Capítulo 27
Yo echaba humo mientras Elaine presionaba a Abby y a Priscilla para que le contaran el resto de lo sucedido.
—Fue solo una hora o así después de que ustedes se fueran —le relató Abby a Elaine—. Helen recibió una llamada al móvil.
—¿Móvil? —interrumpí—. ¿Tenía uno que funcionara?
—Su talento no llega a inutilizarlo —dijo Abby—. El de ninguna de nosotras, de hecho. Mi móvil funciona casi todo el tiempo.
Gruñí.
—Eso significa que no estaba ocultando ningún gran talento. Algo es algo.
—¡Harry! —dijo Elaine por lo bajo. Se trataba, obviamente, de un reproche—. Por favor, Abby, continúa.
Cerré la boca.
—La llamaron y se fue a hablar al cuarto de baño. No oí lo que decía, pero al salir dijo que se marchaba, que tenía que ir a trabajar.
Alcé las cejas.
—Tiene que ser un buen trabajo, si se arriesga a exponerse a un asesino para no perder el puesto.
—Es lo que yo le dije —insistió Priscilla con un tono más ácido, si es que eso era posible—. Era una estupidez. Ni se me ocurrió sospechar.
—Anna discutió con ella —continuó Abby—, pero Helen se negó a quedarse. Así que Anna decidió que fuéramos todas con ella.
—Helen no quería, por supuesto —dijo Priscilla—. En aquel momento pensé que, tal vez, le avergonzaba la idea de que la viéramos trabajando en un restaurante de comida rápida o algo así.
—Nunca llegamos a saber a qué se dedicaba —dijo Abby con un tono adormilado y compungido—. No le gustaba hablar de ello, así que pensábamos que era una cuestión de orgullo. —Acarició distraída al perrito que tenía en los brazos—. Mencionó algo de separarnos del resto de su vida… algo así. Anna la metió en un taxi y le hizo prometer que se pondría en contacto con nosotras, que nos llamaría cuando estuviera a salvo entre otra gente.
—¿La dejaron irse? —intervine.
—Es una hermana de la Ordo —argumentó Priscilla—. No es una criminal de la que haya que desconfiar y tenga que ser vigilada.
—Lo cierto —repuse— es que sí es una criminal de la que hay que desconfiar y que debe ser vigilada. Si no, pregúntenle a su agente de la condicional.
Elaine me miró crispada.
—Maldita sea, Harry. No estás ayudando.
Murmuré algo entre dientes, me crucé de nuevo de brazos y me agaché para rascarle a Ratón las orejas y el cuello. Tal vez eso me ayudara a mantener la boca cerrada. Quién sabe. Siempre hay una primera vez para todo.
—Helen me llamó hará unos veinte minutos —continuó Priscilla— dijo que la habían seguido desde el hotel. Que nuestro escondite había sido descubierto, que teníamos que irnos. Así que lo hicimos, tal como usted nos sugirió. Helen dijo que se encontraría con nosotras aquí.
—¡Les dije que fueran a un lugar público…! —comencé a vociferar.
—¡Harry! —me cortó Elaine.
Me calmé.
Se produjo un extraño momento de silencio.
—Cuando llegamos, Helen no estaba —prosiguió Abby.
—No —dijo Priscilla con los brazos cruzados bajo el pecho; su aspecto era frío, a pesar del cuello vuelto—. Nos volvió a llamar, rogando que fuéramos a su apartamento.
—Yo me quedé aquí con los perros —relató Abby. Totó levantó la vista hacia ella, ladeando la cabeza y meneando la cola.
—Cuando Anna y yo la recogimos —continuó Priscilla—, volvimos al hotel… pero Helen tenía un aspecto horrible. Se había quedado sin insulina con tanto lío y no había podido inyectarse su dosis. Anna me dejó y se fue con ella a la farmacia. Fue la última vez que la vimos.
Abby se frotó los labios.
—No es culpa tuya —le dijo a Priscilla.
La mujer del jersey de cuello vuelto se encogió de hombros.
—Nunca nos había dicho que fuera diabética. Debería haberlo imaginado, debí…
—No es culpa tuya —insistió Abby con un halo de compasión en la voz—. Todas la creímos. Todas. Sin embargo, estaba manejando los hilos todo el tiempo. El asesino estaba entre nosotras. —Sacudió la cabeza—. Debimos haberle escuchado, centinela Dresden.
—Eso debimos hacer —dijo Priscilla en voz baja—. Si lo hubiéramos hecho, Anna estaría viva.
No se me ocurrió ninguna respuesta para aquello. Bueno, tenía varias, pero todas eran una variante de «os lo dije». No había necesidad de verter sal sobre una herida tan reciente, así que cerré la boca.
Además, estaba procesando lo que Abby y Priscilla nos acababan de contar.
Elaine y yo intercambiamos una mirada.
—¿Crees que Helen es el Skavis?
Me encogí de hombros.
—Lo dudo, pero técnicamente es posible. Los vampiros de la Corte Blanca pueden pasar fácilmente por humanos, si quieren.
—¿Y por qué lo dudas?
—Porque el pequeño tarado de Madrigal se refirió al Skavis como «él» —dijo—. Helen no es «él».
—¿Un topo, entonces? —preguntó Elaine.
—Eso parece.
Abby nos miró a ambos alternativamente.
—Disculpen, pero ¿qué es un topo?
—Es alguien que trabaja para un criminal pero finge no tener nada que ver con él —expliqué—. Ayuda a los malos mientras aparenta ser vuestra amiga e incluso hace sugerencias. Por ejemplo, que abandonen un lugar seguro y el grupo se divida.
Silencio. Totó soltó un gemido bajo y contrariado.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Priscilla apretando los dedos contra sus mejillas y cerrando los ojos.
—La conocemos desde hace años —intervino Abby, con una expresión tan triste y confusa como la de un niño perdido—. ¿Cómo ha podido mentirnos de esa manera y durante tanto tiempo?
Hice una mueca. No me gusta ver sufrir a nadie, pero es mucho peor cuando se trata de una mujer. Puede que esto sea algo machista por mi parte, pero me importa bien poco si es así.
—De acuerdo —dije—. Seguimos teniendo muchas más preguntas que respuestas, pero al menos sabemos por dónde comenzar.
Elaine asintió.
—Por poner a estas dos a salvo y encontrar a Helen.
—A salvo —dije—. Thomas sabrá dónde.
—Sí.
Miré a Abby y a Priscilla.
—Señoras, nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó Priscilla. Esperaba una protesta, un comentario sarcástico o, como mínimo, un poco de pura y dura mala uva. Su voz, por el contrario, sonaba asustada—. ¿Adónde vamos?
—Con Olivia —le dije—. Y otras cinco o seis mujeres que mi socio está protegiendo.
—¿Necesitan algo? —preguntó Abby.
—Tienen a varios niños —dije—. La mayoría muy pequeños.
—Llevaré algo de comida y cereales —dijo Abby antes de que yo acabara de hablar. Priscilla se quedó sentada, hundida en la silla y en sus propios pensamientos. Abby metió la mitad del contenido de su cocina en una gran maleta con ruedas en la base, cerró la cremallera y ancló a la maleta lo que parecía una pequeña jaula de plástico. Le hizo un gesto a Totó y el perrito se metió dentro, dio tres vueltas sobre sí mismo y se tumbó en el suelo de la jaula con una pequeña sonrisa perruna—. Buen perro.
Ratón miró a Totó. Luego me miró a mí.
—Tienes que estar de broma —le dije—. Tendría que anclar un vagón de tren a la maleta y contratar a Hulk para que la transportara. Eres joven y saludable. A andar.
Ratón observó el regio transporte de Totó y suspiró. De camino al coche, se puso en primera línea. Me habían multado a pesar de la hora que era. Me metí el tique en el bolsillo. Piensa en positivo, Harry. Al menos no se lo ha llevado la grúa.
Meter a todo el mundo en el Escarabajo fue una aventura, pero lo logramos y regresamos al pequeño y destartalado motel al sur de la ciudad.
Veinte segundos después de que aparcáramos, la Harley Davidson de Murphy apareció por un callejón al otro lado de la calle, donde estaba montando guardia por ser un punto desde el que controlaba las ventanas y puertas de las dos habitaciones alquiladas por Thomas. Iba en vaqueros, con una camiseta sin mangas y una blusa negra de hombre con las mangas subidas que le caía sobre el cuerpo como una trenca; su finalidad era ocultar la cartuchera de hombro donde portaba la Glock a un lado y la SIG al otro. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y la placa que en este tipo de situaciones colgaba de su cuello en una cadena destacaba por su conspicua ausencia.
Esperó con un aire ligeramente divertido a que todos saliéramos del Escarabajo. Elaine llevó a las dos mujeres a las habitaciones a toda prisa para que no estuvieran demasiado tiempo expuestas.
—Ni un comentario acerca de coches de payasos —le pedí a la detective—. Ni uno.
—No iba a decir nada —se defendió Murphy—. Dios, Harry, ¿qué te ha pasado?
—¿Has oído algo de lo que ha pasado en el puerto?
—Oh —dijo Murphy. Ratón se acercó para saludarla y ella le chocó la mano con un gesto grave.
—Thomas no fue muy claro en sus explicaciones. Salió de aquí a toda prisa.
—Tenía hambre —dije.
Murphy frunció el ceño.
—Sí, eso dijo. ¿Le va a hacer daño a alguien?
Consideré la pregunta y, acto seguido, sacudí la cabeza.
—En circunstancias normales, diría que no. Ahora mismo… no estoy seguro. Iría contra su forma de ser hacer algo así, pero ha estado actuando de manera extraña durante todo este embrollo.
Murphy se cruzó de brazos.
—Esa palabra define muy bien esta situación. ¿Vas a contarme lo que está pasando?
Le conté a Murphy la versión corta de lo que habíamos averiguado desde la última vez que nos vimos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Murphy—. Entonces era Beckitt.
—Parece que era un topo del Skavis, quienquiera que sea este. Y Capa Gris y ese canijo del primo de Thomas causaron algunas muertes para atraer mi atención.
—Eso no ayuda a los intereses del Skavis, si estaba intentando evitarlo.
—Lo sé, ¿y?
—Todos son vampiros, ¿no? —Murphy se encogió de hombros—. Imaginaba que estarían trabajando juntos.
—Son de la Corte Blanca. Viven para darse puñaladas en la espalda. Les gusta ser sutiles. Tal vez pensaron que yo averiguaría lo de los asesinatos y les haría el favor de eliminar al Skavis. Luego se felicitarían por lo listos que habían sido.
Murphy asintió.
—Entonces, ahora que tienes a tus clientas a salvo, ¿qué es lo siguiente?
—Eliminaré a más gente de la que ellos pensaban —sentencié—. Voy a encontrar a Beckitt, le pediré amablemente que no mate a nadie más y que me indique dónde está el Skavis. Acto seguido, tendré una educada conversación con él. Y, después, arreglaré las cuentas con Capa Gris y Pasajero Madrigal.
—¿Cómo vas a encontrar a Beckitt?
—Um —dije—. Seguro que se me ocurre algo. Este asunto sigue resultándome demasiado confuso.
—Sí —dijo Murphy—. Todos estos asesinatos… Sigue sin tener ningún sentido.
—Tiene sentido —la contradije—. Lo que pasa es que no sabemos cuál. —Hice una mueca—. Se nos está escapando algo.
—Tal vez no —dijo Murphy.
Arqueé una ceja.
—¿Recuerdas nuestro extraño cadáver?
—Jessica Blanche —apunté—. El que vio Molly.
—Ese —confirmó Murphy—. He averiguado algo más sobre ella.
—¿Formaba parte de algún tipo de culto o algo así?
—O algo así. Según un amigo de antivicio, trabajaba en el Velvet Room.
—¿Velvet Room? Pensaba que había incendiado ese lo… eh, es decir, que pensaba que alguien todavía sin identificar había incendiado aquel local hasta los cimientos.
—Volvió a abrir —dijo Murphy—. Con nuevos dueños.
Clic. Ahora algunas piezas comenzaban a encajar.
—¿Marcone? —pregunté.
—Marcone.
El caballero Johnnie Marcone era el mayor y más aterrador gánster de una ciudad famosa por sus gánsteres. Una vez que las viejas familias cayeron a causa de sus disputas internas, Marcone hizo una gran imitación de Alejandro Magno y levantó uno de los mayores imperios criminales del mundo, si no se contaba a los gobiernos. La tasa de crímenes violentos en Chicago había bajado gracias al dominio draconiano de la ciudad por parte de Marcone, sin menospreciar la dedicación de las fuerzas policiales. La economía criminal se había doblado y el poder de Marcone no paraba de crecer.
Era un hombre inteligente, duro y peligroso, y no le tenía miedo a nada. Una mortífera combinación. Yo evitaba cruzarme con él siempre que podía.
Por el cariz que estaban tomando las cosas, parece que esta vez no iba a poder ser así.
—¿Sabes, por casualidad, dónde está ese nuevo Velvet Room? —le pregunté a Murphy.
Me miró de soslayo.
—Vale, vale. Lo siento. —Solté aire—. Me parecía una buena idea charlar con algunas de las compañeras de trabajo de la chica. Apostaría a que están dispuestas a hablar a cambio de evitar problemas con la ley.
Me enseñó los dientes, adornados con una salvaje sonrisa.
—Puede que sea así. Y si no, es posible que Marcone quisiera hablar contigo.
—A Marcone no le gusto —dije—. Y es mutuo.
—A Marcone no le gusta nadie —replicó Murphy—. Pero a ti te respeta.
—¡Cómo si eso dijera mucho de mí!
Murphy se encogió de hombros.
—Tal vez, o tal vez no. Marcone es basura, pero no es tonto y hace lo que dice que va a hacer.
—Hablaré con Elaine cuando tenga a todo el mundo instalado —repuse—. Le pediré que se quede aquí con Ratón para controlar el asunto.
Murphy asintió.
—Elaine, ¿eh? Tu ex.
—Sí.
—La que trabajó en contra de tus intereses la última vez que estuvo en la ciudad.
—Sí.
—¿Confías en ella?
Miré a Murphy un momento y luego levanté la vista hacia la habitación del hotel.
—Quiero hacerlo.
Soltó el aire lentamente.
—Tengo la sensación de que las cosas se van a poner feas. Necesitas a alguien que te cubra las espaldas.
—Lo pillo —dije alzando un puño—. Tú.
Murphy pasó sus nudillos suavemente por los míos y soltó un gruñido.
—Te estás poniendo meloso conmigo, Dresden.
—Si lloviera, me derretiría —convine.
—Era de esperar —dijo—. Con eso de que eres gay y tal.
—Que soy… ¿qué? —Parpadeé—. Oh, lo del apartamento de Thomas. Demonios, los polis sois todos unos cotillas.
—Sí. Rawlins oyó la historia en la máquina de café y se vio en la obligación de llamarme para contarme todo el asunto de la pelea con tu novio. Me preguntó si debería regalarte la banda sonora del musical de Los miserables o la de El fantasma de la ópera para Navidad. A Varetti y a Farrel les hacen descuento en la tienda del cuñado de Malone; quieren comprarte una de esas lámparas con cristales multicolores.
—¿No tenéis vida o qué? —inquirí. Ante su inamovible sonrisa, le pregunté con cautela—: ¿Y qué me vas a regalar tú?
Su sonrisa acompañó al brillo de sus ojos azules.
—Stallings y yo hemos encontrado una foto con autógrafo de Julie Newmar en eBay.
—¿Nunca vais a olvidaros de esto, verdad? —Suspiré.
—Somos polis —dijo Murphy—. Por supuesto que no.
Ambos reímos durante un breve instante. Nos volvimos hacia la calle, en alerta ante cualquier compañía inesperada. Permanecimos en silencio un rato. Pasaron coches. Se oyeron ruidos de motor y de bocinas en la ciudad. La alarma de un vehículo saltó a una manzana de allí. Sombras oscuras donde las farolas no llegaban. Sirenas lejanas. Focos giratorios procedentes de un teatro que destacaban en la oscura noche de verano.
—Demonios —dije pasado un rato—. Marcone.
—Sí —dijo Murphy—. Eso cambia las cosas.
Marcone estaba involucrado.
Todo se había vuelto mucho más complicado.