Capítulo 3

No había vuelto a visitar el instituto forense de West Harrison desde aquel lío con los nigromantes dos años atrás. No era un lugar desagradable a la vista, a pesar de ser el repositorio de antiguos seres humanos que esperaban su turno para ser diseccionados. Se encontraba en un pequeño parque empresarial, muy limpio, con césped verde, arbustos cuidados y líneas de aparcamiento recién pintadas. Y los edificios eran bastante discretos, funcionales y modernos.

Sin embargo, es uno de los lugares que se presentan a menudo en mis pesadillas.

No es que me den miedo los cadáveres. El causante de mis repetidos temores oníricos es un hombre al que conocía que se metió en un fuego cruzado mágico y acabó convertido en un supercadáver animado que casi parte mi coche en dos con sus propias manos.

No había vuelto desde entonces. Tenía mejores cosas que hacer que volver a visitar sitios como ese. No obstante, una vez llegamos, aparqué y me dirigí a las puertas. No fue tan terrible como pensaba. Entré sin dudar.

Era la primera visita de Molly. A petición mía, se había quitado gran parte de su bisutería facial y se había puesto una vieja gorra de béisbol de los Cubs para cubrir sus mechones de peróxido. Incluso así, su aspecto no era precisamente el de una figura respetable, pero resultaba suficiente para controlar los daños. Por supuesto, tampoco es que yo fuera ataviado con un elegante traje con corbata, y llevar aquella pesada chaqueta de cuero con una temperatura tan cálida me otorgaba cierto aire de excentricidad. O al menos así sería si fuera rico.

El guarda que había sentado al escritorio donde fue asesinado Phil me estaba esperando, pero no a Molly, y me dijo que ella tendría que esperar. Dije que yo también esperaría hasta que Butters aprobara su entrada. El guarda parecía contrariado por que le forzaran a hacer el enorme esfuerzo que requería marcar un número en los botones del intercomunicador. Le gruñó al teléfono, refunfuñó un par de veces, pulsó un botón y la puerta de seguridad emitió un zumbido. Molly y yo pasamos.

Hay varias salas de autopsias en la morgue, sin embargo, no es difícil adivinar en cuál está Butters. Basta con seguir el sonido de la polca.

Me concentré en el constante um-pah, um-pah de una tuba hasta que capté los agudos de un clarinete y el acompañamiento de un chirriante acordeón. Sala de autopsias número tres. Llamé brevemente a la puerta y la abrí sin pisar el interior.

Waldo Butters estaba inclinado sobre su escritorio, escudriñando la pantalla del ordenador al tiempo que su trasero y sus piernas se meneaban adelante y atrás al ritmo de la música. Murmuró algo para sí, asintió y pulsó la barra espaciadora con el codo al ritmo de su taconeo, sin levantar la vista.

—Eh, Harry.

Parpadeé.

—¿Eso es Bohemian Rhapsody?

—Yankovic. El tipo es un auténtico genio —contestó—. Dame un segundo para apagar todo esto antes de que entres.

—No hay problema —le dije.

—¿Has trabajado antes con él? —me preguntó Molly en voz baja.

—Sí. Está al corriente.

Butters esperó hasta que la impresora comenzó a traquetear, luego apagó el ordenador y se acercó a ella para coger un par de hojas y graparlas. Entonces las puso junto a otras hojas, las enrolló y las rodeó con una goma.

—Vale, con esto valdrá —dijo, y se giró para mirarme con una sonrisa dibujada en el rostro.

Butters era un pequeño patito feo. No era mucho más alto que Murphy, y es probable que ella tuviera más masa muscular. Su mata de pelo negro se asemejaba a una explosión en una fábrica de lana. Era todo rodillas y codos; algo patente, sobre todo, por culpa del uniforme de cirujano verde que llevaba puesto. Su rostro era delgado y anguloso, la nariz aguileña y los ojos brillantes tras unas gafas graduadas.

—Harry —me saludó, extendiéndome la mano—. Hace mucho que no te veo. ¿Cómo va esa mano?

Le estreché la suya. Butters tenía los dedos largos y precisos, fuertes. No era la clase de tipo que alguien consideraría peligroso, pero el pequeñajo tenía agallas y cerebro.

—Hace unos tres meses que no nos vemos. Y no demasiado mal. —Levanté mi enguantada mano izquierda y agité todos los dedos. El anular y el meñique temblaban y se contraían un poco, pero al menos se movían cuando se lo pedía, gracias a Dios.

La carne de mi mano izquierda prácticamente se había derretido debido a una inesperada deflagración durante una batalla con un grupo de vampiros. Los médicos se sorprendieron mucho por no tener que amputar, pero me dijeron que no podría volver a usarla. Butters me ayudó con una terapia física y ahora mis dedos eran en su mayoría funcionales, aunque el aspecto de la mano seguía siendo terrible; por suerte eso también había empezado a cambiar, aunque fuera un poco. Los horribles bultos de tejido y piel cicatrizada habían comenzado a desaparecer, y mi mano se parecía cada vez menos a un amasijo derretido de cera. Además, me habían vuelto a crecer las uñas.

—Bien —dijo Butters—. Bien. ¿Sigues tocando la guitarra?

—Hago ruido. Sería muy generoso decir que la toco. —Hice un gesto hacia Molly—. Waldo Butters, esta es Molly Carpenter, mi aprendiz.

—Tu aprendiz, ¿eh? —Butters extendió una afable mano—. Encantado de conocerte —dijo—. ¿Te ha convertido ya en ardillas, peces y esas cosas, como en Merlín el encantador?

Molly suspiró.

—Ojalá. No paro de pedirle que me enseñe a cambiar de forma, pero no quiere.

—Le prometí a tus padres que no dejaría que te derritieras en una pila de mocos —le dije—. Butters, supongo que alguien, y no voy a mencionar ningún nombre, te dijo que iba a venir, ¿verdad?

—Sí, sí —asintió el pequeño médico forense. Levantó un dedo, se dirigió a la puerta y la cerró antes de darse la vuelta y apoyar la espalda en ella—. Mira, Dresden, he de tener mucho cuidado con la información que comparto, ¿de acuerdo? Es algo que va con el trabajo.

—Claro.

—Así que no te he dicho nada.

Miré a Molly.

—¿Quién ha dicho qué?

—Bien —dijo Butters. Se acercó a mí y me ofreció el montón de papeles—. Nombres y direcciones de las fallecidas —explicó.

Los miré por encima: textos técnicos en su mayoría, fotografías desagradables.

—¿Las víctimas?

—Oficialmente son fallecidas. —Apretó los labios—. Pero sí, cada vez estoy más seguro de que son víctimas.

—¿Por qué?

Abrió la boca, la volvió a cerrar y frunció el ceño.

—¿No te ha pasado alguna vez que ves algo por el rabillo del ojo y cuando te vuelves ya no está, o al menos no se parece a lo que creías que era?

—Claro.

—Pasa lo mismo con esto —dijo—. La mayoría de esta gente muestra evidencias típicas y claras de suicidio. Pero hay pequeños detalles que no cuadran. ¿Sabes?

—No —admití—. Ilumíname.

—Por ejemplo, fíjate en la primera hoja. Pauline Moskowitz. Treinta y nueve años, madre de dos hijos, marido, dos perros. Desaparece un viernes por la noche y se abre las venas en la bañera de un hotel a las tres de la mañana del sábado.

Lo leí por encima.

—¿Es cierto lo que pone aquí? ¿Estaba tomando antidepresivos?

—Sí —dijo Butters—, pero nada fuerte. Llevaba ocho años con ellos y estaba estable. Tampoco había mostrado tendencias suicidas antes.

Miré la desagradable fotografía de una mujer muy normal que yacía desnuda y muerta en una bañera llena de un líquido nebuloso.

—Entonces, ¿qué te hizo sospechar?

—Los cortes —dijo Butters—. Usó un cúter. Estaba en la bañera junto a ella. Seccionó los tendones de ambas muñecas.

—¿Y?

—Al cortarse los tendones de una muñeca, le quedaría muy poco control sobre los dedos de esa mano. Así que, ¿cómo hizo para cortarse ambas? ¿Utilizó dos cúteres al mismo tiempo? En ese caso, ¿dónde está el otro?

—Quizás lo sostuvo con los dientes —sugerí.

—Y quizás si cierro los ojos y tiro una piedra al lago, acertaré a un bote —aventuró Butters—. Técnicamente es posible, pero no es muy probable. Casi con toda seguridad, la segunda herida no sería tan profunda y limpia, sería más bien como si alguien hubiera cortado un queso en briznas. Estas dos eran idénticas.

—De todos modos supongo que no es concluyente —dije.

—Oficialmente no.

—He escuchado eso mismo muchas veces hoy. —Fruncí el ceño—. ¿Qué piensa Brioche?

Butters hizo una mueca cuando mencioné a su jefe.

—Sus espectacularmente insensibles palabras fueron: «La navaja de Occam». Son suicidas. Fin de la historia.

—Sin embargo, tú supones que alguien estaba sosteniendo el cuchillo.

El rostro del pequeño médico forense adoptó un gesto melancólico y asintió sin decir palabra.

—A mí me vale. ¿Qué me dices del cuerpo de hoy?

—No puedo decir nada hasta que no lo vea —explicó Butters, y me lanzó una mirada perspicaz—. ¿Piensas que es otro asesinato?

—Sé que lo es —respondí—. Pero soy el único que lo cree, por lo menos hasta que Murphy esté fuera de servicio.

—Bien —suspiró Butters.

Pasé de la página de la señora Moskowitz al siguiente grupo de desagradables fotos. También una mujer. María Casselli. Tenía veintitrés años cuando se tragó treinta píldoras de Valium junto con una botella de desatascador.

—Otra habitación de hotel —apunté en voz baja.

Molly echó una mirada por encima de mi hombro a la copia de la foto. Se puso pálida y se alejó unos pasos de mí.

—Así es —dijo Butters, mirando con preocupación a mi aprendiz—. Es un poco extraño. La mayoría de los suicidas lo hacen en casa. Solo van a otra parte si se tiran de un puente o estrellan su coche en un lago.

—La señora Casselli tenía familia —leí—. Su marido y su hermana pequeña vivían con ella.

—Sí —dijo Butters—. Es fácil suponer lo fácil, como dice Brioche.

—Se encontró en la cama al maridito y la hermanita y decidió acabar con todo.

—Simple, ¿no?

—Oh —exclamó Molly—. Creo que…

—Fuera —interrumpió Butters al tiempo que descorría el cerrojo—. La primera puerta a la derecha.

Molly salió a toda prisa de la sala y se fue corriendo hacia el cuarto de baño que le había indicado Butters.

—Por Dios, Harry —dijo Butters—. La chica es un poco joven para esto.

Alcé la foto del cuerpo de María.

—La historia se repite.

—¿Es una bruja, igual que tú?

—Lo será algún día —aseguré—. Si sobrevive. —Leí por encima los dos siguientes informes, ambos sobre mujeres en la veintena que vivían con alguien y se suicidaron en habitaciones de hotel.

El último era diferente. Le eché un vistazo y levanté la vista hacia Butters.

—¿Qué pasa con esta?

—Tiene el mismo perfil general —dijo Butters—. Mujer, muerta en una habitación de hotel.

Miré con atención los papeles.

—¿Dónde está la causa de la muerte?

—Ese es el tema —dijo Butters—. No encontré ninguna.

Arqueé ambas cejas.

Butters extendió las manos abiertas.

—Harry, conozco mi oficio. Me gusta desentrañar estas cosas, y, aun así, no tengo ni la más remota idea de por qué murió esta mujer. Todas las pruebas que hice salieron negativas, todas las teorías que elucubré se desmoronaron. En términos médicos, estaba sana. Es como si su sistema… se hubiera apagado. Todo a la vez. Nunca había visto nada parecido.

—Jessica Blanche. —Miré las fotos—. Diecinueve años. Guapa. O bonita al menos.

—Es difícil de decir de las chicas muertas —dijo Butters—. Pero sí, eso pensé.

—Sin embargo, no es una suicida.

—Como he dicho, es una muerta en una habitación de hotel.

—Entonces, ¿cuál es la conexión con las otras muertes?

—Pequeños detalles —explicó Butters—. Como que tuviera el carné en el bolso pero nada de ropa.

—Lo que significa que alguien se la quitó. —Enrollé los papeles y me golpeé en la pierna con ellos, pensativo. Se abrió la puerta y Molly volvió a entrar, limpiándose la boca con una toalla de papel.

—¿Tienes aquí a la chica?

—Sí, la señorita Blanche. ¿Por qué?

—Creo que tal vez Molly pueda ayudar.

Molly parpadeó y me miró.

—Eh… ¿Qué?

—Dudo que sea agradable, Molly —le dije—, pero es posible que seas capaz de sentir algo.

—¿De una chica muerta? —me preguntó Molly en voz baja.

—Eres tú la que quiso venir —le recordé.

Frunció el ceño sin dejar de mirarme y respiró hondo.

—Sí. Esto… sí. Quería… Quiero decir… claro. Lo haré. Lo intentaré.

—¿Sí? —pregunté—. ¿Estás segura? No va a ser divertido, pero si nos sirve para conseguir información puede que le salvemos la vida a alguien.

La observé por un momento, hasta que su expresión se tornó decidida y me miró a los ojos. Se puso firme y asintió.

—Sí.

—De acuerdo —dije—. Prepárate. Butters, tenemos que concederle unos minutos a solas. ¿Vamos a por la señorita Blanche?

—Eh… —dudó Butters—. ¿Qué va a suponer esto exactamente?

—No demasiado. Te lo explicaré por el camino.

Se mordió el labio un momento y luego asintió.

—Por aquí.

Me condujo por el pasillo a una sala de almacenamiento. En realidad se trataba de una sala de autopsias igual que en la que nos encontrábamos, pero contaba con una pared de esas unidades de almacenamiento refrigeradas propias de una morgue. Aquella era la habitación donde el nigromante y una manada de zombis habían puesto fin al desconocimiento de Butters de la existencia del mundo sobrenatural.

Butters se agenció una camilla, consultó un registro en una carpeta, y la condujo rodando hacia las cámaras frigoríficas.

—Ya no me agrada venir aquí. Desde lo de Phil.

—A mí tampoco —admití.

Asintió.

—Coge de ese lado.

Yo no quería hacerlo. Soy mago, sí, pero los cadáveres dan repelús de manera inherente, aunque no se muevan ni estén intentando matarte. Traté de imaginar que estaba levantando una pesada bolsa de productos de alimentación y lo ayudé a mover el cuerpo desde la bandeja de metal, donde estaba tapado con una gruesa tela, hasta la camilla.

—Bueno —dijo—. ¿Qué es lo que va a hacer la chica?

—Mirarla a los ojos.

Me contempló escéptico.

—¿Para tratar de ver la última imagen que quedó impregnada en sus retinas o algo así? Es una idea bastante mística, lo sabes, ¿verdad?

—Más bien otras cosas que hayan quedado impregnadas en su cuerpo —apunté—. Los últimos pensamientos, emociones, sensaciones… A veces funciona. —Sacudí la cabeza—. Técnicamente, ese tipo de impresiones pueden quedar ligadas a cualquier objeto inanimado. Habrás oído hablar de la lectura de objetos, supongo.

—¿Eso funciona de verdad? —me preguntó.

—Sí. Pero es fácil de contaminar, y puede ser complicado de narices. Por si fuera poco, es extremadamente difícil de hacer.

—Vaya —dijo Butters—. Sin embargo, crees que algo ha quedado impregnado en el cadáver.

—Tal vez.

—Suena muy útil.

—Potencialmente.

—Entonces, ¿por qué no lo haces siempre? —me preguntó.

—Es delicado —reconocí—. En lo que se refiere a la magia, no se me dan bien las cosas delicadas.

Frunció el ceño y echamos a rodar la camilla.

—¿Y a tu aprendiz a medio entrenar sí?

—El mundo de la magia no está estandarizado —comenté—. Cada mago tiene afinidad hacia cierto tipo de magia, dependiendo de sus talentos naturales, personalidad o experiencias. Todos tenemos aptitudes diferentes.

—¿Cuál es la tuya? —me preguntó.

—Encontrar cosas, seguirlas. Y, sobre todo, reventarlas —dije—. Soy bueno en eso. Redireccionar energías, enviarlas al mundo para que vibren al son de la que estoy tratando de encontrar. Moverlas, cambiar su dirección o guardarlas para usarlas más tarde.

—Ya veo —dijo—. ¿Y nada de eso es delicado?

—He practicado lo suficiente para arreglármelas con diferentes tipos de magia delicada —dije—. Sin embargo… la diferencia radica en rasgar unos acordes potentes o tocar una compleja melodía en una guitarra española.

Butters absorbió aquello y asintió.

—¿Y la chica toca la guitarra española?

—Casi. No es tan fuerte como yo, pero tiene un don para la magia sutil. Especialmente para los aspectos mentales y emocionales. Por eso se metió en tantos problemas con…

Me mordí la lengua y paré en mitad de la frase. No era quién para discutir con nadie las violaciones de las leyes de la magia del Consejo Blanco cometidas por Molly. Ya tenía bastantes problemas para superar lo que hizo sin que yo hablara de ella como si fuera una potencial psicópata monstruosa.

Butters contempló mi rostro durante unos segundos, luego asintió y lo dejó pasar.

—¿Qué crees que averiguará?

—Ni idea —dijo—. Por eso vamos a intentarlo.

—¿Podrías hacerlo tú? —quiso saber—. Me refiero a si lo harías si no tuvieras más remedio.

—Lo he intentado —me defendí—, pero no soy muy bueno proyectando cosas en un objeto, apenas puedo sacar nada inteligible.

—Dices que no va a resultarle agradable —dijo Butters—. ¿Por qué?

—Porque si hay algo y puede sentirlo, va a experimentarlo en sus propias carnes. Como si lo estuviera viviendo ella.

Butters silbó por lo bajo.

—Sí, supongo que eso puede ser malo.

Regresamos a la otra sala y me asomé antes de entrar por la puerta. Molly estaba sentada en el suelo con la cabeza inclinada ligeramente hacia arriba, los ojos cerrados y las piernas flexionadas en la postura del loto. Tenía las manos apoyadas en los muslos y las puntas de los pulgares presionadas ligeramente contra ambos dedos corazón.

—Despacio —murmuré—. Nada de ruido hasta que haya terminado, ¿de acuerdo?

Butters asintió. Abrí la puerta con todo el cuidado que pude. Metimos la camilla en la sala, la dejamos delante de Molly y, a mi señal, Butters y yo nos colocamos en la pared más alejada y esperamos.

A Molly le llevó unos veinte minutos largos concentrar su mente para aquel hechizo, en apariencia sencillo. La concentración de la atención, la voluntad, es fundamental en el uso de la magia. Yo he concentrado mi poder tantas veces y durante tanto tiempo que solo tengo que hacer un esfuerzo consciente cuando un hechizo es particularmente complejo y peligroso, o cuando creo que es apropiado actuar con mucha precisión y cautela. La mayoría de las veces me basta con un segundo para reunir mi voluntad, una circunstancia vital en cualquier situación donde la velocidad es un factor decisivo. Los monstruos y los vampiros cabreados no te conceden veinte minutos para que prepares un puñetazo.

A Molly, aunque estaba aprendiendo rápido, le quedaba todavía un largo camino por recorrer.

Cuando al fin abrió los ojos, estos no miraban a ningún punto concreto y parecían distantes. Se puso de pie lentamente y se dirigió a la camilla donde reposaba el cadáver. Destapó la sábana, revelando el rostro de la chica muerta, y se incorporó sobre ella con una expresión aún distante. Entonces, abrió los ojos del cadáver y murmuró unas palabras en voz baja.

Captó algo casi de inmediato.

Se le abrieron los ojos de par en par y emitió un breve gemido. Después, jadeó exageradamente varias veces antes de poner los ojos en blanco. Permaneció así, quieta y rígida, durante un par de segundos, y luego dejó escapar un grito bajo y grave y le empezaron a temblar las rodillas. No es que se cayera al suelo, prácticamente se derritió en él. Se quedó allí tendida, respirando con dificultad y emitiendo un continuo torrente de sonidos guturales.

Continuó con la respiración entrecortada y los ojos desenfocados. El cuerpo se le arqueaba en movimientos ondulantes que atraían la atención hacia sus caderas y sus pechos. Entonces, poco a poco, se fue quedando lánguida y sus jadeos amainaron gradualmente, aunque pequeños e inequívocos gemidos de placer salían de sus labios con cada exhalación.

Parpadeé.

Vaya.

No me esperaba aquello.

Butters tragó saliva.

—¿Ha hecho lo que creo que acaba de hacer?

Fruncí los labios.

—Eh… tal vez.

—¿Qué acaba de pasar?

—Ella… eh… —Tosí—. Ha captado algo.

—Ha captado algo, vale —murmuró Butters. Suspiró—. Yo no he captado nada parecido en casi dos años.

Yo, en cuatro.

—Ya te digo —dije con más énfasis del que pretendía.

—¿Es menor de edad? En términos legales, quiero decir —me preguntó.

—No.

—De acuerdo. Entonces ya no me siento tan nabokoviano. —Se pasó la mano por la cabeza—. ¿Qué hacemos ahora?

Traté de aparentar profesionalidad y parecer impasible.

—Esperar a que se recupere.

—¡Uf! —Miró a Molly y suspiró—. Tengo que salir más.

Y yo también, tío.

—Butters, ¿te importaría traerle un poco de agua o algo?

—Claro —dijo—. ¿Quieres algo para ti?

—Nada.

—Enseguida. —Butters cubrió el cadáver y se marchó.

Me acerqué a Molly y me agaché junto a ella.

—Eh, pequeño saltamontes. ¿Me oyes?

Tardó más de lo debido en contestar, como cuando hablas por teléfono con alguien al otro lado del mundo.

—Sí, te… te oigo.

—¿Estás bien?

—Ummm, sí —susurró con una sonrisa en el rostro.

Murmuré algo y me froté el entrecejo para espantar un incipiente dolor de cabeza. Me sobrevinieron pensamientos negativos. Maldita sea, cada vez que me he expuesto a alguna clase de terrible shock por el bien de una investigación he añadido una nueva pesadilla a mi colección. Sin embargo, la primera vez que Molly salió a batear, el pequeño saltamontes captó…

¿Qué había captado?

—Quiero que me cuentes lo que has sentido, enseguida. A veces los detalles se desvanecen, como cuando olvidas partes de un sueño.

—De acuerdo —murmuró arrastrando las palabras, somnolienta—. Detalles. Ella… —Molly inclinó la cabeza—. Se sentía bien. Muy, muy bien.

—Eso lo he pillado —admití—. ¿Qué más?

Molly sacudió la cabeza con lentitud.

—Nada más. Solo eso. Todo eran sensaciones. Éxtasis. —Frunció un poco el ceño, esforzándose en ordenar sus pensamientos—. Como si el resto de sus sentidos estuvieran anulados de alguna manera. No creo que hubiera nada más. Ni visiones ni pensamientos ni recuerdos. Nada. Ni siquiera fue consciente de su muerte.

—Piensa en ello —le pedí en voz baja—. Cualquier cosa que recuerdes puede ser importante. —Butters entró justo en ese momento con una botella de agua salpicada de gotas de condensación. Me la lanzó y se la pasé a Molly.

—Toma, bebe.

—Gracias. —Abrió la botella, se echó de lado y comenzó a beber sin incorporarse. La postura que tenía ayudaba a que su ropa luciera más ceñida, si eso era posible.

Butters la observó un segundo, suspiró y se obligó de manera evidente a volver a su escritorio y ponerse a afilar lápices.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Parece que murió feliz —observé.

—¿Le hiciste pruebas toxicológicas?

—Sí, algún rastro residual de marihuana, pero bien pudo entrar en contacto con la sustancia en cualquier concierto. Por lo demás, estaba limpia.

—Maldita sea. ¿Se te ocurre otra cosa que pudiera provocar… algo así en una víctima?

—Nada farmacológico —dijo Butters—. Tal vez, si alguien le hubiera puesto un electrodo en los centros de placer de su cerebro y los hubiera estimulado, entonces hubiera notado algo semejante. Pero, eh… no hay evidencias de cirugía a cráneo abierto.

—Entiendo —dije.

—Así que debe de ser algo del lado oscuro —opinó Butters.

—Podría ser. ¿A qué se dedicaba?

—Ni idea. Nadie sabe nada sobre ella. No han venido a reclamar el cuerpo y no hemos encontrado a ningún pariente. Por eso sigue todavía aquí.

—¿Y alguna dirección? —pregunté.

—Solo la de un carné de conducir de Indiana, pero no nos ha servido de nada. Su bolso estaba casi vacío.

—Y el asesino se llevó su ropa.

—Eso parece —dijo Butters—. Pero ¿por qué?

Me encogí de hombros.

—Quería evitar que encontrarais algo. —Fruncí los labios—. O que lo encontrara yo.

Molly se incorporó bruscamente.

—Harry, he recordado algo.

—¿Sí?

—Sensación… —dijo posando una mano sobre su bajo vientre—. Era como… no sé, como oír veinte bandas de música tocando al mismo tiempo, solo que táctil. Sin embargo, había una sensación de cosquilleo en el estómago. Como uno de esos molinetes médicos.

—Un molinete Wartenberg —apuntó Butters.

—¿Eh? —repliqué.

—Como el que usé para comprobar las terminaciones nerviosas de tu mano —me aclaró Butters.

—Ah, vale. —Miré sorprendido a Molly—. ¿Cómo demonios sabes tú qué tacto tiene ese aparato?

Ella me sonrió vaga y maliciosamente.

—Es una de esas cosas que no quieres que te explique.

Butters soltó una delicada tos.

—A veces se le da un uso lúdico, Harry.

Se me encendieron al instante las mejillas.

—Ah, ya entiendo. Butters, ¿tienes un rotulador?

Cogió uno de su escritorio y me lo lanzó. Se lo pasé a Molly.

—Enséñame dónde.

Asintió, se tumbó en el suelo y se levantó la camiseta. Entonces cerró los ojos, le quitó el capuchón al rotulador y lo movió lentamente sobre la piel de su abdomen, con la frente arrugada por el ejercicio de concentración.

Cuando terminó, se leían perfectamente en su piel varios caracteres grandes en tinta negra.

Ex 22, 18

De nuevo, el Éxodo.

—Señoras y caballeros —dije en voz baja—. Nos enfrentamos a un asesino en serie.