Capítulo 29
Contemplé la escena en silencio. Marcone enseñó nuevamente los dientes.
—No creo que sea de buena educación regodearse —le murmuró Helen.
—Si conocieras al tipo, te darías cuenta de lo preciado de este momento —respondió—. Lo estoy saboreando.
Murphy miró a Helen, luego me miró a mí y, de nuevo, volvió la vista hacia ella.
—¿Harry?
—Espera —dije levantando una mano. Cerré los ojos un segundo, persiguiendo una docena de intrincados caminos de furibunda lógica y motivación para tratar de encajarlos con los hechos.
Los hechos, tío. Solo los hechos.
Hecho n.º 1: Los operativos de la Casa Skavis y la Casa Malvora habían cometido una serie de asesinatos que trataban de inculpar a los centinelas.
Hecho n.º 2: La Casa Raith, su enemigo más fuerte, liderada por el rey Blanco (o algo así), había seguido una política de armisticio con el Consejo Blanco.
Hecho n.º 3: Aquel zopenco de Madrigal entró en el juego para apoyar a Malvora ocupándose de uno o dos asesinatos, evidentemente para llamar mi atención.
Hecho n.º 4: Thomas, aun sabiendo las letales intenciones de sus colegas vampiros de la Corte Blanca, no compartió nada de información conmigo.
Hecho n.º 5: Las víctimas eran, por norma, mujeres con talento mágico.
Hecho n.º 6: Los vampiros viven mucho, mucho tiempo.
Hecho n.º 7: En este cementerio lleno de cadáveres de menores practicantes de magia, una chica normal, la joven llamada Jessica Blanche, había sido asesinada. Su única conexión con las demás era Helen Beckitt.
Hecho n.º 8: Helen Beckitt trabajaba para Marcone.
Hecho n.º 9: No me gusta Marcone. No confío en él. No creo nada de lo que dice. Nunca lo he disimulado. Marcone lo sabe.
—Maldita sea —susurré sacudiendo la cabeza. Las cosas se ponían siempre feas cuando aparecía Marcone. Y yo que pensaba que los niveles de peligro ya habían superado la cota máxima.
Estaba equivocado. Muy, muy equivocado.
Necesitaba la respuesta a una pregunta para estar seguro de lo que estaba pasando, aunque creía conocer cuál era; el problema era si aquella respuesta sería sincera o no.
No podía permitirme equivocarme.
—Helen —dije—. Si no le importa, me gustaría hablar con usted a solas.
Una pequeña sonrisa congració su boca. Respiró hondo y expulsó el aire lentamente, satisfecha.
—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo Marcone—. No reacciono bien cuando alguien amenaza o hace daño a mis empleados. Dresden lo sabe.
—No, está bien —me concedió Helen.
Miré a mi lado.
—Murph…
No parecía muy contenta, pero asintió.
—Estaré fuera.
—Gracias.
Murphy salió bajo la atenta mirada de los pequeños ojos de Hendricks. Marcone también se levantó y se marchó sin mirarme. Hendricks fue el último en salir, cerrando la puerta al hacerlo.
Helen pasó ligeramente un dedo por las perlas de su collar y se acomodó en la silla al otro lado del escritorio. Parecía muy cómoda y confiada en ella.
—¿Y bien?
Me senté en una de las sillas delante del escritorio y sacudí la cabeza.
—Jessica Blanche trabajaba para usted —dijo.
—Jessie… —La ojos muertos de Helen se pasearon un momento por sus manos, entrelazadas en la mesa—. Sí. Vivíamos cerca, por cierto. La traía al trabajo varios días a la semana.
Fue entonces cuando Madrigal las vio juntas en público, seguramente sin su atuendo profesional, y el muy imbécil supuso que la señorita Blanche era otra integrante de la Ordo. A partir de ahí, no debió de resultarle difícil acercarse a la chica con su dinámica de íncubo y llevársela a una habitación de hotel en busca de un poco de diversión y una muerte extática.
—Usted y Marcone —continué—. Es algo que no puedo llegar a entender, pensaba que lo odiaba. Demonios, traficó usted con poderes oscuros, ayudó a crear una droga muy adictiva, colaboró con la Sombra para matar gente y hacerle daño…
—No existe una gran diferencia entre el odio y el amor —apuntó—. Ambos están enfocados hacia otra persona. Ambos son intensos, apasionados.
—Y no hay mucha diferencia entre matar y catar, si solo te fijas en las letras. —Me encogí de hombros—. Y aquí está, trabajando para Marcone. Convertida en una madame.
—Soy una exconvicta, señor Dresden —respondió—. Manejaba cuentas con un valor total de cientos de millones de dólares. No era apropiado que trabajara de camarera en un restaurante.
—Haber estado en la cárcel no mejoró su currículum, ¿verdad?
—Ni las referencias —respondió, y sacudió la cabeza—. Mis razones para estar aquí no son asunto suyo, Dresden, y no tienen nada que ver con el problema que tenemos entre manos. Pregunte lo que tenga que preguntar o salga de aquí.
—Tras separarse de las otras mujeres de la Ordo esta misma noche —comencé—, ¿las llamó por teléfono?
—De nuevo —dijo en voz baja—, seguimos en punto muerto, exactamente igual que antes. No importa lo que diga, ya que tiene la clara intención de no creerme.
—¿Las llamó o no? —pregunté de nuevo.
Me miró fijamente, con los ojos tan vacuos e inexpresivos que su elegante atuendo negro adquirió un cariz fúnebre. No sabría decir si era más propio de una viuda o un cadáver. Entonces, entornó los ojos y asintió.
—Ya veo. Quiere mirarme a los ojos. El concepto es un poco melodramático, pero creo que se llama visión del alma, ¿no?
—Sí —dijo.
—No sabía que era un detector de mentiras.
—No lo es —dije—. Pero me revelará qué clase de persona es usted.
—Sé la clase de persona que soy —contestó—. Estoy al borde de ser una psicópata funcional. No tengo corazón, soy calculadora, vacía y siento muy poca empatía por los demás seres humanos. De todas maneras no me cree, ¿verdad?
La observé un instante.
—No —dije en voz muy baja—. No creo que pueda.
—No tengo intención de probarle nada. No me someteré a semejante invasión.
—¿Aunque suponga la muerte de otras de sus amigas de la Ordo?
Albergó una mínima duda antes de responder.
—No he sido capaz de protegerlas hasta ahora. A pesar de todo… —Se calló y sacudió una sola vez la cabeza. La confianza retornó a sus facciones y a su voz—. Anna cuidará de ellas.
La miré fijamente un segundo y ella hizo lo propio, con frialdad, centrándose en un punto sobre mis cejas, evitando así un contacto ocular directo.
—¿Anna es importante para usted? —le pregunté.
—Más que nadie en este momento —respondió—. Fue amable conmigo sin tener un motivo para ello. No obtenía ningún beneficio. Es una persona de gran valía.
La observé con detenimiento. He trabajado mucho, tanto de mago como de investigador profesional. La magia es muy intrigante y útil, pero no necesariamente te enseña cosas sobre la gente. Es mejor para aprender de uno mismo.
El negocio de la investigación, por el contrario, se basa en la gente. Consiste en hablar con ellos, hacer preguntas y escuchar sus mentiras. La mayoría de los casos por los que son contratados los investigadores tienen que ver con la mentira. He visto mentirosos de todas las formas, tamaños y estilos. Mentiras gordas, mentirijillas, mentiras inocentes, mentiras piadosas. Las peores mentiras casi siempre tienen que ver con el silencio, o con una verdad tan manchada de engaño que ha podrido su núcleo.
Helen no me estaba mintiendo. Puede que en el pasado fuera peligrosa, que tuviera intención de practicar magia negra en busca de venganza, que fuera fría y distante… pero ni por un segundo trató de ocultar nada ni negó que hubiera ocurrido.
—Oh, Dios —dije con calma—. No lo sabe, ¿verdad?
Me miró ceñuda durante un momento, entonces su rostro cambió y se volvió más pálido.
—¡Oh! —Cerró los ojos y dijo—: Oh, Anna, pobre tonta. —Los volvió a abrir un momento después. Se aclaró la garganta y me preguntó—: ¿Cuándo?
—Hace unas horas. En la habitación del hotel. Suicidio.
—¿Y las demás?
—A salvo. Escondidas y bajo vigilancia. —Respiré hondo—. Tengo que estar seguro, Helen. Si de verdad le importan algo, tiene que cooperar. Tiene que ayudarme.
Asintió una sola vez, con la mirada distante.
—Por ellas —dijo, y me miró a los ojos.
El fenómeno conocido como visión del alma es bastante misterioso. Nadie ha sido nunca capaz de entender cómo funciona realmente. Las mejores descripciones que se han hecho sobre él han sido siempre más poéticas que otra cosa.
Los ojos son la ventana del alma.
Al mirar fijamente a un mago, la esencia de quién y qué eres queda al descubierto. Cada persona lo percibe de diferente manera. Ramírez me contó una vez que él oía una especie de tema musical que acompañaba a la persona a la que miraba. Otros veían el alma como una serie de imágenes congeladas. Mi interpretación de la visión del alma era, tal vez de forma inevitable, una de las más azarosas y confusas de las que había oído hablar. Veo a la persona como un símbolo o una metáfora, a veces en vista panorámica y con sonido envolvente, otras, detrás de una neblina translúcida y unos obsesivos susurros.
Y quien era sometido a una visión del alma también le podía echar un vistazo al otro. Cualesquiera que fueran los poderes universales que gobernaban ese tipo de cosas, no contemplaron la posibilidad de que las ventanas del alma estuvieran tintadas por uno de los lados. Ves y te ven, y a los dos que se miran se les queda todo grabado de manera permanente.
Para mí es arriesgado mirar a alguien a los ojos. Cualquier ser humano sabe de lo que estoy hablando. Inténtenlo. Acérquense a alguien de buenas a primeras y mírenlo a los ojos. Al principio se siente una ligera sensación de ir a la deriva, durante los primeros dos o tres segundos. Acto seguido, una inconfundible sensación de repentino contacto, de intimidad. Ahí es cuando la gente corriente empieza a toser y aparta la mirada. Los magos, por el contrario, realizamos el trayecto completo de una visión del alma.
Pensándolo bien, no debería sorprenderme que al mirar a los ojos de Helen la cosa se pusiera incómodamente íntima antes de que pasara un segundo y…
…Y estuviera en Chicago, en uno de los parques del lago Míchigan. ¿Calumet, quizás? Desde donde estaba no podía ver bien los rascacielos, así que era difícil estar seguro.
Lo que vi fue a la familia Beckitt: marido, mujer e hija, una pequeña de unos diez u once años. Se parecía a su madre, una mujer con pequeñas arrugas en los ojos y una sonrisa de dientes blancos que poco tenía que ver con la Helen Beckitt que yo conocía. En cualquier caso, era ella.
Estaban haciendo un pícnic familiar. El sol se estaba poniendo en la tarde de verano y la dorada puesta de sol daba paso al crepúsculo en su paseo de vuelta al coche. La madre y el padre balanceaban a la niña en el aire, cada uno la cogía de una mano.
No quería ver lo que estaba a punto de pasar. No tenía elección.
Un aparcamiento. El sonido de un coche a toda prisa. Maldiciones amortiguadas, comprimidas por el miedo, y luego un coche virando en la carretera y disparos de pistola saliendo de la ventanilla del pasajero. Gritos. Alguna gente se lanzó al suelo. La mayoría, incluidos los Beckitt, se quedaron petrificados por la sorpresa. Más sonidos, un estruendoso traqueteo a tres metros de distancia.
Al mirar por encima del hombro vi a Marcone. Parecía muy, muy joven.
No vestía traje, sino vaqueros y una chaqueta negra de cuero. Llevaba el cabello algo más largo, un poco alborotado, y la barba de dos días que le gustaría a la típica chica que fantasea con tener una aventura con un chico malo.
Tenía los ojos verdes, claro, pero de un tono distinto al actual; eran brillantes, inteligentes y depredadores, pero estaban tocados por algo… diferente. Humor, tal vez. Vida. Y estaba más delgado, aunque no mucho más, pero me sorprendía el aspecto tan juvenil que le conferían aquellos detalles.
Marcone se agachó junto a otro joven, un matón ya fallecido al que hace unos años bauticé como Spike. El matón había sacado la pistola y estaba disparando al coche en movimiento. El cañón de la Colt modelo 1911 seguía al vehículo y la familia Beckitt se interpuso en su recorrido.
Marcone gritó algo y apartó el cañón de la familia. El disparo de Spike se desvió y acabó en el lago. Se produjo una última ráfaga de disparos procedente del coche en movimiento antes de que este se alejara. Marcone y Spike se metieron en su propio coche y huyeron de la escena. Spike conducía.
Marcone miró hacia atrás.
Dejaron a su espalda el cuerpo roto de la pequeña, inerte y cubierto de sangre.
Helen fue la primera en darse cuenta de lo que había pasado, al mirarse la mano que sostenía a su hija. Se volvió hacia su pequeña, gritando.
Tras los disparos, el silencio era ensordecedor.
No quería presenciar aquello pero, de nuevo, no tenía elección.
La niña no estaba inconsciente. Había mucha sangre. El padre también gritaba, arrodillado junto a Helen, tratando de detener la hemorragia. Se quitó la camisa para presionar con ella el tronco de la chica. Le dijo algo a Helen y fue a buscar un teléfono.
La chica resistía a duras penas; la camisa blanca se llenaba de sangre en las manos de Helen.
Aquella fue la peor parte.
La niña estaba sufriendo. Gritaba. Tenía la esperanza de que el sonido resultara horrible e inhumano, pero no era así. Era el sonido de cualquier persona joven que de repente se enfrentaba por primera vez a un dolor real y profundo.
—Owie —decía una y otra vez con voz ronca—. Owie, owie, owie.
—Nena —dijo Helen. Las lágrimas le bloqueaban la vista—. Estoy aquí, estoy aquí.
—Mamá, mamá, mamá —dijo la niña—. Owie, owie, owie.
Eso decía.
Una y otra vez.
Lo dijo durante tal vez un minuto.
Entonces cayó el silencio.
—No —dijo Helen—. No, no, no. —Bajó la mano y palpó el cuello de su hija, acto seguido apoyó la oreja en su pecho—. ¡No, no, no!
Reparé en que sus voces sonaban casi idénticas. Estaban envueltas en la misma angustia, la misma incredulidad.
Contemplé a Helen haciéndose pedazos, balanceándose adelante y atrás, tratando de hacerle la respiración boca a boca a la pequeña figura silente mientras las lágrimas la cegaban. El resto eran imágenes difusas, sin importancia. Las figuras fantasmales de su marido, policías y paramédicos. Tenues ecos de sirenas y voces, el órgano de una iglesia.
Yo ya sabía que los Beckitt querían destrozar a Marcone en venganza por lo que aquellos gánsteres le habían hecho a su hija, pero conocer la historia era una cosa, y ver la desgarradora agonía que la muerte de la pequeña le había infligido a la indefensa madre era otra. Y de repente, todo volvió a ser feliz de nuevo. Helen y su familia estaban riendo de nuevo. En un momento, volverían a caminar hacia el aparcamiento; ya se oía el motor del coche cuyos matones fallarían el tiro destinado a Marcone y matarían a la niña.
Aparté los ojos de aquello y luché para que la visión del alma terminara.
No podía soportarlo otra vez, no quería revivir aquel terrible momento que había convertido a Helen en lo que era ahora.
Volví en mí. Estaba girado hacia un lado, apoyado en el bastón y con la cabeza hacia el suelo.
Transcurrió un prolongado silencio antes de que Helen hablara.
—No llamé a nadie de la Ordo, Dresden.
No lo había hecho. Ahora estaba seguro.
Si Helen no había hecho a la Ordo dar vueltas por toda la ciudad, exponiendo su vulnerabilidad y aumentando el riesgo de que el Skavis las encontrara, alguien tenía que ser el responsable.
Priscilla.
Fue ella quien recibió las llamadas e informó a las demás de las conversaciones con Helen. Eso significaba que trabajaba para el asesino, engañando a Anna y a las otras en su nombre, separando a una de las mujeres de la seguridad del grupo para que el asesino la eliminara.
En ese preciso momento levanté la cabeza y abrí los ojos de par en par.
Hecho n.º 10: En mitad del verano de Chicago, Priscilla, una mujer nada guapa, iba siempre con cuello vuelto.
Priscilla no estaba trabajando para el Skavis.
Priscilla era el Skavis.
Y yo la había dejado con Olivia, Abby y todas aquellas mujeres y niños.
Depredadores. Los de la Corte Blanca eran depredadores. El Skavis sabía que me estaba acercando, que pronto encontraría a Helen y esta me contaría la verdad, o que yo la descubriría por mí mismo. Ante la posibilidad de lo primero, arreciaron sus instintos de supervivencia.
Me mandó tras Helen a propósito, lo planeó. El Skavis pretendía quedarse a solas con sus objetivos.
No. No, aquellas mujeres no eran su objetivo. No suponían una amenaza para él. El Skavis había decidido luchar. Había aislado a un objetivo, igual que cuando cazaba a mujeres indefensas. Se trataba de una que podía resultar una amenaza mortal para él si llegaba a averiguar su verdadera identidad. Una que sería vulnerable si se acercaba a ella con aquel disfraz.
—Oh, Dios —me oí decir—. Elaine.