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LA MUERTE EN EL MUNDO
DE LOS MUERTOS
«Buenos días, Nueva York», saluda la voz de siempre en el helicóptero habitual. «El reportero aéreo os saluda desde su altura desconcertante.» El sol sale, al fondo, y el Hudson se anaranja. «Para nuestro asombro, la Pandemia avanza, la población de la ciudad ha mermado un tres por ciento, y sin embargo sigue amaneciendo.» El helicóptero parece de juguete, una mosca sobrevolando una fruta abierta, incandescente.
«¿No es increíble que nos hayamos encontrado en el foro de la comunidad?», exclama Jessica mientras sujeta con ambas manos las de Aura. Están en un salón de té: hay dos tazas y una porción de tarta entre las dos viejas amigas. «Llevo ya un par de años... ¿Verdad que nunca hablábamos del más allá?», pregunta Aura. «He pensado mucho en ello desde que nos encontramos.» «Nunca», confirma Jessica, «aunque dormimos juntas durante cuatro años.» «Rodeadas por aquellos ositos en este mundo sin animales.» Sonríen. «Me alegro mucho de verte.» «Yo también.» «¿Tienes novio? ¿Te casaste?» «Uy, veo que la conversación comienza a complicarse...»
«Esas son las cajas.» Las grúas del puerto contrapesan la gravedad transportando toneladas en forma de contenedores. El cielo está, como siempre, gris opaco. Vito y Richie se encuentran en un coche berlina, cada uno con un subfusil en el regazo, fumando. A unos cien metros, dos operarios portuarios descargan cajas de un camión para introducirlas en la parte trasera de una furgoneta de reparto de pizzas. Richie y Vito salen del coche y se dirigen, arrimados a la pared y por tanto fuera del campo de visión de los operarios. Cuando sean vistos por el conductor de la furgoneta ya será demasiado tarde: aunque se agache y desenfunde su revólver, una ráfaga de no menos de doce balas impacta diagonalmente en su cuerpo. Con el tiroteo los operarios han salido corriendo. «Voy por el coche», dice Richie. Vito se queda a solas con el mafioso herido: «Sabes que no vas a morir, tampoco te vamos a hacer desaparecer, porque nos interesa que le lleves un mensaje a tu jefe. Dile que la familia DiMeo está al cargo del puerto y de sus alrededores, no permitiremos que trabajéis aquí... ¿Entiendes?». Sangra abundantemente, pero un zoom permite observar que las heridas se están cerrando, que hay una actividad celular frenética para que la vida no se escape. «¿Entiendes o no?» La víctima asiente. Cargan las cajas de la furgoneta en el maletero del coche. Cierran las puertas del camión. Richie llama a Chris desde su teléfono móvil: «El camión tiene las llaves puestas, ya puedes venir a buscarlo».
«Como ya ocurrió con el sida o con el cáncer, y siglos atrás con la peste bubónica o con la lepra, la humanidad se está acostumbrando a la existencia de la Pandemia.» La Presidenta pronuncia su discurso frente a varios centenares de contribuyentes de su campaña electoral, en una cena de gala. «La única opción válida es esperar nuestro momento, si es que tiene que llegar, con estoicismo, viviendo ese milagro que llamamos vida, junto a nuestras familias y amigos, con la dedicación y el esfuerzo que se merece.» Aplausos. La Presidenta está sudando. No es capaz de disimular. Está actuando como jamás había tenido que hacerlo. No se cree ninguna de sus propias palabras. «Durante las primeras semanas de alarma, hubo algún atisbo de anarquía, que la policía y, puntualmente, el ejército supieron controlar; pero ahora ya ha pasado la novedad y al menos los ciudadanos de este país hemos aprendido a llevar con dignidad esta amenaza. Por ellos brindo.» Levanta una copa de champán y —efecto dominó— en pocos segundos todo el salón está en pie, brindando. En cuanto la Presidenta regresa a su mesa, donde la espera su pálido marido y otros doce comensales, el comensal sentado en el lado opuesto al suyo, con su rostro circular y enrojecido, le dice: «Como usted sabe, en Israel no ha habido ninguna desaparición, o al menos no se tiene registro de ninguna...». «Como usted sabe, señor Jewison, tampoco en algunas pequeñas zonas del planeta, como Nápoles, Taiwan o Cataluña...» «Ya conoce cuál es nuestra postura a ese respecto, estamos esperando con impaciencia una respuesta oficial del Gobierno que usted preside.» Hillary Clinton asiente, obviamente incómoda. Engulle media porción de tarta de arándanos. Y le dice a Bill: «Cariño, ¿nos vamos?, estoy muy cansada».
Una mujer teclea y en la pantalla aparece la dirección: www.tumitadperdida.com. Cliquea en «nuevo usuario». Introduce sus datos. Escribe dieciséis palabras clave y espera. El atardecer caduca. Cuando ya se dispone a apagar la computadora, suena un «cling». «Se ha encontrado un usuario que responde a los parámetros de su búsqueda. ¿Acepta comunicación?» Con expresión ilusionada, la mujer cliquea el sí. «¿Cómo te llamas?» «Adriana. ¿Y tú?» «Chris.» «Ya lo sabía, pero quería leerlo.» «¿Lo sabías?» «Sí, busco a un Chris, las otras palabras clave que he ido conociendo son las que he puesto para llegar a ti.» «¿Cuáles?» «Hombre, Moltisanti, Soprano, guapo.» «¿Guapo?» «Sí, mi adivino me ha hablado siempre de un hombre muy guapo.» «Ya sabes que somos diferentes en el más allá y aquí.» «Soy perfectamente consciente de ello.» «¿Me envías una foto?» «No, no, todavía no.» «¿Te haces la difícil?» «No, Chris, no me hago la difícil, soy difícil, aquí todos somos jodidamente difíciles.»
En los billares, el humo de los cigarrillos densifica la atmósfera. Sandro golpea la bola blanca y dice: «Malditos Corleone, no sabes cómo me jode que sean todavía los putos amos de la mayor parte de esta ciudad». Christopher y Carlo asienten, los ojos enrojecidos por la niebla y por el alcohol. «Desde los años ochenta no ha habido nadie capaz de plantarles cara.» Otro golpe, el desplazamiento geométrico de las bolas. De pronto, Richie entra en el local, pide una cerveza en la barra y con ella en la mano se dirige hacia la mesa de billar donde están jugando Christopher, Carlo y Sandro. Coge el taco. Con sus ojos azul eléctrico muy fijos en Richie, Christopher le pregunta: «Y bien, ¿qué te ha dicho?». «Ya sé mi historia, ya sé mi nombre.» «¿Y quién eres?» «No os lo vais a creer.» «Venga, suéltalo.» «El adivino me ha dicho que no tiene ninguna duda de que soy... Tony Soprano.»
«Jess, es muy tarde.» «Lo sé, lo sé, amor, dame media hora más.» Samuel está en la cama, enredado en el duermevela. En pijama, Jessica teclea y teclea. En la pantalla, ventanas que se cierran y se abren, de conversaciones paralelas, escritas con entusiasmo; sobre cada una de ellas, dos triángulos superpuestos, que parpadean. Aura aparece como no conectada. Alguien le envía un link. Remite a un archivo de vídeo. Lo abre. Pulsa play con el mouse. Se deja hipnotizar.
«Sam, por el amor de Dios, cómo se le ocurre ponerme en la misma mesa de Carl Jewison.» Están en la limusina. Bill Clinton se ha dormido, su cabeza reposa en el hombro de su mujer. Desde la protección que le brinda la noche exterior y sus lentes sin montura, Sam se limita a decir, en el tono más apaciguador posible: «Como usted sabe, es el presidente del lobby...». «... Que más dinero destina a mi campaña», completa ella, «pero, como usted también sabe, la semana pasada me hizo llegar una carta oficial en que me explican que Israel es el único país del mundo donde estarán seguros, que el gobierno israelí piensa expulsar a la totalidad de sus residentes palestinos para dar cabida a la comunidad judeoamericana al completo, que se trata de una emergencia, que el Gobierno de Estados Unidos tiene que costear el traslado, que...» El coche se detiene frente a la Casa Blanca. «Piense en una solución, Sam. No podemos permitir que todas esas cuentas bancarias se fuguen a Israel... Vamos, Bill... Buenas noches.» «Buenas noches, señora Presidenta.»
Noche cerrada. Sólo los semáforos y las farolas arrojan luz; no pasan coches por la calle. La ventana de la habitación de Adriana está iluminada. «Hola, guapa.» «Hola, guapo.» «¿Me vas a enviar ya la foto?» «Antes quiero que hablemos de algo.» «¿?» «De las otras palabras clave que puse para encontrarte.» «¿De qué tipo de palabras hablas?» «No me refiero a palabras como guionista, porque tú querías ser guionista, guionista de cine, sino a otras.» «¿?» «Mafia, crimen, FBI, pistola, violencia, cocaína, heroína.» «Eso es pasado, Adriana, puro pasado.» «¿Me lo prometes?» «Sé que mi otra vida fue así, pero ésta... ésta no.» «Ahí va mi foto.» Chris abre el archivo. Ve a una mujer rubia, de ojos azules, saludable, vital. «Ahí va la mía.» Adriana abre el archivo. Ve a un hombre rubio, de ojos azules, con un atisbo inquietante al fondo de las pupilas. Sonríe. Sonríen. Dos labios iluminados por sendas pantallas, que se funden en una sola boca, reflejada.
«Querida Jessica», teclea Aura, «hace tiempo que quería escribirte, pero hasta ahora no he reunido el valor necesario para hacerlo.» Está llorando. «Tengo que confesarte algo. Cuando me hice miembro de la comunidad estaba convencida de mi sufrimiento en el más allá, de lo que he aprendido a llamar mi estatuto de víctima. La Comunidad me ayudó mucho en mi soledad. Tú, como huérfana, sabes de qué hablo. Pero...», respira hondo, «con el tiempo he ido dudando de mi papel en la otra vida, me he visto provocando dolor, mucho dolor, mi adivino me ha dicho que incluso es posible que... ¿Cómo decirlo? ¿Por qué estamos tan lejos de aquellas dos niñas rodeadas de ositos? Jess, tiemblo al confesarte que es posible que sea un verdugo. ¿Entiendes lo que significa eso? Pensarlo me da escalofríos. Hace días que no duermo.» Las ojeras de agotamiento certifican su sinceridad. «Si yo lo soy, lo fui, cuántos miembros de la comunidad también pudieron haberlo sido...» Guardar borrador. Aura se incorpora y se dirige hacia la ventana, los ojos irritados por el llanto. Se arrodilla encuadrada por la luz de la calle y de la luna. «Quiero desaparecer», reza. «Quiero desaparecer», suplica, repite, suplica y repite hasta que desaparece. Se desintegra. Sin más.
Roy (o Lenny) da vueltas en la cama, sin poder dormirse. Para no despertar a Selena, aparta las sábanas y se levanta a cámara lenta. Va a la cocina y se sirve un whisky, sin hielo, que se bebe de un trago. Como un zombie, sale del apartamento sin cerrar la puerta y se dirige a los buzones. «Roy», lee en la placa, y resigue las letras con el índice, al tiempo que las pronuncia como un niño que aprendiera a leer. Después, abre el buzón (vacío) y regresa al hogar. Mira por la ventana. Conecta el televisor, hace zapping un rato; lo apaga. Se sienta en la butaca del salón. Se levanta. Enciende la luz del cuarto de baño y enfrenta su rostro al que le devuelve el espejo. No aguanta su mirada. Las manos se aferran al borde del lavabo. Intenta decir algo, pero no brota lenguaje de su boca. Se mira: «Para hablar de este tiempo sólo es posible balbuce...». Abre el grifo. Corre el agua. Se lava las manos, nerviosamente, también la cara. Cierra el grifo. Se seca. Los labios asoman entre resquicios de toalla. «Estábamos muertos y podíamos respirar.»
Richie Aprile (o Tony Soprano) dice «Ha llegado la hora de declararles la guerra», y pone los pies sobre la mesa. A su alrededor, Chris, Vito, Carlo y Sandro, que en un primer momento parecen sorprenderse por la actitud de Tony (Richie), aceptan enseguida sus piernas cruzadas, su aura de poder y, sobre todo, el mensaje que hay en su afirmación. Sin mediar palabra, cada uno se dispone a preparar sus armas de fuego. Las desmontan, las engrasan, las limpian, las miran —con insistencia— como si en esos cañones relucientes o en esos cargadores en que introducen, una a una, las balas, se encontrara la verdad (futura) de las palabras (el mensaje) que, una hora y media antes, dijo su nuevo jefe, justo antes de cruzar las piernas y situar sus mocasines sobre la mesa del despacho y de poner sus suelas frente a sus caras momentáneamente sorprendidas.