3

BUENAS NOCHES, JOHNNY

El Nuevo tiene la puerta del albergue a sus espaldas. Le ha crecido el pelo. El portón se cierra; encaja. El Nuevo comienza a caminar. Pasea la mirada por los escaparates: televisores con pantallas de dos metros cuadrados que muestran la misma película documental, hologramas de mujeres o de coches, computadoras sin teclado, pelucas biológicas; un quiosco de prensa («Hillary Clinton se plantea presentarse a las elecciones demócratas», «Mañana se clausuran los Juegos Olímpicos de Marraquech», «El Braingate y el eterno problema de los nuevos»); un comercio de artículos de limpieza, una delegación de lotería, un videoclub, una casa de apuestas, una floristería, un supermercado de tecnomascotas, una agencia de trabajo temporal. El Nuevo entra. Al otro lado de una mesa de escritorio atiende una mujer con el rostro absolutamente desfigurado, como un puzzle de piezas desgarradas: «¿En qué puedo ayudarle? Y no me mire así, que se nota que usted es nuevo y no se ha acostumbrado a las cicatrices... Si se quiere integrar pronto, tendrá que aprender a ser más disimulado con sus miraditas... Dígame...». «Busco trabajo, acabo de llegar, no sé quién soy.» No hay manera de acostumbrarse a la contemplación de la no forma. «Hace bien en acudir a nosotros, muchos nuevos nunca se orientan y acaban vegetando en cualquier rincón de los suburbios... Sin identidad verbal y sin memoria de habilidades no puede aspirar a un trabajo de remuneración alta, pero sí puede trabajar de peón... ¿Qué sabe hacer usted?» El Nuevo hunde la mirada entre sus piernas. «Ya veo, todavía no ha recordado ni siquiera sus habilidades primarias. Tengo un puesto como mozo de almacén. Tiene usted un aspecto saludable, seguro que puede cargar y descargar cajas.» Con un folleto de la agencia, mientras los labios de ella siguen hablando en el centro de su rostro deforme, el Nuevo construye un búho que abre y cierra sus alas.

En la señal del poste de la esquina se lee «Calle 13, Círculo 7». Roy avanza hasta encontrar un hueco por el que espiar. A través de un polígono de cristal roto se ve un almacén de unos quinientos metros cuadrados. En él se encuentran unas doscientas personas encadenadas a máquinas de coser mediante un grillete que une cada pierna derecha con la base de metal. El ruido es infernal. Por los pasillos se mueven vigilantes armados con porras. Roy saca unos prismáticos minúsculos y enfoca a cada trabajador o trabajadora. Algunos visten de blanco, otros en cambio han personalizado su indumentaria; pero todos comparten el desaliño, la suciedad. La mayoría tiene la mirada extraviada y no pestañea. Producen trajes de amianto; la maquinaria es potente; hay toxinas en el aire. Al lado de cada máquina, se ve una esterilla enrollada. «¡Eh, tú!», una voz ronca, a las espaldas de Roy: le han descubierto. Se guarda los prismáticos en el bolsillo de la chaqueta y arranca a correr. El vigilante le persigue, con una pistola en una mano y una porra en la otra. Al torcer la esquina, Roy se topa de frente con otro vigilante, también armado. Se detienen. Se estudian. «Sólo estoy buscando a una persona, no soy policía, os lo juro, busco a un nuevo, hace animales de papel, aquí tengo su foto...» El primer golpe lo dobla; el segundo, lo derriba. «No vuelvas por aquí», le amenazan. «No vuelvas, o ten por seguro que vas a sufrir.»

El hombre trajeado se seca con un pañuelo de seda las gotas que han brotado de su frente. Está de nuevo tumbado en el diván de terciopelo verde. «El otro día no quise responderle a la pregunta que me planteó.» «Lo respeto, señor McClane; sé que hay cosas de las que mis pacientes no me pueden hablar.»

Una voz sumamente tranquilizadora, pese a sus grietas. «Pero siento que sea así, me ayuda mucho hablar con usted, mucho, no se lo puede ni imaginar, pero creo que la pondría en peligro si le confesara mis temores, si le hablara de los problemas a los que me estoy enfrentando en mi vida profesional», tartamudea apenas el señor McClane; está sudando y nervioso. «Hablemos en clave simbólica, cuénteme sus sueños de estas semanas en que no me ha visitado, ¿en qué ha pensado?, ¿qué le ha obsesionado?» Voz aterciopelada. «Sigo viendo Nueva York en sombras y en llamas, pedazos de edificios saltando por los aires, también veo la destrucción de todo el país, pero no en imágenes, aproximadamente reales, del natural, cómo decirlo, sino en pantallas, esquemáticamente, iconos que significan bombas, ataques, quizá nucleares.» «¿Y cómo vive usted esos ataques, toda esa destrucción?» Voz apaciguadora, necesaria. «Le parecerá una locura, pero casi siempre soy yo quien consigue detener, en el último segundo, después de mil proezas, la destrucción definitiva.» «Ahí tenemos la clave», afirma la voz de mujer, conocida.

«Esta es la última caja, Johnny», le dice al Nuevo un tipo bajito y fornido, que muestra el vello del pecho por el escote de una sudada camiseta de tirantes. «¿No te molesta que te llame Johnny, verdad? Es mejor tener un nombre, hasta que descubras el tuyo utiliza un nombre comodín.» Se va. El Nuevo se queda solo, en el almacén enorme. En un rincón hay un hornillo, una pequeña nevera, una silla, un televisor y un colchón. Sobre los dos fogones, cuelga de la pared un calendario: mayo de 1995. Se calienta una sopa, que se bebe tumbado de lado, de cara al televisor que ha conectado: noticias, un documental histórico, más noticias, un programa de entrevistas, un documental ecológico, un reality show, otro noticiero, un documental sobre el ferrocarril. Deja ese canal. La cámara enfoca a un anciano vestido de maquinista, como si estuviera jubilado y hubiera aceptado enfundarse su viejo uniforme para hablar de cómo era el sistema ferroviario en su juventud. La máquina avanza; los raíles atraviesan naturaleza que parece muerta. El Nuevo se queda dormido. Se adivina que las imágenes, sin interlocutor, desfilarán en la oscuridad y sin sentido, toda la noche.

Selena deja caer una bata de seda color mercurio y se mete, enteramente desnuda, en la cama de Roy. Él la recibe emitiendo un quejido de niño enfermo, sin abrir los ojos. Mientras se siente acariciar el pelo, susurra: «Gracias». «¿Cómo te encuentras? ¿Estás seguro de que no te rompieron una costilla?» «Sí, sí, tranquila, estoy bien, es más la frustración que los golpes, estos jodidos traficantes de nuevos.» «Tienes que relajarte, cariño, déjame, que yo me encargo.» Como una gata negra, la mujer se introduce por completo en el reverso de las mantas. Entre el dolor y el placer, empieza a gemir.

En silencio, el Nuevo carga y descarga cajas hasta que acaba la jornada, se van sus compañeros y el encargado, y él se queda otra vez solo, en el rincón del almacén, entre los cuatro muebles que tantos otros han usado antes de él. Se ducha con agua fría. Tras la cortina de plástico, con manchas de hongos, se podría imaginar que se está masturbando. Enciende el televisor. Calienta una lata de guiso al baño maría. Mientras las imágenes circulan y el agua empieza su ebullición, el Nuevo levanta uno de los extremos del colchón y busca con las yemas de los dedos una ranura entre dos baldosas del suelo. En el escondrijo aparece un fajo de billetes. Los cuenta. Los devuelve a su lugar. Al colocar la baldosa, se da cuenta de que la vecina también está suelta; tras unos segundos de forcejeo consigue levantarla: en el hueco hay un cuaderno. Comienza a leer y se olvida de la televisión y de la lata y del cansancio y del sueño.

«Va a ser mi última visita, a partir de la semana próxima seré alguien, digamos, mediático, y no quiero involucrarla», afirma el señor McClane, en posición horizontal, aterciopelado de verde. «Lo entiendo perfectamente.» «Me ha sido de mucha ayuda, estudiar mis sueños con usted, analizar mi relación con mi esposa y con mis hijos, enfrentarme a mis interferencias, analizar mi forma de entender la responsabilidad social... Todo eso me ha empujado a dar el paso que tenía que dar... Mi familia se merece a alguien que crea de verdad en lo que esta ciudad y esta nación significan.» Se seca la frente con un pañuelo de seda. Se incorpora. Saca su cartera y de ella algunos billetes, que deja sobre el escritorio. Selena ignora el dinero, le desea suerte y le da la mano. El señor McClane se va. Entra una mujer de unos sesenta años, exquisitamente vestida y maquillada, con un vistoso collar de perlas sobre el escote excesivo y rojo. «Buenas tardes, señorita Allen.» «Buenas tardes, querida, no se va a creer lo que me pasó ayer en el gimnasio...»

Con el tranvía aún en marcha, Roy se apea en una parada desierta. Un complejo de apartamentos, paredes cubiertas de grafitis («¿Quién vigila a los vigilantes?», «No Dios; Bienvenidos al Planeta Infierno», «Corred putas al poder, que vuestros hijos ya llegaron»), muros que rodean solares, pavimento en putrefacción. La ciudad se disgrega a cada paso. «Bienvenidos al Círculo 7.2», reza una pancarta destrozada a pedradas y parcialmente quemada. Aparecen chabolas: centenares, dispersas, con sus huertos, sus hogueras, sus niños harapientos que corren en bicicleta sin salir del campo de visión de Roy, como si no pudieran escapar de un radio determinado. Baja por un terraplén —polvo— hasta alcanzar la boca del túnel. Sus ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad; poco a poco, comienza a vislumbrar los bultos, las siluetas humanas —tumbadas—, y en cada una, aguzando la vista, individualiza un rostro. Hay alguna hoguera, improvisada en un contenedor metálico; también hay luces halógenas, supervivientes de cuando esta galería era un túnel de metro (semáforos rotos, vías comidas por los hierbajos, la sombra de una rata). Roy inspecciona cara por cara y se repite la misma escena: un hombre o una mujer mayor de veinte años, con los ojos abiertos, sin mirada, tapado con una manta vieja y roída o con cartones; y a su lado, colgando de un pequeño paral de acero inoxidable, una bolsa de suero, conectada mediante un tubo al brazo de cada persona. Mientras enfoca otro nuevo rostro y lo descarta, los pasos de alguien sobresaltan a Roy. Se gira: una chica, con brazalete blanco de cruz roja y una mascarilla de tela sobre la boca, se ha acercado a cambiar la bolsa de suero del nuevo más cercano a Roy. «¿Busca a alguien?», le pregunta la muchacha. «Sí, pero aquí nadie tiene nombre... ¿Cuántos hay en estos túneles?» «El Ayuntamiento dice que unos diez mil, pero nosotros creemos que al menos hay cien mil.» «La historia de siempre.» «Sí, la historia de siempre.» Se miran —pese a la ausencia de luz— a los ojos. «Algunos reunieron el dinero para descubrir quiénes eran, pero los adivinos no supieron decirles gran cosa; otros jamás reunieron el dinero, la llegada los traumatizó o enloquecieron a las pocas horas de estar aquí.» «Ni siquiera visten de blanco.» «No, muchos ni siquiera fueron detectados por las brigadas de limpieza y bienvenida.» La chica se quita la mascarilla y le ofrece la mano derecha. «Me llamo Nadia.» El también se presenta; se mueven algunos pasos, en busca de más individuos. «Estoy convencida que con un buen sistema de educación pública esto no llegaría a producirse; prefieren pagarles el suero y tenerlos aquí, fuera de la mirada de los viejos ciudadanos, los votantes.» Se han acercado a una de las hogueras: algunos vagabundos se calientan; las llamas iluminan una veintena de ojos sin mirada, alrededor de un bidón que se adivina azul.

«Toma, Johnny, y buenas noches.» Se va el jefe, el Nuevo se queda a solas, como cada noche. El calendario señala el mes de junio. Levanta la baldosa, coge el fajo de billetes y le agrega el último sueldo; cuenta el dinero. «Suficiente», se dice.

McClane detiene el coche en el aparcamiento de un bar llamado Sophie’s. Cuando se apagan los faros, otro coche, estacionado justo en frente, los enciende, intermitente y brevemente, tres veces. Su conductor desciende del vehículo con un maletín en la mano, camina hacia el coche de McClane hasta llegar a la puerta del acompañante, la abre y entra. «Es el último maletín, ya no hay más documentos.» «¿Estás seguro de que nadie te ha seguido?» «Completamente.» «Espero que así sea... El juicio empezará pronto, tu nombre quedará para siempre en el anonimato... Una última pregunta», dice McClane. «¿Por qué has hecho esto?» Toma aire, extravía la mirada. «Recuerdo el año y medio que pasé como nuevo como la peor época de mi vida; no creo que nadie tenga derecho a hacerte pasar ese mal trago por segunda vez.» Encajan las manos. Se va. McClane arranca. Mientras se levanta la puerta del garaje de su casa, su esposa y sus dos hijos lo saludan desde el jardín. Una vez ha parado el coche, abre el maletín: en el dossier alguien ha escrito en rojo: «Brain Project».