NUESTRO DOLOR
Algunas reflexiones sobre Los muertos
Por Martha H. de Santis[1]
Fui testigo de la alarma que causó entre los responsables de Fox Televisión Studio el post que Joseph Ortuño Dias, coordinador de contenidos del blog oficial de los telespectadores de Los muertos, envió en forma de e-mail a sus superiores, firmado por Anthony Gideon Smith, quien se autocalificaba como presidente del Memorial por los Muertos de la Ficción. Conservo la copia que imprimí aquel día:
Los muertos nos ha abierto los ojos a una realidad que no podíamos seguir ignorando. A las masacres de la Antigüedad, a las víctimas americanas de la conquista europea, a los muertos en las batallas napoleónicas, al exterminio africano de la época colonial, al genocidio de los armenios por parte de los turcos, a los muertos de la primera y de la segunda guerra mundial, a los más de ocho millones de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos psíquicos y presos políticos exterminados por los nazis, a los ciudadanos soviéticos y chinos masacrados en sus revoluciones, sus purgas y sus gulags por Stalin y por Mao, a los fallecidos en las guerras de Vietnam, Los Balcanes o Irak, a las víctimas de las dictaduras sudamericanas alentadas por la CIA, al genocidio ruandés, a los palestinos asesinados por los israelíes, a las víctimas del terrorismo y del terrorismo de Estado, a todos los muertos reales ejecutados por los hombres, por su ciencia de la destrucción, que poseen sus memoriales, sus panteones y sus ceremonias de duelo y de recuerdo, sabemos ahora que hay que sumarles todas las víctimas de La Ilíada, del Antiguo Testamento, de los cantares de gesta, de las sagas chinas, de las danzas de la muerte, de las novelas de caballerías, de La Divina Comedia, de las tragedias de Shakespeare, de los relatos de aventuras y de naufragios, de los poemas románticos, de las novelas de Sherlock Holmes o de Hércules Poirot, de la narrativa realista decimonónica, de los westerns, de los largometrajes bélicos, de los cómics de superhéroes, de las tres partes de Matrix, de las seis de La Guerra de las Galaxias, de todas las películas de acción y bélicas de Hollywood, de 2666, de Roberto Bolaño, o de Las benévolas de Jonathan Littell, de todos los videojuegos hiperrealistas, de todas las ficciones —en fin que han nutrido con su violencia nuestro imaginario y nuestras pulsiones humanas desde siempre.
El consejo de administración de Twentieth Century Fox Televisión encargó inmediatamente al departamento de comunicación un estudio sobre las consecuencias de Los muertos. El resultado fue inquietante. Eran de dominio público los índices de audiencia, que habían superado los de teleseries míticas como Friends o A dos metros bajo tierra; también se sabía que había provocado la multiplicación de blogs, foros y páginas web donde se albergaba material publicitario, se analizaban fotogramas, se discutían fuentes literarias, se trataba de deducir (a partir de las cicatrices, de las pistas de los fragmentos de biografías recuperadas y sobre todo de las imágenes del boom visual del epílogo final de la primera temporada, cuando se descubre —o se confirma— que Jessica es la niña vestida de rojo de La lista de Schindler, que McClane es el detective McClane de la tetralogía La jungla de cristal, que Selena es Lady Macbeth, que la comunidad protagonista procede de Blade Runner) quiénes eran los protagonistas, a qué obras literarias y cinematográficas pertenecían, se hacían ránquings y votaciones, se daban pistas y claves para acceder al ingente material de toda índole (escenas desechadas, mapas, fotografías, vídeos, películas originales, obras literarias de todos los tiempos, poemas, diarios de personajes, publicaciones periódicas y blogs supuestamente radicados en el mundo de Los muertos, una versión en cómic de cada capítulo, un videojuego on-line donde se encarna a un nuevo y hay que sobrevivir hasta que te adivinen tu pasado y un largo etcétera de fragmentos de un laberinto parcelado en ciento ocho páginas oficiales y un sinfín de páginas paraoficiales), material desperdigado por el ciberespacio. Todo eso ya se sabía. Lo que hasta entonces no se había percibido era la instauración de una progresiva conciencia novedosa, de una suerte de duelo absolutamente nuevo. No exagero si digo que en aquellos días del año pasado sentimos que los que habíamos difundido la teleserie éramos los últimos en darnos cuenta de sus efectos en la psique colectiva de nuestro inicio de siglo. Los empleados de Fox vivíamos en una burbuja que aquellos días estalló en mil pedazos.
«El duelo por la muerte se ha expresado secularmente en dos ámbitos de algún modo complementarios: por un lado, el íntimo, el familiar, el de la desaparición de nuestros allegados, abuelos, padres, hermanos, amigos», afirma el psicólogo de la Universidad de Princeton Charles K. Longway, «por el otro, el ámbito de lo público, el duelo por las víctimas de un accidente de aviación o de un atentado terrorista, pongamos por caso, especialmente si ha afectado a miembros de nuestra propia comunidad, es decir, un duelo por empatía hacia lo humano, que empieza en la proximidad y se puede expandir en ejemplos concretos de sufrimiento colectivo, como puede ser una guerra más o menos lejana, una masacre o una hambruna que afecte a individuos con los que guardamos, aunque tenuemente, algún tipo de relación, al cabo, personal.» En su bestseller Historia del duelo, Longway pone diversos ejemplos, desde la Antigüedad hasta los atentados perpetrados por Al Qaeda en nuestra época, y argumenta que nunca la humanidad ha vertebrado un discurso sistemático sobre la desaparición simbólica, es decir, que siempre se ha reflexionado sobre cómo el símbolo, la metáfora, la literatura, traducen fenómenos reales (la ropa negra significa luto en Occidente, un poema de Petrarca expresa la desaparición histórica de Laura), pero nunca se ha tratado, ni siquiera de forma indirecta, cómo la muerte concreta de un personaje textual o ficticio puede provocar dolor, no individual, sino colectivo. Porque está claro que la muerte de un personaje de ficción ha podido tener, puntualmente, consecuencias en los límites de la psicología individual de su creador (el célebre caso de la novela Niebla, del escritor español Miguel de Unamuno, contemporáneo del filósofo Ortega y Gasset) o en el ámbito particular de sus lectores o fans (Werther o Harry Potter), pero nunca ha provocado una reflexión y, sobre todo, una generalización —institucional— de un tipo de duelo que no ha sido contemplado —interiorizado— por el ser humano hasta el estreno mundial de la teleserie Los muertos.
Entre las repercusiones de este fenómeno yo destacaría la consideración del personaje de ficción como ente con dimensión jurídica, esto es, legal. En la misma época en que el tratamiento de los primates en los medios de comunicación ha empezado a ser observado desde una perspectiva ecoética, es decir, en los mismos momentos en que lo inhumano, en tanto que cercano o anterior a lo propiamente humano, ingresa lentamente en los códigos de control mediático (respeto, ofensa), por poner sólo un ejemplo entre los muchos que tienen que ver con el cambio de consideración de elementos sociales a principios de nuestro siglo (desde el tabaco hasta la legalidad de las acciones virtuales, pasando por los límites de la sexualidad en Internet o la violencia en los videojuegos), en estos mismos años se ha empezado a discutir cuál es el valor, el estatuto, de un personaje (literario, cinematográfico, televisivo, gráfico, virtual), cuáles son sus derechos, si los tiene, y sus obligaciones, si existen. Esto ocurre en el mismo momento histórico —insisto— en que, mediante la clonación, la biotecnología y la inteligencia artificial se está gestando la progresiva existencia de otro tipo de individuo o de sujeto posible. En los congresos de bioética, en las revistas científicas de derecho, en las secciones de opinión de los diarios, en las tertulias radiofónicas y televisivas se ha ido creando una maraña de discusión sobre la posible deuda histórica de responsabilidad del ser humano respecto a sus creaciones artísticas. Obviamente, el debate se ha polarizado entre los defensores a ultranza de la libertad de creación y, por tanto, de la libertad de creación de muerte, y los defensores acérrimos de la limitación de la creatividad cuando afecta directamente el final de una vida. Esta cuestión abre otro debate más complejo: ¿Qué es la vida? ¿Es el arte una forma de creación de vida en el mismo sentido en que lo es la clonación celular o la fecundidad inducida o in vitro? ¿Hasta qué punto debe estar desarrollado un personaje para considerarse un ser vivo? Es más: si la responsabilidad del creador, individual o colectivo, se relaciona con la posibilidad de infringir la muerte a una criatura de ficción, ¿dónde se encuentran los límites de manipulación de otros aspectos de la existencia de la criatura, como su victimización, es decir, su transformación en sujeto receptor de violencia, su tortura, su sufrimiento físico o psicológico?
Tanto el debate teórico como el sentimiento práctico, es decir, tanto la discusión colectiva de ideas como la vivencia personal de un nuevo tipo de duelo, dieron un giro a las dos semanas del final de la primera temporada de la serie. Como es sabido, fue entonces cuando nació Mypain.com. El concepto inicial era muy sencillo. Como la propia serie, donde no encontramos elementos dramáticos realmente originales, sino una combinatoria de ingredientes (el lastre del pasado, la infidelidad, la violencia, la paternidad, la traición, el complot, el sentimiento de comunidad, etcétera) propios de la narrativa universal, Mypain surgió como la reconfiguración de algunas de las iniciativas internáuticas de mayor éxito en lo que va de siglo: Messenger, Second Life, Youtube, Myspace o Facebook. Lo primero que hace el usuario es crearse una ficha personal, con fotografías incluidas, que constituye su carta de presentación y su vehículo de socialización en la red internacional; además de los datos personales, el usuario tiene que rellenar un largo formulario en el cual se le pregunta sobre todo por su relación personal con personajes de ficción ya desaparecidos. Se inicia así la pertenencia a una serie de redes, cuyo núcleo es el sujeto en cuestión. Por ejemplo, Charlie, el personaje de la teleserie Perdidos, se ha convertido en el objeto (o sujeto) de culto de una de las redes más numerosas; una red global, se entiende, como las que tienen como protagonistas a otras celebridades difuntas de la ficción, como Hamlet, el Capitán América o el Che. Evidentemente, también hay redes de carácter local o lingüístico, como la que reúne a los fans de La Maga (un personaje del novelista argentino Julio Cortázar) en el mundo latino, a los de Chanquete (protagonista de una serie de televisión de los años ochenta) en España, a los de Akira (el personaje de manga) en Japón: manifestaciones de la nostalgia generacional, homenajes personales a momentos de especial relevancia emocional, recuerdos asociados a productos de ficción, identificaciones, patrones psíquicos; los motivos por los cuales se han multiplicado exponencialmente esas redes, y Mypain llegó a tener cincuenta millones de usuarios registrados a los dos meses de su inauguración, continúan siendo analizados por sociólogos e investigadores. Los foros, los chats, las conversaciones personales: la comunicación, asociada en primera instancia a la figura desaparecida, pero pronto infiltrada en las capas más íntimas de la persona, han convertido la página web en la más importante de nuestro momento histórico. Cada usuario dispone de suficiente espacio como para colgar los materiales que juzgue oportunos a fin de expresar su «dolor» y su «respeto» (palabras clave en la publicidad de la marca), de modo que la circulación de fragmentos de películas, canciones, objetos fotografiados o escaneados, pasajes leídos, obras propias, etcétera, se ha disparado; y con ella ha nacido otra forma del diálogo y del intercambio cultural.
Los creadores de Mypain dieron en el clavo de nuevo, a las pocas semanas de su lanzamiento y rápida consolidación, cuando anunciaron la creación de un mundo virtual absoluto, que aprendía de los errores de Second Life y sus epígonos y que permitía resucitar a los personajes objetos del duelo, para convertirlos en avatares. Es decir, el usuario puede regresar de entre los muertos a su objeto de dolor y respeto, darle una nueva oportunidad, en otro marco de ficción, que —gracias a la interactividad— tiene un vínculo mucho más fuerte con la realidad. Durante los primeros dos días el acceso a los personajes fue gratuito, pero los servidores se colapsaron de peticiones mucho más rápidamente de lo previsto. Cada personaje sólo puede existir individualmente en el mundo Mypain, de modo que sólo puede ser adjudicado y encarnado una vez, hasta que ese usuario decida dejar de manejar a ese personaje de ficción y se dé de baja. Dado que ningún sistema de adjudicación era justo, y el de respetar el orden de solicitud no satisfacía a nadie, los presidentes de la compañía anunciaron que procederían a la subasta pública. Fue una gran campaña publicitaria: se invocó como precedente la subasta que en junio de 1990, en el hotel Metropole de Monaco, puso a disposición de los mejores postores ochenta y un segmentos del Muro de Berlín, a un mínimo de 50.000 francos cada uno. Si la memoria del símbolo por excelencia de la Guerra Fría fue puesta en venta, ¿por qué no hacer lo mismo con la identidad ficticia de los símbolos de la cultura universal? Se fijó un precio único de salida: cinco dólares, y una semana como límite temporal para la puja. Según un célebre reportaje de la revista Playboy, que entrevistó a los afortunados, Charlie fue adquirido por un estudiante de informática nipón, por la suma de 3.500 dólares; Hamlet le costó 8.000 dólares a un profesor de literatura comparada de la Universidad de Texas; el Capitán América fue adquirido por Hillary Clinton por 10.000 dólares; el Che, inexplicablemente, le costó tan solo 235 dólares a una médico residente sudafricana (se baraja la posibilidad de que sus seguidores no se percataran de que también es un personaje ficticio). Seis mil personajes fueron subastados en esa primera semana; la mayoría no pasó de los siete dólares. En las siguientes, cerca de cincuenta millones pasaron a ser representados por otros tantos usuarios. Yo pagué cuarenta dólares por el capitán Ahab: siempre he relacionado la versión infantil de Moby Dick que me leía mi padre por las noches con su muerte a causa de un cáncer de páncreas, cuando yo tenía diecisiete años.
Pero prosigamos con esta historia posible de las repercusiones de la teleserie que más ha influido en nuestras vidas. Fijémonos en otro efecto secundario de Los muertos, que los filósofos rápidamente han relacionado con el giro subjetivista posmoderno, es decir, con la importancia absoluta que ha adquirido lo individual (la memoria, la identidad o el discurso entendidos como conceptos personales y difícilmente transferibles) en las últimas décadas. Si la criatura de ficción —como la mascota maltratada, como el fumador pasivo, como el embrión— ha pasado a tener un estatus ambiguo y novedoso, lo ha hecho como persona común, es decir, como individuo, no como estrella, famoso o protagonista. Sólo así se explica que los personajes secundarios hayan adquirido enseguida la misma relevancia que los personajes protagonistas o principales, de modo que Internet se ha llenado de índices, de listas de personajes de novelas, películas, cómics o videojuegos que pierden la vida en el interior de sus obras, y así la gente ha podido investigar, gracias a los recursos que otorga la red, acerca de cuál era el personaje que merecía la pena ser rescatado, resucitado. Ha habido quien, siguiendo la lógica que ha creído adivinar en Los muertos, ha defendido que los personajes planos, muy secundarios, poco desarrollados, tienen menos recursos, menos personalidad, que los personajes redondos, bien dibujados, protagonistas o secundarios importantes (se ha consolidado la opinión de que muchos de los nuevos que vegetan en los túneles de metro son personajes planos en sus obras respectivas); pero también ha habido quien ha considerado que el mundo virtual de Mypain no tiene nada que ver con el de la teleserie, que abre infinitas posibilidades de desarrollo argumental, más allá de lo fijado por Mario Alvares y George Carrington, los creadores, guionistas y codirectores de Los muertos.
En cualquier caso, este boom de la ficcionalidad ha revitalizado la literatura, porque ha creado un interés renovado por la lectura, la investigación y la reflexión acerca del universo literario. Los lugares reales que inspiran los espacios ficticios de la muerte, como el Pont Neuf o las Torres Gemelas, se han llenado de altares, cirios, ramos de flores. Se han creado mapas globales de identificación de puntos de muerte y, por extensión, de los espacios de la vida de los personajes. Se ha impuesto la moda de la relectura y de la revisión. Obviamente, todo comenzó con la traducción y la reedición de millones de ejemplares de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela de Philip K. Dick que inspiró Blade Runner, y con la puesta en circulación de nuevas versiones del clásico de Ridley Scott; pero continuó con un interés renovado y reforzado por el estudio de lo ficcional. Hay que ver todas las películas, o todos los capítulos, o hay que leer todos los cómics o todas las novelas en que aparece o podría haber aparecido el personaje que has resucitado y cuyo avatar, de algún modo, eres tú, o tu otro yo, porque él depende absolutamente de ti. Por una decisión personal, aunque quepa la posibilidad de crear, inventar, delirar, acciones, vivencias, aventuras, se puede decir que existe un pacto tácito acerca de la conveniencia de que el personaje en cuestión actúe de acuerdo con lo que hizo en vida. Para crear esa sintonía es necesaria cierta indagación. En pocos momentos de la historia de la cultura se han vivido experiencias de lectura y de debate tan intensos como en estos meses de furor de Mypain. El intercambio de datos, de información, permite la circulación de un capital intelectual importantísimo, en paralelo al incesante movimiento emocional, porque cada paso que da el avatar responde a un estímulo del usuario, y este ha creado ese vínculo íntimo porque existe una identificación, una necesidad, un recuerdo, una pulsión. En la galería de imágenes que ponen rostro a mi versión del capitán Ahab se mezclan los retratos realizados por decenas de ilustradores con las fotografías de Gregory Peck y con las de mi padre. Las intercambio en el perfil. Supongo que es mi forma de rendirle homenaje, de recordarle y, sobre todo, de mantenerle con vida. Mi madre tiene siempre encendida una vela en un rincón de su cocina con la misma intención.
En la historia de la humanidad no existen precedentes, ya lo he dicho, de una red de características similares. Una red primero alternativa, pero con los meses incipientemente institucional y política, de asociaciones primero particulares y cada vez más públicas, que no sólo honran la memoria de los muertos de la ficción, sino también la de aquellos que han sido ficcionalizados tras su muerte. Tampoco hay precedentes, hasta donde llegan mis datos, en la historia particular a la televisión, de un caso como el de George Carrington y Mario Alvares. Por motivos desconocidos, firmaron un contrato blindado que obliga a Twentieth Century Fox Televisión y, sobre todo a ellos mismos, a que la serie tenga exclusivamente dos temporadas de ocho capítulos cada una. Es decir, al firmar se blindaron contra el éxito posible; contra la eventualidad de que el producto tuviera una gran audiencia y que la cadena les tentara con la posibilidad de planificar siete u ocho temporadas, como ha pasado tantas otras veces, o que —sin más— les obligara a alargar lo que ellos concebían como una obra en dos partes perfectamente delimitadas. Pero también se blindaron contra la posibilidad contraria, es decir, contra el fracaso: por contrato deben rodarse y proyectarse los dieciséis capítulos; por ratings bajos o por cambios de directrices en la programación no puede cercenarse la consecución de la obra. Porque George Carrington y Mario Alvares, no hay duda, ven esos dieciséis capítulos, esas doce horas de película, como una única obra de arte dividida en dos secciones necesariamente separadas temporalmente, en dos secuencias o tramos, en dos series. También en eso han sido pioneros y estrictos. En una entrevista reciente con Chris Wallace, han declarado: «Imagine que Miguel Angel hubiera aceptado hacer lo mismo que había hecho en la Capilla Sixtina, cambiando las escenas bíblicas, en doce o quince estancias del Vaticano, o que John Ford hubiera aceptado rodar ocho continuaciones de Centauros del desierto».
La serialidad ha sido puesta en crisis por Alvares y Carrington. En un hábil equilibrio entre el capítulo de novela, la secuencia narrativa, la entrega folletinesca y el capítulo televisivo, los jóvenes creadores han dosificado la información y las historias cruzadas de su ficción, siguiendo un patrón muy similar al de teleseries como The Wire; pero al mismo tiempo decidieron de antemano la duración del producto, como si de un largometraje se tratara, porque tenían muy claro que el sentido que ellos pretendían depositar en él, el debate que con él querían provocar, sólo podía regirse por las leyes del arte, es decir, gracias al control absoluto que un artista debe tener sobre su obra. Obra bicéfala, pero no colectiva, al contrario que las grandes teleseries que precedieron y de algún modo permitieron la existencia de Los muertos. Hasta los títulos de crédito y la banda sonora fueron diseñados por los jóvenes creadores.
Mucho se está discutiendo sobre cómo la serie experimenta con un tema muy poco abordado en la teoría dramática, como es el de la serialidad de un personaje que ha sido sometido a múltiples versiones. Selena, al parecer, es una versión de Lady Macbeth. Se nos dice en la serie que son muchas las mujeres que creen ser Lady Macbeth; según la interferencia del capítulo 7, más bien estaríamos ante la otra vida de Asaji, la protagonista de la película Trono de sangre, de Akira Kurosawa, versión libre de la obra de Shakespeare. Pero el adivino ve, confusamente, según Alvares y Carrington nos muestran en el collage del epílogo, que el supuesto pasado de Selena no es, directamente, el de la película de Kurosawa, pues en las imágenes se mezclan teatro, cine y otro tipo de imágenes, ambiguas (quizá cómic). En un artículo, Calvin T. da Costa, profesor de la Universidad Pontificia de Río de Janeiro, defiende que en verdad Selena es la protagonista de «My Fairy Lady», un relato paródico y alocado del escritor canadiense Robert Garrett, donde en un monólogo interior la protagonista de My Fair Lady va mutando en diversas versiones literarias y representaciones teatrales de Lady Macbeth, desde la shakesperiana hasta la de Shostakovich o Bieito, pasando por la de Kurosawa. Da Costa concluye, no obstante, que es posible que Alvares y Carrington no conozcan ese relato marginal de un autor menor, lo que complica todavía más el mundo inventado en la teleserie. Porque la diversidad de los caracteres de la comunidad de Blade Runner puede observarse también como una crítica de la serialidad posmoderna. Entre la película de Ridley Scott y el estreno de Los muertos aparecieron cinco versiones del filme (hasta que en 2007 se publicó the final cut). ¿Y si la teleserie considera que cada versión de una obra artística comporta la existencia por separado de sus personajes? En otras palabras: ¿y si en el mundo de Los muertos, a lo largo de la historia, hubiera existido alguien identificado con Don Quijote tras cada una de las versiones, remedos, alusiones, intertextos que tuvieran como referencia el clásico de Cervantes? De ser así, habría que imaginar no obstante otra vuelta de tuerca: está claro que Selena y el resto de personajes de la serie han desarrollado una personalidad propia desde que se materializaron en aquel mundo; está claro que Selena es un personaje complejo, que consigue al fin canalizar su instinto de maternidad, que logra controlar su agresividad innata, que ama y es amada. Su «pasado», su vida en el «más allá» es un ruido de fondo, un paisaje confuso y fragmentario que sólo influye parcialmente en su vida «real», una especie de vida en el mundo de las ideas platónico que sólo muy lentamente y siempre de forma incompleta va recordando el alma humana. En otras palabras: quizá lo menos importante en la existencia de Selena es haber sido una versión de Lady Macbeth; pero ese pasado condiciona mínima pero decisivamente su presente. Así ocurre con todos los personajes de la ficción.
Por supuesto, la reflexión sobre las sucesivas versiones (perversiones, inversiones, subversiones) de un mismo personaje entronca con el marco de discusión general que, como se ha dicho, gira en torno a la consideración ética del sujeto, como víctima con derechos violentados por el creador. A ello se debe la polémica publicación, dos meses atrás, de One by one. Human clonation, human inversión, de Kingsley Asarata, un genetista oscuramente vinculado con la cienciología. El carácter polémico del libro, que está siendo un fulgurante best-seller internacional, se debe a una tesis que entronca sin ambages con Los muertos: si el clon es una versión genética de un referente humano, ¿no es éste legal y moralmente responsable de su sufrimiento? Esa idea de referente o modelo surge de la teoría según la cual todo personaje literario se inspira de una forma u otra en un referente real. En uno de mis cómics favoritos, Marvels, los autores, Kurt Bussiek y Alex Ross, incluyen al final fotografías de los amigos, parejas y familiares que posaron para la caracterización de la Antorcha Humana o del Capitán América. De ese modo, se desvela un fenómeno universal: todo personaje de ficción tiene uno o más modelos, conscientes o inconscientes, tomados de la vida real. Esa hipótesis ha llevado a la idea de que el cuerpo en que se encarna un personaje de ficción tras su muerte en la obra en que fue engendrado se corresponde —en el mundo de la teleserie— con la imagen física de la persona real que actuó como modelo de los creadores. Eso explicaría el abismo físico que separa a Pris (la rubia Daryl Hannah) de Pris (la afroamericana Anita Holden). Pero hay que añadir, como siempre ocurre en Los muertos, que hay un razonamiento de índole conceptual: las traducciones raciales ponen sobre la mesa una discusión implícita acerca de la noción de víctima social (los replicantes en Blade Runner, los nuevos en Los muertos, los afroamericanos en la realidad estadounidense de la era Obama). También explica, quizá, hasta qué punto la producción de discurso provocada por la teleserie ha superado todos los índices de lo razonable. De hecho, gran parte de lo que aquí se ha expuesto procede de la Thedeadpedia.
Sé de buena fuente que ha existido presión sobre Alvares y Carrington, desde que, el pasado septiembre, se emitió el Epílogo que ponía fin a la primera temporada y se anunció que sólo se rodaría —y por tanto existiría— una temporada más. La presión ha sido doble. Fox Televisión se planteó seriamente pagar la hiperbólica suma que implicaba el incumplimiento del contrato; los fans reunieron setenta millones de firmas digitales, provenientes de cincuenta y ocho países, para exigir la prolongación de la serie. La primera presión desapareció por sí sola: el consejo de administración de la Fox Broadcasting Company decidió, por una vez, que el arte debía continuar, por encima de los intereses económicos (después trascendería que llegaron a contactar a James Cameron y a J.J. Abrams como posible reemplazo de Alvares y Carrington para las siguientes temporadas, pero que no se concretó la oferta). La segunda presión, en cambio, no ha cedido. Al revés: se ha multiplicado exponencialmente en su complejidad, porque se ha confundido con las actividades y las acciones de la intrincada red de asociaciones y memorials por las víctimas de la ficción, de modo que lo que debe ser visto como una declaración de principios por parte de dos artistas del décimo arte ha sido convertido en una infamia más de los que durante siglos han coartado la libre expresión del duelo por los desaparecidos en el terreno del arte. Los que han despertado la conciencia sobre la responsabilidad de los seres humanos en la muerte metafórica o simbólica, ficcional, de las criaturas de nuestra imaginación, por tanto, son acusados de coartar la elaboración del duelo por esas mismas desapariciones. Además, se publicó recientemente en el New York Times una carta firmada por decenas de herederos de creadores de ficción, donde se cuestiona la validez ética de la resurrección de personajes literarios y cinematográficos, tanto simbólicamente en la propia teleserie como virtualmente en Mypain.com. Los herederos de Saúl Bellow, de Jorge Luis Borges, de Clarice Lispector, de Ernest Hemingway, de Federico García Lorca, entre muchos otros, se preguntan en voz alta si los personajes que han creado los grandes escritores del siglo XX no están sujetos a los mismos derechos de autoría que rigen las obras. Y van más lejos: si la resurrección de sus muertos no atenta contra el espíritu de su literatura. «Aunque quizá estén enterrados en metafóricas fosas comunes», argumentan en la mencionada carta, «nadie tiene derecho a excavarlas ni a violentar su naturaleza, su biografía, su espíritu.»
George Carrington y Mario Alvares, no obstante, han luchado por mantenerse fíeles al espíritu original de la teleserie, que de algún modo —me ha sugerido alguien de su entorno—, es el espíritu original de su amistad. Mucho se ha especulado, por cierto, sobre cómo se conocieron. En un especial de la CNN se les preguntó al respecto y hablaron de un youth hostel en el mar Rojo, recién licenciados en la universidad (Carrington estudió en Berkeley, Alvares en Chicago). En la página web oficial de la teleserie se citó, en cambio, un curso de escritura creativa en la librería Shakespeare and Company de París. En La prehistoria de sus muertos, Daniel Alarcón, que cubrió para Rolling Stone el rodaje de los tres últimos capítulos de la primera temporada, dice que les escuchó contar, después de varias cervezas, que su mito de origen debía ser necesariamente difúminado: tres veces lo evocaron en su presencia, a lo largo de dos meses, y las tres fueron versiones distintas. De todas las disponibles, no obstante, tal vez se podría alcanzar un modelo, un patrón: en aquel youth hostel de la frontera entre Egipto, Israel y Jordania charlaron durante unas doce horas, se tomaron otras tantas cervezas, acabaron borrachos, abrazados, y con el primer esbozo del argumento de Los muertos esquematizado sobre el azul celeste del mar de un mapa. Todas las versiones coinciden, señala Alarcón, en que los unió radicalmente algo que compartieron: una información, al parecer relativa a las historias de sus abuelos respectivos durante la segunda guerra mundial. No quisieron responder la pregunta del cronista al respecto.
Tras la proyección del último capítulo de la primera temporada, según me ha contado Sheryl Smith, que los acompañaba como asistente personal, durante los seis días que pasaron encerrados en un cinco estrellas de Puerto Vallarta, bajo nombres falsos y haciéndose pasar por jóvenes adinerados estadounidenses, Alvares y Carrington bromearon con las amenazas que recibió el ex soldado de la guerra de los bóers, espiritista aficionado y escritor Arthur Conan Doyle cuando decidió matar a Sherlock Holmes. Por las noches, invariablemente, después de pasarse el día discutiendo los argumentos de los capítulos de la segunda temporada, a la quinta o sexta margarita, evocaban también el argumento de Misery, la novela de Stephen King en que un escritor es secuestrado por su fan número uno, que no soporta la idea de que su personaje favorito vaya a morir en la próxima novela de su escritor favorito. Aunque, dando tumbos, regresaron durante cinco noches seguidas a sus respectivas habitaciones cinco estrellas mirando constantemente hacia atrás y con la sensación de que eran espiados, se fueron de Puerto Vallarta convencidos de que la serie se mantendría fiel a su espíritu original, que sólo tendría dos temporadas y que la segunda contaría también con ocho capítulos, tras los cuales la teleserie sería un proyecto absolutamente concluido. Se estrenará el próximo 7 de septiembre. Hasta entonces, seguiremos atentos a los debates que, sobre Los muertos, tienen lugar en nuestras pantallas.