CAPÍTULO 2

Estacionó el auto frente al edificio de departamentos donde vivía Cristina. Estaba inusualmente alegre, sentía que había llegado hasta allí sin historia. Planeaba un encuentro nuevo, una nueva propuesta: una pareja estructurada en función del mutuo crecimiento. Sonaba maravilloso. Se miró en el espejo retrovisor y ensayó su mejor sonrisa, luego bajó del auto y al llegar al portero eléctrico tocó el 4.º A.

—¿Sí?… —atendió Cristina.

—Soy yo —dijo Roberto.

—Bajo —dijo ella.

Roberto se apoyó sobre el marco de la puerta y desenfocó la mirada hacia la calle; los autos pasaban, algunos aceleraban adelantándose a los que, por el contrario, se desplazaban a paso de hombre. Unos y otros se detenían en el semáforo de la esquina. Se le ocurrió pensar que así era su vida, muchísimos hechos pasando desenfocados, algunos increíblemente rápidos, otros demasiado lentos, pero todos pasando y pasando en incansable caravana.

«Qué tonto sería que un hecho se quedara detenido, en mitad del camino, interrumpiendo el paso de los que siguen —pensó—, y sin embargo, a veces, mi vida se parece mucho a un gran atascamiento…».

Cristina tardaba demasiado.

«Me lo hace a propósito —pensó—, se está haciendo la interesante». Empezó a irritarse.

«La puta madre, yo vengo con la mejor onda y ella me…».

Se interrumpió. «Qué me pasa a mí —recordó—, por qué me irrita tanto estar esperándola. Por qué me irrita tanto esperar. También me molesta esperar al cliente que no llama… y la respuesta de un mensaje… y a que me atiendan en un bar… y a que se encienda la computadora. Me molesta esperar… —y siguió— ¿qué me pasa que me molesta esperar?».

Siempre le había fastidiado la sensación de estar perdiendo el tiempo. Recordó al mercader del Principito, vendía pastillas para no tener que perder tiempo tomando agua. Uno podía ahorrar hasta 20 minutos en una semana, promocionaba el mercader. Y el principito había pensado: «Si yo tuviera 20 minutos libres, los usaría para caminar lentamente hacia una fuente.

Perdiendo el tiempo… —se dijo—. ¿Cómo se puede perder lo que no se posee? ¿Cómo se puede conservar lo que no es posible retener?».

«Si pudiera elegir… ¿Qué querría hacer si dispusiera de 20 minutos de más?».

Sonrió.

«Sería muy buena inversión usarlos en esperar el encuentro con la persona amada».

Reacomodó su espalda contra la pared y siguió mirando la calle. Vio los autos que circulaban más espaciados; uno gris, otro azul y otro blanco, una camioneta marrón, una moto, un auto enormemente negro; y luego, por unos instantes, nada. De pronto, la calle vacía de autos. De pronto, su mente vacía de pensamientos. Se sintió sereno, y su sonrisa se extendió a cada músculo de su cara. Cristina tardó todavía algunos minutos más, quince… veinte…, quién sabe. Roberto no registraba el paso del tiempo, todo su universo estaba conformado por él, la calle y el descubrimiento del vacío. La voz de Cristina lo interrumpió.

—Aquí estoy.

—Hola —contestó Roberto intentando volver al mundo de lo tangible.

—Como siempre llegás tarde… —se justificó ella—  me puse a hacer otras cosas y entonces, cuando viniste temprano, no estaba lista.

Roberto ya sabía cómo seguía esta discusión.

—Yo no llegué temprano —habría dicho él— llegué a horario.

—En vos, querido —habría dicho ella—, llegar a horario es llegar temprano.

Y él habría contestado:

—¿Todavía que te tuve que esperar más  de media hora me querés echar la culpa a mí?

Cristina, fastidiada por quedar al descubierto, seguramente hubiera optado por el contraataque.

Mirá Roberto —siempre lo llamaba por su nombre cuando se enojaba—, con todas la veces que yo te esperé, podés esperar una vez y callarte la boquita.

Y todo hubiera seguido como siempre.

—Yo no dije nada, vos empezaste cuando quisiste «enchufarme» que tu tardanza se debía a mis llegadas tarde.

—Sí, empezaste con ese hola de mierda con que me recibiste. Y ese habría sido el comienzo del fin. Cristina habría continuado.

—Si me invitaste a salir para esto, te hubieras quedado en tu casa. Y Roberto hubiera cerrado con —tenés razón ¡Chau!

Ella habría subido murmurando algunas palabrotas y él habría dejado el auto allí estacionado para caminar algunas cuadras hasta dejar la mufa o hasta animarse —se diría— a terminar con esta relación; echándole la culpa a ella de su infelicidad y sabiendo que Cristina lo responsabilizaría de todo a él.

Pero esta vez no, esta vez era diferente. Estaba dispuesto a explorar hasta el final lo que había aprendido.

«Ella está defendiéndose, justificándose, agresiva, como protegiéndose de mi enojo», pensó. «Pero ¿qué me pasa a mí? ¿Estoy enojado? Absolutamente no», se contestó.

Quizás su «hola» había sonado a reproche, o acaso Cristina había bajado esperando el reproche y leyó como tal cualquier cosa que él dijera. En todo caso valdría la pena aclararlo.

—Tranquila Cristina —dijo—, está todo bien.

—No seas sarcástico —acusó ella.

—No lo estoy siendo —agregó Roberto—, la verdad es que estuve pensando algunas cosas y ni me di cuenta de tu tardanza.

—Te odio cuando tenés ese aire de superado —insistió Cristina buscando la pelea perdida—, además no te creo una palabra. ¿Así que yo tardé cuarenta y cinco minutos y vos ni si siquiera lo notaste…? ¡Ja!!

«Asombroso» —pensó Roberto y sonrió otra vez al recordar la sensación de la calle vacía dentro de él.

—Lamento que no me creas, Cristina —empezó a explicar—, pero la verdad es que no estoy enojado. En todo caso si tengo que decirte cómo estoy respecto de vos y de la tardanza, la palabra sería agradecido.

—¿Agradecido? —preguntó Cristina—. ¿Agradecido?

—Agradecido.

Roberto se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después la miró largamente mientras la sostenía con suavidad por los brazos.

—Valía la pena la tardanza —dijo Roberto—, estás hermosa.

Se abrazaron con ternura. Luego, él la tomó del hombro guiándola hacia el auto.

No se durmieron hasta las cinco de la mañana. La charla con Cristina fue muy interesante y trascendente. Leyeron juntos los dos emails de Laura y pasaron por alto las previsiblemente largas explicaciones sobre el origen de los textos. Cristina se mostró bastante escéptica respecto del contenido. Acordaba con muchas cosas pero tenía —dijo— algunos desacuerdos. Hablaron mucho sobre esos desacuerdos. Roberto se encontró siendo inusualmente respetuoso de las posturas de ella. Por un lado, Cristina decía que el planteo le parecía un consuelo para tontos.

—Esto de aliviarse porque lo que yo no tengo no lo tiene nadie me parece estúpido… Además —dijo— me parece demasiado «psicologismo» pensar nada más que en lo de uno. ¿Y si el otro realmente está equivocado? ¿Y si el otro está objetivamente actuando mal, dañinamente o agresivamente o inadecuadamente?… Por otro lado, ella sostenía que la propuesta partía de una idea conformista. Repitió dos o tres veces la frase «hagamos lo Posible» acentuando su crítica en «lo posible».

—¿Quién sabe qué es «lo posible»? ¿Por qué debería dejar de buscar mi compañero ideal para tener juntos una relación maravillosa? —concluyó.

Algunos comentarios de ella hicieron que Roberto se diera cuenta de sus propias contradicciones. Él siempre había vivido criticando a los que se conformaban sin luchar y, de alguna manera, el planteo, escuchado en boca de Cristina, se parecía a «resignarse a la mediocridad». «Tiene razón», pensó Roberto, y a diferencia de otras veces, se lo dijo.

—Tenés razón, no lo había pensado.

Esa frase fue la llave que abrió una puerta interior en Cristina. A partir de allí la Conversación se volvió más jugosa y más esclarecedora. Estuvieron de acuerdo en que ni el amor ni la pareja deben dañarse para salvar al otro. Acordaron que en su propia relación intentarían poner más el acento en mirar qué le pasaba a cada uno en todo momento.

—Es verdad —dijo Cristina—, por ejemplo anoche, cuando bajé, pensaba encontrarte enojado. Y en lugar de ver lo que me pasaba a mí, actué como si realmente me estuvieras reprochando la tardanza. Ahora puedo ver que en realidad era yo la que estaba enojada cuando te vi.

—Bueno —dijo Roberto—, ya fue.

—Valió la pena —dijo Cristina.

—Valió LA PENA —remarcó Roberto.

Esa noche hicieron el amor gloriosamente. Y a pesar de que Roberto sentía que nunca había estado tan en contacto con su propio placer, con sus propias sensaciones y ocupado en su propio orgasmo, le pareció que Cristina también había disfrutado del sexo más que otras veces.

Confirmó esa sensación cuando apagó el velador de su lado y vio cómo Cristina se incorporaba en la cama, lo miraba con una sonrisa y le decía esa frase, que en el folklore lúdico interno de esa pareja era señal de máxima aprobación:

—Muy bien Gómez… muy bien.

Roberto le devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo. Ella lo miró todavía una vez más y se dio vuelta, apagó la luz, se acurrucó en la cama cerca del cuerpo de él y cerró los ojos. Unos segundos después susurraba entredormida, como hablándose a sí misma:

—… muy bien.

Alrededor de las dos de la tarde, apenas sintió que estaba despierto, Roberto tanteó la cama buscándola pero no la encontró. Si bien Cristina le había avisado que al mediodía se iría al asado en casa de Adriana, Roberto se había dormido seguro de que ella dejaría plantada a su amiga, como tantas otras veces, y se quedaría con él. Se levantó bufando y con el mismo humor calentó el café que había quedado de la noche. Revolvió el renegrido líquido y hundió en el remolino del centro su sensación de conquista del paraíso. Ella se había ido. Ella prefería ese estúpido asado a un maravilloso reencuentro.

«¡Carajo!», masculló.

Tomó el café sin animarse a sentirle el gusto. ¿Qué diría Laura de todo esto? Encendió la computadora, buscó entre los mensajes recibidos y… ahí estaba.

Entonces ¿para qué estar en pareja? Usamos nuestros ojos para vernos y reconocernos. Podemos mirarnos las manos, los pies y el ombligo… Sin embargo, hay partes de nosotros que nunca nos hemos visto directamente, como nuestro rostro, tan importante e identificatorio que cuesta creer que nunca lo podremos percibir con nuestros propios ojos… Para conocer visualmente estas partes ocultas a nuestra mirada necesitamos un espejo. Del mismo modo, en nuestra personalidad, en nuestra manera de ser en el mundo, hay aspectos ocultos a nuestra percepción. Para verlos necesitamos, aquí también, un espejo… y el único espejo donde podríamos llegar a vernos es el otro. La mirada de otro me muestra lo que mis ojos no pueden ver. Así como sucede en la realidad física, la precisión de lo reflejado depende de la calidad del espejo y de la distancia desde donde me mire. Cuanto más preciso sea el espejo, más detallada y fiel será la imagen. Cuanto más cerca esté para mirar mi imagen reflejada, más clara será mi percepción de mí mismo. El mejor, el más preciso y cruel de los espejos, es la relación de pareja: único vínculo donde podrían reflejarse de cerca mis peores y mis mejores aspectos.

Los miembros de las parejas que nos consultan pierden mucho tiempo tratando de convencer al otro de que hace las cosas mal. La idea es que aprendan a pactar en lugar de transformarse en jueces o querer cambiar al otro. Si te muestro permanentemente tus errores, si vivo para mostrarte cómo deberías haber actuado, si me ocupo de señalarte la forma en que se hacen las cosas, quizás consiga (quizás), que te sientas un idiota, o peor, que te vayas de mi lado, o peor aún, que te quedes para aborrecerme. Quiero que me escuches con escucha verdadera, con la oreja que le ponemos al interés, al deseo, al amor. Si en verdad quiero ser escuchado, entonces debo aprender a hablarte de mí, de lo que yo necesito, y en todo caso, de lo que a mí me pasa con las actitudes que vos tenés. Esta sola modificación hará probablemente que te resulte mucho más fácil escucharme.

Gran parte del trabajo en la terapia de pareja consiste en ayudar a cada uno a estar siempre conectado con lo que le está pasando y no con hablar del otro. Es decir, utilizar los conflictos para ver qué me pasa a mí y para hablar de ello. La idea de esta terapia es ayudar a dos personas que se fueron cerrando para que puedan abrirse. Generalmente llegan llenos de resentimientos, de cosas no expresadas, y la tarea del terapeuta es ayudarlos a soltarse, a decir lo que tienen miedo de decir, a mostrar su dolor.

¿Cómo ayudar a que dos personas vuelvan a abrirse, a mostrarse, a confiar? Básicamente generando un clima de apertura en el consultorio, ayudándolos a aflojarse, a mostrar sus necesidades.

Uno de los objetivos de la terapia es que el encuentro se produzca. Es verdad que un encuentro no puede forzarse, se da o no se da, pero hay actitudes específicas que ayudan. Lo que hacemos los terapeutas es observar qué hace cada uno de los integrantes de la pareja para evitar el encuentro, con la idea de mostrarles cómo lo impide cada uno. La manera de no impedir el encuentro es estar presente, en contacto con lo que me va pasando. Lo mismo en cuanto a mi pareja; ver qué está necesitando, cuál es su dolor.

Vemos otra vez cómo los conflictos son una oportunidad para descubrirme, conocerme, estar en contacto con lo que me pasa y aprender de ello.

Las parejas consultan porque están haciendo lo opuesto. Cada vez que el vínculo entra en conflicto, cada uno comienza a interpretar al otro, a decirle lo que tiene que hacer, a responsabilizarlo de lo indeseable. Es norma que este esfuerzo culpógeno, la mayoría de las veces, no sirve para nada, y las demás veces…, termina por arruinar todo.

La propuesta que hacemos no es novedosa pero sí fundamental: Recuperar la responsabilidad de la propia vida.

En la práctica, que el que trae la queja de la situación sea capaz de contestarse a la pregunta: ¿Qué hago yo para que la situación se dé como se está dando? Esto NO quiere decir que se haga único responsable de la situación, pero lo ayuda a revisar sus actitudes. ¿Qué otra cosa podría hacer para generar algo que resultara mejor?

Aquel de los dos que se quede «enganchado» en que el otro es el culpable y se sienta la víctima de las circunstancias, no evolucionará, se quedará estancado y frenará la evolución de la pareja.

Es responsabilidad de los terapeutas ayudar a los miembros de una pareja a dejar de jugar el juego de «pobrecito yo», para revisar qué otras posibilidades tienen, para encontrarle a la situación una salida creativa. Ayudarlos a usar el conflicto para ver qué pueden desarrollar por sí mismos, descubrir cuáles son los puntos ciegos en los que se pierden y en qué obstáculos se quedan atascados.

Según nuestra experiencia, esta mirada es la única que los puede llevar a pensar en sus posibilidades, volverse potentes, en el sentido de desarrollar potencialidades, sentirse más creativos y, por ende, libres.

Este es el camino en el que creemos y el que intentamos transmitir. No esperar ni desear una vida donde no haya conflictos, sino verlos como una oportunidad para desarrollarse. Aprender a aprovechar cada dificultad que encontramos en el camino para ahondarla más, para conectarnos con más profundidad no solo con nuestra pareja sino también con nuestra propia condición de estar vivos.

Fritz Perls solía decir que el 80% de toda nuestra percepción del mundo es pura proyección… Y cuentan que después de decirlo miraba a los ojos al interlocutor y agregaba «… y la mayor parte del restante 20%… también».

Cuando las personas expresan sus quejas sobre lo que les ocurre, hay que investigar qué es «lo propio» en la persona que se está quejando. Si a él, por ejemplo, le molesta el egoísmo de su compañera, puede ser porque se pelea con su propia parte egoísta, porque no se anima a reconocerla o porque no se da el permiso de privilegiarse. Su camino en todo caso pasará por revisar qué le pasa con SU egoísmo y trabajar sobre eso, dejando que el otro sea como quiera (o como pueda).

Tomemos otro tema crucial para las parejas: el reparto de tareas. Si lo que ella necesita es que él se ocupe de determinadas tareas de la casa, lo que puede hacer es negociar con él para ver qué hace cada uno y llegar a un acuerdo. Por el contrario, si en lugar de eso ella gasta su tiempo en demostrarle que es egoísta, y lo compara con su madre («que es igual a vos»), no llegará a ningún lado (de hecho no hay nada peor que mencionar a las madres en las peleas).

Una frase apropiada sería: «Vos podés ser como quieras, pero de todas maneras pactemos y convengamos quién va al supermercado».

Abrir el sentido de la comunicación es un camino mucho más efectivo y sensato que tratar de demostrase lo egoísta o lo generoso que cada uno pueda ser.

Como terapeutas nos gusta proponer este pequeño «juego»: Pedimos al paciente en sesión que deje fluir las acusaciones que guarda contra ese que está sentado enfrente, que deje que se transformen en insultos: tonto, avaro, agresivo o lo que sea. Lo alentamos a que se anime, grite, apunte con su dedo índice acusatoriamente a su acompañante y deje salir los insultos guardados. Después de unos segundos le pedimos que se quede inmóvil en esa posición.

Ahora dirigimos su atención hacia su mano y le mostramos un hecho simbólico y muchas veces revelador: Mientras señala con un dedo al acusado, tres dedos señalan en dirección a sí mismo… El dedo medio, el anular y el meñique le están diciendo que quizás él mismo sea tres veces más avaro, tres veces más tonto y tres veces más agresivo que aquel a quien acusa. Cuando algo me molesta del otro, casi siempre significa que en realidad me molesta de mí. Si yo no estoy en conflicto con ese aspecto, no me molesta que otro lo tenga. De manera que siempre mi pregunta es: ¿por qué me irrita esto del otro?, ¿qué tiene que ver conmigo? Aprovechar los conflictos para el crecimiento personal, de eso se trata. En lugar de utilizar mi energía para cambiar al otro, utilizarla para observar qué hay de mí en eso que me molesta.

—¡Mi egoísmo! —le gritó Roberto a la pantalla.

… Y apagó la computadora.