CAPITULO X
Las ocho. La tercera oleada de trabajadores llenaba las calles de Nueva York. Como un torrente, la oleada humana inundaba las calles, insuficientes para contener tanta gente. Se entraba a trabajar a las siete, a las siete y media, y así a cada media hora, hasta las nueve y media. Más de un millón de hombres se trasladaban de sus casas a sus centros de trabajo en cada oleada. Pronto no habría más remedio que dividir en dos cada oleada y establecer los turnos a intervalos de cuarto de hora en vez de media hora. ¿Pero... y después...?
Los pensamientos de Greville estaban ocupados en esta incontestable pregunta mientras se abría paso hacia la oficina de Al Speed.
Al era bastante más joven que Greville; había sido uno de los discípulos de Barriman cuando éste daba conferencias de bioquímica en Cornell. Luego fue elegido para ocupar su actual cargo de Jefe de Investigaciones químicas de los estupefacientes con sede en el Instituto.
Aun cuando Al se había doctorado en medicina y era un experto en la terapéutica de los adictos a las drogas, a Greville le había sido siempre imposible representárselo en la sala de un hospital o en ninguna parte que no fuera el sitio en donde lo vio está mañana: sentado detrás de su espacioso, pulcro y sencillo escritorio con un grueso legajo abierto y la larga cara rematando el larguirucho cuello, inmóvil, con los lentes de contacto engrandeciendo el iris de sus ojos.
—Buenos días, Al —saludó Greville cerrando la puerta a sus espaldas—. ¿Le molesto?
—Buenos días, Nick —repuso Al limitándose a señalar con un gesto de cabeza una silla—. Siéntese. Espere un minuto, por favor... Estoy estudiando la cosecha diaria de rumores sobre desapariciones Ayer recibí una magnífica carta enviada por un Holmesita que le va a gustar. —Continúo repasando los papeles.
—Procede de un individuo de Albania —continuó tras una pausa—. Ha fijado la situación exacta del jardín de Edén, y dice que si queremos encontrarla los Holmesitas que faltan que allí es donde están.
Cerró el legajo y, recostándose en su asiento con una débil sonrisa en los labios, tamborileó con sus largos dedos en los brazos del mismo.
—El caso es que esta es su segunda carta. Algún empleado novel cometió el error de contestar a la primera, indicándole que la situación que dio esta actualmente bajo cuarenta pies de agua, puesto que allí existe uno de los embalses que se han construido con el proyecto de aprovechamiento de las aguas del Tigris. Dice nuestro Holmesita con petulancia que eso no importa... que los adeptos tienen cuerpos astrales y pueden vivir felizmente bajo tanta agua como queramos.
Greville esbozó una sonrisa y Al le preguntó con súbito interés:
—Y bien… ¿de qué se trata? ¿Algo sobre ese chimpancé?
Greville permaneció unos segundos callado, reajustando sus ideas. Movió negativamente la cabeza; casi se había olvidado del informe de Barriman que había traído.
—No, se trata de algo diferente —dijo con voz tensa—. Deseo cierta información sobre los efectos de los sueños felices sobre el sistema nervioso.
Al se echó a reír.
—Al parecer nuestro chimpancé se ha llevado allá al espacioso azul la mayor parte de nuestra definitiva erudición. Si yo fuese Holmesita, cantaría de gozo al ver lo bien que se había llevado a efecto el truco. No obstante, siga, y veré en qué puedo ayudarle. —Se entrelazó las manos detrás de la cabeza y acercó los codos, de modo que sus brazos formaron un extraño cuadro para su larga cara.
—¿Que sabemos acerca de los adictos a la droga cuyo suministro queda cortado después de la primera inyección? y
—¿La primera? —inquirió Al pensativamente— No recuerdo en estos momentos ningún caso así... pues circula por ahí mucha droga, ya lo sabe usted. Hemos tenido a varios bajo tratamiento, con digamos, seis o siete dosis. ¿Por qué?
—Le traigo a un hombre con una sola dosis —dijo Greville.
—Puede ser interesante, me parece —dijo Al con un suspiro—. Caramba, pero si todos esos adictos cambian de opinión y piden que los curemos entonces nos van a inundar… ¡y vaya problema que se me presentaría! ¡Espero que no ocurra! —Hizo una pausa— . ¿Es un caso voluntario, verdad?
—Sí, voluntario —contestó Greville y se humedeció los secos labios con la lengua—. Soy yo Al.
Apenas reacción alguna se dibujó en el rostro de Al. Aquellas palabras se habían hundido en su mente, absorbidas cual el agua por una tierra sedienta. Movió ligeramente la cabeza, sin mostrar hostilidad.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó suavemente—. ¿Se debe a un caso de extrema devoción al deber?
Greville sonrió amargamente.
—No, se trata de venganza, Al. Todavía no se lo dicho a Lamancha, porque la... la persona que lo hizo no es un traficante de drogas. Queda la posibilidad de descubrir al traficante valiéndonos de esa persona, pero antes de que yo haga algo, sea lo que fuere, quiero estar absolutamente seguro de que nunca me inyectaré una dosis por propia voluntad.
Al cerró sus ojos de exagerado azul.
—Cuéntemelo todo —requirió.
Greville lo hizo, con dificultad. Estaba tentado al principio en ocultar la parte de Leda, pero no pudo conseguirlo; de todas formas, Al era un buen amigo suyo, lo bastante para comprender su situación. Además, Al pertenecía a la nueva generación; su interés en el puesto que ocupaba era más científico que legal. Toda la labor del Departamento de Narcóticos se iba alejando más y más de la parte legal en favor del desarrollo de programas curativos, y Al era en gran parte responsable de ello.
Cuando Greville hubo terminado, Al separó las manos de detrás de la cabeza y se inclinó hacia delante en su asiento. Su voz al hablar contenía un tono de científica abstracción;
—Parece una reacción bastante típica —dijo—. Casi todos los adictos a esta droga cuentan historias similares. La primera dosis dura de tres a cuatro días... se tienen vividos sueños las dos primeras noches y uno más débil la tercera, como si fuese una vieja película en blanco y negro a continuación de dos a todo color. Después de una sola dosis, todavía no se produce el hábito. No aparecen síntomas secundarios. Sólo existe una mortal fascinación, un enigma insoluble que provoca terrible ansiedad, algo así como si se tuviese un nombre en la punta de la lengua que sólo puede ser detenido por otra dosis de sueños felices. Y otra, v otra y otra.
—En ese color... ¡Ese color varm! —exclamó Greville moviendo los brazos significativamente—. ¿Qué hay de esto? ¿De dónde saqué este nombre... cómo es que sé que se llama así?
Al le miró con calma.
—Usted se lo inventó —declaró—. Si lo medita bien, verá que nadie más se lo pudo sugerir.
—No..., creo que no —convino Greville tras un momento de vacilación—. ¿Alguien más le ha hablado de un nuevo color como yo he hecho?
—No, no recuerdo a nadie —repuso Al—. Esta es al parecer la forma en que le ataca a usted. El porqué es así y no de otro modo, todavía lo ignoramos.
—Yo también he pensado en esto —dijo Greville—. ¿Cómo es que todo este problema no ha pasado a manos de los de Investigaciones Puras para que ellos lo resuelvan? Está muy bien eso de tener a Mike Barriman luchando en el Instituto con unos pocos ayudantes, pero lo que se necesita es un presupuesto adecuado y una plantilla de personal procedente de todo el mundo. ¡Este es un grave problema, Al! ¡No puede ser resuelto con tan pocos medios!
—Debería usted estar mejor enterado, Nick —dijo Al con suave voz—. Sólo porque Investigaciones Puras tengan el presupuesto más grande, el máximo prestigio y las instalaciones más grandes de todas las agencias de la ONU no significa que dispongan dé más tiempo libre. He estudiado personalmente este asunto, y, según he podido comprender, la forma más práctica de resolver esta cuestión es del modo como ahora lo estamos haciendo. Y este problema no hay que darlo a Investigaciones Puras. Su misión no es la de resolver problemas existentes, sino la de ayudarnos a evitar otros futuros. —Se encogió de hombros—. Naturalmente, puede que la semana que viene nos vengan con una respuesta... pero sería un subproducto descubierto accidentalmente en un programa de investigaciones sociales.
—¿Sabe ya alguien cómo actúan los sueños felices?
—Usted puede acogerse a su experiencia. Los Holmesitas se sentirían más que contentos de poderle revelar la verdad. Y hay otras ideas casi tan avanzadas, apoyadas por algunos científicos de prestigio.
Un pensamiento cruzó por la mente de Greville.
—¿Y Franz Wald? Oí decir que mantenía una teoría con la que estaba disconforme Barriman.
—Apenas lo recuerdo... —dijo Al frunciendo el ceño—. ¡Ah, sí! Tenía efectivamente una teoría, pero no eran más que conjeturas sin una sólida base experimental. Su idea es que nuestra percepción de la realidad depende puramente de la composición química de nuestro sistema nervioso, de modo que las visiones que se obtienen mediante drogas no son menos «reales» que lo que normalmente se ve.
Greville movió la cabeza, desconcertado.
—Eso me parece demasiado metafísico. No me sorprende que Barriman no se lo tomará en serio.
—Creo que estaba muy influenciado por Kant y Berkeley —dijo Al de pronto—. Bueno, esto es algo muy embrollado, Nick. Me dijo antes que quería estar bien seguro de que no iba a administrarse nunca voluntariamente una dosis de sueños felices. ¿Significa esto que quiere estar preparado contra su tentación? Yo puedo hacerlo con bastante facilidad... sometiéndole a sedantes en un hospital con una semana de permiso por enfermedad. Cuando despertase usted, los procesos metabólicos habrían expulsado el compuesto. Sólo le incomodaría el recuerdo de la visión, y la amnesia hipnótica puede hacerlo desaparecer.
—Eso es aproximadamente lo que yo pensaba —dijo Greville, y titubeó. Luego prosiguió—: Pero, después de lo que dijo sobre que conocemos muy poco todavía, de los sueños felices... ¿no sería y de más Utilidad si me prestase voluntario a seguí' todo el proceso a conciencia? No me importaría s meterme a unos cuantos días de observación, s ello fuera de provecho. Con una sola dosis, la tensión no será insufrible, pero, si lo es y causa extorsión en mi trabajo, entonces se puede emplear la hipnosis.
Al permaneció un momento silencioso, pensativo y luego dijo:
—Creo que debiéramos sentimos agradecidos por su oferta, Nick. Extrajo una cuartilla de papel del cajón y escribió con rapidez unas cuantas palabras—, ¿Sabe a qué hora se le administró la primera dosis?
Greville movió negativamente la cabeza.
—Es de suponer que entre la una y las siete de la mañana.
—¿Tiene alguna cosa que resolver ahora?
—Creo que tendré que decirle a Lamancha lo de... del amigo de Leda —replicó Greville mecánicamente—. Cabe la posibilidad de que sea un traficante de la droga.
—Sí —dijo Al frunciendo el ceño—. Nick, usted sabe que soy opuesto a tratar a los intoxicados por drogas como a criminales en vez de lo que realmente, son, enfermos, pero hay límites. ¿Cómo es que ustedes, teniendo en cuenta su punto de vista, no han cogido nunca hasta ahora a un traficante de envergadura?
—Por una docena de razones —replicó Greville—. Principalmente, porque hay veinte millones de personas en el Gran- Nueva York, y tenemos todavía problemas de narcóticos convencionales, alcoholismo, etc. etc., vicios que se asocian normalmente con pequeños delitos, asalto de tiendas, robo con violencia, hurto, todo esto para obtener dinero para beber licores o comprar un poco más de estupefaciente, Los intoxicados por los sueños felices no presentan les mismos problemas... y a menudo se los encuentra entre los miembros más inteligentes y respetables de la joven generación, Arrastrados al vicio más per pura frustración que. por falta de personalidad. Y encuentro interesante que jamás a ninguno de nuestros hombres se les ha ofrecido sueños felices. Les han vendido marihuana, también morfina y cocaína, pero nunca sueños felices. ¡Es como si a nadie interesara el venderlos! Sus efectos son tan transparentemente inocuos que no cabe en la cabeza de los adictos que sea una droga intoxicante.
—Parece convincente ¡o que acaba? de decir — convino Al—. Pero seguramente han seguido alguna pista... y los adictos conocidos deben recibir su suministro de algún sitio.
—He seguido muchas pistas —dijo Greville con voz emocionada—. Todas ellas me condujeron hasta personas que hacía mucho tiempo que eran adictas a la droga y habían dejado de sentir interés por las cosas de esta vida abandonando su hogar y su trabajo para desaparecer anónimamente entre la multitud.
Al exhaló un suspiro.
—Dé acuerdo. Vaya a ver a Lamancha, y dígale lo sucedido y luego puede ir a la clínica para someterse a observación... y le deseo buena suerte.
Sobre la mesa de Lamancha había una placa de metal, larga y estrecha en la que aparecían grabadas las siguientes palabras: DIRECTOR DE INVESTIGACIONES DE NARCOTICOS. Era el cual un título permanente que decía quién era el hombre que se hallaba en la otra parte de la mesa.
Theodore Lamancha estaba muy distante de Greville, de Al Speed o de Barriman... y no por sus años, porque era de la edad de Barriman, ni tampoco por su profesión, porque al fin y al cabo era jefe de este Departamento. El aspecto en que se distanciaba de los demás era el de la personalidad y pasado. Era un antiguo policía qu- se había dedicado a trabajos sobre narcóticos cuando eran todavía una cuestión de crimen y castigo. Su agudo sentido de la organización le mantuvo en primera posición cuando la labor departamental se orientó hacia los estudios sicológicos, luego hacia la química de los estupefacientes y la terapéutica específica de los adictos.
Naturalmente, cuando Lamancha se fuese, el Departamento de Narcóticos dejaría de tener relación alguna con las exigencias legales o la actuación policíaca; se saldría de su actual posición entre dos aguas y se colocaría bajo los de Salud Mundial, donde le correspondía con mayor derecho, y todo el mundo respiraría con más tranquilidad. Pero hasta el momento, Lamancha era Lamancha y éste su Departamento.
—Siéntese, Greville —gruñó Lamancha—. Speed me acaba de llamar y me dijo que le ha mandado al hospital para que lo tengan en observación. ¿No será nada serio, verdad?
—Espero que no, Director —convino Greville.
Lamancha suspiró.
—Si esto no hubiese ocurrido, le habría enviado a Kansas... Isolation. Los agentes rurales que enviaron desde el Instituto confirmaron sus cálculos; la ciudad está llena de jóvenes adictos. Esa gente es buena para escribir delicados informes sobre el ambiente familiar de los adictos y para pedir clemencia para ellos y sugerir cambios... pero no valen nada en absoluto cuando se trata de cumplir su cometido y atajar el suministro de la droga. Este es nuestro trabajo, Greville.
Se calló y estudió el rostro de Greville.
—¿Le ocurre algo?
—Sí —contestó Greville con sombrío rostro—. Parece ser que mi esposa se ha visto con un traficante de sueños felices.
El semblante de Lamancha se tornó pétreo, cual estatua de granito fustigada por el paso de los años.
Greville le relató su historia a grandes rasgos, y terminó diciendo:
—Confío en que sabrá comprender... por qué no pude en aquellos momentos hacer algo. Pero la dejé en mi apartamento. Tal vez siga allí. Quizá alguien debiera seguirla para ver quién es el que la recibe en su casa. No sé quién es. No se lo pregunté. No estaba mi ánimo para hacer preguntas de esta clase.
—No es necesario que se esfuerce en darme más detalles —dijo Lamancha con rasposa voz—. Déjemelo a mí. Yo... bueno... aprecio su valor al anteponer el deber a su matrimonio.
—¿Qué matrimonio?
Lamancha vaciló.
—Pensé que el permiso que ayer solicitó fue porque era su aniversario —dijo finalmente—. ¿No fue así?
—En efecto. Pero como tuve que permanecer durante toda la noche en Colorado, Leda se cansó de esperarme. Así es como sucedió.
Lamancha cogió un lápiz, que en su larga y huesuda mano parecía una cerilla, y escribió unas palabras en una cuartilla.
—Bueno —dijo—. Procuraré que este asunto sea tratado con toda discreción, Greville. Y si resulta., como de costumbre... que no está en contacto con ningún traficante sino con un adicto ordinario que se limita a incitarla al vicio, quizás usted o Speed puedan convencerla para que se someta también a tratamiento.
No dijo más... pero el lápiz que tenía en la mano fue juguete de sus dedos. Un momento después, Greville se levantó y se fue.