Capítulo 12
—Luz —pedí.
Justo antes de que acabara de decir la palabra, Elaine murmuró algo con parsimonia y una luz verde y blanca comenzó a brillar en el pentáculo de su amuleto, casi idéntico al mío. Lo sostuvo en alto por la cadena de plata.
Gracias a su luz, llegué hasta la puerta y la palpé, tal y como esos dibujos animados de cuando era pequeño te explicaban que debías hacer. Su tacto era el de una puerta.
—No hay fuego en el pasillo —concluí.
—¿Hay escalera de incendios? —preguntó Elaine.
—No están lejos —dijo Anna.
Ratón continuaba mirando a la puerta, sin dejar de gruñir con un apagado pero estable temblor. El olor a humo era cada vez más intenso.
—Algo nos está esperando en el pasillo.
—¡¿Qué?! —exclamó Anna.
Elaine nos miró a mí y a Ratón alternativamente y se mordió el labio.
—¿Por la ventana?
Mi corazón latía demasiado deprisa. No me gusta el fuego. No me gusta quemarme. Duele y es horrible.
—Puede que soportáramos la caída —dije al tiempo que me esforzaba por respirar a un ritmo lento—. Pero estamos en un edificio lleno de gente y ninguna de las alarmas o aspersores ha saltado. Alguien debe de haberlos bloqueado. Tenemos que advertir a los residentes.
La cabeza de Ratón se revolvió hacia atrás y me miró con intensidad durante un segundo. Luego trotó formando un pequeño círculo, sacudió la cabeza, emitió un par de sonidos disonantes y comenzó a hacer algo que no le había oído hacer desde que era un cachorrito que cabía en el bolsillo de mi guardapolvos.
Se puso a ladrar.
Era un ladrido alto, continuado. «¡Guau, guau, guau!» Con la regularidad mecánica de un metrónomo.
El hecho de que estuviera ladrando daba idea de la naturaleza del asunto, pero no representaba su escala. Todo el mundo en Chicago sabe cómo suena una sirena de advertencia contra tormentas; se han hecho muy populares en los estados donde se producen tornados. Es el sonido típico de cualquier sirena. Sin embargo, una vez tuve un apartamento a treinta metros de una y puedo asegurar que el sonido adquiere un matiz totalmente diferente cuando estás cerca. No es solo un aullido estrepitoso, cuando estás tan cerca de la fuente es como una inundación, una sólida, viva y sónica cascada que te remueve el cerebro dentro de la cabeza.
Pues bien, el ladrido de Ratón era igual pero a lo bestia. Cada vez que ladraba, lo juro, se me tensaban distintos músculos del cuerpo y temblaban como si les hubieran inyectado un chute de adrenalina. No podría dormir ni con la mitad de ese jaleo, ni siquiera sin las extrañas y pequeñas sacudidas de energía que me apaleaban como cargas de energía independientes en cada ladrido. El ruido era ensordecedor en el pequeño apartamento, casi tan alto como el fuego de varias ametralladoras. Ratón ladró doce dolorosas veces antes de callarse. Después, en el repentino silencio que siguió, me pitaban los oídos.
A los pocos segundos, comencé a oír golpes secos en el piso de arriba: pies descalzos bajando de camas y aterrizando con fuerza en el suelo, casi al unísono; un sonido más propio de un cuartel que de otra cosa. Alguien gritó en el apartamento contiguo al de Anna. Otros perros ladraban. Lloraban niños. Se abrían puertas.
Ratón se volvió a sentar; inclinaba la cabeza a un lado y al otro, moviendo las orejas con cada sonido.
—Demonios, Harry —susurró Elaine con los ojos abiertos de par en par—. ¿De verdad es…? ¿Dónde has conseguido un verdadero perro del templo?
—Oh, en un lugar parecido a este, ahora que lo dices. —Acaricié a Ratón y dije—: Buen perro.
Ratón movió la cola y sonrió con el cumplido.
Abrí la puerta con la mano que no sostenía la pistola y eché un vistazo rápido al pasillo. Las luces de algunas linternas aparecían y barrían el lugar desde distintas zonas. Cada una de ellas producía un intenso halo de luz en la espesa cortina de humo. La gente no paraba de gritar.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sacad a todo el mundo!
El pasillo era un caos. No identifiqué a nadie como una amenaza potencial, pero lo normal es que si yo no podía reparar en él, o ella, entre semejante confusión de cientos de personas escapando del edificio, ellos en mí tampoco.
—Anna, ¿dónde está la escalera de incendios?
—Por ahí, hacia donde está corriendo todo el mundo —dijo Anna—. A la derecha.
—Derecha —repetí—. De acuerdo, este es el plan. Vamos a seguir a toda esta gente inflamable fuera del edificio antes de arder hasta morir.
—Quienquiera que haya hecho esto, estará esperándonos fuera —advirtió Elaine.
—Y ese ya no es un lugar muy discreto para asesinar a nadie —dije—. Aun así, tendremos cuidado. Ratón y yo iremos primero. Detrás de nosotros, Anna; y después Elaine, cubriendo la retaguardia.
—¿Escudos? —me preguntó.
—Sí. ¿Puedes hacer tu mitad?
Enarcó una ceja.
—Por supuesto —repuso ofendida.
—¡En qué estaría yo pensando! —Cogí la correa de Ratón en una mano y miré mi bastón—. Trabajaremos en esto bajo el sistema de honor. —Ratón abrió la boca con tranquilidad y sostuvo su propia correa. Tomé el bastón en mi mano derecha y, con la izquierda, guardé la pistola en el bolsillo para ocultarla—. Bien. Ratón.
Ratón y yo salimos al pasillo, con Anna pisándonos los talones. Huimos; no soy lo bastante hombre como para negarlo. Salimos por patas. Nos retiramos. Ahuecamos el ala. Los edificios en llamas son terribles. Lo sé con conocimiento de causa.
De todos modos, era la primera vez que estaba en uno tan concurrido y esperaba más pánico del que sentí a mi alrededor. Tal vez fue la forma con la que Ratón despertó a todo el mundo. No vi a nadie trastabillado o con aspecto de haber despertado recientemente de un sueño profundo. Todo el mundo tenía los ojos brillantes y el rabo hacia arriba, metafóricamente hablando, y, aunque estaban visiblemente asustados, el miedo estaba contribuyendo a la evacuación, no estorbándola.
El humo ganaba densidad a medida que bajábamos los tramos de escalera. Empezaba a resultar difícil respirar, de hecho, estaba comenzando a ahogarme. Me entró el pánico. Es el humo lo que mata a la gente mucho antes de que el fuego los alcance. Sin embargo, no quedaba otra alternativa que seguir adelante.
Atravesamos el humo. El fuego se había originado tres plantas por debajo del apartamento de Anna, y la puerta de incendios de aquella planta estaba arrancada de sus goznes. Un espeso humo negro avanzaba por el aire desde el pasillo. Habíamos dejado atrás el fuego, pero había cuatro pisos encima de nosotros y el humo estaba subiendo por las escaleras como en una enorme chimenea. La gente sobre nosotros quedaría cegada por él, serían incapaces de respirar, y solo Dios sabe lo que les pasaría.
—¡Elaine! —dije medio asfixiado.
—¡Ya! —exclamó tosiendo. Entonces, se colocó junto a la puerta mientras el humo negro trataba de rodearla. Extendió la mano derecha en un gesto que de alguna manera parecía imperioso, y el humo desapareció de repente.
Bueno, no exactamente. Había un vago halo de luz sobre el umbral y, al otro lado, el humo se turbaba y se deformaba como si se topara con una lámina de cristal. La acústica de las escaleras se alteró, el rugido del fuego enmudeció de repente y el sonido de pasos y gente jadeando subió de volumen.
Elaine examinó la zona sobre la puerta durante un momento, asintió una sola vez y se volvió ágilmente para alcanzarnos, con aire profesional.
—¿Tienes que quedarte para que pase la gente? —le pregunté. Ratón apoyó la cabeza en mis piernas; estaba asustado y quería abandonar el edificio.
Elaine levantó una mano para pedir silencio.
—No. Es permeable para los seres vivos. Me estoy concentrando. Tenemos un minuto, tal vez dos.
¿Permeable? Vaya. Yo no hubiera podido hacer una cosa así sobre la marcha. En cualquier caso, Elaine siempre fue más hábil con las cosas complicadas.
—De acuerdo —dije. La tomé de la mano, se la coloqué en el hombro de Anna y dije—: Adelante, vamos.
A aquello siguieron escaleras, haces de linternas, ecos de voces y pasos. Corrí. No porque fuera bueno para mí, que lo era, sino porque quiero ser capaz de correr cuando algo me está persiguiendo. Me hizo un bien limitado, teniendo en cuenta que me pasé la mitad del tiempo tosiendo por culpa del humo que había quedado, pero al menos tuve suficiente presencia de ánimo para vigilar a Anna y a la distraída Elaine, al tiempo que tenía cuidado de no tropezarme con Ratón o evitar que me atropellaran por detrás.
Cuando llegamos a la segunda planta, preparé mi escudo.
—¡Elaine! —exclamé por encima del hombro.
Jadeó mientras inclinaba la cabeza hacia delante. Se tropezó y tuvo que aferrarse a la barandilla de las escaleras. Anna se movió enseguida para apoyarla y mantenerla en movimiento. Se produjo el sonido de un crujido encima de nosotros y varios gritos de terror descendieron por las escaleras.
—Moveos, moveos —les dije—. Elaine, ten preparado el escudo.
Asintió y giró un sencillo anillo de plata que llevaba en el dedo índice, revelando un escudo en forma de cometa no muy diferente a mis propios encantamientos.
Bajamos el último tramo de escaleras y llegamos a la puerta que daba a la calle.
Fuera no estaba oscuro. Aunque la farola más próxima al edificio estaba apagada, el resto de las que había en la calle funcionaban a la perfección. Además, también estaba el fuego del apartamento. No es que fuera cegador, se veía solo en las ventanas, que, si estaban abiertas o rotas, despedían humo negro. Así que la calle estaba lo suficientemente iluminada.
La gente salía del edificio como podía, tosiendo y jadeando. Alguien de fuera del edificio (o alguien con un teléfono móvil) había debido de llamar a los bomberos porque un impresionante número de vehículos de emergencias se estaba acercando. Casi todos los vecinos desfilaban hacia el otro lado de la calle, llegaban a una distancia que parecía segura y se daban la vuelta para mirar sus hogares. Algunos de ellos, como una mujer con un tipazo, en bata de satén y con unas uñas postizas de quince centímetros, habían debido de salir de la cama a toda prisa y no habían tenido tiempo de elegir la ropa apropiada. Al joven que iba con ella, ataviado con una sábana de seda roja amarrada a la cintura, se le veía comprensiblemente frustrado.
Pero solo yo lo noté ya que, como soy un investigador profesional, estoy entrenado para ser un aguzado observador.
Por eso, al mirar a mi alrededor para comprobar si las sábanas de seda roja y los tacones de aguja eran una nueva moda (por si alguna vez necesitaba algo de eso), vi al hombre alto con la capa gris.
Casi no se le veía, por el efecto de los faros de los camiones de bomberos que bajaban por la calle hacia nosotros, pero vi perfectamente el movimiento de la capa. Se dio la vuelta, como si hubiera percibido mi atención. Me fue imposible identificarlo por su silueta.
Supongo que él no lo entendió así. Se quedó congelado durante un segundo, de frente a mí, y luego se giró y salió corriendo a toda velocidad hasta doblar la esquina.
—¡Ratón! —espeté—. ¡Quédate con Anna!
Entonces salí detrás de Capa Gris.