6
EL TOPO
Superman surca el espacio a velocidad de vértigo. La sombra del edificio también se mueve, pese a la quietud del sol. Las ocho plantas de un inmueble abandonado se van a desmoronar en cualquier momento: las sombras —la tinta— reflejan la vacilación de la masa, el inminente derrumbe. Sólo algunos vagabundos habitan allí. Superman los ha visto, y después de posar en el suelo con suavidad el camión que el supervillano había lanzado, vuela frenético para sacar al grupo de víctimas posibles del ámbito de esa estructura al borde del derribo. Primero saca, uno en cada brazo, a dos hombres que estaban asando salchichas en un bidón convertido en hoguera. Después, a una mujer que dormía en un rincón de la primera planta. El estrépito —boooom— del techo al caerse sobre las buhardillas deshabitadas. Una nube de polvo empieza a invadirlo todo. Arrodillado junto a la mujer que acaba de rescatar, gracias a su supervisión, Superman ve a lo lejos cómo el supervillano está atacando un puente. Cuando se dispone a elevarse para prestar atención a la nueva circunstancia, la mujer le dice: «Queda alguien. .. en el sótano». A tres metros sobre el suelo, el superhéroe mira a un lado (el puente atestado de coches) y al otro (la entrada al sótano del edificio que —boooom— ha visto la última planta reducida a escombros) y decide meterse en el nubarrón de polvo y, como quien cambia de viñeta, descender al sótano de sombras —tinta concentrada— para rescatar a una mujer que acuna a su bebé. Sale con ambos en brazos, a velocidad de vértigo. Pero no es velocidad suficiente para evitar la tragedia: las nubes de polvo superpuestas no permiten ver la lluvia de escombros, los pisos se desmoronan como a causa de un terremoto. Cuando llegan a lugar seguro, Superman y la madre descubren, horrorizados, que el bebé tiene un triángulo de hierro clavado en el pecho.
Mientras apura una copa pide la siguiente. Chris ostenta ojeras de perro, aspecto desaliñado, agujero negro. Liquida a grandes sorbos otro whisky, la mirada clavada en la pantalla que retransmite peleas de niños. «Todos recordamos peleas de gallos, peleas de perros, carreras de galgos o de caballos... Ahora sólo nos queda el boxeo, y esto.» Desde el fondo del local llega Tony Soprano. «Esto nos da mucho dinero, Chris, mucho, en todos los mundos la gente siente la necesidad de apostar, y este no es una excepción, supongo.» Pide un whisky. «No puedes seguir así, compañero, todos sentimos mucho la desaparición de Adriana, era una buena muchacha, os acababais de conocer y todo eso, pero...» «No se trata sólo de eso, Tony, no es sólo que la había estado esperando desde que llegué, ni que la echo muchísimo de menos, es que no entiendo por qué diablos llevaba una bomba, por qué quería matarme, morir conmigo. Menos mal que...» Se frota las manos en señal de desaparición. Y agota el último trago. «Yo no estoy muy a favor de psicólogos ni adivinos, pero si crees que te vas a sentir mejor... Acude a ellos, yo qué sé... Pero te necesitamos entero, amigo... Toma, mil pavos, echa un buen polvo a mi salud.» «Gracias, Tony, pero no, no puedo.» Se va. El dinero rechazado queda en la barra.
Un bebé se materializa en la azotea de un rascacielos, entre antenas parabólicas, junto a un palomar, las Torres Gemelas al fondo. Las palomas gorjean, enloquecidas. «¿Qué ocurre, pequeñas?», les pregunta, con voz de tenor, un hombre de unos cincuenta años, que sube con dificultades las escaleras que separan su ático del palomar. Al ver al bebé, se le relajan las facciones. «Mira qué tenemos aquí.» Lo coge. Su sonrisa se refleja en la del niño. Mira hacia todos lados, con un punto de paranoia, para asegurarse de que nadie lo haya visto. Después, apresuradamente, se lo lleva escaleras abajo.
Residencia Geriátrica George Bush. En una esquina de la sala de estar, los ciento cuarenta kilos de una mujer negra descansan, cubiertos por una manta, frente al televisor. Se le acercan, con cierta reverencia, Vito y Tony, acompañados de Carlo y Sandro. «Livia, ¿cómo está?», la saluda Vito. «Muriéndome», responde ella. «Tiene usted muy buen aspecto.» «Mira, hijo, mejor que no me mientas, soy una ballena negra, varada en esta butaca, que vive la mayor parte del tiempo en una Nueva Jersey que no es real, con un marido, dos hijas y un hijo...» «Sobre eso quería yo hablarle, precisamente», dice Vito. «Le presento a su hijo, Tony Soprano.» La mujer arquea las cejas, levanta el rostro, enfoca. «Este no es mi hijo», afirma como quien escupe. Sigue mirando la televisión. Tony le coge la mano. «Mamá.» «Quita, impostor, iros, iros, que no me dejáis ver el show de Oprah.» Los cuatro desvían la mirada, o la bajan, o se encogen de hombros, entre la incomprensión y la incomodidad.
«Papá.» «Dime, Bruce.» «¿Por qué me pusiste Bruce?» «Es una larga historia.» «Sabes que me encantan las historias largas.» «Alguna vez te he hablado del más allá.» El niño asiente. Tiene unos diez años, está tumbado boca abajo en la alfombra, con un libro abierto entre los codos. Su padre se halla sentado en una butaca, con la estantería llena de libros a sus espaldas. «Pues en mi más allá alguien muy extraño, muy oscuro, que se hacía llamar Batman pero que en verdad se llamaba Bruce, me salvó.» Por como mueve los pies, inquieto, el padre sabe que su hijo no ha quedado satisfecho con la explicación. «Dispara, Bruce.» «Perdona, papá, pero tú me has enseñado a sacarle punta al lápiz, como dices tú siempre, a preguntar, a no darme nunca por satisfecho.» El padre sonríe. «Venga, dispara.» «Si Bruce te salvó, ¿por qué estás aquí?» «Buena pregunta, hijo... Pues porque me salvó varias veces, pero la realmente importante... No sabes cómo me atormenta todo eso, hijo; tú tienes suerte, no tienes memoria del más allá, eras demasiado pequeño; sólo tienes una vida, una memoria... No sabes la suerte que tienes de no ser, como todos nosotros, alguien dividido.»
«Yo tengo una interferencia parecida.» «¿Sí? ¿Cuál?» «Voy por la calle, en blanco y negro, y oficiales uniformados liquidan, uno por uno, con disparos en la cabeza, a personas que aguardan, en fila india, su ejecución.» «Yo soy en color.» «Es raro.» «Sí, muy raro.» «Mis manos y mi cuerpo son en blanco y negro, como la gente, como el paisaje, una ciudad en ruinas.» «Y te sientes culpable, ¿verdad?» «Nunca lo había hablado con nadie.» «¿El qué?» «Todo esto.» «Yo empecé a hablarlo a través del chat, no sé, con un micro y unos auriculares, sin videocam, siendo sólo dos voces, cómo decirlo, hablando a través de la noche de Internet...» «La poesía ayuda.» «¿Cómo?» «Eso de la noche de Internet, que ha sido poético, que la poesía ayuda para hablar de esto, la culpa, la vergüenza... No sé... No haber hecho nada... Que mataran a los otros y no a ti.» «Pero a ti también te mataron.» «Sí, pero después, mucho después.» «¿Sabes cómo fue?» Silencio. «Perdona, no tendría que haberte hecho una pregunta tan íntima.» «No, no, no te preocupes... Está bien hablar... No tengo cicatrices, no sé cómo ocurrió... Mi adivino me habló de una fila de gente, todos vestidos de gris y con los dos triángulos superpuestos, una fila, la espera, una espera insoportable... Nada más... No vio nada más, Jessica, nada más.» «¿Vendrás mañana?» «Claro, nadie va a faltar a la cita de Central Park.» «¿Te quedarás en Nueva York unos días más?» «Sí, dos o tres.» «Me gustaría que nos conociéramos.» «A mí también.» Jessica parece ilusionada. Suena la llave en la cerradura de la puerta.
Bruce a los catorce años: tumbado boca abajo en la alfombra de su casa, lee a Marx y a Bakunin. Bruce a los quince años, paseando por la periferia de la ciudad, sembrada de nuevos vegetales con sus bolsas de suero. Bruce a los dieciséis años: en clase de matemáticas, escribiendo fórmulas en la pizarra. Bruce a los diecisiete años: leyendo Historia del terrorismo, sentado junto al palomar, hasta que aparece un nuevo (adolescente), que se materializa en ese instante, y él lo ayuda a bajar a la cama de invitados, mientras escucha a su padre decirle: «El Gobierno no se ocupa de estos parias, alguien tiene que hacerlo». Bruce a los dieciocho años: viendo en televisión el escándalo del Brain Project; apaga el televisor; coge dos bolsas de basura; baja al callejón de los contenedores y lo que ve le empuja a esconderse. Dos hombres son apuntados por el arma de una mujer muy bella, que dice: «No podemos permitir que os establezcáis como una comunidad completa. Ya sabes que en la información está el poder. Muy pocas comunidades han conseguido localizar a todos sus miembros: ellas son las que tienen el control». El mayor de los hombres refuta: «Vuestra comunidad es la que gobierna, entonces, la que permite que los nuevos vegeten en las cloacas de la periferia...». Y ella añade: «Es un mal necesario, todos nosotros recordamos haber estado en la Casa Blanca o en el Pentágono, todos lo recordamos; somos unos tres mil, unidos por ese recuerdo, por ese vínculo. Tuvimos una causa, una fe, recordamos; eso nos sostiene. Y sabemos que nuestro poder se basa en la ausencia de comunidades poderosas. Cualquier comunidad que pase de diez miembros es localizada; y su ampliación, interrumpida». La mujer se gira bruscamente hacia la izquierda y está a punto de descubrirle; Bruce deja con suavidad las bolsas de basura en el suelo y empieza a retroceder sin ruido. Las voces son cada vez más tenues. «Por eso ideasteis el Brain Project.» «Sí, por eso, y porque no queremos destruir. Hay formas más contundentes de evitar que las comunidades crezcan, formas más drásticas que la muerte violenta...» Una vez en casa y con la calma recobrada, poniendo cara de póquer, le dice a su padre: «Bruce, o Batman, el que te salvó, se equivocaba. El quería combatir el mal desde fuera del mal, desde un lugar imposible, inexistente; el mal hay que combatirlo desde dentro, papá. Quiero inscribirme en la academia de policía».
Al tragar saliva, la nuez desaparece bajo la pajarita violeta. Sam estrecha la mano derecha del capitán general, mientras en la izquierda sostiene el maletín que éste le ha entregado. Camina apresuradamente. La mano suda, pero ninguno de los cinco dedos corrigen su posición o se mueven en el asa de ese maletín. Atraviesa la Casa Blanca. Pasillos, controles de seguridad, salas, ascensores, subordinados, oficinistas, escaleras, un jardín, militares, más pasillos, más controles de seguridad. Al fin llega a la puerta del Despacho Oval. «Aquí tiene su solución, señora Presidenta.» Deja el maletín sobre la mesa. Ella lo abre enseguida.
En la pizarra están escritas, en forma de lista, las palabras «terror», «atentado», «Occidente», «aviones», «suicidas» y «mártires». En el monitor, congelada, la imagen de las Torres Gemelas en el momento del impacto del segundo avión. «Todos habéis visto la televisión... En vuestra vida anterior, como policías, os habríais enfrentado a esa situación a pie de calle; en vuestra vida futura, ya inminente, os tendréis que enfrentar a este tipo de contextos desde una oficina, analizando la información, pensando... Por eso yo os pregunto: ¿cuál ha sido nuestro principal error?» Bruce ya tiene la misma barba y las mismas ojeras que conocemos. «El error ha sido no pensar que la amenaza podía venir de dentro.» «¿Qué quieres decir?» «Desde la segunda guerra mundial siempre hemos creído que el ataque vendría de fuera, un cohete, una bomba nuclear, una invasión. Fue un error creer que ese modelo era válido en el siglo XXI. Ahora el ataque viene desde dentro. Los aviones despegaron desde el interior de nuestro propio país, y nosotros permitimos que los terroristas recibieran la instrucción que necesitaban en nuestro propio territorio.» «¿Y cómo prevendrías nuevos ataques, Bruce?» «Haciendo una gimnasia mental extrema, hasta pensar como ellos.» «¿Y eso cómo se consigue, Bruce?» «No lo sé, señor, usted es el instructor.» Aunque hay una carcajada general, Bruce consigue neutralizar con una sonrisa cómplice, dirigida exclusivamente al profesor, la soberbia que había en su comentario. La clase prosigue. «Yo tengo una alternativa, Bruce. El error ha sido nuestra falta de coordinación, nuestra falta de diálogo, el FBI, la CIA, la DEA, las policías locales y estatales, cada cual iba por su lado... Espero que dentro de algunos años hayamos logrado que toda esa información converja de algún modo.» Bruce anota en su cuaderno: «Opciones convergentes».
En el taxi, Bruce (el Topo) dice: «Es aquí». El edificio de su infancia y adolescencia no ha cambiado en veinte años. Sube hasta el ático en el viejo ascensor. «¿Papá?» Nadie responde. El piso está a oscuras. «¿Papá?... Tengo unos días de permiso y he venido a visitarte....» En la mesa del recibidor descubre varias cartas devueltas por la Administración con el sello de «Petición denegada». La basura se acumula por doquier. Como hay algo de luz en el salón, avanza por el pasillo en esa dirección. Cuando se acostumbre a la semipenumbra, descubrirá el cadáver de su padre, putrefacto, descansando en el sillón. La cara del Topo (Bruce) se endurece. Viene una ambulancia. Se improvisa un funeral en que el hijo (adoptivo) actúa de único testigo. A la salida del cementerio, se cruza con un vecino. «He llegado tarde, te pido disculpas.... Pensé que habría una multitud de antiguos nuevos, agradecidos, o alguien del Gobierno diciendo unas palabras de homenaje...». El Topo (Bruce por última vez) no responde.
En el televisor, mudo, son mostradas estadísticas de apocalipsis, sobre un rótulo que reza «Pandemia». Se apaga. El mando —el dedo pulgar sobre el power— lo sostiene una Lilith envejecida, derrotada sobre un sillón rodeado de botellas de cerveza vacías. Ojeras en gradación de morados. Tras unos instantes de vacilación, se levanta y coge el teléfono. Al borde del llanto, marca un número. Dos, cinco, siete llamadas. «Hola, has llamado a Gaff, no estoy en casa, deja tu mensaje.» «Hola, Gaff... Han pasado muchos años... Sólo quería decirte, antes de que la Pandemia me atrape a mí también... Que... Que...» Pero cuelga.
Su mirada barre, con dureza, la solapa de los libros, los muebles, las fotografías, la basura, los juguetes, los medicamentos, la ropa; como si todo lo que hay en el piso de su padre le fuera diametralmente ajeno. Cierra la puerta con llave y desliza esta por la ranura, hacia el interior cerrado para siempre. Llama el ascensor; pero cuando este llega, en vez de abrir la puerta, desvía la vista hacia la escalera que lleva al palomar. El sol deslumbra en blanco metálico. De pronto, se materializa un nuevo. Un adolescente. Desnudo. Fetal. Trémulo. Sin dudarlo, el Topo comienza a patearlo implacablemente, como en la repetición en bucle de un penalty: directamente la cabeza, la mandíbula, la nariz —que sangra—, la frente, la boca... más sangre. Deja un amasijo a sus espaldas. Baja las escaleras. Se sube en el ascensor.
El Topo recibe de fuentes diversas decenas de datos, que su ordenador elabora para lograr tres retratos robot. Congela en tres pantallas distintas los tres retratos robot. Uno es lampiño. El segundo tiene rasgos angulosos. El tercero muestra su cabeza ovalada. Al primero le crea bigote, le cambia el color de los ojos, le alarga perceptiblemente el rostro. Al segundo le suaviza las facciones, le hace crecer el cabello. Al tercero lo adelgaza quince kilos. Después, envía los tres retratos robot a todas las comisarías de Estados Unidos.