CAPÍTULO 7

Roberto se levanto satisfecho, sentía la convicción de que había conseguido por el momento dar vuelta la decisión de Laura. Le gustaba pensar que estaba salvando un libro para el futuro, aunque eso significara ayudar a Fredy, ese estúpido que sin saberlo le debía la continuidad de su participación en ese trabajo.

En la oficina todo iba sobre rieles. Esa mañana terminó de diagramar la publicidad institucional para una empresa de administración de fondos de pensión. Inundado su pensamiento por los mails de ida y de vuelta del día anterior, planteó la campaña sobre la idea de aceptar el paso del tiempo. Basó la propuesta en abandonar la ilusión de la juventud eterna y en volver realidad el sueño de una vejez protegida y segura.

A última hora de la tarde, de regreso a su casa, todavía resonaban en sus oídos los espontáneos aplausos y felicitaciones que había recibido en la reunión con el directorio, donde expuso el anteproyecto publicitario.

Algo más para agradecerle a Laura, pensó.

Llegó apurado para releer los mensajes. Tenía la sensación de haberlos pasado demasiado rápido.

Roberto siempre había odiado esas promociones para turistas que ofrecían visitar doce ciudades en diez días. Desde su primer viaje, él siempre sentía ganas de quedarse por un tiempo en el lugar donde aterrizaba, necesitaba «volver a pasar» por un lugar para poder registrarlo en su retina, en su oído, en sus pies, en su mente. La misma sensación tenía con las palabras de Laura; no le alcanzaba con leer una vez sus mensajes, necesitaba volver y extraer de allí lo que le parecía más importante o más impactante, o simplemente lo que le llegaba más.

Salirse de la ilusión para ver al ser que tenemos enfrente.

Duele dejar de lado las ilusiones y aceptar la realidad.

La realidad ES y frente a ella las ilusiones se disipan.

Renuncio a llevar adelante sola un proyecto que soñamos juntos.

Será o no cuando sea tiempo.

Es posible aprender de las dificultades.

La vida no es cumplir determinadas metas prefijadas, sería muy aburrido.

Partamos de la base de que no hay una postura correcta.

Se quedó pensando en dos metáforas que le encantaron: la de vivir como un surfista o como un chofer de subte, y la de que cada uno se arma su circo como puede. Luego se detuvo en el pequeño relato de consultorio.

Trabajamos con un muchacho de 30 años que había roto con una mujer que lo rechazó.

Si hablaba del dolor de perder la ilusión que había construido con esta mujer.

Desde muchos lugares internos se sentía identificado con este paciente del grupo. También él rompía sus relaciones cada vez que sentía que su pareja lo rechazaba, también él había sentido cientos de veces el dolor de perder las ilusiones depositadas en un vínculo.

Pero había algo en la última frase que no le cerraba del todo…

El verdadero dolor de él es aceptar cómo se dejó engañar.

¿Era ese el verdadero dolor en los vínculos, aceptar la realidad de que nos dejamos engañar?

¿Él se había dejado engañar? ¿Existe esa construcción: «dejarse» engañar? En todo caso ¿cuál era el engaño de las mujeres con las que había intimado?, ¿que no se mantuvieran siendo como él las había imaginado, deseado, soñado o necesitado?

Como Laura decía: una vez que pasa el enamoramiento no hay más remedio que enfrentarse con la realidad del ser del otro.

Era duro. Tenía que pensar en esto. Amor, vinculo, ilusión, decepción, engaño…

Y por fin se detuvo en aquella frase:

«… se me hace muy difícil seguir adelante sin contar con el feed-back de tus palabras».

Era evidente que Laura no se conformaría con seguir escribiendo sola, ella reclamaba con todo derecho la colaboración de Fredy.

Sobre psicología de parejas Roberto no sabía más que el producto de su muchas veces dolorosa experiencia y de su tiempo de terapia. Recordaba además algunos conceptos sobre psicología de la conducta dados en las materias de su carrera de marketing y otras tantas nociones que le habían quedado a partir de lecturas que hizo empujado tan solo por la curiosidad. Se dio cuenta de que tales conocimientos no iban a alcanzar para sostener conversaciones electrónicas con Laura sobre el tema de parejas.

Miró la hora, faltaban quince minutos para las ocho. Si se apuraba llegaría a la librería grande del centro.

Dio una mirada a los mails anteriores buscando algunos nombres de autores y apuntó tres en una hoja:

  • WELWOOD.
  • BRADSHAW.
  • PERLS.

A las diez estaba de vuelta en casa; traía en una bolsa una decena de libros:

  • EL VIAJE DEL CORAZÓN (el único que había podido conseguir de Welwood).
  • NUESTRO NIÑO INTERIOR, de John Bradshaw.
  • DENTRO Y FUERA DEL TACHO DE LA BASURA, de Fritz Perls.
  • HACER EL AMOR, de Eric Berne.
  • PALABRAS A MI PAREJA, de Hugh Pratter.
  • EL AMOR INTELIGENTE, de Enrique Rojas.
  • SONIA, TE ENVÍO MIS CUADERNOS CAFÉ, de Adriana Schnake.
  • TE QUIERO, PERO… de Mauricio Abadi.
  • VIVIR, AMAR Y APRENDER, de Leo Buscaglia.
  • EL AMOR A LOS 40, de Sergio Sinay.

Tiró el abrigo sobre el sillón y se sentó en la mesa para examinar la Compra. Había estado bastante medido, diez libros era una cantidad razonable dados sus antecedentes.

Desde la época en que se fascinaba leyendo filosofía política no había vuelto a tener uno de estos ataques de comprador compulsivo de libros. Sin embargo, en la librería había sentido aquella sensación que durante siete años lo invadió en cada librería que entraba: el interés, la curiosidad insaciable, la fascinación frente a cada libro. Este por el título, este otro por la tapa, aquel por el autor y este más aquí porque al hojearlo parecía interesante.

Mientras los miraba apilados en la mesa, vírgenes de lectura, tenía la sensación de ser un pirata de cuentos contemplando embelesado el tesoro desenterrado.

Antes de abrir el libro de Welwood, se tomó todavía unos minutos para honrar el momento. Luego respiró profundo y leyó:

Nunca como ahora las relaciones íntimas nos habían llamado a enfrentarnos a nosotros mismos ya los demás con tanta sinceridad y conciencia. Hoy mantener una conexión viva con una pareja íntima nos pone frente al desafío de liberarnos de viejos hábitos y puntos débiles, y desarrollar todo nuestro poder; sensibilidad y profundidad como seres humanos.

En el pasado, quien deseaba explorar los misterios más profundos de la vida se recluía en un monasterio o llevaba una vida ermitaña; en la actualidad, las relaciones intimas se han con vertido, para muchos de nosotros, en la nueva tierra indómita que nos coloca cara a cara con todos nuestros dioses y demonios.

Como ya no podemos contar con las relaciones personales como fuentes predecibles de comodidad y seguridad, ellas nos sitúan ante una nueva encrucijada, en la que debemos hacer una elección crucial.

Podemos luchar para aferrarnos a fantasías y fórmulas viejas y obsoletas, aunque no se correspondan con la realidad ni nos conduzcan a ningún lugar; o por el contrario, podernos aprender a tornar las dificultades en nuestras relaciones como oportunidades para despertar y sacar a la luz nuestras mejores cualidades humanas: el darse cuenta, la compasión, el humor; la sabiduría y la valerosa dedicación a la verdad. Si elegimos esto último, la relación se convierte en un camino capaz de profundizar nuestra conexión con nosotros mismos y con las personas que amamos, y de expandir nuestro sentido de lo que SOMOS.

¡Fantástico!

Abrió en otro lugar al azar, era la página 132.

Todos los que emprendemos este viaje tenemos que aprender algo nuevo: cómo permitir que el compromiso evolucione de modo natural, con muchos vaivenes, avances y retrocesos.

Por tanto, la incertidumbre con respecto a nuestra capacidad de enfrentar todos los desafíos que se presenten no es un problema, es parte del camino mismo.

En este aspecto, me alentaron las palabras de Chogyam Trungpa, un maestro tibetano al que una vez le preguntaron cómo había logrado escapar de la invasión china arrastrándose por las nieves del Himalaya, con escasa preparación y provisiones, sin certeza sobre la ruta ni sobre el resultado de su huida. Su respuesta fue breve: «Puse un pie después del otro».

El libro prometía ser revelador.

Con la mitad de su atención en lo que hacía y la otra mitad en la lectura, puso en el microondas unas porciones de pizza que sacó del freezer, abrió una lata de cerveza, fue hasta el escritorio y sacó un block blanco rayado del último cajón y un lápiz 25, que guardaba en el cajón del medio para tomar apuntes rápidos.

A medida que leía se complacía de lo que le estaba pasando. Hacia mucho que no se interesaba tanto en una lectura.

¿Era el tema?

¿Lo interesante del libro?

¿Lo sorpresivo de la situación?

¿Sus fantasías con Laura?

¿Una combinación de todo eso?…

No pudo parar de leer Viaje del Corazón hasta el final, cuando Welwood termina diciendo:

Cuanto más profundo sea el amor que une a dos personas, mayor será su interés por el mundo que habitan. Sentirán su conexión con la tierra y estarán dedicados a cuidar del planeta y de todos los seres sensibles que requieran de su ayuda.

Alguna vez, allá y entonces, había coqueteado con la idea de estudiar psicología. Desde otro lugar aparecía nuevamente la fantasía, pero ahora cargada por Welwood del deseo de ser útil a otros, un sentimiento que Roberto no pudo evitar registrar rápidamente como extraño en él.

La semana fue literaria. A Welwood lo siguió Berne y luego Perls y Buscaglia. Después Schnake (sorprendente), Abadi y Pratter (de quienes ya había leído algo hacia algunos años). Siguieron Sinay y luego Rojas (lejos, el que menos lo conquistó). Y por último Bradshaw, al que había ido postergando intuitivamente. Le costó leerlo (¡era autoayuda tan «a la americana»!), pero lo que Bradshaw mostraba era tan irresistible que Roberto decidió acompañarlo en su desarrollo.

Cuando llegó a la propuesta del autor de escribir un cuento que reflejara como un mito su historia infantil, se sentó en su computadora y de un tirón escribió:

Había una vez en un reino muy lejano un pequeño príncipe que se amaba Egroj.

El príncipe había sido concebido en un momento muy difícil de la vida de sus padres. Apenas nació el primogénito el rey debió salir a la batalla para defender el bienestar del pueblo amenazado por los reinos enemigos y por años todo lo que el príncipe supo de él eran algunos breves mensajes que los correos traían o que su madre le transmitía.

Por supuesto, como el rey no estada, la reina tenía que hacerse cargo de los asuntos de gobierno y tampoco tenía tiempo para jugar con el príncipe.

A pesar de que Egroj tenía los juguetes más caros y sofisticados, sufría porque no tenía con quién compartir sus juegos.

El príncipe creció así, solitario y silencioso. Pasaba gran parte de su día mirando por la ventana.

Centrada siempre su mirada en el punto donde el camino al palacio desparecía detrás de la arboleda. Imaginaba que veía salir de entre los árboles las banderas y estandartes reales. El pueblo entusiasmado salía al encuentro del ejército real y festejaba el regreso triunfal de sus hijos más queridos.

Se imaginada a si mismo saludando al rey desde su ventana y aplaudiendo con fervor el fin de las guerras, un hecho que le devolvería un padre y una madre.

Todas las tardes, cuando al sol caía, Egroj arrastraba en sus mejillas algunas lágrimas que llevaba hasta su lecho y secaba cada noche con su almohada.

Y al final, cuando Sradshaw propone ponerle un final al mito, Roberto agregó:

El tiempo pasó hasta que un día la reina abdicó.

El príncipe no tuvo más remedio que sentarse en el trono de su padre y reinar.

Gobernó con justicia y bondad durante el resto de su vida. Nunca abandonó su hábito de mirar por la ventana hacia la arboleda. Su reinado fue recordado por la obsesión manifiesta del rey en construir permanentemente más y más puentes y caminos.

Eso era lo que siempre había hecho: intentar construir más y más caminos, más y más puentes, más y más rutas para que el afecto incondicional que buscaba llegara por fin a su corazón. Él tampoco había perdido nunca el hábito de mirar esperanzadamente al horizonte, por si acaso.

De algún modo, la relación con Laura era un nuevo puente. Esta vez, un puente sobre la realidad, un puente cibernético, un puente virtual, un puente a Laura.

Se dio cuenta de que durante toda la semana, entre trabajo y lectura, no había tenido un minuto para leer los mensajes. Guardó el cuento como «Egroj» y abrió una página nueva en el procesador de texto.

Querida Laura:

Motivado por vos estuve leyendo otra vez a Bradshaw, y animado por sus propuestas le pedí a un paciente mío que hiciera el trabajo de transformar en un mito la historia de su infancia. El resultado de ese trabajo es este texto que me trajo y que ahora te mando. Después contame qué te pareció.

Besos.

Fredy

Ahora si abrió el administrador de su casilla de correo. Cortó el mensaje en el procesador y lo pegó en la ventana que se había abierto al pulsar Redactar nuevo mensaje. Después apretó el botón Insertar y seleccionó Archivo. Buscó el «Egroj» e incluyó el texto con Aplicar. Inmediatamente apretó Enviar y Recibir y la pantalla tintineó mientras le avisaba que estaba enviando el mensaje. Cuando la operación finalizó, la computadora desplegó un aviso.

«Hola rofrago, tiene cuatro (4) mensajes nuevos».

Buscó el de Laura con el puntero e hizo doble clic sobre «Aceptar las necesidades».

Fredy:

El desencuentro entre nosotros me dejó pensando.

Me cuesta tanto a veces darme cuenta de lo que verdaderamente necesito…

Y lo peor es que la experiencia me confirma una y otra vez que cuando consigo contactarme conmigo y transformo una necesidad en una acción, búsqueda, pedido o lo que sea, el resultado suele ser satisfactorio.

Y entonces ¿para qué? ¿Qué sentido tiene este odioso juego de las escondidas?

Quizás deberíamos dedicar un tramo del libro a explicar cómo se genera esta falta de contacto con las propias necesidades.

Me gusta la explicación que usaste en ese caso que mostraste en Cleveland:

Si de chicos nos damos cuenta de que a nuestros padres no les gusta que pidamos más afecto, más contención o más presencia, probablemente aprendamos a esconder nuestras necesidades. Esto no es un cargo a los padres, quizás ellos no tengan cómo darnos lo que necesitamos, simplemente porque no lo tienen ni para ellos mismos.

Pero de todas maneras seguramente allí comenzaremos a tratar de no sentir nuestras necesidades como estrategia para aliviar el dolor de la frustración.

Practicaremos durante años ese plan de supervivencia: intentar no registrar nuestras necesidades. Y quizás un día hasta nos identifiquemos con esta manera de ser.

Entonces ya no es una estrategia, pasa a ser nuestra personalidad:

Yo no necesito nada, yo me arreglo solo. Nos quedaremos fijados en este planteo y olvidaremos lo que realmente somos, lo que nos genera verdadera alegría, paz, gozo.

En ese momento seguramente aparezca aquello que Erich Fromm dice en su libro «Tener o Ser»:

Creer que un nuevo coche, una casa más cara, el último desodorante o una cuenta con suficiente dinero nos va a hacer felices.

La sociedad de consumo ayuda a vendernos la idea de que tener es la puerta; comprar, gastar y cambiar son las llaves.

Cuando estos conceptos estén configurados en nuestro sistema de creencias será fácil manipular nuestra conducta con ellos.

Por supuesto que ni bien obtenemos lo deseado nos damos cuenta de que no era suficiente con tener «eso», pero rápidamente las propagandas nos sugieren otra cosa para que sigamos intentándolo por el camino equivocado.

Debería llegar el día en el que podamos parar y comprender que no es por allí. El momento de buscar adentro, de volver a escucharnos.

Pero no es tan fácil.

Hemos olvidado cómo hacerlo y muchas veces tendremos que pedir que alguien nos ayude a volver a saber quiénes somos, que nos incite a recuperar la sabiduría que teníamos de niños cuando podíamos reír y jugar sin interrumpirnos.

Yo creo que esa es, en el fondo, nuestra verdadera propuesta un estímulo para que todos trabajen en el desafío de recuperarse a si mismos. Un camino para permitir que el ser se manifieste y encuentre en la relación con otro el lugar para expresarse.

Aprender al lado del amado a escucharnos, a tenernos en cuenta, a mirarnos como nuestros padres no supieron hacerlo.

Por supuesto que es muy doloroso necesitar y no obtener lo que se necesita, y este es el principal problema.

Nadie quiere sentir el dolor de necesitar algo y no tenerlo. Pero ese dolor es la única salida para poder encontrar mis verdaderas necesidades, y solo si las encuentro podré después (¡¡después!!), satisfacerlas. Porque si nos resistimos a sentirnos vulnerables, cada vez nos endurecemos más y nos alejamos de la posibilidad de dejarnos sentir lo que necesitamos.

Y encima por este camino cerramos también nuestra capacidad de recibir.

Hay que tener en cuenta que probablemente esta estrategia de no sentir nos haya servido durante la infancia. Quizás haya sido más que inteligente no sentir una necesidad que en realidad no podíamos satisfacer.

Pero de grandes podemos darnos nosotros mismos lo que necesitamos, o buscar las personas adecuadas a quienes pedírselo.

Ya no dependemos de nuestros padres.

Me encantó la frase con la que terminaste alguna vez uno de tus mails:

Somos vulnerables pero no frágiles.

Muchos somos los que no nos damos cuenta de esto.

No hay intimidad con estrategias, con ellas no vamos a sentir; cumpliremos con nuestras metas, o sentiremos el placer de dominar al otro, o de conquistarlo, o lograremos que otro nos mire; pero eso no tiene nada que ver con el verdadero encuentro, con la intimidad, con el amor.

La idea es darnos en nuestra relación el espacio para el dolor y la confusión que aparecen cuando desarmamos nuestra estrategia antifrustración.

Este es el camino a casa.

El camino del encuentro con otro ser humano. El camino del amor.

¿Estarás de acuerdo?

Laura.

¿Cómo no estar de acuerdo?

Laura hablaba con su lenguaje, con sus ideas, casi… casi con sus sentimientos. Ella ponía en palabras lo que a él le habría gustado aprender a decir.

El sabía cuáles eran sus necesidades. Necesitaba encontrar una persona que fuera capaz de construir con él el camino de regreso a casa.

¿No era increíble que ella le estuviera mandando un mensaje que terminaba con esa propuesta, cuando él acababa de mandarle un cuento de un príncipe que construía caminos para ver llegar por ellos a los que amaba?