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CUERPO A CUERPO
«Hola, papi, ¿qué haces?» «Estoy pedaleando, preciosa, ¿y tú?» «Acabo de salir de mi clase de música, tenemos un poco de tiempo libre, así que vamos a ir a la sala de juegos. Marco me está enseñando a jugar al ajedrez...» «¿Quién es Marco?» «Un amigo... Papá, es sólo un amigo, siempre que te menciono a algún niño pones esa voz de oso.» «¿Voz de oso? ¿No me digas que te hablan los ositos de la pared de tu habitación y que tienen mi misma voz?» «Qué tonto eres, papi...» «Te quiero, hija.» «Yo también... Y es raro, ¿sabes?, porque hace muy poco que os conozco, pero es como si os conociera desde siempre.. . Me tengo que ir, me están llamando.» Jessica cuelga y sale corriendo, con una sonrisa abanico, inocente, abierta en los labios. Roy cuelga y baja de la bicicleta estática. Antes de entrar en la ducha, con el torso desnudo, se pesa: 79 kilos.
El Nuevo está sentado en su colchón del almacén. Hay una lata en el interior de un cazo con agua; el vapor es parte del ruido de fondo, como las imágenes del televisor. Abre el cuaderno y empieza a leer: «Hace tres semanas que llegué a la estación de metro de East End, pero hasta hoy no he conseguido un cuaderno y un bolígrafo. Sentía una necesidad imperiosa de escribir. No diré que desde el momento de mi aparición (¿o de mi materialización? Han creado una red de palabras para atrapar y retener nuestra incertidumbre), porque aparecí o me materialicé en una estación de metro y un grupo de cabezas rapadas enseguida me localizó y me recibió con patadas. Durante tres o cuatro días no tuve ganas de escribir ni de hacer nada más que dormir, reponerme, olvidarme de la sensación terrible de no saber quién era. El Músico me ha contado que en la ciudad no hay más de trescientos cincuenta puntos de llegada de nuevos, que la alcaldía podría haber creado cerca de ellos centros de acogida y tener a trabajadores sociales a la espera; pero aduce que sería muy caro mantener esa estructura. Dice el Músico que la razón es que los nuevos no votan. Pasan al menos cuatro años hasta que tienen derecho a voto, y para entonces ya han olvidado que los organismos oficiales sólo se ocupan de los viejos. En cualquier caso, está claro que los cabezas rapadas y algunos delincuentes comunes tienen ubicados los puntos de llegada y han hecho de las patadas el ritual de bienvenida».
Tres cabezas rapadas se escabullen entre la gente del andén. Una decena de personas ha visto la paliza sin mover un dedo. Desde el punto de vista del Nuevo, en el suelo, se ve cómo trata de protegerse la cabeza con los brazos, en posición fetal. Llega el metro: todos suben, él se queda. Un músico negro, con el saxo a cuestas, que ha esperado hasta que la soledad tomara la estación, se acerca al Nuevo: le ve llegar. «Oh, dios mío, qué te han hecho.» Bajo la gabardina lleva un pequeño botiquín: saca gasa y desinfectante, y con inexplicable destreza resigue las heridas, empapa la tela de sangre. A rastras, lo conduce a un cuarto que hay tras la columna. Es una habitación: colchón con mantas, algunos libros en braille, un póster, varias cajas con ropa y objetos, en desorden.
«El Músico: cómo le echo de menos. El fue quien me recomendó para este trabajo: el encargado, Marc, pasa cada día por su estación, le deja unas monedas, charlan brevemente. Es uno de sus contactos para colocar a los nuevos que aparecen en el andén: supongo que hay una especie de organización alternativa, de personas como el Músico, que hacen el trabajo que la alcaldía no quiere hacer. Estoy a punto de reunir los doscientos dólares que cuesta la primera visita. En una semana, al fin, podré visitar a Samantha y conocer mi pasado. Saber quién soy. Es curioso cómo algo tan arbitrario como un nombre nos ayuda a confiar en nosotros mismos; tener un nombre significa poseernos. Aunque sea una ficción (otro día hablaré aquí de esa compleja palabra).» La voz del Nuevo, leyendo.
El Nuevo termina de escribir y guarda su diario bajo la baldosa, junto al colchón. Llaman a la puerta. «Adelante, Marc.» Entra un hombre alto y fornido, de aspecto bonachón, con una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda. Hablan brevemente. «Son unos ingresos inesperados, gracias a vosotros, es justo que lo comparta con los trabajadores.» El Nuevo le da las gracias, enfáticamente. En cuanto Marc se ha ido, levanta la baldosa, coge el dinero, lo cuenta, se lo mete en el bolsillo, se lava la cara, se peina, se va. Se ve el ajetreo de la calle desde sus ojos. Silba una tonada alegre, pegadiza.
Un joven —enmascarado con unas gafas de sol exageradas— le da dos billetes y se dirige hacia la puerta. Selena le dice que no se olvide de tomarse la medicación que le ha recetado. El asiente mientras saca los auriculares de la mochila. Cierra la puerta. Selena recoge algunos papeles y los mete en una carpeta; apaga la luz de la mesita: el cuadro abstracto desaparece, y con él el resto del consultorio. El garaje está iluminado por luces halógenas parpadeantes: el ambiente es indudablemente amenazador. Entra en el coche, pone música. Golpea el volante con el dedo índice a un ritmo muy superior al de la música. Aprieta los dientes. Cuando está llegando a Sophie’s gira bruscamente a la derecha. A un kilómetro de oscuridad, detiene el coche; saca un bate de béisbol del maletero; camina algunos cientos de metros por el bosque; finalmente se enfrenta a un árbol y le propina diez, veinte golpes, extremadamente violentos. Saltan astillas. Después, regresa al coche, estaciona en el aparcamiento de Sophie's, saluda a Roy, pide una cerveza. «¿Cómo estás?» «Muy bien», responde ella. «He ido a hacer un poco de terapia, mañana tenemos a Jessica y quiero estar tranquila para disfrutar de su compañía.»
«Samantha me dijo que me llamo Gaff. Vio en mí escenas de una ciudad, que podría ser esta, sumamente cambiada: había vehículos que se desplazaban por el aire a una velocidad extrema, bares saturados de colores en neón y rascacielos como pirámides multiplicadas, cuyas fachadas eran recorridas por decenas de ascensores paralelos, simultáneos.» El Nuevo deja de leer. Y recuerda. Llama a su jefe, le pregunta por Marc. «Marc desapareció hace algunas semanas, por eso empecé yo como responsable del almacén.» Le pregunta su apellido, se lo dice. Lo busca en el listín telefónico. Tras repasar la lista con el dedo, al fin subraya un teléfono. Lo marca. «Con Marc, por favor.» «Marc no está.» Una voz de mujer que denota amargura. «¿Quién le llama?» El Nuevo no responde; vacila durante unos segundos; cuelga. Se sienta en el colchón, con la cabeza enterrada en los brazos. En los ojos se transparenta un dolor indefinido; se masajea las sienes. Da vueltas por el recinto. Finalmente, coge el diario de debajo de la baldosa y le prende fuego en el interior de una olla. La pira: le hipnotiza.
«El Braingate es el escándalo más importante que ha afectado a un presidente de Estados Unidos desde el Watergate. La senadora demócrata Hillary Clinton, posible candidata a la presidencia del país, ha declarado, en un emocionado discurso a la nación, con lágrimas en los ojos, que se trata de la perversión de la democracia.» Imágenes de la Casa Blanca y del Congreso; una perspectiva aérea de la sede central de la CIA en Alburquerque, Nuevo México. «Los servicios secretos son tan celosos de su cumplimiento del deber, que han sobrepasado los límites de sus funciones», dice Clinton, con su albino marido Bill a su izquierda, sujetando apenas el codo de su esposa. «El presidente O’Connor, desde el centro sanitario donde se recupera de la extracción de un tumor maligno en el pulmón, ha declarado: “Voy a aclarar qué ha ocurrido, y los responsables de los excesos tendrán que responder por sus actos”. Ningún miembro del gabinete ha aclarado el vínculo entre el Brain Project y los fondos reservados presidenciales», concluye la voz televisiva. Roy y Selena han acabado sus cervezas y sus hamburguesas: miran la televisión, fijamente.
La mujer de Marc ha salido de una tienda, con una abultada bolsa de papel en cada mano. El Nuevo la sigue. Aprieta los puños; se muerde el labio inferior. Cuando ella llega a casa, dos niños gemelos de unos doce años le abren la puerta. El Nuevo se oculta tras un árbol, al otro lado de la calle. En el momento en que la familia cierra la puerta, él se percata de que en el tronco del árbol hay una fotocopia colgada con una chincheta: «Se busca, Marc Rodrigues, 44 años, cicatriz de doce centímetros en la mejilla izquierda. Su familia está muy preocupada». La fotografía de un rostro. El Nuevo sale corriendo. Entra en la boca de metro. Con el ceño fruncido, deja que desfilen ante él todas las estaciones; se tapa el rostro con las manos; se masajea con el índice y el pulgar el nacimiento de la nariz; altera constantemente su postura en el vagón, incómodo. Finalmente, cambia de línea y de metro y se baja en East End. En pocos segundos, el andén se queda vacío. Le parece ver a un hombre alto y negro, con una gabardina; pero es blanco. Localiza, tras una columna, una puerta metálica. Golpea con los nudillos. Le abren.
«Hola.» Nadia, vestida de calle, con los labios y los ojos pintados, ha saludado a Roy en la esquina del colegio. «Ah... eres tú... ¿Qué haces por aquí?», le pregunta él. «Es mi día libre... ¿Encontraste a quien buscabas?» «No, sigo en ello... Vengo de dejar a mi hija en el colegio, pensaba ir a desayunar...» «¿Me estás invitando?» El sonríe a modo de respuesta. La cafetería está llena. Los hombres miran a Nadia: su belleza es demasiado obvia. Piden café y bagel. «No sabes lo que disfruto de mi día libre semanal, después de pasar tantas horas en esos túneles, sobre todo si la casualidad me regala buena compañ...» En ese preciso instante, Roy, apoyándose en la silla, salta por encima de la mesa y empuja a Nadia: ruedan por el suelo al mismo tiempo que se oye un disparo y se abre un boquete en la vidriera que la agrieta radialmente, y cunde el pánico, y un hombre con una pistola humeante en la mano empieza a huir. La mirada de Nadia, bajo el peso del cuerpo de Roy, expresa una extrema gratitud.
«¿Otra taza de té?», le pregunta el Músico. «No, gracias, aún me queda», responde el Nuevo, sentado en el catre, con su taza en las manos. «Qué alegría verte de nuevo, pero me has dejado preocupado... Estoy seguro de que fuiste a ver a Samantha, además ella me contó que te había contactado con alguien que podría tener relación con tu pasado, un posible miembro de tu misma comunidad... Algo te ocurrió entre el momento en que saliste del consultorio de Samantha y el momento en que deberías haber llegado al lugar donde habías quedado con esa persona.» «No lo recuerdo, Músico, no lo recuerdo, tampoco mi nombre.» El Músico se sirve otra taza de té: «Samantha nunca me dijo tu nombre, sólo me dijo que ya lo habías encontrado, que podía quedarme tranquilo... He recibido, y cuidado, a cientos de recién llegados, no mantengo contacto casi con ninguno, pero no sé por qué tú me preocupaste desde el principio... Ve a hablar de nuevo con Samantha. Es tu única opción».