Capítulo 14

Cuando volvimos al apartamento, Ratón fue directo a su bol de plástico a acabar con todas sus croquetas de pienso con una hambrienta determinación. Luego vació el cuenco de agua, se acercó a su habitual lugar para la siesta y se tumbó sin ni siquiera dar primero una vuelta sobre sí mismo. Se durmió casi antes de tocar el suelo.

Me agaché junto a él, le rasqué las orejas y examiné su nariz, que estaba fría y húmeda, justo como debía. Su cola dio un respingo distraído cuando lo acaricié, pero estaba claramente exhausto. Fuera lo que fuera, la fuerza de aquellos ladridos que desempeñaron la tarea imposible de despertar a un edificio entero había drenado gran parte de sus energías. Me quité el guardapolvos, lo tapé con él y le dejé dormir.

Llamé otra vez a casa de Thomas, pero me saltó el contestador automático. Me puse mi pesada bata de franela para mantener el calor en el gélido laboratorio del sótano, tan profundo que siempre hacía frío. Moví la alfombra que cubre la portezuela en el suelo de la sala de estar y bajé por las escaleras plegables al tiempo que murmuraba unas palabras y encendía velas con un esfuerzo de voluntad.

Mi laboratorio siempre estaba abarrotado de cosas, y más desde que estaba enseñando a Molly. Se trataba de una caja rectangular de cemento con las paredes cubiertas de estanterías donde se amontonaban libros y recipientes con distintos ingredientes (como la gruesa caja sellada que contenía cuarenta y cinco gramos de uranio empobrecido), varios objetos de significación arcana (como la calavera blanqueada que ocupaba su propio estante junto a varias novelas románticas de bolsillo) y artículos curiosos (como la colección de colmillos de vampiros reunidos por los centinelas de Estados Unidos, sobre todo Ramírez y yo, durante las diversas contiendas contra ellos del último año).

Al fondo, en la pared libre, me las había arreglado para que cupieran en el laboratorio un diminuto escritorio y una silla. Molly estudiaba a veces allí, escribía su diario, aprendía cálculos de poder y leía libros que le recomendaba. Habíamos empezado a trabajar en algunas pociones básicas. Los quemadores y las cubetas ocupaban casi toda la superficie del escritorio, lo cual no era tan malo si teníamos en cuenta las manchas que habían quedado tras nuestra primera y desastrosa lección. En el suelo, junto al escritorio, había un simple círculo plateado que utilizaba para las invocaciones.

La mesa en el centro de la habitación solía ser mi zona de trabajo. Ya no. Ahora estaba ocupada por Pequeño Chicago.

Pequeño Chicago era un modelo a escala de la propia ciudad de Chicago (o al menos del corazón de esta) que yo había expandido a partir de su diseño original para cubrir seis kilómetros alrededor de Burnham Harbor. Cada edificio, calle y árbol tenían sus correspondientes en maquetas de estaño a escala. Cada una contenía una parte de la realidad que representaba: un trozo del tronco de cada árbol, diminutas lascas de asfalto de las calles o pedacitos de ladrillo arrancados de los edificios con un martillo. El modelo me permitía utilizar la magia de nuevas e interesantes maneras, y debería ayudarme a averiguar muchas más cosas sobre Capa Gris de las que hubiera tenido oportunidad en el pasado.

O podía explotar. Ya saben. Una de dos.

Todavía era un mago joven y Pequeño Chicago era un juguete complejo que contenía una enorme cantidad de energía mágica. Tenía que trabajar duro para mantenerla actualizada, igual que el Chicago real, o no funcionaría correctamente; es decir, fallaría, y posiblemente de manera espectacular. Liberar tal cantidad de energía en los confines, en teoría delimitados, del laboratorio me podría dejar en un estado extracrujiente. Era una herramienta elaborada y cara; ni siquiera hubiera considerado la idea de crearla si no contara con un experto consejero.

Saqué la caja de cerillas del bolsillo, la puse en el filo de la mesa y levanté la vista hacia la calavera del estante.

—Bob, arriba, vamos a ello —dije.

La calavera tembló un poco en su repisa de madera y unas diminutas y nebulosas luces anaranjadas aparecieron en las cuencas de sus ojos. Se produjo un sonido similar a un bostezo humano y la calavera se giró ligeramente hacia mí.

—¿Qué pasa, jefe? —me preguntó.

—El mal anda suelto.

—Va a pie, claro está —dijo Bob—, porque se niega a aprender el sistema métrico. De no ser así, iría en metro.

—Te veo de buen humor —apunté.

—Estoy contento. Voy a conocer a la galletita, ¿verdad?

Miré a la calavera sin pestañear.

—No es una galletita, ni siquiera un pastelito, un bizcochito, un bombón o algo por el estilo. Es mi aprendiz.

—Lo que sea —dijo Bob—. Voy a conocerla ahora, ¿verdad?

—No —negué con firmeza.

—Oh —exclamó Bob con el tono decepcionado y petulante de un niño de seis años al que se le acaba de decir que es hora de acostarse—. ¿Por qué no?

—Porque todavía no tiene mucha idea de cómo manejar con destreza su poder —expliqué.

—¡Yo podría ayudarla! —aseguró Bob—. Podría hacer mucho más con mi ayuda.

—Exacto —dije—. Estás bajo vigilancia hasta que yo diga lo contrario. No llames su atención. No reveles tu naturaleza. Cuando Molly esté cerca, serás un adorno inanimado a no ser que yo te diga lo contrario.

—Um… —dijo Bob—. A este paso, no voy a verla nunca desnuda en su mejor momento.

—¿En su mejor momento de qué?

—En su momento de juvenil, núbil y vital gloria. Para cuando me dejes hablar con ella, ya habrá empezado a caérsele todo.

—Estoy casi seguro de que sobrevivirás al trauma —afirmé.

—La vida es algo más que supervivencia, Harry.

—Cierto —convine—. También es trabajo.

Bob puso sus luces en blanco dentro de las cuencas de los ojos.

—Hermano, la tienes enclaustrada, y a mí me haces trabajar como a un perro. No es justo.

Comencé a sacar las cosas que necesitaba para activar Pequeño Chicago.

—Un perro, claro. Por cierto, ha pasado algo raro esta noche. —Le conté a Bob todo lo referente a Ratón y sus ladridos—. ¿Qué sabes tú de los perros del templo?

—Más que tú —dijo Bob—. Pero no mucho. Casi todo son habladurías y folclore.

—¿Y qué hay de cierto?

—Algo. Varios puntos de confluencia donde múltiples fuentes están de acuerdo.

—Dispara.

—Bueno, no son enteramente mortales —dijo Bob—. Son los vástagos de un ser celestial, un perro llamado Foo, y un canino mortal. Son muy inteligentes, duros, muy leales, y pueden dar mucha caña si es necesario. Pero sobre todo son vigías. Vigilan a los espíritus y las energías oscuras, guardan a la gente o los lugares que se supone que deben guardar y alertan a otros de la presencia de peligros.

—Eso explica por qué Antigua Mai hizo esas estatuas de perros del templo para ayudar a los centinelas a mantener la seguridad, supongo. —Cogí un plumero de mango corto confeccionado con una vara de serbal y un puñado de plumas de búho y comencé a limpiar con cuidado el polvo de la maqueta de la ciudad—. ¿Y qué me dices de los ladridos?

—Sus ladridos poseen una especie de poder espiritual —dijo Bob—. Muchas historias cuentan que se pueden hacer oír a ochenta o cien kilómetros de distancia. No es una cuestión física. Llegan hasta el Más Allá, las entidades no corpóreas los oyen con claridad. A la mayoría les sorprende y espanta; y si alguno decide quedarse, Ratón puede sacarle los dientes, aunque sean espíritus. Supongo que ese ladrido de alarma es parte de su poder protector para alertar a otros del peligro.

Gruñí.

—Superperro.

—Pero no a prueba de balas. Se les puede matar, como a cualquier cosa viva.

Me pregunté si podría encontrar a alguien que le fabricara a Ratón un chaleco antibalas.

—De acuerdo, Bob —dije—. Actívalo y échale un primer vistazo.

—De acuerdo, jefe. Espero que notes que hago esto sin quejarme ni una vez de la injusticia que supone que tú hayas visto desnuda al bomboncito y yo no.

—Tomo nota. —Cogí el cráneo y lo coloqué en el plástico azul translúcido y rugoso que representaba al lago Míchigan—. Compruébalo mientras preparo el hechizo.

La calavera se dio la vuelta para ponerse de cara a la ciudad mientras yo me colocaba en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre las rodillas. Cerré los ojos para concentrarme en conducir mis pensamientos a una cierta quietud y aminorar la marcha de mi corazón. Respiré lenta y profundamente, rechazando las preocupaciones, emociones y todo lo que no fuera útil para mi propósito.

Una vez, hablando sobre artes marciales, Murphy me dijo que, llegado un punto, nadie puede enseñarte nada más sobre ellas. Si alcanzas un determinado estado de conocimiento, la única manera de aprender y aumentar tus propias habilidades es enseñar a otros. Por eso, ella imparte clases a niños y un curso de defensa antiviolación cada primavera y otoño en el centro cívico de su barrio.

En su momento, aquello me sonó un poco zen, pero, demonios, Murphy tenía razón. Hace tiempo hubiera tardado una hora, si no más, en llegar al estado mental adecuado. Sin embargo, en el transcurso de mis clases con Molly, volví a repasar lo básico por primera vez en años y lo entendí con una perspectiva más profunda y rica que cuando tenía su edad. Estaba logrando tanta comprensión y valoración de mi propio conocimiento enseñando a Molly como ella aprendiendo de mí.

Tardé diez minutos, doce como mucho, en preparar mis pensamientos y mi voluntad. Para cuando me volví a levantar, no había nada más en el mundo salvo yo, Pequeño Chicago y mi necesidad de encontrar al asesino.

—¿Bob? —susurré.

—Todo en orden. Adelante, capitán —dijo imitando el acento escocés.

Asentí sin hablar. Entonces, invoqué mi voluntad y los ojos de la calavera se redujeron al tamaño de dos alfileres. Lo mismo le pasó a las velas. Las sombras recién creadas comenzaron a extenderse entre los edificios de estaño, cerniéndose sobre las calles de la maqueta. La temperatura bajó un grado o dos en el laboratorio, a medida que extraía energía de todo lo que me rodeaba y mi piel se encendía a causa del aumento de la temperatura de mi cuerpo. Cuando espiré lentamente, mi acalorada respiración formó vapor alrededor de mi nariz y mi boca.

Me desplacé lentamente, con precisión, y cogí la caja de cerillas. La abrí y me incorporé hacia delante para colocar con cuidado la pintura en la diminuta maqueta del edificio de mi apartamento. Me quedé ante la mesa, tocando con una mano la pintura y el mapa, y liberé mi voluntad repitiendo en un murmullo:

Reperios. Invenios.

Mis sentidos se nublaron un momento y, entonces, Pequeño Chicago se precipitó hacia mí, sus edificios crecieron y me encontré de pie delante de una réplica en estaño y a tamaño natural de mi edificio de apartamentos.

Me tomé un momento para mirar a mi alrededor. Se parecía a Chicago. Varios fogonazos de movimiento me rodearon. Vagos trazos de hojas se agitaban en los árboles de estaño, imágenes fantasmales de las hojas del mundo real, de los árboles del Chicago real. Unas luces tenues se proyectaban desde los marcos vacíos de las ventanas. Coches fantasmales pasaban como suspiros por las calles. Oía los sonidos enmudecidos de la ciudad, atrapaba débiles esencias en el aire.

De manera desconcertante, si miraba hacia arriba me veía a mí mismo, a mi cuerpo real, físico, por encima de la maqueta de la ciudad; un primo gigante de Godzilla. En el cielo sobre Pequeño Chicago había estrellas brillantes, los débiles destellos de las velas del laboratorio, y los ojos de Bob, demasiado grandes para ser estrellas, eran del mismo tamaño que tenía el Sol visto desde los planetas exteriores.

Alcé la caja de cerillas al tiempo que la voluntad me recorría el brazo. Tocó la pequeña esquirla de pintura, que explotó en una luz verde viridiana y se elevó en el aire por encima de mi mano, se demoró un momento y salió disparada hacia el norte como un cometa en miniatura.

—Tal vez saliste indemne de esta mierda en otras ciudades, Capa Gris —murmuré—. Pero Chicago es mía.

Mi propia carne se difuminó en una parpadeante luz plateada. Sentí que aceleraba impulsado por la energía del hechizo de seguimiento, surcaba las imágenes fantasmales de la vida nocturna de Chicago y me convertía en una sombra más entre otras muchas.

El hechizo de seguimiento se detuvo a una manzana y media al sur de Goudy Square Park, una pequeña parcela verde que la ciudad se permitía colar entre tanta arquitectura. La brillante mota de luz se fundió con la imagen espectral de un coche en movimiento, y la imagen se convirtió de repente en sólida y visible.

—Te tengo —murmuré. Me acerqué al coche flotando sobre el parachoques trasero y me concentré en el conductor.

Maldita sea, la imagen seguía apareciendo borrosa. Mi magia se había adherido al coche; no iba a ser fácil conseguir una visión del conductor mejor que aquella. Podía verter más energía en el hechizo para aumentar su nitidez, si bien quería guardar tal posibilidad como último recurso. Demasiada energía podría hacer que la cosa explotara y el esfuerzo me dejaría demasiado exhausto para mantener la conexión. De momento sería mejor merodear por allí y tratar de escuchar algo. Captar el sonido era fácil, gracias a la resonancia del coche contra la ciudad que había modelado para el hechizo.

El vehículo se detuvo muy cerca del parque. Se trataba de una pequeña bifurcación que intentaba albergar simultáneamente un jardín de diseño y un parque infantil; cada vez que la miraba me parecía que los niños salían ganando. Bien por ellos. Nadie de cuatro, seis u ocho años debería padecer el conflicto resultante de que su espacio de juegos chocara con las sensibilidades renacentistas de un paisajista. Vamos, yo tenía más o menos la misma madurez que ellos y estaba bastante seguro de que tampoco lo necesitaba.

Me concentré en el hechizo. Los sonidos nocturnos de la ciudad cobraron vida a mi alrededor y subieron de volumen, alzándose desde un distante y fantasmal murmullo a simple sonido ambiente, como si me encontrara allí mismo. Una sirena lejana. El ruido apenas perceptible de unas ruedas surcando la autopista a un kilómetro de allí. Una alarma que sonaba como un grillo. Para mí, aquello era la orquesta afinando y calentando antes de la obertura.

Unos pasos decididos se acercaron. El telón se estaba abriendo.

Se abrió la puerta del pasajero del coche verde y una segunda figura sombría se unió a la primera. Cerró la puerta más fuerte de lo necesario.

—¿Estás loco? ¿Encontrarnos aquí? —dijo el Pasajero.

—¿Qué tiene de malo este sitio? —preguntó Capa Gris. Su voz era la de un tenor ligero, aunque sonaba distante, brumosa, como una transmisión de radio parcialmente cubierta. ¿El acento? Tal vez de Europa del Este. Era difícil captar los detalles.

—Es un jodido barrio de clase alta —espetó el Pasajero. Su voz era más profunda, igual de oscurecida, y no estaba teñida con ningún acento extranjero. Sonaba como un presentador de informativos; el acento típico del Medio Oeste americano—. Hay seguridad privada. Policía. Si alguien da la voz de alarma va a atraer mucha atención en poco tiempo.

Capa Gris soltó una breve carcajada.

—Por eso mismo estamos a salvo. Es tarde. Todos los pequeñines están durmiendo el sueño de los justos. Nadie va a vernos aquí.

El otro dijo algo rudo. Había una luz intermitente en el asiento del Pasajero; tardé un segundo en reparar en que había encendido un cigarrillo.

—¿Y bien?

—No.

—¿No? —repitió el Pasajero—. ¿No a las mujeres, a los magos o a qué?

—A las dos cosas —dijo Capa Gris. Su tono se volvió frío—. Me dijiste que le asustaba el fuego.

—Así es —dijo el Pasajero—. Deberías ver su maldita mano.

Sentí que mi mano izquierda se cerraba con fuerza y el crujido de los nudillos en mi laboratorio fluía por la simulación mágica de la ciudad.

Capa Gris dio un respingo y miró a su alrededor.

—¿Qué? —preguntó el Pasajero.

—¿Has oído eso?

—¿El qué?

—Algo… —dijo Capa Gris.

Aguanté la respiración, deseando que mis dedos dejaran de apretarse.

El Pasajero echó un vistazo a su alrededor.

—El tipo te pone nervioso. Eso es todo. Has fallado y estás nervioso.

—No estoy nervioso —dijo Capa Gris—, soy precavido. Tiene más recursos y es más versátil de lo que tu gente cree. Es bastante posible que me esté rastreando de alguna manera.

—Lo dudo. Se requiere de un practicante sutil del Arte para hacer eso. Él no lo es.

—¿No? —preguntó Capa Gris—. Logró sentir el fuego antes de que le cortara el camino de salida, despertó a todo el edificio al mismo tiempo y me siguió cuando me marché.

El Pasajero se puso tenso.

—¿Has venido aquí con él persiguiéndote?

—No, le di esquinazo antes. Pero eso no descarta que haya continuado la persecución por medios más sutiles.

—Es un matón —dijo el Pasajero—. Simple y llanamente. Sus talentos sirven para destruir y poco más. Es una bestia de la que tirar y a la que dar órdenes.

Se produjo un momentáneo silencio.

—Me sorprende —dijo Capa Gris— que un idiota como tú sobreviviera a un encuentro con ese mago.

¡Ajá! Interesante. El Pasajero, al menos, era alguien a quien había visto antes. Y se había librado. La mayoría de los individuos con los que me había cruzado no lo habían hecho (lo cual a veces me molestaba soberanamente), sin embargo, eran más de dos, y el Pasajero bien podía ser cualquiera de ellos. Por otra parte, aquello reducía de forma considerable la lista de varios billones de posibilidades que tenía hacía un rato.

Las palabras de Capa Gris me produjeron un escalofrío. Era más consciente que cualquier persona con cinco sentidos, y, además, pensaba. Aquella no era una buena cualidad para un enemigo. Un adversario inteligente no tiene que ser más inteligente que tú, ni más rápido; en realidad, ni siquiera debería existir y ser una amenaza letal. Demonios, si la bomba del coche no hubiera explotado antes de tiempo, nos hubiera calcinado a Murphy y a mí. Hubiera muerto sin saber siquiera de su existencia.

—Para ser honestos, me sorprende que el mago haya salido vivo de esta noche —dijo el Pasajero—. En cualquier caso, no importa. Si lo hubiéramos matado, nos hubiéramos responsabilizado de su muerte y nuestro propósito se habría cumplido. Nos ayudará que arme alboroto con lo del Skavis.

—A menos que arme alboroto también con nosotros —agregó Capa Gris con amargura.

Se quedaron callados un momento.

—Por lo menos hemos conseguido algo: le interesa detener el sacrificio —reflexionó el Pasajero.

—Oh, sí —dijo Capa Gris—. Has llamado su atención. La cuestión, por supuesto, es si va a ser tan cooperativo como crees.

—¿Tratándose de una congregación de brujas en peligro? Oh, sí. Será incapaz de contenerse. Ahora que sabe lo que trama el Skavis, Dresden hará lo que haga falta para protegerle.

Ajá. Un Skavis. Estaban manipulándome para que me lo cargara.

Al fin, algo útil.

—¿Atacará pronto a esas mujeres? —preguntó Capa Gris, refiriéndose al Skavis, supongo.

—Todavía no. No es su estilo. Esperará un día o dos antes de hacer otro movimiento. Quiere que sufran con la espera.

—Um… Normalmente pienso que los gustos de los Skavis son repulsivos, pero en este caso particular sospecho que podrían coincidir con los míos. La anticipación hace que el sabor sea luego más dulce.

—Oh, por supuesto, sin duda alguna —dijo el Pasajero con amargura—. Tira a la basura todo lo que podríamos conseguir solo para satisfacer tus ansias de dulce.

Capa Gris soltó una breve risita.

—En cualquier caso, todavía no. No creo que el Círculo reaccione bien ante una situación así. Hablando de eso, ¿cómo va tu misión?

—Menos que bien —confesó el Pasajero—. No habla conmigo.

—¿De verdad esperabas que lo hiciera?

El Pasajero se encogió de hombros.

—Es de la familia. Pero eso no importa. Lo encontraré a su debido tiempo, quiera cooperar o no.

—Por tu bien, espero que así sea —dijo Capa Gris—. El Círculo me ha pedido un informe de los progresos.

El Pasajero se removió incómodo en su asiento.

—¿En serio? ¿Qué vas a decirles?

—La verdad.

—No puedes decirlo en serio.

—Al contrario —dijo Capa Gris.

—Reaccionan mal ante la incompetencia. Y al engaño responden con el asesinato. —El Pasajero dio otra larga calada a su cigarrillo y soltó otra maldición—. Es inevitable entonces.

—No hace falta que te machaques. Todavía tenemos margen de tiempo, no destruyen las herramientas que todavía son útiles.

El Pasajero se rió con malicia.

—¡Son duros pero justos!

—Son duros —replicó Capa Gris.

—Si es necesario —dijo el Pasajero—, podemos eliminarlo. Tenemos los recursos para hacerlo. Siempre se puede…

—Creo que es una decisión prematura, a menos que demuestre ser una amenaza mayor de lo que ha sido hasta ahora —opinó Capa Gris—. Espero que el Círculo esté de acuerdo.

—¿Cuándo me veré con ellos? —preguntó el Pasajero—. Cara a cara.

—No es decisión mía. Yo soy un contacto. Nada más. —Se encogió de hombros—. No obstante, si el proyecto sigue adelante, sospecho que querrán concertar una entrevista.

—Tendré éxito en mi empresa —dijo sombrío el Pasajero—. No puede habérselas llevado muy lejos.

—Entonces te aconsejo que te muevas rápido —dijo Capa Gris—. Antes de que el Skavis se te adelante.

—Se nos adelante —corrigió el Pasajero.

Oí una leve sonrisa coloreando el tono de Capa Gris.

—Por supuesto.

Se produjo un silencio evidente y, a continuación, el Pasajero abrió la puerta, salió del coche y se fue sin decir una palabra más.

Capa Gris lo observó hasta que hubo desaparecido en la noche, entonces se bajó del vehículo. Yo utilicé mi voluntad para colocarme en la parte delantera del coche y echar un vistazo. La dirección había sido manipulada; el coche tenía hecho un puente.

Dudé acerca de a cuál de los dos seguir. El Pasajero estaba tratando de obtener información de alguien. Aquello podría significar que había un prisionero que estaba siendo interrogado en algún lugar. Por otro lado, también existía la posibilidad de que se refiriera a que un informante no le suministraba la información que le pedía sobre un tema determinado, por mucho que le insistiera. También sabía que me había enfrentado antes con él en algún momento, lo cual era mucho más de lo que sabía de Capa Gris.

Era muy diferente. Ya había tratado de matarme un par de veces y, por lo visto, era responsable de algunas de las últimas muertes. Era inteligente y estaba conectado a una especie de oscuro grupo llamado el Círculo. ¿Podría ser ese el nombre real de mi teórico Consejo Negro?

Se estaba alejando del coche, el ancla de mi hechizo, y se difuminaba a medida que lo iba dejando atrás. Si no lo perseguía de cerca, se desvanecería en la vastedad de la ciudad. Quienquiera que fuese el Pasajero, ya lo había hecho huir en una ocasión. Si era así, podía hacerlo otra vez.

Elegí.

Alcancé a Capa Gris, me concentré en fijar claramente el hechizo, y lo seguí. Caminó varias manzanas, giró en un estrecho callejón y descendió por unas escaleras que terminaban en una puerta con tablas que una vez fue un apartamento en un sótano, igual que el mío. Echó un vistazo a su alrededor, tiró de una cadena oxidada que se apoyaba en la pared junto a la puerta, la abrió y desapareció en el interior.

Mierda. Si aquel lugar tenía umbral no podría seguirlo dentro; me golpearía mi cabeza metafórica contra la puerta como un pájaro que se estrella contra un parabrisas. Si tenía los hechizos de protección adecuados, aquello era lo de menos: podría infligirme un daño psíquico bastante horrible o, lo que es peor, desintegrar mi ser espiritual. Acabaría en el suelo de mi laboratorio, babeando, transformado de mago profesional a vegetal desempleado.

A la mierda. No se hace un trabajo como el mío si se abandona a la primera de cambio.

Me armé de voluntad y continué adelante para seguir a Capa Gris.