de la persona que había encontrado el cadáver de Jenny era el principal tema de conversación en el momento de mi entrada en sala de profesores. Una cosa podía decirse de Carol Shapley: era exhaustiva. Había logrado interrogar a casi todos los profesores antes de que llegaran al edificio del colegio.
El salón de actos estaba prácticamente lleno. Conseguí una silla en las primeras filas, pegada a la pared y vuelta hacia el fondo, de modo que pudiera abarcar todo el auditorio. Las alumnas, a las que jamás se había visto completamente calladas en toda su vida, estaban tan mudas como los profesores un rato antes. Ni un parpadeo interrumpía la atención con la que escuchaban absortas el discurso que pronunciaba en la tarima Elaine, de nuevo flanqueada por Vickers y la jefa de prensa. Durante la hora aproximada transcurrida entre una reunión y otra, Elaine había pulido algunos de los problemas de su presentación. Soltó toda la perorata sin un solo titubeo.
En realidad el salón estaba mucho más vacío de lo que habría cabido esperar; me imaginé, al echar un vistazo a las filas de niñas, que aproximadamente la mitad se había quedado en casa o se había marchado ya. El cálculo concordaba con lo que había constatado al pasar lista en mi clase, ampliamente reducida. Había corrido la voz de que la víctima era una alumna de Edgeworth. Ya sólo querían oír los detalles.
—Va a ser un momento difícil para todos nosotros —decía Elaine, siguiendo con su sermón—, aunque espero que os comportéis con dignidad y decoro. Os ruego que respetéis la intimidad de los Shepherd. Si por casualidad se os acerca algún periodista, no contéis nada de Jenny, del colegio o de lo relacionado con la investigación. No quiero ver a una sola alumna de Edgeworth hablando con los periodistas. A la que lo haga se la expulsará temporalmente. O algo peor.
Algunas de las chicas de cursos superiores parecían más desconsoladas por la prohibición de hablar con la prensa que por lo sucedido a Jenny. A pesar de sus sentidos sollozos, me fijé en que el maquillaje no se les había corrido lo más mínimo.
—La secretaria del centro está poniéndose en contacto con vuestros padres en estos momentos —prosiguió Elaine—. Les pediremos que vengan a buscaros o se organicen para que alguien se ocupe de vosotras durante las próximas horas. El colegio permanecerá cerrado durante toda la semana.
El inspector jefe Vickers se quedó un poco estupefacto ante el bisbiseo de emoción que recorrió el salón de actos. Yo no. Las chicas, como cualquier adolescente, eran egocéntricas y de una brutalidad irreflexiva en ocasiones. Por mucho que la muerte de Jenny las hubiera trastornado sinceramente, también buscaban salir beneficiadas de la situación. No tenía sentido hacer ascos a una semana de vacaciones sin previo aviso, fuera cual fuese el motivo.
Elaine levantó las manos y de nuevo se hizo el silencio.
—Este es el inspector jefe Vickers. Está a cargo de la investigación de esta muerte tan triste y tiene un par de cosas que deciros.
Otro murmullo cruzó el salón. Se me planteó la duda de si Vickers se había visto alguna vez en el punto de mira de tanta sobreexcitación femenina, y me hizo gracia comprobar que sus orejas adquirían una tonalidad rosa intenso. Dio un paso al frente y se inclinó hacia el micrófono. Con su aspecto despeinado, pálido y algo desaliñado, su incomodidad quedaba bien disimulada.
—Gracias, señora Pennington. —Se había acercado demasiado y la P de Pennington resonó con un exceso de amplificación—. Quiero hacer un llamamiento a cualquiera de vosotras que tenga información sobre Jenny Shepherd para que venga a hablar conmigo o con alguien de mi equipo.
Señaló con la cabeza la parte trasera del salón de actos y, al igual que todos los presentes, me volví. Me sobresalté al ver a Andrew Blake apoyado contra el marco de la puerta, con dos policías de uniforme a su lado. Valerie debía de estar ocupada con los Shepherd.
—También podéis dirigiros a vuestros profesores si os resulta más cómodo —añadió Vickers. Todas las cabezas del salón se volvieron de nuevo hacia él, con la misma sincronización que los espectadores de un partido de tenis—. Ellos os ayudarán. No penséis que no vale la pena contarnos lo que sabéis. Ya decidiremos nosotros si es útil o no. Lo que buscamos es información sobre Jenny, en especial sobre sus amistades en el colegio y fuera de él, y cualquier cosa rara que hayáis oído de ella o sobre ella, cualquier cosa fuera de lo normal. ¿Había algo que la preocupara? ¿Se había metido en algún lío? ¿Había reñido con otras alumnas o con alguien de fuera? ¿Pasaba algo que Jenny mantuviera en secreto delante de los adultos? Si se os ocurre algo, cualquier cosa, os ruego que no os lo guardéis. Pero también os digo otra cosa: tratad de no chismorrear entre vosotras antes de hablar con nosotros. Es muy fácil ponerse a exagerar algo hasta no ser capaz de distinguir entre lo que uno sabe y lo que ha oído por ahí. —Volvió a recorrer el auditorio con la mirada—. Sé que vais a sentiros tentadas de hablar con los periodistas de esto. Se les da muy bien sacar información a la gente; mejor que a la policía, a veces. Pero no podéis confiar en ellos y lo más conveniente es que ni siquiera les dirijáis la palabra, como os ha indicado vuestra directora. Si tenéis algo que decir, acudid a nosotros.
Las chicas asintieron, hipnotizadas. Para ser un hombre cuyo nivel de glamour no llegaba ni a la suela de los zapatos del teniente Colombo, Vickers lo había hecho bastante bien.
Lo que no había hecho, por descontado, había sido responder a las preguntas que las chicas querían plantear. Durante el resto del día, cuando no me dediqué a supervisar grupos de repaso o a improvisar nuevos programas de estudio para las alumnas que tenían exámenes, traté de ocuparme de las especulaciones que se propagaban como un reguero de pólvora por el colegio.
—Señorita, ¿le han cortado la cabeza? Alguien ha dicho que... Bueno, que no tenía cabeza.
—A mí me han dicho que la apuñalaron cientos y cientos de veces. Y que tenía todas las tripas por fuera y se le veían los huesos...
—Señorita, ¿la torturaron? Dicen que estaba toda llena de quemaduras y cortes.
—¿La violaron, señorita?
—¿Cómo murió, señorita?
—¿Quién la mató, señorita?
Me contuve tanto como fui capaz.
—Seguid con lo que tengáis que hacer, chicas. Os queda mucho. La policía descubrirá quién ha sido.
La verdad es que me daban pena. A pesar de sus bravatas, las alumnas tenían miedo. Como introducción a la mortalidad, aquel trago era difícil de pasar. ¿Qué adolescente no espera vivir eternamente? Que les hubieran arrebatado a una compañera de aquella forma tan violenta suponía una conmoción, y tenían que desfogarse. El día, por consiguiente, fue agotador.
A las cinco y media seguía en el colegio, como había predicho Elaine. La última de las alumnas a mi cargo se había ido con su padre, un hombre de cuello rollizo que llevaba un traje caro y conducía un Jaguar. Había aprovechado la oportunidad para comunicarme el tiempo que había perdido por tener que ir a recoger a su hija y asegurar que, como de costumbre, el colegio había exagerado en su reacción. Estuve a punto de preguntarle qué tenía de acostumbrado que asesinaran a una de las compañeras de su hija, pero logré mantener la boca cerrada mientras la niña subía al coche, enmudecida y con los ojos bien abiertos por el sufrimiento. Casi me pareció oír que suplicaba que no empeorase las cosas discutiendo con él, así que me limité a sonreír con serenidad.
—Hacemos todo lo que está en nuestra mano para garantizar que las alumnas no corran peligro. Eso es lo más importante, seguro que coincidirá conmigo.
—Pues a buenas horas se preocupan de la seguridad de las niñas. Como que ya es demasiado tarde, ¿no? Y de paso se sacan unas vacacioncillas de una semana, que nunca vienen mal. Ni se les ocurre ponerse en la piel de los padres, que tienen que organizarse para ver qué hacen con sus hijas durante cuatro días. —Su rostro, que ya estaba sofocado, se enrojeció un poco más—. Ya puede decirle a su directora que pienso restar una semana de la cuota de este trimestre. A ver si así se replantea sus prioridades.
—Se lo comunicaré —afirmé, antes de apartarme con rapidez mientras él ya pisaba el acelerador y se marchaba a toda prisa, provocando que los neumáticos hicieran saltar la grava.
No habría valido la pena observar que los señores Shepherd habrían dado todo lo que tenían para encontrarse en su situación, pero se me pasó por la cabeza hacerlo.
Cuando ya me volvía para regresar al colegio, alguien me llamó y miré a mi alrededor. «Ay, no.» Geoff Turnbull se acercaba al trote por el aparcamiento, directo hacia mí. Salir corriendo habría sido poco digno. Además, tenía buenas piernas. Me tocaba enfrentarme a él.
—No te he visto en todo el día. —Se detuvo excesivamente cerca de mí y me pasó una mano por el brazo con gesto cariñoso—. Es espantoso, ¿verdad? ¿Cómo lo llevas?
Descubrí con horror que con sólo oír la pregunta se me llenaban los ojos de lágrimas. Fue algo totalmente involuntario, debido al agotamiento y a la tensión.
—Estoy bien.
—Venga —respondió mientras me sacudía el brazo con delicadeza—. Conmigo no tienes que hacer ningún papel, mujer. Desahógate.
No me apetecía desahogarme y mucho menos con él. Geoff era el ligón de la sala de profesores y me había perseguido desde mi llegada a Edgeworth. El único motivo por el que seguía interesado era que yo no lo estaba. Mientras trataba de encontrar una forma adecuada de huir, me encontré arrastrada hacia él para recibir lo que se suponía que era un abrazo de consuelo. Geoff se colocó de modo que todo su cuerpo quedara en contacto con el mío y se apretujó contra mí. Se me erizó el vello. Le di una tenue palmada en la espalda, con la esperanza de que me soltara, mientras sopesaba las ventajas relativas de una veloz patada en la entrepierna frente a la posibilidad de agarrar una de aquellas manos de pulpo y doblarle los dedos hacia atrás. Como la buena educación me impedía llevar a cabo ninguna de las dos tácticas, miré sin ánimo por encima de su hombro y me topé de lleno con la mirada de Andrew Blake, que también había empezado a cruzar el aparcamiento en dirección al salón de actos.
—Geoff —dije, y empecé a revolverme—. Suéltame, Geoff. Ya basta.
Dejó de apretar un poco, lo suficiente para bajar los ojos y mirarme a la cara. Conservaba aún la expresión de absoluta sinceridad y me dio la impresión de que debía de haberla practicado ante el espejo.
—Pobre Jenny. No me extraña que estés tan abatida. ¿Te has enterado? Dicen que la encontró un profesor. ¿Quién podría ser? ¿Tú sabes quién sale a correr por aquí?
Geoff sabía perfectamente que yo corría para mantenerme en forma; se había ofrecido a acompañarme en más de una ocasión. Me encogí de hombros, logré no reaccionar y di un paso atrás para interponer unos escasos pero importantísimos centímetros de aire entre nosotros.
—Es horroroso, pero lo llevo bien, de verdad. He tenido un momento de flaqueza y ya está.
—No hay por qué avergonzarse. —Extendió el brazo y me agarró la mano—. Es sencillamente un indicio de lo bondadosa que eres.
«Ay, por favor.»
—A lo mejor podemos sentarnos a charlar de todo esto mientras tomamos algo. Te lo mereces. Has cumplido con tu deber. Vámonos.
Pensé con rapidez mientras me zafaba de él.
—Lo siento, Geoff. Voy a la rueda de prensa. Quiero estar al tanto de la investigación. Ya me entiendes.
Sin esperar respuesta, eché a andar en dirección al edificio, hacia la puerta por la que había entrado Blake. La rueda de prensa ya debía de haber empezado, me dije tras mirar qué hora era. Hasta hacía un momento no había tenido intención de ir, pero cualquier cosa era mejor que sufrir un interrogatorio de Geoff en un bar de mala muerte, mientras me bebía una Coca-Cola caliente y me dedicaba a observar con atención sus movimientos.
Me metí por la puerta situada al fondo del salón de actos y la cerré tras de mí. El auditorio estaba lleno hasta la bandera, con periodistas de prensa escrita delante, fotógrafos por los pasillos y cámaras en la parte trasera. Estaban presentes algunos de los profesores, de pie a un lado. Encontré un sitio junto a Stephen Smith, que al verme asintió sin decir nada. Parecía agotado y abatido. Una vez más noté la lenta quemazón de la rabia que sentía por el causante de todo aquello.
En la parte delantera, el inspector jefe Vickers se había sentado en el centro de una larga mesa. Los padres de Jenny estaban a un lado y vi a Valerie Wade no muy lejos, de pie junto a Blake. Al otro lado de Vickers estaba la jefa de prensa, encargada de aquel acto, y después de ella Elaine. Me imaginé que habría insistido en representar al colegio, en caso de que hubiera alguna pregunta que pudiera hacernos quedar mal. Parecía sumamente nerviosa. Vickers también, a decir verdad. Se dedicaba a revolver papeles y a darse palmaditas en los bolsillos mientras la jefa de prensa lo presentaba.
—Muy bien —empezó—. Voy a limitarme a anunciar los resultados preliminares de la autopsia, que se ha efectuado hoy, y luego daré paso a los Shepherd, que desean hacer un llamamiento para pedir información. El forense nos ha comunicado que Jennifer Shepherd se ahogó ayer a una hora indeterminada.
«¿Se ahogó?»
Al oír aquellas palabras, todos los periodistas presentes levantaron la mano. Vickers, que no tenía sentido de la teatralidad, se encontraba otra vez absorto en sus papeles. Yo no despegaba los ojos de los Shepherd, que se aferraban el uno al otro. Ella lloraba en silencio, mientras que su esposo tenía aspecto de haber envejecido diez años durante las últimas treinta y seis horas.
La jefa de prensa seleccionó a uno de los periodistas que agitaban la mano y que planteó la pregunta que se hacía todo el mundo.
—¿Cómo se ahogó? ¿Existe alguna posibilidad de que, a fin de cuentas, haya sido un accidente?
—No. —Vickers negó con la cabeza—. Se dan circunstancias sospechosas en relación con este caso y estamos seguros de que no se trata de un accidente. Son los resultados preliminares de la autopsia, pero el forense no tiene dudas sobre la causa de la muerte.
Volví a situarme en el bosque, junto al cadáver de Jenny completamente vestido en aquella hondonada, en una zona donde no había un solo riachuelo. Ni siquiera había visto un charco por allí. No se había ahogado donde yo la había encontrado, de eso no cabía duda.
Vickers seguía hablando y me puse de puntillas, aguzando el oído para entender sus palabras.
—Aún no estamos seguros de dónde murió Jenny, o de las circunstancias, y por ese motivo su padre, Michael Shepherd, ha aceptado hacer un llamamiento para pedir información, por si alguien puede ayudarnos a averiguar dónde estuvo Jenny entre la tarde del sábado, hacia las seis, y el domingo por la noche.
—El sábado por la tarde —repitió otro de los periodistas—. Así pues, ¿fue entonces cuando murió, según sus cálculos?
—En este momento todavía no estamos seguros —contestó Vickers mientras negaba con la cabeza poco a poco—. Nos encontramos a la espera de más información del forense, pero ése es el margen temporal que nos interesa en la actualidad.
»Queremos saber dónde pasó Jenny esas horas y con quién podría haber estado. Queremos saber si alguien la vio. Queremos saber si alguien ha actuado de modo sospechoso o se ha comportado de forma extraña desde el fin de semana. Queremos cualquier información que pueda llevarnos al asesino, por insignificante que parezca.
En el momento en que Vickers pronunció la palabra «asesino», Diane Shepherd soltó un gemido. Al instante, los flashes de las cámaras estallaron por todo el auditorio. Su marido la miró un momento y luego extendió ante sí una hoja que alisó con las manos.
Aunque me encontraba al fondo del salón, observé que le temblaban los dedos. Ante un asentimiento de la jefa de prensa, empezó a hablar con voz algo entrecortada, aunque daba la impresión de dominar la situación.
—Nuestra hijita, Jenny, apenas tenía doce años. Es... Era una niña preciosa; siempre sonreía, siempre reía. Nos la han arrebatado demasiado pronto. Estamos viviendo nuestra peor pesadilla, como le sucedería a cualquier padre. Les rogamos que, si tienen información sobre este crimen, sea lo que sea, acudan a la policía. No hay forma de que vuelva, pero al menos podemos tratar de que se haga justicia. Gracias.
Al terminar tragó saliva repetidamente y luego se volvió para abrazar a su mujer, que se había puesto a llorar de forma histérica. Valerie se acercó a toda prisa y susurró algo al oído de Michael Shepherd, que asintió y se puso en pie, sosteniendo a su esposa. Siguieron a Valerie hasta la puerta lateral que daba al pasillo. Cuando se cerró tras ellos enseguida surgió un murmullo confuso de preguntas de los periodistas congregados.
—¿Es esto obra de un pederasta? —gritó uno para hacerse oír entre los demás, y Vickers se recostó en la silla como si quisiera hacer acopio de fuerzas antes de responder.
—Todavía no lo sabemos... —oí mientras abría la puerta trasera y salía del salón de actos.
No me veía capaz de soportar más especulaciones. Los periodistas se limitaban a hacer su trabajo, pero la atmósfera que había allí dentro resultaba violenta. Ver a los Shepherd me había afectado y estaba absolutamente exhausta. Me habría resultado imposible sobrellevar el resto de la rueda de prensa.
Perdida en mis pensamientos, no me di cuenta de que el matrimonio se dirigía hacia mí, guiado por Valerie, hasta que casi hubieron pasado de largo. Me había detenido junto a la puerta principal del aparcamiento, donde los esperaba un coche.
—Señor Shepherd —empecé, de forma impulsiva—, mi más sincero pésame.
Se volvió y me miró con los ojos negros como el carbón de tanta hostilidad, y yo me aparté hasta quedar pegada a la pared. Valerie lo hizo pasar mientras me dirigía un leve asentimiento y me quedé boquiabierta viéndolos marcharse. Entonces lo comprendí. Por supuesto. Sabía perfectamente quién había descubierto el cadáver; sin duda se lo habrían dicho. Había sido yo quien les había arrebatado la ilusión desesperada de encontrar a su hija sana y salva. Entendí que pudiera sentir resentimiento hacia mí, si bien no era en absoluto justo.
Tragué saliva e hice un esfuerzo para recuperar la compostura. Podía soportar cierta aversión mal encauzada, me dije, aunque me afectaba.
—¿Te encuentras bien?
Levanté la vista y descubrí a Andrew Blake inclinado ante mí con gesto de preocupación.
—Sí, no pasa nada. Es que no entiendo por qué no se ha respetado un poco la intimidad de esa pobre gente. ¿A cuento de qué tenían que soltarlos delante de la prensa de ese modo?
—En esta fase tenemos que aprovechar el interés periodístico, antes de que empiecen a criticarnos por no dar con el asesino. Los padres funcionan bien en televisión. Abriremos todos los informativos.
—Siempre tan práctico —comenté.
—¿Y qué? Ahora mismo no podemos avanzar por ninguna vía práctica. Mi jefe está atrapado ahí dentro, tratando de hacer frente a esa panda de tiburones. Cada vez que intento salir a la calle y hacer trabajo policial de verdad se dedican a fastidiar. Por no hablar de la investigación paralela que han montado. Están interrogando a más gente que nosotros. Los compañeros que se dedican a ir puerta por puerta dicen que la prensa sensacionalista se les ha adelantado. Se entrometen en todo, molestan, y luego serán los primeros en decirnos que la hemos cagado cuando los que provocan los problemas son ellos. —Había levantado la voz. Se pasó las manos por el pelo y dio unos pasos de un lado a otro antes de volver a situarse ante mí—. Lo siento. No debería gritarte a ti. No es culpa tuya.
—Ya estoy acostumbrada. No te preocupes.
Me miró con gesto burlón, pero negué con la cabeza: no estaba dispuesta a entrar en detalles.
—Es que me siento frustrado. Los primeros días de la investigación son los más importantes, ¿y a qué nos dedicamos? A montar numeritos para la prensa en lugar de investigar como Dios manda. Además, si quisiéramos que los periodistas nos prestaran atención en algo para lo que de verdad pudieran ser de utilidad, nos bastaría con chasquear los dedos. —Soltó un buen suspiro antes de proseguir—. En fin, tenemos que hacerlo de todos modos, por si sale algo. Y si no les diéramos información y acceso a la familia, la cosa sería diez veces peor.
—¿No crees que el llamamiento de los Shepherd vaya a servir de algo?
—Nunca sirve de nada, según mi experiencia. ¿Qué clase de asesino se entregaría por haber visto a los padres llorando? Si tienes cojones para matar a una cría, no me digas que unas cuantas lágrimas delante de la cámara van a recordarte que también tienes conciencia.
—Pero tal vez la familia del asesino... Su mujer, su madre...
—Venga ya. —Blake negaba con la cabeza—. Piensa en lo que tienen que perder. La mayoría de la gente haría la vista gorda, con tal de no entregar a un familiar a la pasma.
—¿De verdad? —Me parecía increíble—. ¿Preferirían vivir con un asesino?
—Piénsalo —recomendó Blake, y empezó a contar posando un índice en las yemas de la mano contraria—. Un trastorno absoluto: toda la familia acaba patas arriba. Pérdida de ingresos: si mandas a chirona a quien lleva el sueldo principal a casa, el que lo entrega y el resto de la familia acaban viviendo de subsidios públicos. Te tiran ladrillos por las ventanas, te pintan grafitis, la gente murmura cuando entras en una tienda. Los vecinos te odian y ya ni te dan los buenos días. Y eso sin tener en cuenta que los posibles testigos, los que deberían señalar al asesino, probablemente sean parientes suyos. ¿Denunciarías a un ser querido?
—¡Pero Jenny ha sido asesinada! Era una niña de doce años que no había hecho nada malo. ¿Cómo puede alguien sentir la más mínima lealtad por el responsable de esa muerte?
—La lealtad es una emoción muy intensa. Es muy difícil ir contra ella y comportarse como es debido. Se entiende que la gente prefiera mirar hacia otro lado.
Me puse a pensar en las preguntas de los periodistas. Ya que Blake estaba tan hablador, decidí plantearle algo que necesitaba saber.
—La autopsia... ¿Se sabe...? ¿Habían... abusado de ella antes de...?
Titubeó durante un segundo.
—En la práctica no.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Pues que no era reciente —explicó, y estrechó los labios hasta que formaron una línea desalentadora, mientras yo abría más los ojos.
—O sea, que habéis descubierto... Había indicios...
—Hemos descubierto que estaba embarazada de cuatro meses. Eso facilita las cosas.
Había hablado con voz grave, seca, cortante. No había forma de fingir que no lo había entendido bien.
—Pero si era una niña —logré decir al cabo de un rato.
Me faltaba aire en los pulmones y no podía respirar todo lo hondo que necesitaba.
—Tenía casi trece años. —Blake fruncía el ceño—. No tendría que habértelo dicho... Ni eso ni nada. Sólo lo sabes tú, aparte de la policía. Si se entera alguien, tendré claro que lo has filtrado tú.
—No hace falta que me amenaces. No pienso decir nada.
Ni se me pasaba por la cabeza contarle a alguien lo que acababa de confiarme. Lo que implicaba esa información era tan terrible que resultaba inimaginable.
—No pretendía amenazarte. Es que... podría meterme en un lío muy gordo por haberme ido de la lengua, ¿vale?
—Bueno, pues ¿por qué me lo has contado? —pregunté, molesta.
—Supongo que no quería mentirte —contestó, encogiéndose de hombros.
No respondí nada. Me veía incapaz. Pero sí me puse colorada. Apenas conocía a aquel policía, pero se le daba bien pillarme desprevenida.
Me miró con compasión.
—¿Por qué no te vas? No tienes obligación de quedarte, ¿verdad?
Dije que no con la cabeza y él se volvió para regresar al salón de actos. Con la mano ya en el pomo de la puerta, se detuvo durante un segundo para hacer acopio de fuerzas. Luego la abrió con energía y se perdió en el interior.