Cinco años después de la desaparición

Suena el teléfono. Estoy echada en el sofá, cortándome las puntas abiertas con unas tijeritas de las uñas, y ni siquiera hago ademán de contestar, aunque lo tengo a escasos metros.

Mamá sale de la cocina y cuando descuelga el auricular noto que está enfadada; habla con voz cortante.

Su parte de la conversación es breve, casi ni se molesta en mantener un tono cordial. Al cabo de un minuto asoma la cabeza por el salón.

—Sarah, tu padre al teléfono. Haz el favor de venir a hablar con él.

No me levanto enseguida. Me concentro en un último mechón, colocando las tijeritas con detenimiento en el ángulo adecuado para cortar un único pelo con tres puntas distintas que se separan del tronco como breves espolones.

—Deja de hacer porquerías ahora mismo —ordena mamá—. Tu padre está esperando.

Me levanto del sofá y voy hasta donde aguarda ella, en el recibidor. Le quito el teléfono de la mano sin siquiera decirle una palabra ni mirarla.

—Hola.

—Hola, tesoro. ¿Cómo estás?

—Bien.

Papá parece alegre. Demasiado.

—¿Qué tal el cole?

—Bien.

—¿Estudias mucho?

En lugar de responder, suspiro al teléfono. Me gustaría que viera la cara que pongo. No es fácil transmitir por el auricular la idea de que algo te importa una mierda sin decirlo con palabras, y no acabo de atreverme.

—Oye, Sarah, ya sé que las cosas son complicadas, pero tienes que hacer un esfuerzo, cariño. El colegio es importante.

—Ya —contesto, dando una patada lenta y deliberada al zócalo.

Llevo unas botas Caterpillar negras, pesadas, con la suela gruesa y la puntera de acero, que me compró papá después de mucho insistir. Ni siquiera noto el impacto cuando el pie choca contra la pared.

—Estate quieta —ordena a mi espalda mi madre, que se ha quedado en la puerta de la cocina a escuchar.

Me aparto más de ella y me coloco el teléfono entre el hombro y la oreja, encorvándome.

—Papá, ¿cuándo puedo ir a verte?

—Pronto. El piso ya casi está terminado. Precisamente acabo de pintar la habitación pequeña. En cuanto la tenga a punto podrás venir a visitarme.

—Ha pasado muchísimo tiempo —refunfuño.

—Ya lo sé. Pero hago lo que puedo, Sarah. Hay que tener paciencia.

—No hago otra cosa. Estoy harta de tener paciencia —me quejo, y doy otra buena patada al zócalo, del que saltan algunas escamas de pintura—. Papá, tengo que dejarte.

—Ah, vale. —Parece sorprendido, un poco decepcionado—. ¿Has quedado con alguien?

—No. Es que no se me ocurre nada más que decirte.

Me resulta placentero ser desagradable con él. Me parece que se lo merece.

—Bueno, muy bien —dice tras una breve pausa.

—Adiós —me despido, y cuelgo con rapidez para no oír su contestación.

Al darme la vuelta me encuentro a mamá, que sigue allí de pie, con los brazos cruzados, esbozando una sonrisa. Me doy cuenta de que está contenta conmigo, y me alegro durante un segundo, antes de sentir la culpa y el resentimiento. Me da exactamente igual lo que piense.

Cuando entro en el salón y vuelvo a dejarme caer en el sofá me entran ganas de haber sido más simpática con papá por teléfono, pero ya es demasiado tarde. Ya no está.