LOS MUERTOS

O LA NARRATIVA POSTRAUMÁTICA

Jordi Batlló y Javier Pérez

Universidad Autónoma de Barcelona[2]

Un suceso ya dignificado por el tiempo

es repetido, repetido y repetido hasta que algo

nuevo llega a incorporarse al mundo.

Don DeLillo, Mao II

I

Hay que admitir —nobleza obliga— que tardamos en darnos cuenta de qué era realmente lo que proponía la teleserie Los muertos (The Dead, Fox, 2010-2011). Los lectores atentos, obviamente, vieron en el título joyceano un guiño, quizá una pista de que nos encontrábamos ante una ficción con pretensiones herméticas; pero pronto la lectura literal eclipsó la posibilidad de ir más lejos: la ficción planteaba la existencia de un mundo al que iban a parar los muertos. Todos sus personajes, por tanto, eran los muertos anunciados por el título. A juzgar por los foros internáuticos y por las revistas especializadas, en un primer momento hubo cierto consenso en que eran nuestros muertos los que se trasladaban a ese mundo al ser traspasados. La importancia dramática que, capítulo tras capítulo, fueron adquiriendo las cicatrices (cuyo rol ya había sido anunciado en el título del capítulo 2, titulado precisamente «Cicatrices»), sobre todo las que muchos personajes de reparto tenían, circular, en el centro de la frente, condujo sin duda la lectura hacia la tradición del relato del más allá. Esas personas eran nuestros muertos, los que habían fallecido en nuestra realidad a causa de la violencia. De modo que estábamos ante una ficción emparentada con la narrativa clásica del infierno: Ulises, Eneas, Jesucristo, Dante y un largo etcétera de héroes clásicos habían vivido la experiencia de la catábasis, mediante la cual nos había llegado una descripción ultraterrenal, con especial importancia de las entrevistas a los difuntos. En Los muertos, creimos, se negaba la existencia de un interlocutor enviado desde «nuestro lado», se abordaba directamente el averno, se dejaba hablar a los «condenados», en una autonomía inaudita y prometedora.

Nuestra serie, por tanto, no imaginaba el relato de ese mundo como el decensus ad infera de un héroe vivo, sino que planteaba la existencia del infierno como algo autónomo, sin lazos bidireccionales con la vida ni con nuestra realidad. Al contrario que en Perdidos (Lost, ABC, 2004-2010), donde el vínculo entre la isla y el exterior, es decir, entre el mundo fantástico y el mundo real, es sólido, aunque personajes como Hugo —internado en un hospital psiquiátrico durante gran parte de la trama, con sus visiones contagiosas y su diálogo con los muertos— se encargaran de hacernos dudar al respecto durante varias temporadas (hasta el punto de creerse que todos los personajes habían muerto en el accidente de la compañía Oceanic), al contrario que en esa serie, decimos, en Los muertos no hay ningún tipo de enlace sólido entre el presente y el denominado «más allá». Los intermediarios (o médiums) entre ambas esferas son los «adivinos», que pueden ver fragmentaria y confusamente el lugar de donde proviene su cliente, pero cuyas visiones o imágenes sólo se pueden compartir verbalmente, no hay modo de proyectarlas hacia afuera de la mente del adivino; es decir, no hay forma de objetivarlas, de compartirlas, más allá de la descripción oral. Tampoco hay regreso posible: la vida (que es la muerte), sin engendramiento ni gestación, se agota en sí misma. Y la incomunicación también rige respecto al otro «más allá», es decir, al «mundo» donde deben de ir a parar los muertos una vez mueren en la realidad de Los muertos. Ahí, por tanto, existe una primera torsión de la teleserie respecto a las que la precedieron. Una segunda torsión —a todas luces la decisiva— tiene que ver con la configuración de sus protagonistas.

Puede decirse que el doctor House (protagonista de la serie homónima: Fox: 2003-2011) cierra un círculo que se abrió con Sherlock Holmes. Es sabido que Conan Doyle —él mismo ex estudiante de medicina— tomó como modelo real de su célebre detective al doctor Bell, en aquellos momentos el médico más prestigioso de Edimburgo. De modo que en la creación del prototipo de detective moderno, intérprete de asesinatos, de la muerte, tenemos a un médico, intérprete de la vida. Hércules Poirot o miss Marple analizan los problemas que plantea lo real mediante el método inductivo, científico; la propia Agatha Christie era esposa de un arqueólogo y ella misma aficionada a la arqueología (la interpretación de las ruinas). Los grandes detectives de la novela y el cine negros son a menudo ex policías, traficantes de información, analistas de síntomas. En la novela posmoderna, el escritor, el periodista, el profesor o el traductor se convierten en investigadores; mientras que en la televisión de esa misma época (1970-2000), los fiscales, los abogados y los policías encarnan la versión televisiva de ese mismo modelo de investigador. Sobre esa base, la época dorada de la ficción televisiva se construye sobre la misma figura del hermeneuta, del intérprete; pero éste deja de ser un policía o un detective. En la primera temporada, el protagonista de Prison Break (Fox, 2005-2010) tiene que descifrar el plano en clave que se ha tatuado por todo el cuerpo: en él se ocultan las indicaciones para la fuga de la prisión. Las versiones interpretativas sobre la isla deciden los destinos de los personajes de Perdidos, cuyas teorías y lecturas del espacio donde se encuentran rigen el guión de la serie. Los protagonistas de CSI (CBS, 2000-2010) son forenses; el de Dexter (Showtime, 2006-2011) es experto en sangre; el de House es neurólogo. Con él, un médico, el personaje del investigador vuelve a sus orígenes, esto es, a Sherlock Holmes. Se cierra el círculo.

A conciencia, Los muertos se sitúa fuera de ese círculo, en otra tradición, la de Los Soprano, serie con la que se vincula explícitamente en su segunda temporada. Tony Soprano acude a una psicóloga, la doctora Melfi, para tratar de entender las razones de sus ataques de pánico; pero no hay una solución única ni una sola interpretación de ellos, es más, la serie se acaba con la renuncia de la psicóloga a su paciente, cuya condición criminal no puede seguir soslayando; en toda la obra, aunque abunden los hospitales a causa de la presencia fantasmática del cáncer y de la vejez, y sobre todo a causa de las consecuencias de la violencia extrema y periódica que marca el ritmo de la ficción, ni una sola vez se espera de los médicos un diagnóstico difícil o problemático. Los dilemas tienen que ver con la acción, no con la interpretación. En ésta se pone el énfasis de la psicología del personaje: Tony Soprano, prototipo, aunque humanizado en nuestro siglo XXI, del «mafioso», es un ser absolutamente incapaz de comprender, de interpretar globalmente lo que sucede a su alrededor; lo salva su intuición, no su inteligencia. En Los muertos tampoco hallamos ningún hermeneuta o intérprete privilegiado que sea capaz de encontrar un sentido a lo real ni un «individuo representativo», un «tipo» que permita —como ha dicho Franco Moretti— teorizar «el género en toda su complejidad». El único personaje dotado realmente para la gestión de datos es precisamente el Topo, es decir, aquel que a sabiendas manipula, tergiversa, desvía: un anti-hermeneuta. Los muertos inaugura y extingue un género. Constituye un círculo en sí mismo.

II

Los antecedentes fundamentales de esa línea de exploración narrativa son, sin duda, las series correlativas Twin Peaks (ABC, 1990-1992) y Expediente X (The X-Files, Fox, 1993-2002). Con esas dos obras se introduce en la ficción televisiva el cuestionamiento de la posibilidad de percibir rectamente nuestra propia realidad. Ha sido ampliamente estudiado el modelo de David Lynch en la puesta en escena de los interiores privados de Los muertos (el apartamento de Roy, por ejemplo); también se ha hablado de cómo los adivinos fueron vistos en un primer momento como herederos de los personajes que, en la estela de Lovecraft, son capaces de intermediar entre los humanos y los fantasmas, o entre los humanos y los alienígenas. Sin embargo no fueron esas dos obras las escogidas por Carrington y Alvares para el establecimiento de puentes intertextuales evidentes. En Los muertos, como es sabido, los macrotextos son otros: Blade Runner (Ridley Scott, 1982) en la primera temporada y The Sopranos (HBO: 1999-2007) en la segunda. Nada es casual en nuestra serie y menos esta elección. Aunque el tono, la atmósfera, el misterio, incluso la escenografía puedan remitir a Twin Peaks o a Expediente X, el auténtico tema que quería —contundentemente— plantearse no era el género ni mucho menos sus atributos estilísticos. Ya hemos dicho que en lo que a eso respecta, estamos ante una obra cerrada en sí misma: la figura del círculo evoca esa autonomía. Sin embargo, en la dimensión temática y en la conceptual (en la medida en que ellas pueden sobrepasar la estrictamente genérica y, por tanto, tradicional), el diálogo debía establecerse con dos ficciones que fueran claramente representativas de dos siglos que se unieron en la bisagra del año 2000, que compartieran la investigación sobre la muerte en relación con el límite de lo humano, que trataran la noción de comunidad y que, además, mostraran masacres, porque la masacre es la razón de ser del mundo de Los muertos. Entre una película y la otra se sitúa, por cierto, la ficción de donde procede Jessica: La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993); al desplazar ese filme, al situarlo como obra secundaria dentro de la estructura intertextual de la teleserie, que sitúa en primer plano a Blade Runner y a Los Soprano, Carrington y Alvares continuaban dándonos pistas sobre la intención de su propuesta.

No obstante el trabajo argumental con Blade Runner y con Los Soprano, no estamos ante un producto de metaficción posmoderna. En nuestra post-posmodernidad, Los muertos actúa como una despedida. Es paradigmática a ese respecto la ironía que muestra la serie en el capítulo 2 de la segunda temporada, cuando Roy, en plena decrepitud y por tanto con más capacidad de convertir las interferencias en recuerdos vividos, descubre que en verdad se llama Lenny. En otras palabras: que su abnegada contribución a la comunidad de los que creían conocerse de la experiencia compartida en Blade Runner ha sido una meta errónea. La metáfora de la vida humana es obvia: en nuestra realidad no existen intérpretes capaces de leer con claridad profética la realidad (eso comparten, ya se ha dicho, las tres obras que venimos analizando: en ellas no hay grandes lectores, no hay nadie que sepa ver lo que está realmente sucediendo, no hay ningún House, ningún Dexter, ningún miembro del CSI; al contrario, repetimos, el único hermeneuta es el Topo, de algún modo un contra-lector, anarquista, generador de caos, del sinsentido). Pero también es obvia la metáfora del arte posmoderno: la intertextualidad, el guiño, la referencia cómplice, no son más que estrategias de postergación de una certeza.

El relato no puede construirse exclusivamente de palabras o imágenes prestadas, en un tono melancólicamente irónico, en una estructura basada en el pastiche. El relato precisa de un equilibrio extraño, inexplicable, entre lo heredado y lo propio, en un lenguaje con posibilidad para decir lo nuevo; un equilibrio en cuyo centro inexacto hay un sobresentido; si no, cae en el absurdo. Como la vida de Lenny / Roy, quien se ha pasado los años amando a Selena —alguien totalmente ajeno a su comunidad—, pero recordando con una insistencia enfermiza a otra mujer (su esposa muerta, en el interior de Días extraños —Kathryn Bigelow, 1995—, ficción, por cierto, sobre el apocalipsis del año 2000); quien ha vivido entregado al auxilio de los nuevos que aparecían en su callejón, ante la indiferencia o la cobardía del resto de los vecinos, y entregado a la comunidad, que finalmente —como todo— se desvanece. Pese a sus referencias a películas, teleseries, cómics u obras de teatro, Los muertos se puede ver, leer, disfrutar sin detectar los guiños, sin conocer los macrotextos, gracias a su manierista planificación, a sus soberbias interpretaciones dramáticas, a su sofisticada banda sonora, a la perfección de su fotografía y montaje o a la inquietud que contagian sus títulos de crédito. Las historias y los personajes, gracias a su relación parcial y a menudo falseada con su supuesto «pasado» en el «más allá» resultan ser autónomos y no parasitarios. A diferencia de tantas narrativas posmodernas, cuya referencialidad es totalmente dependiente, Los muertos apuesta por un salto. Un salto al vacío que, no obstante y para sorpresa de todos, fue un éxito.

III

La importancia que se le concede al binomio aparición (1ª temporada) / desaparición (2ª) se corresponde con la densidad argumental que se atribuye a cada temporada. «Es más difícil crear un mundo que destruirlo: piense en el mago, en su atrezzo, en su traje, en toda la parafernalia que construye sobre el escenario, un marco enorme, monstruoso, para simplemente hacer desaparecer una paloma», dijo Mario Alvares en su conversación virtual con los lectores del Chicago Herald Tribune (19-1-2012). Ciertamente: la primera temporada, en su empeño de edificar un universo coherente, cyberpunk y kafkiano, fue mucho más compleja que la segunda, en que ese universo se fue desintegrando. El binomio conecta también con la intención última de la obra de arte. Una intención que nace, según parece, de la indignación de una lectura: la que les produjo Las benévolas, la novela de Jonathan Littel que adopta el punto de vista de un narrador nazi (también La lista de Schindler apuesta por la perspectiva de los exterminadores), que leyeron «al mismo tiempo, sin saberlo, en algún momento de 2008... Los dos nos preguntamos cómo alguien de nuestra edad podía haber escrito aquello...»(Time, 2-9-2012). Una intención que —interpretamos— no era otra que construir la gran narración postraumática del inicio del siglo XXI, firmada por «la tercera generación», la de los nietos de los que vivieron la segunda guerra mundial. Se conoce como «narrativa postraumática» al conjunto de relatos que ha querido dar cuenta de la experiencia del límite, a menudo vinculada con el mundo concentracionario, cuando no con el de la tortura o la violencia institucional, creados por la generación posterior a la que sufrió esa experiencia. Si se considera que la literatura de Primo Levi, Jean Améry, Vassili Grossman o Jorge Semprún es traumática, o de primer grado, elaborada por las víctimas de la violencia extrema, la literatura postraumática sería la firmada por la siguiente generación o por los testigos indirectos de esa violencia extrema. Su ejemplo paradigmático es la novela gráfica Maus (1980-1991), de Art Spiegelman; pero se podrían invocar muchos otros ejemplos, desde la película Shoah (1985), de Claude Lanzmann, hasta la narrativa de W. G. Sebald, pasando por documentales en primera persona como Los rubios (2003), de Alfonsina Carri, o Vals con Bashir (2008), de Arl Folman.

Aunque la teleserie fuera primero interpretada como perteneciente al género fantástico o de ciencia ficción y, hacia el final de la primera temporada, ocurriera lo que se ha empezado a llamar, globalmente, «el duelo ficcional» (que provocó desde el fenómeno masivo de mypain.com hasta un aluvión, que todavía dura, de «narrativa del rescate», es decir, de novelas y películas que resucitan de su muerte ficcional a los exterminados de la ficción universal), que circunscribía intuitivamente Los muertos en el ámbito de los relatos postraumáticos, no es hasta bien avanzada la segunda temporada cuando se multiplicaron los papers y los simposios que entroncaron directamente la obra de Carrington y de Alvares con la tradición que acabamos de esbozar. Concretamente cuando, gracias a la novedad que supone Internet en el establecimiento de redes de comunidades, Jessica contacta con la Comunidad de la Estrella, con todas las consecuencias que eso conlleva, en el marco del advenimiento de la Epidemia, que por primera vez en la historia del mundo de Los muertos enfrenta a sus habitantes con la posibilidad de una muerte antinatural. Entonces vimos claramente que los títulos de crédito iniciales, por ejemplo, en blanco y negro, con flechas de trazo grueso, con los nombres de los directores dentro de un recuadro negro sobre fondo blanco, calcaban los de La pasajera (1963), la película de Andrzej Munk. Obviamente, la música no tenía la solemnidad que preside el inicio de la primera ficción importante sobre el exterminio nazi. Pero esa primera clave, que ningún estudioso había percibido, se relacionaba con otra, tan visible como al cabo invisible, que se encontraba en los títulos de crédito finales: una prefiguración y una desmitificación —repetida al final de cada capítulo: anuncio en clave, serializado— de la supuesta sorpresa final de la teleserie. Esos créditos, como todos vimos claramente más tarde, estaban diseñados a partir de planos encadenados que revelaban topónimos fundamentales para la comprensión del sobresentido: el primero era el del fondo marino donde se acumulan los cadáveres de la mafia en la segunda temporada, pero vaciado de muerte (en una posible alusión a Dexter, la serie de televisión que, como Perdidos, planteó el tema de la masacre y del exterminio en la ficción televisiva del inicio de siglo); el segundo era un plano de la ciudad de Nueva York desierta; el tercero, una concatenación de planos aéreos, elaborados a partir de imágenes satelitales, de lugares que sólo al final de la serie pudimos reconocer: Auschwitz, la estepa siberiana, Guantánamo, el Gran Cañón y Ararat. Por tanto, en los créditos que abrieron y cerraron cada capítulo de Los muertos pudimos haber sabido que toda la serie se planteaba como un intento de hablar del genocidio desde la serialidad televisiva. Con un planteamiento absolutamente novedoso y, por extensión, desafiante: el mundo de Los muertos está exclusivamente habitado por las víctimas de la ficción humana, de modo que aunque en él también encontremos verdugos (alemanes nazis u oficiales estadounidenses del ejército exterminador, por ejemplo), éstos están representados, más allá de su condición de sujetos ficcionales, sobre todo en su estatuto de víctimas. En otras palabras: en una sociedad constituida exclusivamente por los muertos de la ficción, sin lazos bidireccionales con la realidad de procedencia, vacía de victimarios, los responsables últimos de las masacres cuyas consecuencias estábamos tratando de imaginar en el televisor (o en otras pantallas) éramos nosotros, espectadores. El teleespectador de Los muertos ocupa la posición del verdugo: en la pantalla es capaz de acceder a la realidad alternativa que sus actos violentos han creado. Primer paso de un lento camino hacia el duelo, el arrepentimiento, la catarsis. O, por el contrario, hacia la convicción, la reafirmación, el odio regenerado.

IV

Con la proyección del último capítulo de la teleserie, un acontecimiento global con la misma presencia mediática y los mismos índices de audiencia que una final de la Copa del Mundo de Fútbol o la Ceremonia de Inauguración de unos Juegos Olímpicos, se produjo la desaparición de Carrington y de Alvares. Una desaparición que, sabemos ahora, estaba pactada y prevista desde los primeros esbozos de la obra. Eso provocó la necesidad de practicar una arqueología del pasado inmediato: se consultaron las hemerotecas, se visionaron los archivos de vídeo, se indexaron los materiales disponibles, se publicó todo lo que ellos habían declarado. Y sobre todo se releyó La prehistoria de sus muertos, la crónica de Daniel Alarcón que se ha convertido en el principal documento sobre nuestros atípicos y excepcionales artistas. Siguiendo —presumiblemente— el modelo de Quentin Tarantino, cuyas declaraciones siempre se han situado en el terreno de la ambigüedad, en un arte del desvío que parece aprendido de Godard y que pasa por la actuación constante en el personaje de director, siempre a caballo entre la genialidad y la improvisación, entre la bajísima y la altísima cultura, Carrington y Alvares nunca hablaron abiertamente de la intención última de su obra. Sin embargo, ahora sabemos que ambos estudiaron poesía alemana contemporánea, que ambos cursaron asignaturas sobre representación cinematográfica del exterminio nazi, que ambos cogieron en préstamo de las bibliotecas de sus respectivas universidades libros de Enzo Traverso, Jean Bollack, Henri Mischonic o George Steiner. Daniel Alarcón recuerda que, entre las bromas privadas que compartían, estaban los dibujitos de gatos y ratones, las canciones de la resistencia francesa y el uso sistemático y travieso del «No pasarán» aplicado a cualquier situación cotidiana que permitiera la risa («Tras algunas rondas de cervezas, en un bar, después de un largo día de rodaje, descubrieron que a la puerta esperaba una auténtica horda de fans; entonces dieron marcha atrás, me cogieron por el brazo y, al grito al unísono de “No pasarán”, en castellano, al que yo me uní por inercia y porque empezaba a conocerles, salimos corriendo hacia la puerta de atrás»).

En un artículo publicado en la primera entrega de este mismo proyecto («El círculo infernal. Una transición», La caja lista: televisión estadounidense de culto, 2007), constatábamos que la serialidad tendía a cerrar el círculo de la felicidad, mientras que las teleseries contemporáneas habían instaurado un «círculo infernal», caracterizado por la endogamia, la traición, la descomposición y la muerte. El final de cada temporada de las series, al menos desde Expediente X, ha buscado dejar en el espectador un regusto de innovación; pero también un simulacro de finalidad abierta. Los muertos se ha singularizado por una brevedad (sólo dos temporadas, pese a los altos índices de audiencia) que guarda relación directa con su final absolutamente cerrado. Ahora que ha trascendido el background de la producción, podemos además certificar que se ha tratado de una alianza inaudita entre la industria y la ética, y, por qué no decirlo, la posibilidad de la utopía. Todos los actores y actrices de Los muertos provienen del mundo del teatro y no habían participado antes en ninguna ficción televisiva ni cinematográfica; por contrato, además, no podrán hacerlo nunca, ni ceder su imagen para publicidad o reportajes periodísticos. Su representación de víctimas del supuesto genocidio sistemático que el ser humano ha perpetrado en el dominio simbólico de la ficción estaba determinada —desde la primera lluvia de ideas realizada por George Carrington y Mario Alvares— como única. Sólo el respeto de estas normas éticas podía conducir, según sus autores, a un producto de masas, absolutamente entretenido, que fuera además rigurosamente estricto con el respeto al tema tratado. Un respeto simbólico, obviamente. Puede parecer una solución extrema, pero no lo es si traemos a colación la siguiente declaración de Carrington: «Fíjese en el caso, patético, de Steven Spielberg: primero hace Indiana Jones y crea unos nazis malísimos y ridículos, después hace La lista y los representa en blanco y negro y pone un documental al final para hacerlo todavía más serio, después filma una historia de terroristas israelíes en Europa, y va el tío más tarde y resucita a Indiana Jones y a sus nazis, y encima tiene el morro de justificarse y de buscar algún tipo de coherencia en todo el desaguisado». (Film Spectator, enero de 2012). Su objetivo, sabemos ahora, es preservar una memoria de la que no teníamos conciencia. Una memoria y una responsabilidad que no existían. Hasta entonces, el territorio de la ficción había estado más o menos exento de un reclamo de legitimación; ahora sabemos que es posible hacer ficción para todos los públicos, con la mayor exigencia estética y sin descuidar la exigencia ética.

Antes de su desaparición de la esfera pública, que también estaba en el contrato que se obligaron a firmar (se dice que compraron una isla y han fundado una comunidad autónoma con parte de los actores y de los técnicos de la producción), Carrington y Alvares concedieron algunas entrevistas en que contaron fragmentariamente sus orígenes personales; también Daniel Alarcón les preguntó expresamente al respecto. Ambos son hijos de inmigrantes, pero nacidos en Estados Unidos. Ambos son huérfanos desde muy jóvenes. El abuelo de Carrington iba a bordo de uno de los más de trescientos bombarderos cargados con napalm que participaron en la transformación de Tokio en un infierno, en 1945, poco antes de la bomba atómica. El abuelo de Alvares se llamaba Alfredo Alvarez Castro, estuvo en Mauthausen, emigró a Estados Unidos en abril de 1947, tras dos años miserables en Francia. «Los que poseían una memoria óptima murieron», dijo el escritor israelí Aarón Appelfeld (citado por Dina Wardi, La transizione del trauma dei l’Olocausto: conflitti di identitá nella seconda generazione di sopravvissuti, 1998). La generación de sus hijos es la responsable de la teleserie Holocausto (1978), de las películas La lista de Schindler o Ararat (Atom Egoyan, 2002), o del cómic Maus. La generación de sus nietos es la de Los muertos.

V

Es sabido que el genocidio de seres ficcionales quiere representar, oblicuamente, el conjunto de los genocidios reales ejecutados por el ser humano desde la Antigüedad. Pero se está estudiando algo que va todavía más allá. Los muertos propone un sistema de representación absolutamente coherente, pensado en todo detalle, con alianzas intertextuales con la gran tradición de representación contemporánea del horror: Conrad, Levi, Resnais, Améry, Lanzmann, Sebald. De este último traeremos a colación algo que dice en Sobre la historia natural de la destrucción (1999): «No es fácil refutar la tesis de que hasta ahora no hemos conseguido, mediante descripciones históricas o literarias, llevar a la conciencia pública los horrores de la guerra aérea». Efectivamente, la pretensión de Carrington y Alvares no era otra que llevar a la conciencia global del siglo XXI el horror de la violencia masiva y para ello se han servido del medio de comunicación y artístico más efectivo de nuestro momento histórico: la Televisión.

Mucho se ha discutido sobre la imposibilidad de trasladar Los muertos a otro lenguaje. Los Soprano, tan a menudo comparada con el teatro de Shakespeare, es traducible al lenguaje dramático: quitando algunos inteligentes usos del montaje o la simbología que en toda la serie tiene la televisión (siempre proyectando la escena fílmica precisa o sintonizada en el canal adecuado para que la escena adquiera una dimensión simbólica gracias a su eco televisivo o televisado), la mayor parte del metraje es representado mediante un sistema realista que hace hincapié en los espacios teatrales (el hogar, la oficina, el barco, el hotel, etcétera). Todas las teleseries anteriores a Los muertos, de hecho, optan por una óptica naturalista, sin recurrir a la deformación (sólo algunas, como Ally McBeal —Fox, 1997-2002—, exploraron la distorsión visual como modo de comunicación de lo surreal). Ahí radica el hecho estético diferencial de Los muertos: su imposible traslación a otro lenguaje; su imposible conversión en novela, pese a la conocida existencia de Los muertos. La novela oficial, de Martha H. De Santis, que trataremos más adelante.

Kallye Krause ha argumentado, con acierto, que es posible que la semilla de esa línea de representación provenga del penúltimo capítulo de Los Soprano, donde el asesinato de Bobby Baccala se filma —operísticamente— mediante el montaje de la imagen de un espejo de seguridad, arriesgados trávelings de microcámaras adheridas a trenes en miniatura y planos fijos de humanos miniaturizados que parecen responder con sus expresiones de pánico a la tragedia que está sucediendo (el mafioso, como se recordará, es cosido a balazos en el interior de una tienda especializada en trenes de juguete). Pero lo que en Los Soprano constituye una excepción, una escena entre miles, en Los muertos deviene sistemático. Como si se tratara de la evolución natural de la incorporación de cámaras de seguridad y de superficies especulares que ya llevó a cabo The Wire (HBO, 2002-2008), sobre todo en su primera temporada, donde además la cámara está siempre en movimiento, como para evidenciar el carácter líquido, vibrátil, de la realidad, más la asimilación tanto de la óptica sucia y obsesionada por el símbolo del ojo de Blade Runner como de los mecanismos narrativos que puso en práctica Claude Lanzmann en Shoah, toda la serie está filmada, como se ha dicho tantas veces, mediante planos distanciados, desde cámaras situadas en el punto más remoto posible respecto a la ubicación de los personajes (la profundidad de campo como metáfora de la distancia, del respeto hacia lo representado) hasta monitores que retransmiten planos fijos de cámaras de seguridad, pasando por escenas mostradas a través de reflejos de espejos (planos, cóncavos, convexos, de cuarto de baño, de salón, retrovisores, de seguridad, de lentes de gafas de sol, de pupilas...), imágenes de cámara de aficionado, en blanco y negro, pixeladas, manipuladas en la pantalla de un ordenador, etcétera.

Sin embargo, el posible vínculo conceptual con el final de Los Soprano constituiría tan sólo una de las caras de Jano Bifronte: la estética y su esencia (o la antiestética, o la suma integradora de estéticas que sólo tienen en común el rechazo automático de cualquier (visóle naturalismo) proviene tanto de la televisión como del cine, de la atmósfera de Blade Runner, de los monitores de las cámaras ocultas de Shoah (citada en el capítulo 3 de la primera temporada), de los niveles narrativos de Ararat. Pero no se limita a esos dos ámbitos la absorción de recursos formales por parte de nuestra teleserie: la alegoría animal y el uso del blanco y negro bebe de Maus, el intertexto con Macbeth de Shakespeare incorpora el diálogo con el género teatral y con su violencia isabelina, ciertos planos remiten directamente a lienzos de Rembrandt y a cuadros de Zoran Music (sus paisajes venecianos decoran el despacho de la directora del colegio de Jessica en la primera temporada) o de Arshile Gorky (uno de los vídeos que Jessica visualiza en la pantalla de su ordenador durante la segunda temporada versa sobre el genocidio armenio). Escribió Adorno que la función del arte posterior a 1945 es «hacerse eco del horror extremo» («Les fameuses annés vingt», Modeles critiques, 1984). Nadie ha llevado tan lejos ese eco, visual y conceptualmente, como Los muertos.

Sin duda fue esa radicalidad de la imagen la que provocó que los dos o tres primeros capítulos tuvieran una audiencia reticente; pero una vez nos acostumbramos a ese sistema de representación, para el que nos habían estado educando tanto algunas producciones de cine comercial como Internet o los videojuegos, el producto se consumió con el mismo entusiasmo que The Wire o cualquier otra teleserie de estética realista. ¿Por qué? Sencillamente porque los espectadores nos olvidamos de que todo lo que estábamos viendo sucedía a través de una pantalla. Una pantalla que no pretendía, como en la ficción televisiva anterior, aparentar ser una ventana. Una pantalla honesta, que mediante el subrayado continuo de la distorsión tecnológica de la mirada nos recordaba que, en tanto que voyeurs, estábamos teniendo acceso a un mundo prohibido, a un infierno que nos acusaba como responsables. No obstante, y paradójicamente, la evolución de nuestra mirada, tan acostumbrada a la mediación tecnológica a estas alturas del siglo XXI, permitió que el espectador olvidara la presencia incómoda de la pantalla y accediera casi directamente a una realidad que quería ser catártica, la filmación de un posible duelo.

Pero la distancia existe; la peculiaridad visual de la teleserie no puede ser ignorada ni traducida. Insistimos: una transformación de Los muertos al lenguaje literario es sencillamente imposible. No sólo porque un personaje llamado «Ralphie Cinzaretto» provocaría automáticamente que el lector le pusiera el rostro del actor de Los Soprano que interpretó ese personaje (alguien sin ningún tipo de semejanza física con el actor que lo interpretó en Los muertos), no sólo porque un personaje llamado «el Topo» anunciaría automáticamente la identidad secreta que en televisión no tiene por qué revelarse; sino porque la propia esencia de la propuesta de Carrington y de Alvares sería traicionada. Ellos no quisieron escribir una novela, cuyo alcance en la conciencia global a estas alturas de la segunda década del siglo XXI sería muy limitado; ellos quisieron —y lograron— elevar el arte televisivo, el auténticamente influyente y determinante de nuestra época, a un nivel que nadie hubiera pensado que era posible. Sin embargo —nobleza obliga—, este ensayo sobre la teleserie ha sido escrito con palabras y ha descrito las imágenes y su intención ética y estética mediante figuras del lenguaje. En esa tensión entre la palabra y la imagen quizá radique el enigma del arte. Nosotros hemos intentado acercarnos a una traducción que sólo puede ser puro deseo.

Sin embargo, el best-seller internacional Los muertos. La novela oficial (2012), de Martha H. De Santis, existe. Su existencia —según nuestra opinión— no constituye, no obstante, un contraargumento sólido a lo expuesto en las páginas precedentes. Es sabido que tras la desaparición de los creadores de la teleserie, Twentieth Century Fox Televisión incumplió una de las cláusulas del contrato que había firmado con ellos y encargó la versión literaria de The Dead. La reproducción de un fragmento de ese libro de 690 páginas nos parece suficientemente elocuente de su ineficacia como artefacto literario, subrayada por el hecho de que sus lectores fueron previamente televidentes. Con esa elocuencia concluimos este ensayo:

Picado: en las pantallas que estudia Bruce ya no hay presencia humana. Su rostro se refleja en ellas. Cada televisor retransmite una imagen posible de la desolación global. En la pantalla de Londres se ve un callejón cercano a Trafalgar Square completamente vacío de humanidad; en la de París, un hotel inerte de la periferia, en cuya fachada alguien ha reproducido un cuadro de Chagall; en la de Berlín, una esquina desierta de Mitte; en la de Jerusalén, un plano fijo del Barrio Árabe; en la de Moscú, la plaza Roja impresionantemente desahuciada; en la de Tokio, un mercado muerto; en la de Los Ángeles, una avenida de Hollywood rabiosamente iluminada; en la de Nueva York, un Central Park doblemente espectral. Un zoom permite observar la mirada de Bruce: quizá excitada pero definitivamente no horrorizada. Otro zoom: sigue hablándole al micrófono. Un tercer zoom: sigue ampliando imágenes al presionar con la yema de los dedos sobre ellas. Sigue buscando. Pero los objetivos, es decir, los seres humanos, los espías, los terroristas, los criminales, los agentes dobles, las agencias de seguridad: todos han desaparecido. Para siempre. Entonces, súbitamente, tres golpes sacuden la puerta. Vemos la sala a través de la cámara de seguridad. Bruce parece darse cuenta de que ha mirado en todas las pantallas menos en las de seguridad del edificio donde él mismo se encuentra: dos pequeños monitores que retransmiten en un extremo de su cabina. Sin volverse, rebobina en ellos los últimos minutos de grabación, hasta que el ascensor se detiene en la planta 6C, que es la suya, en el preciso instante en que tres oficinistas se desintegran, como para dejarle vía libre hacia su objetivo a la mujer que ha salido de él. Se oye la puerta al abrirse. Bruce se gira y se encuentra cara a cara con Nadia, que le está apuntando con un revólver. «Quiero algunas respuestas», dice mientras piensa: «Eres un jodido topo, pero ¿de quién?». El no hace otra cosa que sonreír. Un plano detalle: hay una pistola bajo la butaca. «Esto no va a quedar así, quiero saber, mi último deseo es saber», dice Nadia con voz desesperada, en contrapicado. El sigue sonriendo, ambigua, malvadamente. Ignora el arma; no está preocupado; sólo dice lo siguiente: «Hemos compartido una esquina oscura del experimento americano», y continúa sonriendo. Un plano de conjunto muestra a los dos oponentes. Ella con el cañón del revólver apuntando directamente el entrecejo de él. Seis metros de hielo les separan. Un abismo de interrogaciones que nunca tendrán respuesta. Un mundo negro. La cicatriz en el rostro de ella nos recuerda el bate de béisbol con que la tumbó Selena. El carácter imperturbable de él evoca la muerte de su padre, su autodidactismo, su llegada entre palomas. La ejecutora del Brain Project contra la víctima de Superman. El brazo de la ley contra el topo de la ley. En la mitad derecha del plano vemos cómo, de pronto, Bruce desaparece y su vacío nos revela que justo en el momento empieza a nevar en Moscú y en Central Park y en Trafalgar Square y en Mitte el sol es rojo y en el Barrio Arabe se ha levantado un viento agresivo y se han encendido simultánea y automáticamente las luces del hotel parisino y de las letras de HOLLYWOOD.En el asiento quedan los auriculares y el micrófono y su casi imperceptible zumbido. Mientras supera la sorpresa y la decepción, Nadia mira brevemente las pantallas, anonadada; después, se sienta en el suelo, agacha la cabeza entre las rodillas y espera, derrotada, sin esperanza pero sin incertidumbre, su fin, como todas las demás víctimas de la Epidemia, sin saber la razón o el sentido de su desaparición colectiva. Primer plano de su rostro oculto bajo las manos y el cabello. Fundido en negro.