Capítulo 22
Grité con todas mis fuerzas con la intención de intimidar a Madrigal para que fallara el tiro, no porque estuviera aterrorizado. Mientras descargaba mi iniciativa sónica, me agaché para cubrirme. Para un ojo desentrenado, hubiera parecido que estaba cubriéndome la cabeza con el guardapolvos, pero en realidad se trataba de un elaborado plan maestro para sobrevivir a los próximos tres o cuatro segundos.
Madrigal Raith era el primo de Thomas, y su constitución era similar: delgado, pelo oscuro, pálido y guapo, aunque no tanto como mi hermano. Por desgracia, era tan engañosamente fuerte y veloz como él, y si podía disparar la mitad de bien, no existía ninguna posibilidad de que fallara, al menos a aquella distancia.
Y no falló.
Los conjuros que había desplegado sobre mi guardapolvos me habían sido de ayuda en más de una ocasión. Habían detenido garras, uñas y colmillos, y una vez evitaron que un cristal roto me partiera por la mitad. Aquella prenda había conseguido reducir el impacto de distintos objetos punzantes que habían querido clavarme y, en general, me había salvado la vida siempre que me había expuesto a todo tipo de daños corporales potencialmente dolorosos. No obstante, no había diseñado el abrigo para soportar una cosa como aquella.
Hay una enorme diferencia entre las armas y la munición empleadas por un criminal cualquiera de Chicago y el armamento del ejército. Las balas militares, recubiertas totalmente de metal, no se deforman ni se aplastan tan fácilmente como las balas de una sola capa. Se trata de proyectiles pesados que se desplazan mucho más rápido que los de las pequeñas armas de un civil, y su peso se equilibra con una punta capaz de perforar chalecos antibalas. Todo aquello significaba que, aunque los proyectiles militares no se fracturaban por el impacto y no causaban daños terribles en el cuerpo humano, sí atravesaban todo lo que encontraban a su paso. Los chalecos antibalas, por avanzados que sean, tienen una funcionalidad muy limitada contra un fuego militar bien dirigido, sobre todo si este se realiza a tres metros de distancia.
Los disparos no me alcanzaron como una serie de impactos separados, tal como yo esperaba, sino que se produjo una tremenda explosión de ruido, presión y dolor. Todo empezó a girar a mi alrededor; salí volando sobre el hielo fracturado, dando vueltas en el aire. El sol encontró un resquicio entre el humo y me dio de lleno en los ojos. El resplandor de luz fue una agonía infernal; sentí que me invadía una nauseabunda ola de mareantes sensaciones. De repente me sentí débil, exhausto, y, aunque sabía que debería estar haciendo algo, no podía recordar de qué se trataba.
Si la maldita luz no me quemara los ojos de aquella manera…
—No sería para tanto —le gruñí a Ramírez. Alcé una mano para protegerme los ojos del sol de Nuevo México—. Es como si alguien me clavara agujas en los ojos todas las mañanas.
Ramírez, vestido con unos pantalones militares, camiseta suelta de algodón, un sombrero australiano caqui doblado hacia un lado y unas gafas de sol anchas, sacudió la cabeza con su habitual sonrisa chulesca.
—Por el amor de Dios. ¿Por qué no te has traído unas gafas de sol?
—No me gusta ponerme nada en los ojos, me molesta —dije.
—¿Y no te molesta más quedarte ciego? —replicó Ramírez.
Bajé la mano a medida que mis ojos se ajustaban a la luz; entornarlos me hacía más fácil soportar la claridad.
—¿Te quieres callar ya, Carlos?
—¿Quién es mi mago gruñón mañanero? —me preguntó Carlos en el mismo tono que uno reserva para su mascota favorita.
—Espera que pasen un par de años y todas esas cervezas nocturnas te darán dolor de cabeza a ti también, niñato. —Refunfuñé algo y luego sacudí la cabeza y me recompuse para adoptar la actitud que uno espera de un mago maestro; es decir, dejé de quejarme y me conformé con la mueca de disgusto—. ¿Con quién podemos contar?
Ramírez sacó una pequeña libreta del bolsillo y la abrió.
—El dúo del terror —respondió—. Los gemelos Trailman.
—Estás de broma, tienen doce años.
—Dieciséis —me contradijo Thomas.
—Doce, dieciséis… —Tanto daba—. Son bebés.
La sonrisa de Ramírez se desvaneció.
—No tienen tiempo de ser bebés, tío. Tienen el don de la evocación. Los necesitamos.
—Dieciséis —murmuré—. Demonios. De acuerdo, desayunemos algo antes.
Fui a desayunar con Ramírez. El lugar elegido por la capitana Luccio para entrenar a los jóvenes centinelas fue una vez una ciudad minera, construida alrededor de una veta de cobre que se agotó tras un año o dos de extracción. Estaba bastante alto, en las montañas, y aunque nos hallábamos a menos de ciento cincuenta kilómetros de Albuquerque, bien podría decirse que aquello era la superficie de la luna. Las únicas muestras de humanidad en quince o veinte kilómetros a la redonda éramos nosotros, los restos de la derruida ciudad y la mina montaña arriba.
Ramírez y yo habíamos presionado para llamarlo campamento Kabum, teniendo en cuenta que era una ciudad minera y que enseñábamos magia que tenía bastantes explosiones, pero Luccio no quiso que fuera así. Sin embargo, cuando los chicos lo oyeron al final del segundo día allí, el campamento Kabum se ganó aquel apelativo a pesar de la desaprobación de los poderes fácticos.
Los cuarenta y tantos aprendices tenían sus tiendas clavadas entre los muros de una iglesia que alguien había construido en un intento por aportar algo de estabilidad al caos general de las ciudades mineras del Viejo Oeste. Luccio se hospedaba con ellos, pero Ramírez, yo y otros dos jóvenes centinelas que estábamos ayudando en la enseñanza nos acomodamos en los restos de un antiguo bar, burdel o ambas cosas. Dábamos clase durante todo el día y parte de la noche, y, cuando refrescaba y los alumnos estaban durmiendo, jugábamos al póquer y bebíamos cerveza. Si me apetecía, incluso tocaba la guitarra.
Ramírez y sus adláteres se levantaban al día siguiente tan frescos como una lechuga, como si hubieran dormido toda la noche. Eran unos gallitos. El desayuno lo servían los alumnos cada mañana, con la ayuda de varias parrillas portátiles y mesas desplegables situadas cerca de un pozo del que todavía salía agua fresca si se le imprimía la suficiente fuerza a la vieja bomba. El desayuno consistía en un cuenco de cereales y poco más, aunque por suerte había café, la única cosa que me permitía sobrevivir sin matar a nadie. El desayuno me concedía un tiempo precioso para poder superar mis malhumorados despertares antes de empezar a relacionarme con nadie.
Cogí mis cereales, una manzana y una gran taza de sagrado moca, caminé hacia un lugar apartado y me senté en una roca, bajo la cegadora luz de la mañana en las desérticas montañas. La capitana Luccio se sentó a mi lado.
—Buenos días —dijo. Luccio era uno de los magos del Consejo Blanco, contaba con dos siglos de edad y era uno de sus miembros más peligrosos. Aunque no lo parecía; su aspecto era el de una chica más joven que Ramírez, con el pelo largo, castaño y rizado, una cara dulce y bonita y unos hoyuelos arrebatadores. Cuando la conocí era una esbelta dama de piel arrugada y pelo grisáceo, pero un mago negro llamado el habitacadáveres la venció en un duelo. El habitacadáveres, por aquel entonces en el cuerpo de Luccio, dejó que ella le atravesara con un arma. En ese momento, el mago negro hizo lo que mejor sabía y cambió sendas mentes de cuerpo.
Logré darme cuenta antes de que el habitacadáveres tuviera tiempo de aprovecharse de la credibilidad de Luccio, pero tras meterle una bala en la cabeza, no hubo manera de que Luccio recuperara su cuerpo original. Quedó atrapada en aquel joven y bonito envoltorio. Por mi culpa. A partir de entonces dejó de participar en los combates y delegó sus tareas en su segundo, Morgan, mientras ella se encargaba del campamento de instrucción de los nuevos centinelas, donde les enseñaba a matar cosas antes de que las cosas los mataran a ellos.
—Buenos días —contesté.
—Llegó una carta para ti esta mañana —dijo al tiempo que la sacaba del bolsillo.
La cogí, miré el sobre y la abrí.
—Uh.
—¿De quién es? —inquirió con el tono de alguien que pregunta por preguntar, para dar conversación.
—Centinela Yoshimo —dije—. Le hice varias preguntas sobre su árbol genealógico para ver si tiene parentesco con un hombre que conozco.
—¿Y es así? —preguntó Luccio.
—Lejanamente —dije mientras leía—. Interesante. —Como respuesta a su educado sonido interrogante, agregué—: Mi amigo es un descendiente de Sho Tai.
—Me temo que no sé quién es —confesó Luccio.
—Era el rey de Okinawa —respondí ceñudo, pensando—. Apuesto a que significa algo.
—¿Significa algo?
Miré a la capitana Luccio y sacudí la cabeza.
—Lo siento, es uno de mis proyectos, algo sobre lo que siento curiosidad. —Sacudí la cabeza, doblé la carta de Yoshimo y me la guardé en el bolsillo de los pantalones—. No es relevante para nuestro cometido de enseñarles magia de combate a los aprendices, así que debería tener la cabeza en esto, no en otros proyectos.
—Ah —dijo Luccio sin insistir en conocer los detalles—. Dresden, hay algo de lo que llevo tiempo queriendo hablar contigo.
Gruñí interrogante.
Levantó las cejas.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué no tienes una espada?
Los centinelas portaban una espada de plata siempre que había una batalla. Las había visto desplegar magias complejas y poderosas a la orden de sus portadores, lo cual era una gran ventaja al enfrentarse a alguien que utiliza la magia como arma.
—No —contesté, y le di un sorbo al café—. De hecho, nunca me lo he preguntado. Asumí que no confiabais plenamente en mí.
Me miró atenta.
—Ya veo —dijo—. No, no es eso. Si no confiara en ti, ten por seguro que no permitiría que siguieras llevando la capa.
—¿Y hay algo que pueda hacer para que no confíe en mí? —pregunté—. Porque no quiero llevar la capa, sin ánimo de ofender.
—No me ofendo. Te necesitamos, así que seguirás con la capa.
—Mierda.
Sonrió un poco. La expresión tenía demasiado peso y sutileza en un rostro tan joven.
—El hecho es que las espadas que usan los centinelas han de ser diseñadas específicamente para cada uno de ellos, de manera individual. Eran artículos de mi creación… pero yo ya no soy capaz de crearlas.
Fruncí el ceño y bebí algo más de café.
—Porque… —La señalé vagamente.
Asintió.
—Este cuerpo no posee el mismo potencial y las mismas aptitudes para la magia que el que era mío. Recobrar mis antiguas habilidades será difícil y no sucederá pronto. —Se encogió de hombros desplegando una expresión neutral, pero me dio la sensación de que estaba ocultando mucha frustración y amargura—. Hasta que alguien sea capaz de adaptar mi diseño a sus propios talentos o hasta que yo misma me controle, me temo que no se forjarán más espadas.
Mastiqué los cereales y bebí algo de café antes de hablar.
—Debe de ser duro para usted. Un cuerpo nuevo. Un gran cambio tras pasar tanto tiempo en el antiguo.
Parpadeó y me lanzó una fugaz mirada con los ojos muy abiertos.
—Yo… sí, lo es.
—¿Y cómo lo lleva?
Miró los cereales, pensativa.
—Dolores de cabeza —respondió—. Recuerdos que no son míos; creo que pertenecen a la poseedora original de este cuerpo. Me vienen sobre todo en sueños. Se hace difícil dormir. —Suspiró—. Y, por supuesto, hacía ciento cuarenta años que no tenía deseos sexuales o un ciclo menstrual.
Tragué los cereales con cuidado de no atragantarme con ellos.
—Suena eh… extraño. Y desagradable.
—Mucho —dijo en un tono de voz calmado. Entonces, sus mejillas se sonrojaron—. Gracias por preguntar. —Respiró hondo, exhaló el aire y se levantó, de nuevo con su pose seria—. En cualquier caso, creí que te debía una explicación.
—No era necesario —dije—. Pero gra…
La estrepitosa repetición de armas automáticas cortó el aire bañado en rocío de la mañana.
Luccio ya estaba corriendo a toda velocidad antes de que yo levantara el culo de la roca. Y no es que yo fuera lento. He estado metido en suficientes líos como para no quedarme congelado ante la aparición de violencia y muerte. La capitana Luccio, sin embargo, había estado en muchos más que yo. Mientras corríamos, no paraba de oírse el continuo traqueteo de las armas de fuego, los gritos y, acto seguido, un par de explosiones descomunales y un aullido inhumano. Alcancé a la capitana de los centinelas cuando teníamos a la vista la zona de desayuno. Dejé que ella asumiera el mando.
Soy caballeroso, no estúpido.
Toda la zona estaba destrozada. La sangre y los cereales se esparcían por el suelo rocoso junto con las mesas. Vi a dos chicos en el suelo; uno gritaba, otro yacía en posición fetal, temblando. Otros estaban en el suelo con la cara pegada a la tierra. A unos treinta metros de allí, en las ruinas de lo que había sido la casa del herrero, la única pared de ladrillos aún en pie tenía un enorme boquete; el resto, simplemente había desaparecido, probablemente a causa de aquellas descargas verdes y silenciosas que tanto le gustaban a Ramírez. Vi un casquillo de armamento pesado en el suelo, separado limpiamente de la punta por treinta centímetros. Lo que lo sostenía se había evaporado junto con los ladrillos de la pared.
La cabeza de Ramírez asomó por el agujero. Le caía un fluido marrón oscuro por un lado de la cara.
—¡Capitana, agáchese!
Las balas pasaron treinta centímetros a la derecha de Luccio con un desfase sonoro de medio segundo. Silbaron de manera audible tras levantar el polvo del terreno.
Luccio no se conmovió ni aminoró el paso. Levantó la mano derecha con los dedos extendidos. Ni siquiera vi lo que había hecho, pero, en el espacio que había entre nosotros y la pendiente de la montaña, surgió una neblina acuosa.
—¿Dónde? —gritó.
—¡Tengo aquí a dos necrófagos heridos! —gritó Ramírez—. ¡Hay dos más montaña arriba, a unos cien metros!
Mientras hablaba, uno de los otros centinelas salió de detrás del muro roto, apuntó su bastón montaña arriba y escupió una palabra que sonaba violenta. Se produjo un leve murmullo, un repentino destello, y un relámpago blanquiazul ascendió la falda de la montaña en dirección a los disparos, impactó en una roca con un rugido y la hizo gravilla. La visión era difícil a través de la neblina conjurada por Luccio.
—¡Cuidado! —gritó Ramírez—. ¡Han dado a dos de los chicos!
El otro centinela lo miró aterrado y, acto seguido, saltó para ponerse a cubierto cuando sobrevinieron más disparos desde la montaña. Soltó un gritó con los dientes apretados y se agarró la pierna. No muy lejos de él, uno de los chicos jadeaba tocándose la mejilla.
—Maldita sea —refunfuñó Luccio, y derrapó en la tierra un momento antes de detenerse y alzar la otra mano. La neblina se convirtió en una onda brumosa de colores que asemejó la montaña a una especie de enorme lámpara de lava desértica.
Sonaron disparos aislados; parecía que el atacante disparaba hacia la neblina sin ton ni son. Con cada estruendo, los alumnos se encogían y jadeaban.
—¡Chicos, quedaos en el suelo! —vociferó Luccio—. Quedaos quietos. No reveléis vuestra posición por hacer ruido o moveros.
Varias balas impactaron en el suelo junto a sus pies mientras hablaba, pero no movió un músculo, a pesar de que su rostro estaba bañado en sudor por la tensión de mantener el amplio hechizo de oscurecimiento.
—Dresden —dijo entre dientes—, solo una de esas cosas está disparándonos. Nos está entreteniendo mientras el otro escapa con los rehenes. Nuestra prioridad debe ser protegerlos, no podemos ayudar a los heridos si nos están disparando.
—Mantenga la neblina para que sigan ocultos —dije, atrayendo un disparo y un salpicón de tierra hacia mí. Me hice a un lado—. El francotirador es mío.
Asintió, aunque en sus ojos se veía una pizca de orgullo herido.
—Harry, no podré aguantar mucho —admitió.
Le hice un gesto tranquilizador y, después, activé mi vista.
Enseguida pude ver con total claridad a través de la potente neblina de Luccio, como si nunca hubiera existido. Vislumbré la falda de la montaña con todo detalle a pesar de que, por momentos, estaba un poco borrosa; los detalles que proporcionaba mi vista y los restos de magia que habían permanecido allí la enturbiaban un poco. Eso incluía docenas de huellas de los últimos días y cientos de fotogramas fantasmales, imágenes particularmente emocionales que quedaron impresas en la zona durante su época de esplendor. Vi el lugar donde la chica que ahora yacía temblando en el suelo con una bala en el cuerpo había invocado fuego primitivo por primera vez, cerca de una marca quemada en el suelo. Vi el lugar donde un hombre canoso, adicto al opio y arruinado, se había pegado un tiro hace más de cien años y donde su sombra permanecía por las noches, dejando huellas frescas a su paso.
Y vi la pequeña nube enhebrada de oscuridad que formaba la energía inhumana del necrófago atacante, acalorado por las emociones de la batalla.
Marqué la ubicación del demonio necrófago, bajé la vista y me lancé a una carrera mortal, saltando por la pendiente y rebotando de roca en roca en un trazado oscilante. Es condenadamente difícil alcanzar un objetivo de esa manera, no importaba que se estuviera acercando o contara con la niebla de Luccio para cubrirme, no quería recibir un disparo, si es que podía evitarlo. Era difícil avanzar, el terreno era cuesta arriba, difícil. Sin embargo, todavía no era una hora calurosa y yo estaba habituado a correr, si bien es cierto que lo hacía para tener mejores opciones de huir de los malos, no para lanzarme hacia ellos.
Se oyeron más disparos, pero ninguno parecía cercano. Mantuve la vista fija en el punto de la ladera desde donde el necrófago estaba disparando, seguramente a cubierto. No se veía nada a través de la bruma pero, en cuanto empezara a despejarse, el necrófago sería un claro objetivo, ya fuera porque yo la atravesara o porque la energía de Luccio vacilara y el hechizo cayera. Tenía que acercarme. No tenía la vara ni el bastón y, sin su ayuda para enfocar mi magia, se reducía drásticamente la distancia y la precisión con la que podía usar cualquier hechizo contra el necrófago. Por esa razón, tenía que acercarme para intentarlo con garantías. No podía usar mi escudo para detener las balas al mismo tiempo que atacaba; el necrófago tenía que ser eliminado con rapidez. Disponía de un solo tiro y, si lo fallaba, me convertiría en un blanco fácil.
Corrí mientras observaba y comenzaba a reunir el poder que le arrojaría al necrófago.
La neblina se aclaró abruptamente cuando salté por encima de un tramo de maleza.
El necrófago estaba agazapado tras una roca, veinte metros montaña arriba. Su rostro tenía una apariencia casi humana; después de todo, estaba empleando un maldito Kaláshnikov, un arma humana. Gracias a Dios. El arma era dura y útil, pero no era exactamente la mejor opción para un francotirador. Si hubiera utilizado un arma más precisa, probablemente habría causado mucho más daño.
Avancé por un lado mientras el necrófago escudriñaba con esfuerzo por la mirilla del rifle, así que yo solo era un destello de movimiento en la periferia de su enfoque. Tardó un segundo en reconocer la amenaza y girar el arma hacia mí.
Me sobró tiempo. Extendí la mano e invoqué mi voluntad.
—¡Fuego! —gruñí.
Y fuego fue lo que salió de mi mano derecha. No un haz estrecho, sino un chorro de energía fuertemente concentrado; un rugiente flujo que se derramaba de mis manos como el agua de una manguera de jardín. Era mucho, mucho más de lo que había previsto. El fuego alcanzó al necrófago y a todo lo que había en un radio de seis metros, si bien afectó más a la zona ascendente del terreno. El rugido de las llamas dio paso a un grito horrible y, posteriormente, a un prolongado silencio envuelto en humo negro. Una brisa leve, heraldo de la llegada del calor diurno, dispersó el humo durante un momento.
El necrófago, ahora en su verdadera forma, yacía tendido sobre la tierra quemada. Había ardido hasta quedar en poco más que un esqueleto terriblemente ennegrecido, aunque una pierna conservaba músculo suficiente como para continuar teniendo espasmos y temblores. Incluso entonces, la criatura no estaba del todo muerta. No me sorprendió. Según mi experiencia, los demonios nunca habían hecho nada que no fuera asqueroso. No había razones para esperar que murieran limpiamente.
Cuando estuve seguro de que no vendrían refuerzos, examiné la ladera de la montaña en busca de cualquier otro signo de movimiento, pero no encontré nada. Luego me di la vuelta y me apresuré a regresar por la pendiente hacia el campamento.
Luccio estaba ocupada tratando a los heridos. Tres habían sido alcanzados por disparos y varios otros, entre ellos uno de los centinelas adultos, habían sido heridos por fragmentos de roca o esquirlas provenientes de las mesas y sillas plegables.
Ramírez vino a toda prisa a mi encuentro.
—¿Te lo has cargado? —Sus ojos miraban detrás de mí, hacia la enorme área ennegrecida por el humo y a la media docena de montones de maleza que todavía ardían. Se contestó a sí mismo—: Sí, supongo que sí.
—Supongo —convine—. ¿Has dicho que tenían a dos de los chicos?
Asintió con gesto sombrío.
—El dúo del terror. Subieron la pendiente en busca de un lugar para practicar sus lecciones. Querían presumir, imagino.
—Dieciséis años —murmuré—. Dios mío.
Ramírez hizo una mueca.
—Estaba gritándoles que volvieran cuando los necrófagos salieron de entre los arbustos y los derribaron, y los tres gilipollas que se habían colado en la vieja herrería abrieron la puerta.
—¿Cómo se te da seguir un rastro? —le pregunté.
—Creía que a todos los anglos os enseñaban esa mierda de los boy scout. Yo crecí en Los Ángeles.
Solté un suspiro, tratando de pensar a toda velocidad.
—Luccio está ocupada. Pedirá ayuda para los heridos. Quedamos tú y yo para ir a por los gemelos.
—Eso haremos —accedió—. ¿Cómo?
—¿Tienes prisioneros?
—Los dos que no he reventado, sí.
—Les preguntaremos.
—¿Crees que traicionarán a su colega?
—¿Si creen que eso salvará sus vidas? —pregunté—. Al instante. Tal vez antes.
—Sabandijas —murmuró Ramírez.
—Son lo que son, tío —dije—. No sirve de nada odiarlos por ello. Solo alégrate de que podamos usar su naturaleza en nuestro beneficio. Vamos.