CAPITULO XVIII



Pero cuando se hubo enterado de las pruebas que Simonson había reunido durante las anteriores veinticuatro horas, sus propias palabras resonaron profundas e irónicas en su memoria.

—¡De acuerdo con los hechos!

Estupendo. Pero cuando los hechos no están de acuerdo con el sentido común, o la lógica, ni con nada... ¿qué?

Estaba fuera de duda que Mandylou llegó a casa anteanoche, que se despidió de su amigo, que avisó a sus padres de su llegada y que se fue a la cama. Entonces, Hutchinson conectó la alarma y dejó la llave, como de costumbre, bajo la almohada. Aun cuando tanto él como su esposa hubiesen estado drogados, había más de veinte personas que habrían oído el timbre de alarma, que estaba dispuesto para sonar no solamente en el dormitorio del matrimonio sino también en lo alto de la fachada del edificio.

Estaba ahora empezando a comprender por qué Kathy se sentía atraída hacia las teorías de Franz Wald. Si no había interpretado mal las explicaciones del científico, éste sostenía que el resultado final de la acumulación de sueños felices en el cerebro era un cambio en la percepción de la realidad por el adicto. Pero a partir de aquí era todo demasiado abstracto y metafísico para que él lo comprendiera. Mientras existiese una posibilidad que pudiera explicar la desaparición de Mandylou, tenía que explorarla.

Una a una fueron fallando las posibilidades. Aunque hubiese logrado salir de su casa sin poner en funcionamiento la alarma, aún habría tenido que salir de la ciudad. La policía había recorrido los alrededores de la ciudad. No faltaba ningún coche. La única línea de transportes públicos —los omnibuses que hacían el viaje hasta Great Bend— había sido inspeccionada. Y así sucesivamente.

El joven a quien Simonson estuvo interrogando cuando llegó Greville era el mismo que acompañó a Mandylou a su casa la noche en que ella desapareció. Se llamaba Hank Darby y era hijo del agente local encargado de la. reparación de maquinaria agrícola, cuyo taller estaba situado en las afueras de la ciudad. El negocio no le marchaba bien a consecuencia de la escasez de piezas de recambio.

—¿Quiere que lo traiga otra vez? —sugirió Simonson. No le gustaba cooperar con Greville, pero lo hacía hasta cierto punto.

—No —dijo Greville, y se levantó—. Lo iré a ver personalmente... necesito respirar un poco el aire de afuera. Marek, Rice... quiero que repasen todas sus fotografías e identifiquen para el capitán todos los adictos que hay en la ciudad. Averigüen cuántos de ellos están cerca del centenar de dosis. Y asegúrense de que ninguno de ellos salga de la ciudad.

Hank Darby estaba sentado en una rueda de tractor abandonada. Le había costado bastante a Greville llegar hasta él sin ser visto, pero al fin lo había conseguido. Y el polvo le facilitaba el silencio de sus pasos mientras se acercaba al muchacho.

—¿Eres Hank Darby? —díjole al detenerse.

—Así me llaman —contestó el chico, sin levantar la vista.

Greville buscó en su bolsillo. Sacó el tubito de sueños felices que había encontrado en el dormitorio de Mandylou. Lo sopesó en la mano y luego lo lanzó con precisión al regazo del joven.

Hank fijó la vista en el tubito, pero no intentó cogerlo.

—¿Qué es esto? —dijo con tono de voz que contenía mucha suspicacia.

—Pensé que ahora sería mucho más útil para ti que para Mandylou —dijo Greville con voz tranquila—. Estaba en su habitación.

El muchacho cogió el tubo y levantó la pecosa cara para mirar a Greville extrañado.

—Usted es el agente de las Naciones Unidas à quien Mandylou mostró las piernas —dijo.

—Así es —convino Greville apoyándose en una vieja trilladora que tal vez tenía veinte años y que estaba allí para ser reducida a chatarra. Había mucha chatarra en este gran taller... más que maquinaria útil.

—Y bien —dijo Hank precavidamente—. ¿Qué quiere?

—Hacerte más preguntas de las que deseas, Hank —dijo Greville encogiéndose de hombros—. Y saber si quieres lo mismo que Mandylou o no.

Observó atentamente la cara del muchacho para leer la reacción que sus palabras habían provocado. Su resultado fue que si la misteriosa desaparición de Mandylou había sido tomada en serio por Hank y sus amigos —lo bastante en serio para asustarlos— iba a conseguir cooperación de ellos. Pero no se había atrevido todavía a considerar las otras consecuencias.

Hubo una larga pausa antes de que Hank contestase. Luego el chico murmuró algo casi imperceptible:

—No lo sé. ¡No lo sé!

—¿Qué pasa con los que se entregan a los sueños felices, Hank? ¿Dónde van?

—¡Tampoco lo sé! —protestó el muchacho. Greville detectó el miedo en su voz.

—¿Qué crees tú que ocurre? ¿Qué dice la gente? Eso te interesa personalmente, Hank. Antes de venir a verte conté tus cicatrices en una fotografía tuya que está en mi poder. Conté hasta ciento dos pinchazos, casi tantos como Mandylou. Te estás acercando, ¿verdad?

Una nueva pausa. Greville se puso en pie y se limpió el polvo que la trilladora había dejado en su ropa al sentarse.

—Un momento por favor —dijo Hank. Greville le miró—. Señor, ¿qué le ha sucedido a Mandylou?

—Esto está mejor —dijo Greville. Vio una caja vacía de madera a unos cuantos pasos y fue a buscarla, Se sentó en ella, encarándose con Hank—. Se ha esfumado. Por lo que sabemos, se ha esfumado completamente. No es posible que lo hiciera. Pero lo hizo.

—¿No se está burlando de mí? —inquirió Hank cuyos ojos chispeaban de ansiedad.

—Es espantosamente cierto —dijo Greville, deseando fervientemente que no lo fuera.

—Oh, Dios mío —musitó Hank.

—¿Esperabas tú eso, Hank? —prosiguió Greville cruelmente—. ¿Es esto lo que realmente pensaste había ocurrido?

—¡No! —gimió el muchacho con tanta vehemencia que Greville pensó que la negativa no era para quien le escuchaba, sino para sí mismo—. Yo... yo me figuré que quizá su padre la habría sorprendido inyectándose y que ella huyó a ocultarse en cualquier sitio para evitar que él le pegara. El la pegaría, de verdad. Pero si él no lo hiciese, de seguro que lo haría la señora Hutchinson. —Se humedeció los labios—. Yo no la quería denunciar a la, policía y que le pegaran por emplear la droga. Pero... pero ya hace más de un día y pensaba que se dejaría ver en las afueras de la ciudad. Tenemos sitios en donde acostumbrarnos a vernos... —Sus palabras se hicieron ininteligibles.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —dijo con severidad Greville. Al no recibir respuesta, se inclinó hacia delante—. Escucha, Hank, no te vamos a hacer nada, ni a ti ni a tus amigos, sólo porque seáis adictos a los sueños felices. ¿Escuchas las noticias? ¿Lees alguna vez un periódico? Entonces debes estar enterado de que hay tantos millones de adictos en todo el mundo que no nos es posible cogerlos a todos.

»De todos modos, Hank, no es ningún crimen. Es más parecido a una enfermedad. Claro, ya sé que es atractivo el escapar de este triste mundo de escaseces y superpoblación y todo lo demás. ¿Pero qué sucede si todo el mundo opta por inhibirse? ¿Qué puede ocurrir si no trabaja nadie porque todo el mundo se decide a ver visiones placenteras en vez de entregarse a la difícil labor diaria? Por esto tenemos que impedirlo, Hank.

Estaba empezando a vencer la resistencia del muchacho. Con gran alivio vio que Hank asentía reluctantemente.

—No sé cómo decirle, señor. Créame. Es una cosa difícil de explicar con palabras... que no concuerda, ¿sabe? Uno se entrega a eso y sigue y sigue, sin preocuparse de nada.

—¿Cómo es, Hank? ¿Qué sacas tú de eso?

Hank se encogió de hombros.

—Como usted dijo... inhibición, creo. Se duerme uno y entonces vienen los sueños. Es algo qué le hace a uno querer dormir más de lo posible, si me comprende. Permanecemos mucho tiempo tomando el sol, tratando de dormir. Últimamente he intentado obtener los sueños sólo pensando fuerte y lo he conseguido. Mandylou también lo puede hacer. Diga... ¿es malo?

Greville se sintió horrorizado. Las palabras del muchacho le habían traído a la memoria el recuerdo de Agnew. Pero de súbito aquella imagen fue desplazada por la de Tootsie en su jaula, absolutamente inmóvil. Se podía decir que la mona estaba «pensando fuerte». Pero mantuvo impávido el rostro.

—Es malo, Hank. ¿Qué ves en esos sueños?

—Veo buena hierba. Ríos. Abundancia. Y muchos grandes animales, como los que dicen cazaban los indios. Búfalos, ¿verdad?

Greville estaba empezando a sentir escalofríos, a pesar del calor. Dijo:

—¿Y...?

—Eso es todo —dijo Hank desalentado y abrió los brazos—. No tiene mucho sentido, creo. No es lo que se ve, es algo más... bueno, la sensación de que hay mucha extensión de terreno por la que correr.

En la mente de Greville se formó una idea temible. Preguntó de pronto:

—¿Ves varm en tus visiones, Hank?

—¿Cómo?

—Un color como el que jamás viste en ninguna parte. Flores de ese color.

—No, nunca vi eso —repuso Hank. Pero entonces, antes de que Greville pudiera sentir el alivio que esperaba, prosiguió:

—Pero Sandy Grogan dijo algo parecido. Y también alguien más, cuyo nombre ahora no recuerdo. Otra chica, ¿sabe? ¿Por qué me lo pregunta? Todo es diferente en los sueños... incluso el aire parece tener un olor distinto.

De nuevo Greville sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Se alegró de su decisión de no proseguir esta clase de preguntas capciosas: no se puede describir el color, y de todas formas el contenido de las visiones corresponde a los psicólogos, ya que mi trabajo es algo diferente...

—Hank, ¿cómo empezó el hábito en Isolation?

El muchacho titubeó.

—Señor, dijo usted que no iba a hacer nada, ¿verdad...?

—Los que se entregan a los sueños felices se labran su propio castigo.

—Sí —dijo Hank, cuya cara se ensombreció—. Estoy de acuerdo con usted. Bueno, empezó hace cosa de un año. Mandylou hizo una visita a San Francisco, a casa de unos primos. Poco tiempo después tuvimos una reunión en las afueras de la ciudad, en un viejo granero... tal vez lo haya visto usted. Hace muchos años que está vacío. Y ella vendió unas cuantas dosis a algunos de nosotros. Cinco dólares. Insistió en el precio de cinco dólares. Pero luego fueron solamente dos.

—¿No te importa inyectarte tú mismo?

En el rostro del muchacho apareció una sonrisa burlona.

—¡Quiá! Aprendimos cómo hacerlo en la escuela, para las vitaminas.

—¿Conseguías siempre tus dosis por medio de Mandylou?

—Oh, no —contestó el muchacho frunciendo el ceño—. ¡Oiga, es muy extraño! Nunca había pensado en ello. No sé si hay alguien que mantenga el abastecimiento... parece que siempre hay uno u otro que tiene un poco.

—¿Has visto alguna vez a la persona que da la casualidad que tiene un poco?

—Oh... pues... sí, creo que sí. Compré cincuenta dólares a un individuo de Topeka cuando estuve allí el otoño pasado. Vendí algo a Jud Crane y a Dan Himmelweiss, y..., bueno, también a Mandylou.

—¿Quién es el individuo de Topeka a quien le compraste eso?'

—¡Vaya, no lo sé!

—¿Alguien con quien te tropezaste por casualidad?

—Bueno, no fue así exactamente. El acudió a una reunión de amigos entre los que estaba yo. Pero no recuerdo su nombre ni lo he vuelto a ver más.

Greville suspiró.

—Pero el suministro debe venir de algún sitio —dijo—. No crece en los árboles, ¿verdad?

Hank sonrió débilmente.

—Hay personas que así lo creen —afirmó—. Había ese hombre llamado Johnny Happydreams, y...

—Sé esa historia. No me la repitas, por favor. —Greville se secó el sudor de la frente, sintiendo en la piel la sequedad del polvo que se había pegado en ella—. ¿De dónde procedía la última cantidad que obtuviste?

—De Jud Crane.

—¿Dijo Jud de dónde lo consiguió?

—No, pero hace dos semanas que estuvo en Great Bend con su padre.

—¿Acostumbra Jud a tener ese polvo con más frecuencia que los demás?

—No que yo sepa —contestó Hank denegando con la cabeza—. En cierta ocasión, cuando se nos había terminado, Mandylou escribió, o tal vez telefoneó... bueno, el caso es que se puso en contacto con sus primos de San Francisco y llegó una cantidad por correo. Por lo que se ve, hay mucho de eso en las grandes ciudades. Aquí, uno conoce a alguien y obtiene un poco, y... —Se encogió de hombros.

Evidentemente, a Hank no le parecía importante el origen de la droga. Pero estaba pensando en algo que le tenía completamente abstraído. Greville se movió nerviosamente en su improvisado asiento.

—¿En qué estás pensando, Hank? —demandó.

—Es que... —Hank se quedó mirando el suelo fijamente—. Yo, y Jud y Dan y la novia de Dan, Sandy Grogan, todos tenemos casi un centenar de pinchazos o quizá más. Y cerca de este número es peligroso...

—¿Qué intentas decir, Hank? —preguntó Greville, tratando de mantener tranquilo el tono de su voz, haciendo un gran esfuerzo.

Pero el muchacho era incapaz de mirarle a los ojos.. Casi musitó su respuesta.

—Nadie lo dice, pero todo el mundo lo sabe. Se oye algo en algún sitio, otra cosa en otro lugar y se van reuniendo insinuaciones. Después de los cien pinchazos no se dura mucho. Y entonces...

—¿Entonces, qué Hank? ¿Qué sucede? —Greville inclinó hacia delante, los ojos de intenso mirar.

—Lo mismo que a Mandylou —Hank exhaló un profundo suspiro y se puso en pie de un salto, el rostro ahora sin expresión—. ¿Y sabe usted una cosa? Debería sentirme asustado, terriblemente asustado. Pero creo que es maravilloso desaparecer de este miserable mundo.

Giró sobre sus talones y corrió velozmente hasta perderse de vista, dejando a Greville atónito con el pecho oprimido por el peso de sus palabras.