CAPITULO XX
Al fin Kathy se decidió a avanzar, caminando como si estuviera soñando y se arrodilló junto al lugar en donde había estado el cuerpo de Hank. Sus manos palparon la tierra.
—¡Es... cierto! —dijo con voz entrecortada—, ¡Compruébelo! El suelo está más fresco en donde estuvo Hank echado.
Tal vez Kathy estuviese en posesión de más pruebas que él, razonó estupefacto Greville. Tal vez esta fuese la razón por la que ella se vio capaz de moverse, en tanto él permanecía como clavado en el mismo lugar. Se humedeció los resecos labios con una lengua que también estaba seca y habló con enronquecida voz:
—¡Pero es imposible... es imposible!
Ella, arrodillada en el mismo lugar donde había desaparecido el muchacho, replicó:
—Nick, si no vamos a admitir lo que evidencian nuestros sentidos, ¿qué es lo que vamos a aceptar como cierto?
Habría alguna explicación lógica, pensaba * Greville, pero de momento se sentía demasiado anonadado para encontrarla. Dijo:
—Yo... yo creo que será mejor que se lo digamos a Barriman.
—¡Magnífica idea! —dijo ella irónicamente, sacudiéndose el polvo de las manos—. Dirá que estamos agotados por exceso de trabajo y que sufrimos una insolación. —Titubeó unos instantes—. Quizá esté en lo cierto. De todos modos, tendremos que decírselo.
Se volvieron y emprendieron el camino de regreso. Su paso era más vivo ahora. Cuando alcanzaron la carretera emprendieron rápida carrera, y, al llegar cerca del almacén en donde se había-establecido provisionalmente el cuartel general de la ONU, Greville no pudo contenerse y gritó a pleno pulmón:
—¡Barriman, Barriman!
La gente que había visto correr a la pareja empezó a seguirlos desde prudente distancia. Los dos camioneros, que habían terminado de descargar los aditivos para la tierra de Lumberger, así como Lumberger en persona, les miraron desde la entrada del almacén, en donde estaban tomando una cerveza antes de que el camión reemprendiera la marcha.
La puerta del almacén estaba, naturalmente, cerrada. Jadeantes, Kathy y Greville se detuvieron frente a la misma y Greville metió la mano en su bolsillo para sacar la llave, pero, antes de que pudiera conseguirlo, abrióse de par en par la puerta y apareció en el umbral la figura de Barriman, cuyos ojos parpadearon ante la luz exterior.
—¿Me llamaban? —preguntó.
—¡Ha desaparecido! —dijo estúpidamente Greville—. ¡Se ha volatilizado en el aire!
Barriman miró a uno, luego al otro.
—¿Qué? Dijeron que iban en busca de ese joven. ¿Dónde está?
—¡Le estoy diciendo que ha desaparecido!
Una expresión peculiar, indescriptible, cruzó el rostro de Barriman. Dijo:
—Eso es ridículo, y ustedes lo saben. ¡Supongo que ahora me dirán que lo han visto desaparecer!
Greville se dispuso a confirmarlo a pleno pulmón; se contuvo antes de expresar con palabras su pensamiento. Se sintió presa de una pesadilla llena de frustración, y un loco deseo de levantar su puño y descargarlo contra la cabeza de Barriman a fin de meterle la verdad en el mismísimo cerebro, se apoderó de todo su ser.
—¿Qué le dije? —recordóle Kathy con voz que denotaba infinito cansancio. Pero él apenas la oyó. El sentimiento de frustración había dado rienda suelta a una avalancha de recuerdos que él había mantenido con éxito a raya desde su segunda visita a Isolation.
Varm.
«Al fin y al cabo, el color es el más subjetivo de nuestros...» Interrumpió el hilo de sus recuerdos, pero no antes de que su memoria le recordase el tono didáctico, seco, de Franz Wald: «Una pregunta infantil: ¿Cómo sabe usted que lo que ve de color rojo es lo que yo veo de color rojo? No lo sabe. Ni tampoco si un chimpancé ve eso mismo de color rojo».
En alguna parte de su mente se mecía una fórmula autohipnótica que le podría librar de este flujo de recuerdos. La podía ahora utilizar, si lo quisiera.
Pero no lo hizo.
La tumultuosa y violenta sensación de frustración fruto de su incapacidad de hacer ver a Barriman la verdad, combinada con el calor del ambiente, le tentaba. Le impedía querer olvidar la visión de un mundo espléndido, rico, lozano, un mundo lleno de promesas de riqueza. Un mundo lleno de esperanzas para un planeta superpoblado y superdesarrollado.
Volvió de pronto a la realidad. Pasaron quizás unos pocos segundos. Recordaba que Kathy había dicho algo, y ahora ella estaba mirando desafiantemente a Barriman.
Lumberger y los dos camioneros se hallaban ahora junto a ellos escuchando, en la expresión de sus rostros una máscara de incredulidad. Lumberger exclamó:
—¡Pero eso es imposible!
—¡Naturalmente! —convino con viva voz Barriman—. Ustedes tienen más sentido que estos dos... Será mejor que los apartemos del sol... ¡están delirando!
—¡No es cierto! —gritó Greville con voz exaltada— Repito que vimos cómo ocurría. Vayan a comprobarlo con sus propios ojos al taller de Darby, si les place. Verán allí las ropas del pobre muchacho tal cual estaban cuando desapareció.
En el rostro de Barriman apareció una expresión compasiva y sus ojos cambiaron una rápida mirada con Lumberger
—No sirve de nada, Nick —dijo Kathy furiosa—. Se las arreglará para que resulte que fuimos nosotros quienes robamos las ropas y las dejamos en el suelo. Es imposible meterle la verdad en su cabezota.
«Hay que meterle la verdad a la fuerza en el cerebro», pensó Greville. Y, sin darse cuenta, se encontró con que le estaba diciendo:
—No es imposible, Barriman. ¿Debo decirle cómo puede verificarse?
Él temor se dibujó súbitamente en la cara de Barriman, que pronto desapareció reemplazado por una actitud de irónica calma, como si se dispusiese a escuchar a un pobre lunático. Contestó:
—¡Sí, claro! ¡Díganos cómo puede suceder!
Greville inspiró profundamente.
—Los sueños felices... usted mismo lo dijo... son especialmente aptos para servir como material Rara las células del cerebro de los animales altamente desarrollados. No son lo mismo que el compuesto que tenemos en nuestros propios cerebros. Realizan la misma función, ¡pero no son lo mismo! Nuestra percepción de la realidad externa depende de las reacciones electroquímicas de nuestro sistema nervioso. Recordamos lo que sucede exteriormente... la luz, el calor, el movimiento de nuestro cuerpo.,., no como a ellos mismos, sino como símbolos cifrados.
Miró de refilón a Kathy y vio que ella asentía con vehemencia,, el nerviosismo reflejado en su mirar. Cuando él se detuvo, ella dijo—:
—¡Sigue Nick, por favor... lo estás haciendo muy bien!
El sintió complacido el tuteo y prosiguió:
—En este sentido, pues, cualquier cosa que en el mundo exterior es como «real» es dúctil a nuestra percepción humana. En tanto nos proporciona impresiones consiguientes, podemos considerarla como realidad inalterable...
-—Claro, claro —le interrumpió Barriman—. Ahora supongo que usted...
—¡Cállese! —replicóle Greville con la misma voz que había hecho que Simonson se aviniese a cooperar—. ¡Métase esto en la mollera! ¡La composición del cerebro de un habituado a los sueños felices está cambiada! La memoria continúa, naturalmente... los sueños felices almacenan los símbolos cifrados tan bien como lo hace la noetina corriente. ¡Usted mismo lo dijo! Y a causa de esto, los que se administran sueños felices sí perciben una realidad diferente y sí desaparecen!
Barriman abrió los brazos.
—¡Esta es la estúpida teoría de Wald vuelta al revés y aumentada! —gritó fuera de sí—. Kathy, ¿cómo puedes tú, una experimentada científica, creer tan truculentas tonterías, tanta basura subjetiva, tanto...? —Empezó a tartamudear ininteligiblemente.
Greville miró a su alrededor. Mientras hablaba, Marek y Rice habían vuelto... pero no solamente ellos. Vio a Darby, Crane, Himmelweiss, Hutchinson y a otros ciudadanos, que en silencioso grupo esperaban de pie frente a la entrada del almacén. Lumberger miró a los adustos rostros de aquellos hombres; tornóse pálido de pronto y retrocedió colocándose detrás de los dos rudos camioneros, como en busca de protección.
—¿Qué hay de cierto en lo que se cuenta por la ciudad? —demandó Marek, rompiendo el momentáneo silencio que se había establecido—. ¿Ha desaparecido alguien más?'
—Sí, quiero saberlo —dijo entonces Darby, avanzando un paso. Sus ojos se clavaron en los de Barriman, pasaron a fijarse en los de Greville y luego escrutaron el rostro de Kathy, fijándose nuevamente en los de Greville—. Alguien ha dicho que mi hijo ha desaparecido.
Greville se pasó la mano por la frente.
—Yo... yo lo siento —dijo con voz apenas audible.
—¿Entonces es verdad?
—Sí, lo es —dijo Greville haciendo un esfuerzo—. Vi cómo sucedía. También lo vio la doctora Pascoe, aquí presente.
—¿Y no lo impidieron? —La voz de Darby era casi un sollozo.
—¡No era posible, hacerlo! —gritó Greville a pié-no pulmón, cual si intentase una vana defensa propia—, ¡Eso es lo que sucede a los que se entregan a los sueños felices durante demasiado tiempo! Kathy —dijo con tono de voz suplicante— ¡deben existir otros casos de personas que vieron desaparecer ante su vista a adictos a esta droga!
—Vuestro Departamento debe tener constancia de ellos... no el nuestro. Probablemente intentaron demostrar que los testigos estaban locos, o bebidos.
—Siga, señor. Cuéntenos algo más. —La voz de Darby denotaba peligrosa calma.
¿Qué más sabía él? ¿Qué clase de consuelo le podría ofrecer?
—No comprendemos todavía todo esto —dijo finalmente Greville—. Debe ser algo parecido a la muerte, 'tal' vez sea como irse a un mundo diferente.
—¡Escuchad la voz del predicador! —dijo una voz desde detrás del grupo. Greville miró automáticamente hacia donde procedía y observó que el grupo había sido reforzado ahora por gente joven. Vio a Jud Crane y a su padre; a Dan Himmelweiss, hijo, con el suyo y a la joven Sandy Grogan.
—No quiero oír hablar de la ida a otro mundo —dijo secamente Darby—. Quiero a mi hijo. Aquí, en este mundo, que para mí es bastante aceptable. ¡O lo era, hasta que ustedes, granujas de las Naciones Unidas vinieron a estropearlo!
Un clamor de aprobación coreó sus palabras. Greville sintió que Kathy se apretaba contra él. Sus manos se encontraron. El oprimió la de ella reconfortándola. Luego la soltó y se separó de ella y avanzó lentamente, con el puño cerrado, hasta que el mismo estuvo a un dedo de las narices de Darby. El hombre no se movió. Se limitó a mirar hacia abajo.
.—¿Ve esto? —dijo Greville con rasposa voz—, ¡Este es el camino equivocado! ¡Esto es lo que hemos tratado de evitarles a ustedes y a sus hijos! ¡Esto es lo que hemos intentado darles en su lugar!
Abrió el cerrado puño y alargó la mano para coger del fondo del cargamento del camión de la ONU una caja, de regular tamaño.
—¿Que se ha estropeado este mundo? ¿Quién lo echó a perder? ¿Nosotros? ¡Naturalmente que fuimos nosotros! ¿Qué creen ustedes que son las Naciones Unidas... alguna especie de monstruo? Están formadas de hombres y mujeres, Darby, como usted y como yo y su esposa e hijos. Tenemos ahora demasiada gente en el mundo, así que hay escasez de bienes y a veces no hay bastante para cubrir nuestras necesidades.
»¿Pero sabe usted cómo arreglaban esto antiguamente? —prosiguió Greville—. ¿Qué le parecería una guerra, Darby, para matar unos cuantos millones que sobran... incluyéndole a usted? ¿Qué tal le sentaría que a ese hijo suyo le hubiesen enviado a pudrirse en un agujero en el suelo, en alguna parte de la que jamás oyó hablar ni nunca le importó nada? ¿Eso es lo que quiere? ¡Magnífico!
Con toda su fuerza arrastró hacia sí la pesada caja que pegó contra otras de delante marcadas con las palabras MERCANCIAS EXPERIMENTALES; el golpe provocó que se rompiera una tabla de una de las cajas de primera fila.
—¿No prefiere las cosas tal como están ahora? ¿No le gusta que sus hijos no tengan los dientes podridos de tanto comer golosinas y la mente embrutecida por los crudos y ensangrentados shows de la Televisión? ¿Cómo están sus dientes, Darby?
Los labios del hombre se separaron, y Greville exclamó:
—¡Me lo suponía! ¿Son postizos, verdad? ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta y dos o cuarenta y tres? Los dientes de sus hijos están sanos, y sus piernas rectas, no encorvadas por el raquitismo, sus vientres no están hinchados por la pelagra como lo estaban los de los niños de antes, cuando las cosas andaban mal y faltaban los alimentos. No hay demasiado actualmente en este nuestro mundo de ahora, excepto gente. Pero lo que hay va a parar a la gente que lo necesita, y este es nuestro trabajo, nuestra obra.
Retrocedió un paso, respirando jadeante. .
—¡Escúchenme! —continuó repasando todos los rostros, la cabeza ligeramente hacia delante, cual si se dispusiera a dar un brinco—. Mi propia esposa sigue el camino que siguen sus hijos. ¿Creen que me duermo en mi trabajo cuando existe la oportunidad de detenerla?
Los hombres se intercambiaron miradas. Darby retrocedió unos pasos, el rostro mostrando su desconcierto. Hutchinson le puso una mano en el hombro, tratando de reconfortarle.
—Bien —suspiró Greville—. Yo ya he dicho lo que tenía que decir. Ustedes saben que es cierto. Les toca a ustedes portarse como es debido.
Se produjo cierto movimiento entre el grupo. Algunos empezaron a alejarse.
Leda, pensó Greville sombríamente. Pero no pensaba en la Leda de verdad, sino en la Leda con la que creía haberse casado. Así que él había mentido al servicio de la verdad tal cual la veía. Y bien, ¿qué importaba eso?
Y entonces los ojos de Marek se posaron en la caja con la tabla levantada que había en el camión. No abrió la boca, sino que se dirigió hacia ella.
Y como su actitud era algo extraña, todos los ojos le siguieron en sus movimientos. También los de Greville. Por un momento, el agente de las Naciones Unidas no pudo dar crédito a lo que veía. Vio que de aquella caja salía un hilo de moreno polvo cual si fuese arena.
—¿Qué diablos...? —dijo alguien con trémula voz.
Marek puso un dedo en el hilo de polvo. Miró luego lo que le quedaba en él. Lo frotó, olfateó, humedeció su pulgar y puso unos cuantos granos en la humedad.
Se volvió lentamente, ofuscado, confuso, y dijo antes de haber tenido tiempo de pensar en las consecuencias:
—¡Son sueños felices! ¡Un gran cargamento de sueños felices transportado en un camión de las Naciones Unidas!