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RICHIE

En el mostrador de la recepción, el Nuevo entrega cuatrocientos cincuenta dólares. La recepcionista, mientras introduce el dinero en la caja registradora, le sonríe. Es mulata y el blanco marfil embellece su sonrisa espléndida. El Nuevo pone cara de asco: «Yo no soy tu jodido hermano, así que deja de sonreírme así, so furcia». La mujer, avergonzada, baja la vista. El Nuevo entra en la sala de espera. Hojea una revista: Hillary Clinton apoya la independencia absoluta de Hong Kong; jefes de Estado de todo el mundo se congregan en el funeral de Sarkozy, las razones de su suicidio son todavía una incógnita. «Basura», dice el Nuevo, mientras lanza la revista sobre la mesita. Una madre y su hija lo miran y se sonrojan. Se abre la puerta. Aparece un hombre vestido enteramente de negro, con aspecto cadavérico: ojeras moradas y la piel adherida al cráneo. «Pase, Richie, usted es el siguiente.»

«Ves más claro, Roy, ves más claro», le dice Samantha, con voz melosa. «Es normal cuando se acerca el momento; ha habido una confusión, Roy, una grave confusión. Tu nombre no es Roy, sino Lenny; tu mundo anterior es muy parecido al mundo anterior de Roy, pero no es el mismo, los dos son oscuros, pero no son el mismo. Te llamas Lenny y echas de menos a tu mujer, por eso te conectas continuamente a algo que te permite verla, sentirla, como si no hubiera muerto.» Samantha le ha cogido las manos mientras sus ojos estaban en blanco; cuando al fin sale de su estado adivinatorio, cuando sus pupilas regresan a la córnea, es Roy quien pierde su mirada.

«¿Por qué me ha llamado Richie?» Están en un estudio repleto de fotografías en blanco y negro de todo tipo de ojos. «Tengo ese don, soy capaz de conocer el nombre en cuanto establezco contacto visual con un cliente.» Ojos grandes y minúsculos, de mujer y de hombre, sin color. «¿Y por qué está tan seguro? Me han dicho que mucha gente se muere sin saber su nombre real, o con muchas dudas sobre el que el adivino le reveló.» Ojos rasgados y redondos, felinos o voraces. «Cada adivino tiene uno o varios dones: el mío es el de los nombres; relájese, déme las manos.» Con cierto reparo, Richie le ofrece las palmas de sus manos: al contacto, un rictus contrariado le tuerce la comisura de los labios. Ojos concéntricos. «Usted estuvo en la cárcel, hacía gimnasia, era cariñoso con sus hijos, respetaba a sus mayores, era respetado, sí, muy respetado.» Richie sonríe; tras él, una mirada de ave rapaz. «No veo nada de su infancia, no tuvo infancia, su vida comienza cuando sale de prisión, y regresa, y las cosas han cambiado, y ya no es tan respetado.» Los ojos en blanco: calavera perfecta. «Se sube a un coche y atropella a alguien; es capaz de dar palizas; es capaz de matar.» Richie sigue sonriendo. «Es blanco, desciende de europeos, de italianos.» Richie se toca su cara negra, lentamente, con sus negras manos: ha dejado de sonreír.

«Lo siento, Roy», le dice Samantha mientras le da un beso en la mejilla. Lenny coge el ascensor. Taciturno. Visiblemente triste. Camina por las calles sobrevoladas por zepelines y por aerotrenes; la atmósfera saturada de micropublicidad; los mendigos pidiendo limosna; ajeno. Se sube al autobús. A su lado se sienta un joven negro, con la música muy alta en los auriculares. En un muro, un adolescente pinta: «No hay futuro». Se baja cerca de casa. En el charco del callejón se ha materializado un nuevo: más de setenta años, desnudo, tiene el cuerpo infectado de moratones y de heridas. Sangra. Lenny pasa de largo. Abre las puertas. Se acuesta en el sofá. Está tiritando.

En una casa grande, una escalera al fondo; Richie está cenando; una mujer de pelo largo y negro, gorda, con miedo, ofendida, con una pistola en la mano; le apunta; le dispara; un único disparo en el pecho. El adivino le cuenta su muerte. «Así fue, Richie, así fue, ella se llamaba Janice y no he visto odio en su mirada, sino miedo, te temía, Richie, a su manera también te quería, pero en ella predominaba el terror.» El nuevo se abre la camisa. Tiene una cicatriz circular, perfecta, como una moneda, entre los dos pulmones. «Quiero saber más», exige. «Sólo veo a un hombre, lo odias, se ríe de ti, desprecia una chaqueta que le has regalado, se la da a otro, a un criado, os odiáis, los dos pertenecéis al crimen organizado, a la mafia, él es tu superior y el hermano de la mujer que te mató, ahora escucho tu apellido, siempre llega después del nombre, te llamas Richie Aprile.» «¿Cómo se llama él? Quiero saber su nombre», exige, la mirada rapaz, en blanco y negro, al fondo, desenfocada. «El hermano de Janice, tu superior, tu jefe se llama Tony Soprano.»

Selena llega con Jessica. Ambas son bellas: una alrededor de los sesenta años, la otra no ha llegado todavía a los treinta; una negra, la otra blanca; madre e hija. «¿Estás aquí? ¡Qué sorpresa!» Jessica se acerca al sofá para abrazar a su padre. «¿Cómo está Samuel?», le pregunta éste a media voz. «Bien, muy bien, se ha quedado en Washington, tiene mucho trabajo.» Mientras Selena hierve agua, Jessica se sienta al lado de Lenny: «¿Qué te pasa, papá?». «Nada, cariño», esquiva su mirada. «Mamá, a papá le pasa algo.» Sale humo de la tetera. «No me llamo Roy.» «¿Cómo?», preguntan al unísono. «Como oís, no me llamo Roy, me llamo Lenny. Toda mi vida ha sido un engaño.» «Cuéntanos eso con calma», le pide su hija. La tetera queda olvidada sobre el mármol.

«Desde el 11 de septiembre, señores y señoras», dice la Presidenta ante su gabinete de crisis, reunido alrededor de una larga mesa ovalada, en cuya superficie de roble se reflejan confusamente los rostros y fragmentos de los trajes y de los uniformes de los asistentes, «muchas cosas han cambiado, pero nada puede compararse con la llegada de la Pandemia que nos azota.» Se proyecta a sus espaldas un partido de béisbol, en un estadio atestado de público. Repentinamente, desaparecen unos veinte jugadores de ambos equipos. Se desintegran. «Hasta ahora habíamos podido mantener los casos, aislados y menores, lejos de la opinión pública, pero desde el partido de los Bears contra los Hawks, eso es imposible. Los ciudadanos americanos y los del resto de países de este planeta saben que, a partir de ahora, pueden desaparecer en cualquier momento.» Una nueva imagen: un banco con doce clientes y tres empleados; entra un hombre con una media en la cabeza y una escopeta de cañones recortados en las manos; pánico; todo el mundo en el suelo; abren la caja fuerte; de pronto el atracador desaparece. Se desmaterializa. «Hemos analizado la posibilidad de que se tratara de una acción terrorista, pero ha sido descartada; tampoco se puede hablar de una epidemia biológica, sobre todo porque tras la desaparición de la persona no queda ningún tipo de rastro que pueda analizarse...» La Presidenta deja de hablar: se acaba de desintegrar el general que, hasta un segundo antes, estaba a su lado.

«De manera que la comunidad a la que he entregado mi vida no es mi comunidad. Todos los recuerdos que creía compartir con ellos no existen, son falsos, los he creado yo solito.» Su mujer le agarra fuertemente la mano izquierda; su hija, la derecha. «¿Sabéis qué es lo más jodido?» Asiente, respira, asiente. «Lo jodido es que la verdad, la verdad, sí, la puta verdad, maldita palabra, la he tenido siempre delante de mis narices: las interferencias eran lo único verdadero, y nunca supe interpretarlas.»

Pris deja la cesta sobre la tumba y se sienta. Saca un pedazo de torta y empieza a comerlo, lentamente. El cementerio, arbolado y de lápidas espaciadas, refulge a pleno sol de mediodía. «Yo también me muero, querido», dice Pris. «Yo también, como todos, como esta comunidad en que alguna vez creimos y que ahora ya apenas se reúne.» Saca una lata de Pepsi de la cesta y la abre. «Ay, Morgan, mira lo que he llegado a hacer: hablar con un muerto para no aburrirme, mientras sigo engordando.» Pris es una mujer obesa cuyo vestido blanco subraya la piel pizarra. «Te echo de menos, Morgan, pero sobre todo echo de menos las reuniones, o mejor: el espíritu, la comunicación.» Una pareja limpia con un trapo el polvo de una lápida cercana; la saludan sin palabras. «Y la compañía, y los polvos, por qué no decirlo, echo de menos follar cont...» Pris se ha desmaterializado. La cesta abierta, el pedazo de torta en el suelo, la lata a medio beber y la pareja desconcertada: los únicos vestigios de su desaparición.

«Una última pregunta y me largo: ¿qué hacen los nuevos una vez saben su nombre y su historia?» El adivino permanece inmutable, funeral; responde con parsimonia: «Cada cual busca su propio camino, hay quien se olvida de su posible pasado e intenta empezar de nuevo, buscando un trabajo, una pareja, planteándose la adopción de un niño...». «No, señor, de eso ni hablar, yo sólo creo en la sangre de mi sangre.» «Aquí eso no es posible, Richie.» «¿Qué no es posible?» «Procrear.» El rostro de Richie Aprile se transforma en una máscara. «Usted ha querido ir demasiado rápido, no lleva ni dos días aquí y ya sabe su nombre, acelerar el proceso tiene sus consecuencias... La otra vía de la que le hablaba es la de intentar vivir en sintonía con su pasado, en ese caso debería buscar lo que se denomina una comunidad, es decir, a las personas con quienes posiblemente compartió su otra vida.» Richie Aprile continúa con su expresión inexpresiva. «Posiblemente», repite. «Sí, posiblemente; aunque tengan recuerdos comunes, aunque exista una sospecha fundada de que fueron compañeros, amigos, enemigos, quién sabe, sólo será eso, una sospecha fundada, morirá con la duda de si realmente...» Las fotografías de ojos continúan observándolos. «En cualquier caso, si esa es su opción, lo mejor es que busque en Internet, hoy día es bastante sencillo encontrar una comunidad de acogida.» Sin asentir, sin mover ninguna de las facciones de su rostro, el Nuevo se levanta y se va. Baja en el ascensor: solo. Camina por las calles, sin rumbo: solo. Hasta que cae de rodillas, al pasar una esquina, y en el suelo su soledad se contrae hasta reducirse a posición fetal, en el oscuro útero posible que conforman un cubo de basura, dos cajas de cartón vacías y tres escalones.

Ante el espejo del cuarto de baño. Sin cuerpo: tan sólo una cara que se mira; dos ojos inyectados en rojo, con ojeras, que se clavan en ellos mismos. Y unos labios y tras ellos unos dientes, una lengua, unas cuerdas de carne, una garganta, aire, unos pulmones que articulan palabras (un monólogo): «En realidad no sabemos, y lo sabes, en realidad no sabemos... Nada te pertenece.. . O sólo te pertenece la nada... Hurgando allí... Y en la nada... ¿Cómo te llamas: cómo? Ni eso sabes. La primera certeza: el ladrillo primero. Así que sólo tienes una opción: tú, sí, tú, hablo contigo, tú ya no te debes más a una comunidad que no sea tu mujer y tu hija. Tú, sí, tú, te repito, hablo contigo: tú, sé como tú, junto a ellas, siempre... Has bebido demasiado, Roy, o Lenny, o como diablos te llames, has bebido demasiado... No eres dueño de tu boca... Vete a dormir.»