7
LA REUNIÓN
La báscula marca 79 kilogramos. Roy está desnudo y tiene una botella de whisky en la mano. Mira la papelera. Mira la báscula. Mira la papelera. Vuelve la mirada hacia el 79, inmóvil, de siempre. Coge en brazos la papelera, que debe de pesar al menos dos kilos, pero la báscula no cambia de dígito. «Sólo me faltaba esto», se dice, entre dientes. Tira la botella de whisky y la báscula en la papelera. Se mete en la ducha. El baño es inundado por vapor.
La furgoneta de la empresa de fumigación se detiene frente a la casa de la familia McClane. Dos empleados, con el lema «Nos deshacemos de tus inquilinos no deseados» estampado en la espalda del mono de trabajo, se apean y llaman a la puerta. Les reciben la señora McClane y un guardaespaldas trajeado, afroamericano. «Somos de Fumigaciones y Limpiezas S. A., hemos venido a fumigar la casa.» «Al fin, adelante, pasen, ¿les sirvo un café?» Los dos empleados de la empresa de fumigación sonríen y entran en la casa. En la parte trasera de sus pantalones, el relieve de dos pistolas.
«Hay diversas posturas sobre la otra vida», le dice Roy a Gaff, mientras caminan por una calle atestada de peatones y vehículos. «Hay una postura científica, bastante extendida, que duda de su realidad. Darwin y Freud, por ejemplo, sostuvieron que los falsos recuerdos de nuestro supuesto origen son construcciones de nuestro cerebro, mecanismos de supervivencia psíquica y de adaptación al medio, un capital simbólico personal, imprescindible para la vida en la Tierra.» Se paran en un take away de comida asiática, piden dos platos de chop-suey y dos cervezas. Con el primer bocado, Roy se aturde. «¿Estás bien, Roy?» «Sí, sí, no ha sido nada, sólo una interferencia.» Se ha quedado pálido; tira el envase de plástico; apura la cerveza de un único sorbo. Gaff sigue comiendo, mientras avanzan. «¿Y con el paso de las décadas, siguen teniendo vigencia?» «Los estudios científicos son contradictorios. Hay quien asegura que la actividad cerebral de recordar la otra vida es idéntica a la que se produce cuando recordamos sucesos de esta, de la real; además, ten en cuenta que para acceder a los recuerdos de la otra vida todavía tenemos que recurrir a adivinos e hipnotizadores, no hay ninguna vía científica para recuperar la identidad anterior, en el caso de que lo sea. Ni te cuento la cantidad de filósofos que han teorizado sobre la doble identidad y los límites de lo real. El problema es, en el fondo, qué validez le das a la otra vida, si la consideras verdadera o algo que, inaccesible fuera de la propia conciencia, no es jodidamente real... Aquí es, ya hemos llegado.»
Una habitación de hospital. Paredes y cortinas color crema. Una bolsa escupe, regularmente, suero. En las pantallas se muestran las constantes vitales de la esposa de McClane. «No había soñado con esto», le dice el fiscal, las facciones compungidas, los dedos entrelazados a los de su esposa. «Se me ha ido de las manos, nunca debería haberme creído capaz de enfrentarme a ellos...» Una lágrima escapa del lacrimal del ojo izquierdo y cae por el puente de la nariz. Cada ocho segundos, suena el pitido de uno de los aparatos que rodean a la convaleciente. «Tantos años soñando con explosiones, con destrucción, con choques de automóviles, con helicópteros... Tantos años con esas interferencias que consiguieron convencerme de que yo era capaz de cualquier proeza. De hacer justicia...», en un hilo de voz. Ella no interviene. De hecho, habla solo. Ella tiene un agujero de unos tres centímetros de diámetro en la mejilla que no sangra; la carne se va regenerando lenta, muy lentamente, pero el dolor es tan intenso que toda la cara está en insoportable tensión.
«Te damos la bienvenida, Gaff.» Todos asienten y saludan. «Toma asiento.» Le sirven café; hay cierta expectación. «Llevábamos mucho tiempo esperándote. Supongo que Roy ya te ha hablado de nosotros.» «Yo también he esperado mucho tiempo este momento... Más del que puedo recordar...» Ríen. «Nuestra historia es sencilla: en 1983, un año después de haber aparecido casi simultáneamente en el mismo callejón de esta ciudad, yo, Morgan, y el caballero que está a tu derecha, Bryant, pudimos costearnos una sesión de hipnosis y descubrimos quiénes éramos. La casualidad quiso que apareciéramos casi a la vez, que nos conociéramos, que nos hiciéramos amigos y que por eso nos confiáramos nuestros recuerdos. Eso no suele ocurrir. En los últimos tiempos hay algunas agencias y algunos programas de televisión que han empezado a normalizar el intercambio de recuerdos, pero hasta hace poco la memoria de la otra vida era un tema tabú...» Se miran, cómplices. «La cuestión es que Bryant y yo nos dimos cuenta de que compartíamos algunos recuerdos. Es decir, que de algún modo fuimos compañeros o amigos o vecinos en la otra vida. Con el tiempo, fuimos profundizando en el conocimiento del más allá, y descubrimos la existencia de comunidades, es decir, del sistema que une a personas que ya se conocían en la otra vida, y que pueden, mediante la conversación, potenciar su identidad.» Morgan se calla: tiene unos setenta años, el rostro arrugado como el coral, la piel del cuello flácida, derramándose sobre el cuello de la camisa blanca, anudada por una corbata negra. Continúa hablando Bryant, cuyo cuerpo todavía conserva un vigor saludable, que se manifiesta en el brillo de sus ojos azules. «Hannibal, Zhora, Chew, Rachel, Roy, León, J.E y Pris se han ido uniendo, durante años, a nuestra comunidad. Puede parecer una estupidez, pero estamos convencidos de que cuantas más personas con recuerdos afínes podamos reunir, más sabremos de nosotros mismos y del funcionamiento de la realidad. Hace tiempo que sabíamos que faltaba alguien. Es difícil detectar la presencia de un posible miembro de tu comunidad en este mundo, porque todos nos recordamos con otros cuerpos. Por eso hay que fijarse en lo que dijeron, en sus gestos, y sobre todos en sus manías. Varios de nosotros vimos que en la otra vida tú hacías figuras de papel de aluminio.»
Frente al almacén, aparcado en la acera contraria, hay un coche blanco. Los asientos delanteros están ocupados por dos hombres de traje negro y camisa blanca; uno de ellos engulle un donut; el otro lee el periódico. En el asiento trasero está Nadia, con una pequeña antena parabólica en el regazo y los auriculares puestos. Su belleza, eclipsada.
«Lo difícil es decidir qué crédito le das a los sueños y a las interferencias, hasta qué punto pueden ser una inspiración o un apoyo para tu vida real.» Es Roy quien habla ahora; se han servido vino y refrescos, canapés y sándwiches. «Cuando nos reunimos sabemos que de algún modo ya estuvimos reunidos, que viajamos juntos, que sufrimos juntos... Incluso hay quien recuerda la muerte, siempre violenta, de uno de los nuestros, de modo que nos une la solidaridad, pero también el dolor.» «Exacto», interviene Pris, una mujer de unos cincuenta años, afroamericana, mientras escoge uno de los canapés. «Nos une el dolor del más allá, pero también nos consuela la posibilidad de la comunicación, porque está claro que puedes hablar sobre eso con tu psicólogo o con tu adivino, incluso con tu familia, aunque no es demasiado frecuente llegar a esos niveles de intimidad, porque es una memoria que te aleja de los que amas, una memoria de algún modo incompatible con la memoria de tu vida real.» «Pris tiene razón», afirma Hannibal. «Tú tienes a tu mujer o a tu mejor amigo, pero sueñas constantemente con otra mujer y con otro mejor amigo, y tu vida sexual o afectiva del sueño o de la interferencia es más intensa que la de la vida real; es como para volverse loco... De algún modo, una comunidad es una forma de compartir esa locura.»
En la cama de un motel. Sola. Intenta dormir. No puede. Se le abren los ojos. Se toca el vientre. Ve a un hombre. Camina de un lado a otro, vestido de samurái. Parece enojado. Selena tiene los ojos abiertos y lo está viendo. El hombre se esfuma. Ella coge la lámpara de la mesita de noche y la lanza contra la pared. Estallido. Tapándose la cara con las manos, da vueltas por la habitación, los pies descalzos sobre la moqueta. Llaman a la puerta: «Servicio de habitaciones». «¡No necesito nada!», grita. «Abra, algo se ha roto, déjeme que lo recoja.» «¡Le repito que no necesito nada!», insiste. Selena abre la puerta y sus acciones se atropellan: una joven hispana, vestida con bata de trabajo, junto al carrito de la limpieza, es empujada, golpeada, pateada, por una Selena irreconocible y furiosa. Cuando la ha arrinconado, ensangrentada, junto al ascensor, coge la escoba del carrito, a modo de lanza: se detiene en el momento en que se disponía a darle el golpe definitivo.
Los dos guardaespaldas se quedan a la puerta de la habitación de hospital; McClane entra a solas. Le da un beso a su mujer en la mejilla sana. La herida, que ya sólo mide un centímetro de diámetro, continúa cerrándose. Deja un ramo de flores en el jarrón de la cómoda y se sienta en la cama, a su lado. La mira. «Muy pronto podrás volver a casa, sólo querían asustarte... sólo querían asustarme.» Al cabo de unos segundos suena el teléfono móvil de McClane. Se incorpora. Atiende. Palidece. «No puede ser, no puede ser», repite, enajenado. Guarda el aparato en el bolsillo interior de la americana. Se sienta de nuevo en la cama, junto al cuerpo de ella, ausente. «Cameron Lewis ha desaparecido, cariño, mi única testigo, cariño. No sé qué voy a hacer...»
Nadia da vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. Enciende la lámpara de la mesa de noche, coge el mando a distancia, conecta el televisor. El zapping la conduce, uno a uno, por los cincuenta y seis canales del cable. Ningún programa parece convencerle. Se levanta. Está desnuda. Busca en la cómoda un estuche con deuvedés: selecciona uno. Es un documental sobre la historia del sadomasoquismo. Regresa a la cama, apaga la luz y se tapa. De vez en cuando, congela imágenes de mujeres solas y, con la mirada imantada al fotograma, parece acariciarse bajo el edredón. Una mujer atada a un saco de boxeo. Una sesión de acupuntura en que el acupuntor ha desaparecido. Una adolescente que ha sido abandonada en una azotea, la muñeca esposada a una tubería, desnuda, bajo una tormenta.
«Finalmente, ¿qué hacemos?», pregunta Morgan al resto de la comunidad. Los vasos están vacíos; la comida se ha reducido a migas y a envoltorios arrugados. «Yo estoy dispuesto a declarar, siento que como víctima del Brain Project mi obligación es hacerlo; ya es suficientemente duro para un nuevo encontrar su camino, como para que le hagan retroceder y empezar otra vez de cero... No se lo deseo a nadie y la única forma de impedir que vuelva a suceder es testificando...» Todos miran a Roy. «Estoy de acuerdo.» Traga saliva. «Como sabéis, McClane fue paciente de Selena; aunque estemos atravesando un momento difícil, mi obligación, por respeto a la comunidad, es hablar con ella y convencerla de que nos ayude a contactar con McClane... Me comprometo a hacerlo.»
La profesora camina entre los pupitres de sus alumnas. Se detiene junto al de Jessica. Está dibujando a un hombre blanco y a una mujer negra separados por un rayo. La profesora le acaricia el cabello y, unos segundos más tarde, cambia la música ambiental por un vals.