Capítulo 28

El nuevo Velvet Room no tenía nada que ver con el antiguo.

—¿Un gimnasio? —le pregunté a Murphy—. Tienes que estar de broma.

Murphy pegó la Harley al Escarabajo. Solo había una plaza de aparcamiento, pero en ella cabían nuestros dos vehículos, más o menos. Tampoco es que me preocuparan unas cuantas abolladuras más en la colección que ya tenía mi coche.

—Es una progresión —dijo Murphy—. Te puedes poner en forma, generar testosterona y encontrar una salida para ella en el mismo edificio.

Sacudí la cabeza. En un discreto cartel de la segunda planta, sobre una hilera de pequeñas tiendas, se proclamaba: «Gimnasio para ejecutivos». Al parecer, ocupaba la mayor parte de la segunda planta, si bien no contaba con esos grandes ventanales bien iluminados tan propios de la mayoría de los gimnasios.

—Espera un momento —dije—. ¿No es este el hotel donde asesinaron a Tommy Tomm?

—Mmmm —asintió Murphy—. El Madison. Una compañía que no tiene ninguna conexión aparente con John Marcone lo ha comprado hace muy poco y lo está reformando.

—Tienes que admitir que era un tanto… excesivo —argüí.

—Parecía el escenario de un espectáculo de variedades que trate sobre el harén de un señor del opio —dijo Murphy.

—Y ahora lo es —apunté.

—Pero no lo parecerá —concluyó Murphy.

—A esto lo llaman progreso —me quejé—. ¿Crees que esta gente nos dará problemas?

—Serán educados.

—Marcone es la clase de tipo que se disculpa por la necesidad de que uno de sus esbirros te tenga que meter una bala en el cuerpo.

Murphy asintió. Antes de venir se había recolocado las cartucheras y se había puesto un chaleco antibalas. Por esa razón llevaba la amplia blusa abotonada hasta arriba.

—Lo que he dicho. Educado.

—En serio —dije—. ¿Crees que va a pasar algo?

—Depende de lo grande que sea la colmena a la que vamos a darle la patada —respondió.

Solté un suspiro.

—Bueno. Vamos a ver.

Entramos. La puerta conducía a un vestíbulo separado de la entrada del hotel por una puerta de seguridad y un panel de botones. Los de la fila de abajo estaban etiquetados con los nombres de las tiendas de la primera planta. Los otros no tenían ninguna indicación.

Murphy abrió su libreta, miró algo que tenía escrito y pulsó un botón en mitad de la fila de arriba. Lo mantuvo apretado durante un momento y luego lo soltó.

—Gimnasio para ejecutivos —dijo la voz de una joven a través de un altavoz junto al panel—. Soy Bonnie, ¿en qué puedo ayudarle?

—Me gustaría hablar con el encargado, por favor —dijo Murphy.

—Lo siento mucho, señora —respondió—. Los encargados solo están en la oficina durante las horas habituales, pero puede dejar un mensaje.

—No —respondió Murphy con calma—. Sé que la señorita Demeter está ahí, quiero hablar con ella, por favor.

—Lo siento mucho, señora —respondió la remilgada voz de Bonnie—. No obstante, no es usted un miembro de este club y se encuentra en una propiedad privada. Debo pedirle que se marche inmediatamente o informaré a la seguridad del edificio del problema y llamaré a las autoridades.

—Bueno, eso puede resultar divertido —intervine—. Adelante, llama a la poli.

Murphy gruñó con sarcasmo.

—Estoy segura de que les encantará tener una excusa para entrar y armar un poco de ruido.

—Yo… —vaciló Bonnie. Estaba claro que no la habían entrenado para esta clase de respuestas. O a lo mejor es que no tenía muchas luces.

Le hice un gesto a Murphy para que me dejara a mí. Sacudió la cabeza y se hizo a un lado para que pudiera acercarme al portero electrónico.

—Mira, Bonnie —dije—. No queremos problemas. Solo queremos hablar con tu jefa. Si quiere, puede venir a hablar por aquí. Si no, puedo subir y hablar con ella en persona. Solo hay una cosa que debes tener en cuenta en este asunto: ¿vas a ser razonable y educada o vas a comportarte como un pedazo de escoria más?

—Oh, bueno…

—Ve a decírselo a tu jefa, Bonnie. No es culpa tuya que no nos hayamos tragado el rollo de «solo en horas de oficina». Que ella decida lo que tiene que hacer, así tú no te meterás en problemas.

Tras una breve pausa, Bonnie se dio cuenta del valor profesional de pasarle el marrón a otro.

—Muy bien, señor. ¿Me permite que le pregunte su nombre?

—Estoy con la sargento Karrin Murphy, del Departamento de Policía de Chicago —repuse—. Me llamo Harry Dresden.

—¡Oh! —dijo Bonnie—. ¡Oh, señor Dresden, discúlpeme, por favor! No sabía que era usted.

Parpadeé sorprendido.

—Es el último de nuestros miembros del Club Platino que nos visita, señor. Por favor, acepte mis disculpas. Haré que alguien los reciba a usted y a su invitada en el ascensor para entregarle su regalo de bienvenida, señor. Se lo notificaré a la señorita Demeter de inmediato.

La puerta zumbó, chasqueó y se abrió.

Murphy me miró esperando una explicación.

—¿De qué va esto?

—A mí no me preguntes —le repliqué—. Ahora soy gay.

Entramos. La primera planta del edificio parecía un centro comercial en miniatura, sus paredes estaban totalmente cubiertas de pequeñas tiendas que vendían componentes de ordenadores, libros, videojuegos, velas, cosas para el baño, joyas y ropa de diferentes estilos. Estaban todas cerradas y con las persianas bajadas. Se encendió una fila de lucecitas a ambos lados de la moqueta roja para iluminar nuestro camino hacia los ascensores. Uno de ellos estaba abierto. Esperando.

Pulsé el botón para subir a la segunda planta y el ascensor se puso enseguida en movimiento.

—Como haya un comité de bienvenida del gremio de la piruleta cuando se abra la puerta, me voy. Esto es surrealista.

—Me he dado cuenta —dijo Murphy.

—Señorita Demeter —dije—. ¿Será un pseudónimo?

Una de las comisuras de la boca de Murphy se torció.

—Creo que encontraremos todo tipo de falsificaciones y modificaciones por aquí.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.

Tres mujeres nos esperaban. Iban vestidas… bueno, decir que eran uniformes no sería adecuado. Su atuendo era parecido al de las camareras de Hooters, solo que más ajustado. Todas rondaban la mayoría de edad y habían pasado por un intenso periodo de pruebas que las certificaba para llevar ropa como aquella. También eran guapas: una rubia, una morena y otra pelirroja. Y tenían bonitas… sonrisas.

—Bienvenido, señor —dijo la pelirroja—. ¿Me permite su abrigo y su… palo?

—Esto es lo más cercano a una proposición que me han hecho en años —suspiré—. Pero no, me quedaré con ellos de momento.

—Muy bien, señor.

La rubia sostenía una bandeja de plata con dos vasos alargados que contenían un líquido anaranjado. Nos sonrió. El reflejo del brillo de sus dientes podría haber dejado cicatrices en mis retinas.

—¿Mimosas, señor, señora?

Murphy las miró a las tres con una expresión vacua. Entonces, sin decir palabra, cogió una de las bebidas, derramó su contenido y puso el vaso de nuevo en la bandeja murmurando algo por lo bajo.

—Para mí no —dijo—. Tengo que conducir.

La rubia dio un paso atrás, y la morena, en cuya camiseta tenía una placa que decía «Bonnie», se acercó con una bolsa de gimnasio de cuero que probablemente costaba tanto como el chaleco antibalas de Murphy. Bonnie me dio primero la bolsa y luego una carpeta amarilla y un gran sobre color mostaza.

—Por cortesía del local, señor, para todos nuestros miembros platino. Contiene varias prendas de vestuario deportivo, unas deportivas de su número, una PDA para ayudarlo a monitorizar sus avances y varios artículos básicos de aseo. —Le dio un golpecito al sobre—. Aquí tiene una copia de los documentos, la tarjeta del club y su código de acceso.

Si era una trampa, estaba funcionando. Hice malabares con mis regalos y mi equipo. Si tuviera que huir de allí de repente, de aquella guisa, era probable que me tropezara y me rompiera el cuello.

—Uh —dije—. Gracias, Bonnie.

—No hay de qué, señor —canturreó—. Si hace el favor de acompañarme, lo llevaré a la oficina de la señorita Demeter.

—Estupendo —dije. La bolsa tenía un asa. Me la puse al hombro y doblé los sobres para meterlos en uno de los amplios bolsillos de mi guardapolvos.

Bonnie esperó a que estuviera listo antes de cogerme del brazo de una manera completamente confiada y familiar para guiarme. Olía bien, a algo parecido a la madreselva, y tenía una amigable sonrisa en la cara. Sus manos, por el contrario, tenían un tacto frío y parecía nerviosa.

Tutelados por Bonnie y sus manos pegajosas, caminamos por el edificio, cruzamos un largo espacio abierto repleto de máquinas de ejercicios, pesas, tipos con pinta de ricos y jóvenes atractivas. Bonnie comenzó a hablar sobre lo modernas que eran las máquinas, cómo usaban las últimas técnicas y teorías sobre fitness y los entrenadores personales que se asignaban a los miembros platino cada vez que visitaban el gimnasio.

—Y, por supuesto, nuestro local ofrece otra buena cantidad de servicios.

—Ah —dije—, como masajes, baños, pedicuras y esa clase de cosas.

—Sí, señor.

—¿Y sexo?

La sonrisa de Bonnie no se inmutó, aunque desentonaba un poco con la cauta mirada de soslayo que le dedicó a Murphy. No respondió la pregunta, se detuvo junto a una puerta abierta.

—Ya hemos llegado —dijo sonriendo—. Si hay algo que pueda hacer por usted, utilice el teléfono que hay en el escritorio de la señorita Demeter y responderé de inmediato.

—Gracias, Bonnie —dije.

—No hay de qué, señor —respondió.

—¿Hay que darte propina o algo?

—No es necesario, señor. —Me volvió a sonreír e hizo un gesto con la cabeza antes de marcharse a toda prisa.

La observé mientras bajaba por el pasillo con los labios fruncidos, pensativa, y llegué a la conclusión de que Bonnie estaba muy bien dotada para darse prisa.

—Nos dejan aquí solos —le pregunté a Murphy—. ¿Te huele esto a trampa?

—Han soltado mucho anzuelo, desde luego —respondió mirando a su alrededor—. Pero la escalera de incendios está al otro lado del pasillo y hay otra salida de emergencias en el exterior de la ventana de la oficina. Sin mencionar que, a pocos metros, hay una docena de clientes a los que les resultaría difícil no oír ningún ruido.

—Sí. Pero ¿cuántos de ellos crees que testificarían ante un jurado lo que vieron u oyeron mientras estaban en un burdel de lujo?

Murphy sacudió la cabeza.

—Rawlins sabe que estoy aquí. Si pasa algo, pondrán el lugar patas arriba. Marcone lo sabe.

—¿Cómo es que no lo habéis hecho ya? Es decir, esto es ilegal, ¿no?

—Claro que lo es —dijo Murphy—. Y muy organizado. En establecimientos como este, por lo general las mujeres son contratadas voluntariamente y están muy bien pagadas. Se someten a revisiones médicas periódicas y el uso de drogas es limitado, casi nunca se las pretende controlar por medio de adicciones o coacciones.

—¿Un crimen sin víctimas?

Murphy se encogió de hombros.

—La policía no siempre dispone de todos los recursos que necesita. En circunstancias normales no se suelen malgastar en operaciones como esta. El personal de antivicio es necesario en otros lugares donde hay mucho más en juego.

Gruñí.

—Y el hecho de que se trate de un club para ricos tampoco facilita las cosas.

—No, no las facilita en absoluto —dijo Murphy—. Demasiada gente con demasiada influencia en el gobierno de la ciudad tiene que proteger su reputación. El local está generando dinero muy rápido y, mientras que no aireen su negocio, los policías toleran lo que pasa salvo por algún gesto ocasional. Marcone no va a arriesgar todo esto matándonos aquí mismo cuando puede hacerlo mañana con la misma facilidad en un lugar menos arriesgado.

—Depende del tamaño de la colmena.

—Exacto —convino Murphy—. Deberíamos sentarnos.

Entramos al despacho. Era semejante a cualquiera de las oficinas de ejecutivos que había visto: sombría, minimalista y cara. Nos sentamos en unas cómodas sillas de cuero. Murphy vigiló la puerta; yo, la ventana. Esperamos.

Veinte minutos después, unos pasos se aproximaron.

Un hombre enorme entró por la puerta. Tenía la constitución de un bulldozer dotado de los robustos músculos de un obrero, con los huesos anchos y grandes tendones. El cuello era tan grueso como la cintura de Murphy, su pelo corto y rojo, los ojos pequeños y brillantes bajo las densas cejas. Su expresión parecía haber sido congelada justo en el momento en el que alguien había tirado por la ventana a su cachorrito de una patada.

—Hendricks —saludé alegremente al principal ejecutor de Marcone—. ¿Cómo va eso?

Sus pequeños ojos se fijaron en mí un segundo. Hendricks emitió un sonido áspero, examinó el resto de la habitación y echó una mirada por encima de sus cuadrados hombros.

—Despejado —dijo.

Marcone hizo acto de presencia.

Llevaba un traje de Armani gris oscuro, zapatos italianos de piel y una camisa con el último botón abierto. Era unos centímetros más alto que la media y, desde que lo conocí hacía años, conservaba el mismo aspecto de cuarentón en muy buena forma. Su corte de pelo era perfecto, su planta inmaculada y los ojos del color de un billete gastado de dólar. Asintió complacido y rodeó el gran escritorio de caoba para sentarse.

—Vaya, vaya —dije—. Señorita Demeter, tiene prácticamente el mismo aspecto que una criminal de mierda a la que conocí en una ocasión.

Marcone apoyó los codos en la mesa, entrelazó los dedos y me contempló con una fría e imperturbable sonrisa.

—Y buenas noches a usted también, señor Dresden. Es en cierta manera tranquilizador que el tiempo no haya erosionado sus inmaduras sensibilidades. —Sus ojos fueron a parar a Murphy—. Sargento.

Murphy apretó los labios e hizo un gesto con la cabeza entornando los ojos. Hendricks contemplaba la escena desde la puerta con los ojos fijos en Murphy.

—¿Dónde está Amazon Gard? —le pregunté—. ¿Ha perdido a su consultora?

—La señorita Gard —dijo enfatizando lo de «señorita»— se encuentra en este momento desempeñando sus tareas en otro lugar. Y nuestra relación laboral es bastante segura.

—¿Será que no le agrada mucho esta rama del negocio en particular? —sugerí.

Me mostró los dientes.

—Veo que ha recibido el regalo de bienvenida.

—Me estoy conteniendo para no agradecérselo de manera demasiado efusiva —le confesé—, pero, oh, ¡es tan difícil!

Aquella boca abierta y esos brillantes dientes blancos no se parecían en nada a una sonrisa.

—En realidad, tengo instrucciones de tratarlo de igual manera en todos mis negocios, en caso de que aparezca.

Alcé las cejas.

—No puede, en serio, estar tratando de comprarme.

—No crea. Soy consciente de que su opinión sobre mí y mi negocio es la que es, no me engaño. Lo considero una medida preventiva. A buen juicio, creo que mis edificios tienen una posibilidad considerablemente menor de salir ardiendo tras una visita suya si lo trato como a un sultán. No se me ha olvidado la suerte que corrió el anterior Velvet Room.

Murphy gruñó sin apartar su cautelosa mirada de Marcone.

—Tiene sentido, Dresden.

—Eso solo ocurrió una vez… —murmuré. Algo en uno de los sobres reclamó mi atención y eché mano al bolsillo del guardapolvos para sacarlo.

Hendricks era grande, pero no lento. Tenía su arma en la mano antes de que yo hubiera llegado siquiera a tocar el sobre.

Murphy buscó la suya bajo la ancha camisa.

—Quietos. Los tres. —La voz de Marcone fue como un látigo.

Obedecimos; era la respuesta automática a la completa autoridad de su tono de voz. Por algo Marcone era el dueño de Chicago.

Él no se había movido; de hecho, ni siquiera había parpadeado.

—Señor Hendricks —intercedió—, agradezco su recelo, pero si el mago quisiera hacerme daño no necesitaría un arma oculta para ello. Por favor.

Hendricks emitió otro gruñido y guardó el arma.

—Gracias. —Marcone se volvió hacia mí—. Confío en que sabrá perdonar la sensibilidad del señor Hendricks. Como buen guardaespaldas, es muy consciente de que cada vez que usted se involucra en mis negocios, Dresden, las cosas se ponen mucho más peligrosas.

Los miré a ambos con gesto hosco. Saqué los sobres doblados del bolsillo de mi guardapolvos y los solté junto a la bolsa del gimnasio.

—No pasa nada, ¿vale, Murph?

Murphy permaneció quieta un momento, con la mano bajo la camisa el tiempo suficiente para dejar claro que nadie le ordenaba nada. Luego, la volvió a poner en su regazo.

—Gracias —dijo Marcone—. Bien, ¿vamos a seguir peleando o vamos a pasar a tratar el motivo de su visita, Dresden?

—Necesito información sobre una mujer que trabajó aquí.

Marcone parpadeó una sola vez.

—Continúe.

—Se llamaba Jessica Blanche. Encontraron su cuerpo hace unos días. En la autopsia no hallaron una causa de la muerte. Yo sí lo hice. Tengo otros cuerpos. Creo que las muertes están relacionadas. Necesito encontrar la conexión entre Jessica y las otras víctimas para averiguar qué demonios está pasando.

—Es una información muy específica —dijo Marcone—. Mi conocimiento de las operaciones del local es solo general. La encargada estará más familiarizada que yo con esos detalles.

—La señorita Demeter, supongo.

—Sí. Estará aquí en breve.

—O incluso antes —intervino una voz femenina.

Me volví hacia la puerta.

Una mujer entró por ella, vestida con un sombrío conjunto de chaqueta y falda negra, blusa blanca, zapatos bajos también negros y un collar de perlas. Cruzó con calma la oficina, se colocó detrás de Marcone y apoyó la mano izquierda en su hombro derecho.

—Vaya, Dresden —murmuró Helen Beckitt—. Ha tardado mucho.