Capítulo 24

Me despertó el roce de unos dedos cálidos y amables. Me dolía la cabeza, incluso más que cuando Cowl me la sacudió la noche anterior, si es que eso era posible. Si iba a tener que soportar algo así, no quería recuperar la conciencia.

Pero esos dedos me tocaron, tersos, calientes, exquisitamente femeninos, y el dolor comenzó a desaparecer. Aquello tuvo el efecto de siempre. Cuando el dolor desaparece, su mera ausencia es un placer casi narcótico en sí mismo.

Pero era más que eso. Existe un alivio, casi primitivo, en el hecho de que te toquen, en saber que alguien cerca de ti desea hacerlo. Es una seguridad profunda que acompaña al movimiento de la mano humana, una garantía silenciosa, un reflejo de que alguien está allí para ti, de que le importas a una persona.

Parecía que hacía mucho que no me tocaban.

—Maldita sea, Lash —murmuré—. Te dije que dejaras de hacer eso.

Los dedos se tensaron durante un momento.

—¿Qué dices, Harry?

Parpadeé y abrí los ojos.

Estaba tendido en la cama de una habitación de hotel débilmente iluminada. Los azulejos eran viejos y parecían manchados de humedad. El mobiliario estaba deteriorado por el uso continuado y descuidado y un escaso mantenimiento.

Elaine estaba sentada junto al cabecero de la cama con las piernas cruzadas. Mi cabeza, apoyada cómodamente en sus pantorrillas, como tantas otras veces. Las piernas me colgaban del borde del colchón, también igual que otras muchas veces; hacía demasiado tiempo, en una casa que apenas recordaba salvo en sueños.

—¿Te he hecho daño, Harry? —insistió Elaine. No podía verle la cara sin mover el cuello, y aquello no parecía una buena idea, pero sonaba preocupada.

—No. No, solo estoy adormilado. Lo siento.

—Ah —repuso—. ¿Quién es Lash?

—Nadie de quien quiera hablar en este momento.

—De acuerdo —me concedió. Su tono estaba desprovisto de cualquier emoción—. Pues sigue durmiendo y déjame acabar. Tu amigo el vampiro dijo que estarían vigilando los hospitales.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

—Reiki.

—¿Imposición de manos? ¿Funciona de verdad?

—Los principios parecen buenos —afirmó, y sentí que algo sedoso acariciaba mi frente. Su pelo. Reconocí el tacto y el olor. Había inclinado la cabeza para concentrarse. Su voz parecía distraída—. He logrado combinarlo con algunos principios básicos de flujo de energías. No he hallado la manera de curar traumas críticos o controlar infecciones, pero es sorprendentemente efectivo con contusiones, esguinces y golpes en la cabeza.

No estaba de broma. El dolor de cabeza había desaparecido casi por completo. Y la tensión en la cabeza y el cuello se estaba también desvaneciendo, al igual que las punzadas en la zona superior de la espalda y los hombros.

Y una mujer preciosa me estaba tocando.

Elaine me estaba tocando.

No hubiera hecho nada para detenerla ni aunque mi cuerpo tuviera mil cortes y sus manos estuvieran empapadas en zumo de limón.

Nos quedamos así durante un rato. De vez en cuando movía las manos; sus palmas recorrían mis mejillas, cuello y pecho con suavidad. Sus manos se movían con lentos movimientos repetitivos, tocándome apenas la piel. En algún momento había debido de quitarme la camisa. Todos aquellos dolores y el cansancio del combate desaparecieron y dejaron paso a una feliz nube de endorfinas. Sus manos eran calientes, lentas, infinitamente pacientes y confiadas.

Era un auténtico placer.

Me dejé llevar por las sensaciones, relajado y satisfecho.

—Muy bien —dijo en voz baja, pasado un tiempo indefinido—. ¿Cómo te sientes?

—Increíble —admití.

Su sonrisa era audible.

—Siempre dices eso cuando te toco.

—No es culpa mía si siempre es así —respondí.

—Adulador —dijo, y me dio un tierno golpecito en los hombros—. Deja que me levante, grandullón.

—¿Y si no quiero? —dije arrastrando las palabras.

—Hombres. Te presto una mínima atención y te pones como un troglodita.

—Ag… —respondí al tiempo que me incorporaba con cuidado, temiendo sentirme mareado y con náuseas cuando me subiera la sangre a la cabeza. No fue así.

Fruncí el ceño y me pasé ambas manos por la cabeza. Tenía un bulto en un lateral de mi cráneo; debía de doler horrores. En lugar de eso, solo estaba un poco blando. No era la primera vez que me pegaban en la azotea, así que sabía cómo era la resaca de esos golpes. Este parecía haber sido fuerte, sin embargo, parecía que hubiera pasado ya una semana desde que lo recibiera.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?

—¿Unas ocho horas? —Se levantó de la cama y se estiró; era tan intrigante y agradable mirarla como recordaba—. Pierdo la noción del tiempo cuando estoy concentrada en algo.

—Lo sé —murmuré.

Elaine se quedó quieta donde estaba; sus ojos verdes brillaron en la penumbra cuando nuestras miradas se encontraron en una especie de relajado e insolente silencio. Entonces, una pequeña sonrisa asomó a sus labios.

—No me extraña.

Mi corazón se aceleró y empecé a tener ideas.

Ninguna de ellas podía ser desarrollada en aquel momento.

Noté que Elaine llegaba a la misma conclusión que yo y al mismo tiempo. Bajó los brazos y volvió a sonreír.

—Disculpa. He estado ahí sentada un buen rato. —Y se dirigió al baño.

Me acerqué a la ventana y subí un poco las persianas. Nos encontrábamos en algún sitio al sur de la ciudad. Estaba anocheciendo, las farolas ya se estaban encendiendo una a una, al tiempo que las sombras reptaban desde detrás de los edificios y ascendían por los postes de luz. No vi aletas de tiburones merodeando ni buitres volando en círculos, y menos aún necrófagos o vampiros acechando para saltar sobre mí. Aunque eso no quería decir que no estuvieran allí.

Me acerqué a la puerta y la toqué ligeramente con la mano izquierda. Elaine había armado otro hechizo sobre ella, uno sólido y sutil que liberaría la suficiente carga de energía cinética como para lanzar a cualquiera que tratara de abrirla a unos cinco o seis metros de distancia. Era lo más adecuado para una huida rápida; si esperabas problemas y querías estar listo para afrontarlos cuando llegaran. Bastaba con aguardar a que el tipo del bando malo se diera el trompazo en el aparcamiento y, entonces, echabas a correr antes de que se pusiera de nuevo en pie.

Percibí a Elaine, que había salido del baño, detrás de mí.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—¿Qué recuerdas?

—Apareció Madrigal con un rifle de asalto. Un resplandor de luz. Luego estaba en el agua.

Elaine se puso a mi lado y miró fuera también. Su mano acarició la mía y, sin pensarlo siquiera, entrelacé mis dedos con los suyos. Era una sensación dolorosamente familiar. Otra punzada de melancolía hizo que me doliera el pecho durante un instante al revivir recuerdos que creía haber olvidado.

Elaine se estremeció un poco y cerró los ojos. Sus dedos apretaron los míos con delicadeza.

—Creímos que te había matado —relató—. Te agachaste y las balas destrozaron el hielo a tu alrededor. Caíste al agua y el vampiro… ¿Madrigal has dicho que se llama, no? Ordenó a los necrófagos que te siguieran. Mandé a Olivia y las demás a la orilla, y Thomas y yo nos metimos en el agua a por ti.

—¿Quién me golpeó la cabeza? —pregunté.

Elaine se encogió de hombros.

—O una bala impactó en tu guardapolvos cuando te agachaste y luego rebotó en tu dura cabezota o te golpeaste con algún trozo de hielo al caer al agua.

Oír que una bala podía haber rebotado en mi cabeza gracias a los hechizos de mi abrigo era tranquilizador incluso para mí.

—Gracias —dije—. Por sacarme.

Elaine arqueó una ceja y puso los ojos en blanco.

—Ya ves, estaba aburrida y no tenía otra cosa mejor que hacer —ironizó.

—Me lo imaginaba —bromeé—. ¿Y Thomas?

—Está bien. Tenía su coche cerca de los muelles. Yo conduje el tuyo y salimos todos de allí. Con un poco de suerte, puede que Madrigal no tuviera tanta suerte como nosotros evitando a la policía.

—Bah —dije con total convicción—. Demasiado fácil. Escapó. ¿Dónde está Thomas?

—Me dijo que iba a hacer guardia fuera. —Elaine frunció el ceño—. Estaba muy… pálido. Se negó a quedarse en la habitación con las refugiadas. O conmigo incluso.

Gruñí. Thomas se había puesto su capa de supervampiro en el puerto. En circunstancias normales era sorprendentemente fuerte para un hombre de su tamaño y constitución. No obstante, ni siquiera los hombres de fuerza inusual se enfrentan cara a cara con varios necrófagos armados solo con un palo grande y salen ilesos. Thomas podía volverse más fuerte (mucho más) pero no hasta el infinito. La parte demoniaca del alma de mi hermano podía convertirlo en una especie de semidios, pero también incrementaba su hambre por la fuerza vital de los mortales, agotando todas sus reservas a cambio del mejorado rendimiento.

Tras el combate, Thomas debía de estar hambriento. Tanto que no confiaba lo bastante en sí mismo como para quedarse en una habitación con nadie que considerara, digamos, comestible. En nuestro grupo de huida cualquiera lo era, excepto yo y las niñas.

Tenía que estar sufriendo.

—¿Qué pasa con la Ordo? —le pregunté.

—No quiero ir hasta que pueda garantizar que nadie me va a seguir. He estado llamando cada dos horas para asegurarme de que estaban bien. Debería hacerlo de nuevo. —Cogió el teléfono antes de acabar la frase y marcó un número. Esperé en silencio. Pasado un momento, colgó el teléfono.

—¿No contestan? —pregunté.

—No —me confirmó. Se volvió hacia una cómoda que había en la habitación, cogió su cadena y se la enrolló en los pantalones como si se tratara de un cinturón; la fijó con una pieza de madera oscura levemente curvada y atada con varias tiras de cuero que deslizó entre dos eslabones.

Abrí la puerta y saqué la cabeza al crepúsculo para echar un vistazo. No vi a Thomas por ninguna parte, así que silbé con fuerza, agité un brazo y volví dentro cerrando la puerta tras de mí.

No pasó mucho tiempo antes de que los pasos de Thomas aparecieran en la puerta.

—Harry —dijo Elaine algo alarmada—. El hechizo.

Levanté un dedo para pedirle amablemente que me concediera un segundo. Me crucé de brazos, fijé los ojos en la puerta y esperé. El picaporte se agitó, se produjo un golpe seco, un gemido de sorpresa y, a continuación, el escándalo de varios cubos de basura.

Abrí la puerta y encontré a mi hermano tendido bocarriba en el aparcamiento, entre una cantidad moderada de desperdicios. Miró al cielo un momento, soltó un sonoro suspiro y se incorporó refunfuñando.

—Oh, Thomas, lo siento —le dije con la misma sinceridad de un niño de tres años que asegura no haber robado la galleta que tiene en la mano—. Tal vez debería haberte avisado de una situación potencialmente peligrosa, ¿eh? Me refiero a que hubiera sido educado advertirte, ¿verdad? Y sensato. E inteligente. Y respetuoso. Y…

—Lo pillo, lo pillo —masculló, y se levantó haciendo un sonoro esfuerzo por quitarse varios restos de desagradable materia orgánica de la ropa—. Dios, Harry. Hay días en que eres un auténtico capullo.

—¡Y tú eres un completo imbécil durante semanas enteras!

Elaine se colocó a mi lado.

—Como a cualquier mujer, me encanta ver una buena pelea entre machos alfa llenos de testosterona, pero ¿no creéis que sería más inteligente hacerlo donde no pueda vernos media ciudad?

La miré irritado, aunque tenía razón. Salí de la habitación y le ofrecí mi mano a Thomas.

Él me miró resentido, y, acto seguido, restregó la mano por la porquería y me la dio sin limpiársela. Puse los ojos en blanco y lo ayudé a levantarse, tras lo cual volvimos los tres a la habitación.

Thomas apoyó la espalda en la puerta, se cruzó de brazos y fijó la vista en el suelo mientras yo iba a lavarme las manos. Mi guardapolvos descansaba en una de las perchas que había junto al lavabo, al igual que mi camisa. El bastón reposaba en un rincón, junto al interruptor de la luz, y el resto de mi equipo estaba en la encimera. Me sequé las manos y comencé a vestirme.

—Está bien, Thomas —dije—. Ahora en serio, ¿por qué tanto secretismo? Deberías haber contactado conmigo.

—No podía —me dijo.

—¿Por qué no?

—Le prometí a alguien que no lo haría.

Al oír aquello, fruncí el ceño al tiempo que cubría mi desfigurada mano izquierda con el maldito guante de cuero negro y trataba de pensar. Thomas y yo éramos hermanos. Él se lo tomaba tan en serio como yo, pero se tomaba del mismo modo las promesas. Si había hecho una así, tenía que tener un buen motivo.

—¿Hasta dónde puedes contarme?

Elaine me miró con intensidad.

—Ya he dicho más de lo que debería —me esquivó Thomas.

—No seas idiota. Es evidente que tenemos un enemigo común.

Thomas hizo una mueca y me miró dubitativo.

—Tenemos varios —puntualizó.

Intercambié una mirada con Elaine, que a su vez miró a Thomas y se encogió de hombros.

—¿Y unos cuantos moratones? —sugirió.

—No —dije—. Si no habla es porque tiene un buen motivo para no hacerlo. Darle una paliza no cambiará eso.

—Entonces estamos perdiendo el tiempo —dijo Elaine.

Thomas nos miró a ambos alternativamente.

—¿Qué sucede?

—Hemos perdido el contacto con las mujeres que protege Elaine —le informé.

—Maldita sea. —Thomas se pasó la mano por el pelo—. Eso significa…

Me ajusté el enganche de mi nuevo brazalete escudo.

—¿Qué?

—Mira, ya sabes que Madrigal está implicado —dijo Thomas.

—Y que siempre trata de complacer a la Casa Malvora —añadí con el ceño fruncido—. Por el amor de Dios, él es el Pasajero. Él es quien trabaja para Capa Gris, el Malvora.

—Yo no he dicho eso —apuntó Thomas de inmediato.

—Ni falta que hace —gruñí—. No es casualidad que se haya presentado para ajustar cuentas en mitad de un asunto como este. Y todo encaja. Pasajero le estaba diciendo a Capa Gris algo sobre disponer de recursos para eliminarme. Es obvio que decidió intentarlo con un puñado de necrófagos y una ametralladora.

—Suena razonable —dijo Thomas—. Ya sabes de la existencia del Skavis.

—Sí.

—Haz las cuentas, Harry.

—Madrigal y Capa Gris son Malvora —murmuré—. La extraña pareja genocida. Ninguno de los dos es un Skavis.

Elaine respiró sonoramente.

—Significa que no estamos hablando de un solo asesino —dijo al tiempo que yo llegaba a la misma conclusión.

Completé el pensamiento.

—Estamos hablando de tres. Capa Gris Malvora, Pasajero Madrigal y Asesino en serie Skavis. —Miré ceñudo a Thomas—. Espera, ¿estás diciendo que…?

La expresión de mi hermano se puso tensa.

—No estoy diciendo nada —replicó—. Son cosas que ya sabes.

Elaine parecía suspicaz.

—¿Por qué sigues negándote a desvelarnos ninguna información?

—Para poder negar haberos dicho algo, claro —espetó Thomas. De repente sus ojos disminuyeron varios tonos de gris al mirar a Elaine.

Elaine respiró con dificultad. Acto seguido, entornó los ojos y se soltó el enganche de la cadena.

—Detente, vampiro. ¡Ahora! —le ordenó.

Thomas apretó los labios, pero apartó la cara y cerró los ojos.

Me coloqué entre ellos al tiempo que me ponía mi guardapolvos de cuero.

—Elaine, atrás. El enemigo de mi enemigo… ya sabes cómo acaba, ¿verdad?

—No me gusta esto —dijo Elaine—. Sabes lo que es, Harry. ¿Cómo estás seguro de que puedes confiar en él?

—Hemos trabajado antes juntos —dije—. Él es diferente.

—¿En qué? Muchos vampiros sienten remordimientos por sus víctimas y eso no les impide matar de nuevo, una y otra vez. Es lo que son.

—Le he visto el alma. Trata de alzarse sobre el asesino que hay dentro de él.

Elaine arqueó las cejas al oír aquello y me dedicó un reticente y lento gesto de cabeza.

—Igual que todos nosotros —murmuró—. Sigo sin sentirme cómoda ante la idea de que esté cerca de mis clientes. Y tenemos que movernos.

—Necesitas comer —le dije a mi hermano sin mirarlo.

—Tal vez luego —dijo Thomas—. No puedo dejar a las mujeres y los niños sin protección.

Cogí un cuaderno de papel con el logo del hotel y saqué un lápiz de uno de mis bolsillos. Escribí un número y se lo pasé a Thomas.

—Llama a Murphy. No podrás proteger a nadie si estás tan débil, y podrías matar a alguien si pierdes el control de tu apetito.

Thomas apretó los dientes, frustrado, pero cogió el papel que le ofrecía solo un poco más bruscamente de lo necesario.

Elaine lo estudió al tiempo que salía por la puerta, detrás de mí.

—Eres diferente a la mayoría de ellos, ¿verdad? —le preguntó.

—Tal vez soy más ingenuo —respondió Thomas—. Buena suerte, Harry.

—Sí —dije sintiéndome algo extraño—. Oye, cuando todo esto acabe… tenemos que hablar.

—No hay nada de qué hablar —dijo mi hermano.

Cerré la puerta al marcharnos.

Llevamos el Escarabajo azul de vuelta al Amber Inn y subimos a la habitación de Elaine. Las luces estaban apagadas y la habitación vacía.

Había un terrible olor a podrido en el aire.

—Maldita sea —susurró Elaine. De repente se echó contra el umbral, hundida. Pasé junto a ella y encendí la luz del baño.

El cadáver de Anna Ash estaba en la ducha; su cuerpo inerte se apoyaba en el soporte vertical con la ayuda del cable del secador, atado con un nudo al aplique de la ducha y, por el otro extremo, al cuello de Anna. No había tenido espacio suficiente para suspenderse en el aire sin apoyar los pies en el suelo. Unas horribles marcas, moradas y cortantes, eran visibles en el cuello, alrededor del cable.

Obviamente parecía un suicidio.

Obviamente no lo era.

Habíamos llegado demasiado tarde.