Cinco años y siete meses después de la desaparición
Mi padre se retrasa. Se retrasa mucho. Estoy echada en la cama, abrazada a mi cerdito de juguete y mirando enfurruñada el reloj de la mesita de noche. Son casi las once y no ha llamado. No suele llegar tan tarde. Cada vez que pasa un coche por delante de casa, que no es muy a menudo, me levanto y miro a ver si es él. No sé por qué me molesto. Viene cada quince días y cada quince días pasa lo mismo. Llega desde Bristol el viernes por la tarde y se acerca a casa a saludarme. Espera fuera en el coche, porque mamá no lo deja entrar. Pasa esa noche y la del sábado en un Travelodge, y el sábado salimos juntos y hacemos algo que se supone que es divertido, como dar un paseo por el campo, o ir de excursión a una casa solariega, o visitar un safari park: algo aburrido, algo que yo no escogería jamás si no fuera por papá.
Me enseña fotos del piso de Bristol, de la habitación que dice que es para mí y del armario que puedo llenar con mi ropa. No he ido nunca. Mamá no me deja. En vez de eso, viene papá cada quince días, con esa cara de perro que suplica algo, como si supiera que no es suficiente pero esperara que no me importe.
Me importa. Y ahora ya tengo edad suficiente para que se note.
Últimamente me he planteado decirle que no se moleste en venir cada quince días, que una vez al mes me bastaría. Pero sé que para él es muy importante.
¿O no? Tumbada boca arriba miro las formas que proyectan los árboles en el techo de la habitación. Voy a correr las cortinas antes de irme a dormir. No va a venir. Puede que esté harto de conducir tantos kilómetros para pasar dos noches en un hotel de mala muerte, aunque se supone que este fin de semana vamos a celebrar mi cumpleaños. A lo mejor es que ya no me quiere.
Dejo que las lágrimas me resbalen por las mejillas hasta el pelo. Al cabo de un rato acabo fijándome en las lágrimas en sí. Trato de que caigan todas simétricamente por los dos lados. No sé por qué, pero el ojo derecho me llora mucho más que el otro. Por un segundo me olvido de que estoy triste, pero luego empieza todo otra vez. Total, es una tontería. Ni siquiera me importa.
Dos segundos después demuestro que lo que me decía era mentira, porque en cuanto un coche para delante de casa me levanto de la cama de un brinco para mirar por la ventana, pero no es el Rover destartalado de papá, sino la policía. Me quedo allí al lado de la ventana, petrificada, mirando a los agentes, que bajan del coche, se ponen la gorra y luego se dirigen lentamente hacia la casa. No tienen prisa, y eso me preocupa.
Cuando desaparecen debajo del porche salgo con sigilo hasta el rellano y me siento en el último escalón, donde no se me ve pero lo oigo todo.
Mamá abre la puerta y lo primero que dice es:
—¡Charlie!
Qué idiota. No han venido por Charlie. Eso lo sé hasta yo.
«Blablablá. Señora Barnes. Blablablá. El señor Barnes iba conduciendo por la autopista. Poca luz. Blablablá. El conductor del camión no ha podido esquivarlo...»
De repente oigo con claridad, de labios de uno de los agentes: «No ha tenido tiempo de apartarse».
Sin darme cuenta ato cabos. No quiero saber qué dicen, pero no puedo evitarlo. Esto no me gusta. No me gusta que las cosas sean así. Se me han quedado los pies muy fríos por corretear descalza de noche en febrero, sobre todo con la puerta de la calle abierta de par en par. Me los agarro con toda la fuerza de la que soy capaz y me retuerzo los dedos, y me entran ganas de que los policías se vayan de casa, vuelvan hasta su coche, suban y se marchen, como si pudiera rebobinarlos junto con el resto del día. Rebobino y rebobino hasta la última vez que vino papá, y la penúltima, y la época de antes de que se fuera. Nada de esto ha pasado. Nada de esto es real.
Aún hay tiempo de cambiarlo todo para que salga bien. Aún hay tiempo de solucionarlo todo.