CAPITULO XVII
—Parece que hemos fallado lamentablemente — dijo Marek con voz tensa. Se había adueñado del desierto almacén de zapatos situado bajo la oficina de Lumberger, haciendo de él su cuartel general; los escaparates estaban cerrados con tablas, y la luz que se filtraba entre las rendijas allí donde las tablas no se unían perfectamente parecía danzar fantasmagóricamente en el interior.
Greville se movió nerviosamente en su incómoda silla. Le seguía doliendo la cabeza y la noche anterior apenas había dormido. Dijo melancólicamente:
—Por lo que veo esos adictos desaparecen cuando lo creen conveniente, y nadie puede explicarse cómo lo hacen, lo mismo que pasa con ese chimpancé que se evaporó del laboratorio estéril del Instituto.
El colega de Marek, Peter Rice, le dirigió una curiosa mirada.
—¿Qué quiere decir exactamente? —preguntó, limpiándose la rolliza y sudada cara con el pañuelo. En el viejo almacén hacía un calor de horno.
Bonita pregunta. Greville no estaba tan seguro. Cuando expuso su idea tenía la impresión de que la comprendía; al considerarla luego ya no le parecía una explicación lógica. En sus ojos apareció una enigmática mirada que hizo que Marek exhalara un suspiro.
—Bueno, bueno. Usted sabe lo que ocurre aquí... claro, puesto que gracias a su paso por esta ciudad nos enteramos nosotros de que hay adictos a esa droga.
—No me fue difícil averiguarlo —dijo Greville secamente.
—También nosotros lo comprobamos —indicó Marek secándose las manos—. Pero este asunto no es de mi incumbencia, ni tampoco corresponde a Peter. Nuestro trabajo consiste en analizar las cosas y descubrir qué privaciones sociales conducen como compensación al enviciamiento de las drogas.
—Aquí —señaló Rice— no hay mucho que estudiar. Las privaciones sociales saltan al paso de uno. Estos chicos no tienen nada. Pero nada.
Marek le miró y luego clavó la vista en Greville.
—Pero este no fue el motivo de que nos mandaran aquí. Nos comisionaron para que tratáramos de identificar a todos los adictos de la ciudad y limitarnos a seguir nuestras pistas hasta que pudiese ser enviado alguien con la misión de seguirlos.
—Eso ya lo hicimos —dijo Rice. Se agachó y sacó de un cajón una caja cerrada. Abrióla y extrajo un montón de papeles—. Aquí tenemos detalles de casi cuarenta adictos, todos jóvenes de menos de veinte años. Es triste, ¿verdad?
Greville cogió la hoja de papel de encima y la estudió someramente.
—Parece un buen trabajo —dijo frunciendo el ceño—. ¿Y esa chica, Mandylou Hutchinson?
—Peter, tráeme las fotos.
Rice sacó otra caja cerrada. Esta contenía docenas de fotografías. Eligió una y la entregó a Greville, junto con una lente de aumento. La foto mostraba un grupo de cuatro jóvenes soleándose en un reseco terreno.
—Esta es Mandylou —dijo señalando a una muchacha a la derecha del grupo que estaba echada en el suelo, boca arriba, los ojos cerrados, los brazos y piernas abiertos a los rayos del sol. Greville la reconoció inmediatamente como la joven que le mostró sus cicatrices la primera vez que él llegó a la ciudad.
Greville puso le lente de aumento encima de la fotografía. Vio claramente los puntitos que había en las piernas de la joven. Observó las piernas de las demás jóvenes. Definitivamente, Mandylou tenía más cicatrices que las otras... pues habría muy bien cien marcas en sus piernas.
Apartó de sí la foto con semblante sombrío.
—¿Qué sucedió realmente con esta chica? —demandó—. Dígamelo con cuidado. La historia que oí anoche en el Instituto era increíble y creo que debió deformarse durante la transmisión.
Rice soltó una sarcástica carcajada.
—No tiene que ser así necesariamente.
—Cállate, Peter —dijo Marek de mal humor—. Bien, la muchacha ha desaparecido realmente. ¿Vio los coches de la policía al entrar en la ciudad?
Greville asintió.
—¿Han venido con la misión de buscarla?
—En efecto. El padre de la chica... que se llama Quincy Hutchinson... es el dueño del depósito frigorífico de la ciudad. Todos los granjeros de las inmediaciones guardan en él sus excedentes, cuando los tienen. Bien, pues el invierno pasado tuvo algún problema con los rateros, de modo que los granjeros se reunieron y acordaron costear un sistema de alarma para el depósito. Hutchinson tiene su vivienda encima, y el modo de tener la seguridad de proteger el depósito y su domicilio es tener todas las entradas conectadas con la alarma. Cada noche cierra las puertas y conecta la alarma, habitualmente cuándo entra en casa Mandylou.
—¿Acostumbra a llegar tarde? —inquirió Greville.
—A veces, sí —dijo Marek secándose la frente—. Las cosas han cambiado en los últimos años. Procedo de una pequeña ciudad como ésta. Los chicos aquí tienen muchísima más libertad y clandestinidad que yo jamás tuve. Sin embargo, creo que es una de las pocas cosas que se les puede dar por no andar escasa.
De nuevo soltó Rice su sarcástica carcajada.
—El caso es —prosiguió Marek— que ayer mañana Mandylou no estaba en su dormitorio.
—¿Estuvo en él la noche anterior?
—¡Ya lo creo! —exclamó Rice—. Lo sé perfectamente. La vigilé mientras se iba a dormir.
—Créame, Greville —añadió Marek— desde que decidimos que Mandylou era la adicta a los sueños felices más avanzada, no la dejamos dar un paso sin vigilarla.
—Y además —dijo Rice, moviéndose en su asiento como si le molestase el sudor que impregnaba su cuerpo—, cuando ella entró, la alarma estaba en buen funcionamiento y se oye bien en la habitación del viejo. No es posible alcanzar la llave sin entrar en ella y despertar por tanto a Hutchinson. ¡La llave está bajo su almohada!
Greville sintió como si unas frías manos le acariciaran el cogote. Recordó el comentario del sargento de seguridad de la otra noche: «Sí, exactamente igual que el chimpancé».
Permaneció silencioso.
Marek echó un vistazo a su reloj.
—Creo que tenemos dos horas todavía antes de que se decidan a venir por nosotros. Tenemos que actuar en seguida. Debemos marcharnos.
—¿Qué quiere decir —demandó Greville.
—Primero: Mandylou Hutchinson era una buena chica y no consentiría en aceptar una droga. Segundo: Mandylou tiene que haber sido raptada. Tercero: hemos estado vigilando a Mandylou... no pudimos ocultarlo. Cuarto; a los agentes de las Naciones Unidas se les quiere en esta ciudad tanto como a las serpientes venenosas. —Abrió los brazos—. He visto al capitán de la policía al mando de la unidad procedente de Great Bend. Le vi anoche. Se llama Simonson. Nos quiere tanto como los Hutchinson o cualquier otra persona de la ciudad.
—¿No acepta otra posibilidad que la del rapto?
—En estos momentos, no. No estará satisfecho hasta que nos haya arrestado por sospechas de complicidad en el rapto —dijo Marek frunciendo el ceño.
—Si quisiera hacerlo —dijo Rice entonces— ya lo hubiese hecho. Creo que está esperando que la , gente se encargue de nosotros.
Greville miró a uno, luego al otro.
—Parece que el estar demasiado tiempo en compañía de Lumberger les ha desmoralizado —dijo.
—Lumberger aguanta aquí desde hace más de cuatro meses —repuso Marek secamente—. En mi opinión, ha resistido bastante bien.
Greville dejó pasar por alto la observación.
—Bueno, vamos a casa de Hutchinson. ¿Estará allí el capitán de la policía?
—¿Simonson? Sí... opera desde allí. Ahora debe estar probablemente esperándole'. ¿Le detuvieron durante su camino hacia aquí?
—Hay un par de policías vigilando la carretera por la que vine. Detuvieron mi coche y comprobaron mis tarjetas de identidad.
Marek asintió. Parecía preocupado.
—¿Debemos llevar algo? —preguntó.
—Sí, cuantas fotografías puedan de Mandylou mostrando sus cicatrices.
—Así lo haremos —dijo Marek encogiéndose de hombros—. Pero si cree que las fotografías van a convencer a los Hutchinson, está en un error.
Rice rió con una risa que evidenciaba su desilusión y se encaminó hacia la puerta. Al abrirla se detuvo en seco, como paralizado, y luego, de pronto, se lanzó afuera exhalando un grito de indignación. Desde el exterior se oyó otro grito... un alarido de alarma... y el ruido de pasos precipitados.
Greville y Marek corrieron hacia la salida. Afuera, en la soleada calle, Rice estaba agachado junto al motor del enorme coche amarillo de las Naciones Unidas que Greville había pedido prestado al Instituto para que Jo trajera aquí.
—¿Qué pasa? —rugió Greville.
—¡Esa canalla de jovenzuelos...! —murmuró colérico Rice—. Llegamos a tiempo. ¡Mire!
De debajo del coche sacó un lío hecho de trapos y paja impregnados de petróleo. Señaló con el pie una caja de cerillas que había entre el polvo, a unas cuantas yardas del coche, abandonada por su dueño al huir.
—Querían incendiar el coche —dijo Marek. Miró a Greville y añadió con voz ronca—: Cuando dije que creía que teníamos todavía dos horas no lo pensé bien.
—Vamos a casa de Hutchinson —dijo Rice, apartando lejos los impregnados trapos—. Será mejor que tengamos el coche donde lo podamos ver, pues de lo contrario lo intentarán de nuevo.
. Era fácil decir dónde estaba la casa de Hutchinson, incluso sin molestarse en leer el anuncio que había en su fachada que decía: DEPOSITO FRIGORIFICO — PRECIOS REDUCIDOS — 50.000 PIES CUADRADOS DISPONIBLES PARA ALQUILAR. Había gente afuera contemplándola... personas de diferentes categorías que parecían del mismo color del polvo de la calle.
Greville trató de no encontrarse con sus miradas acusadoras cuando salió del coche y se dirigió hacia ellas, caminando entre Marek y Rice. Había algo en aquel grupo de personas que le extrañó. No se veía entre ellas a ningún joven. Era ésta la generación de mediana edad.
Los pétreos rostros de aquellos hombres se volvieron para observar a los recién llegados; el grupo se separó unas pocas pulgadas para dejarlos pasar en fila india y luego se cerró otra vez detrás de los tres.
La planta baja de la casa consistía en una amplia habitación provista de balanzas, pilas de envases vacíos de plástico y una plataforma a nivel del suelo que servía para bajar a los sótanos los géneros que habían de ser guardados en él. Hacía frío en esta sala a causa de la refrigeración de abajo.
Al entrar vieron a una mujer vestida con el uniforme de la policía estatal sentada junto a la plataforma. Su rostro denotaba determinación. Dirigió la fría mirada a los agentes de las Naciones Unidas.
—¿Qué desean? —preguntóles.
—Queremos ver a Simonson. Y a los Hutchinson —indicó Marek con glaciales palabras—. Este es el agente Greville, del Cuartel General de las Naciones Unidas, Departamento de Narcóticos. Están interesados en el caso presente.
—¿Ah, sí? —dijo la mujer mirando con ceño—. Bueno, adelante. En este momento el capitán está interrogando a uno de los amigos de la joven, pero creo que podrán esperar detrás.
No se levantó para indicarles el camino... limitándose a señalarles una puerta al fondo, con un dedo que parecía un hueso reseco.
Detrás de aquella puerta habia la oficina de Hutchinson. Estaba su interior lleno de policías. Estaban sentados en sillas, cajas y cuanto valía para sentarse. Cuatro de ellos jugaban a los dados en una mesa; los otros dos permanecían callados. De nuevo Marek explicó el motivo de la visita, Uno de los policías .repitió lo que la mujer de la sala había dicho.
—Está interrogando a uno de los amigos de Mandylou. Tendrán que esperar.
No pudieron conseguir nada más. Permanecieron de pie esperando. Greville se sintió tentado a protestar, pero entonces recordó las caras de la gente que esperaba afuera de pie. Decidió mantenerse callado.
Pero sólo tuvieron que esperar unos pocos minutos. Luego se abrió una puerta al fondo de la oficina y apareció un muchacho de unos dieciocho años, el rostro mostrando su preocupación profunda. Pasó sin detenerse entre los policías y salió afuera.
Detrás de él salió un hombre con los distintivos de su empleo de capitán en su sudada camisa... un hombre grueso, de escasa y canosa cabellera, cuyos ojos miraban penetrantemente. Se apoyó en la jamba de la puerta y echó mano al bolsillo del pantalón.
—Este es un granuja —dijo con acrimonia—. No sabe nada de esto, no le importa aquello. Pero está fuera de sospechas, no cabe duda. Bueno, levántense... vamos a hacer otra redada.
—Hay alguien que quiere verle, capitán —dijo uno de los policías, sin apartar los ojos de los dados. Simonson clavó su penetrante mirada en los tres agentes de las Naciones Unidas.
—¿Estos? Estos no son nadie... no son más que gandules de las Naciones Unidas —dijo, y se echó a reír. Eran unas palabras zahirientes, una risa mordaz. Greville sintió que la indignación hacía presa en su espíritu.
—¿Es usted Simonson? —dijo, irguiéndose. El tono de su voz dio resultado; sugería de algún modo anchos hombros y un puño cerrado. Simonson sacó la mano del bolsillo, trémulamente.
—Así me llamo —convino.
—Bien, pues. Una palabra más como las que ha dicho y le rompo a usted los huesos. Le parto la crisma, y no bromeo. —Greville sacó sus documentos de identidad del bolsillo de la camisa y los colocó bajo las narices de Simonson—. Cuartel General del Departamento de Narcóticos. Nueva York. Autorización especial del Director Theodore Lamancha. Hasta ahora ha llevado usted este caso como un estúpido. Y ahora, métase esto en la mollera: algunos de los que estamos en las agencias de las Naciones Unidas ganamos nuestro puesto haciendo lo razonable en el momento adecuado, y yo soy uno de ellos. Mi trabajo son los traficantes de drogas y sigo vivo y voy a continuar mi misión. Tengo la intención de mantenerme en mi sitio. ¿Está claro?
Una mirada de incredulidad se dibujó en el rostro de Simonson. Luego el rubor coloreó sus mejillas.
—¡Oiga usted...! —empezó a decir preso de irritación. Los policías presentes volvieron la cara para mirar a Greville.
—No puedo perder tiempo —dijo Greville—. Necesito hablar con usted. A solas. En el mismo sitio donde interrogó a ese chico, por ejemplo. ¿Dónde está... arriba?
Pasó por delante de Simonson y se encontró frente a unas escaleras. Empezó a subirlas. Sin mirar atrás, intuyó que Simonson, Marek y Rice le seguían.
Al final de las escaleras había una puerta abierta que conducía a un living. Greville cruzó el umbral y se encontró frente a un hombre que debía frisar los cuarenta y cinco años vestido con un traje oscuro de trabajo. Detrás del hombre, Greville pudo ver una puerta que daba acceso a la cocina, en la que se hallaba una mujer de parecida edad, vestida de negro, que estaba haciendo algo en un plato que había sobre la mesa.
—¿Es usted el señor Hutchinson? —espetó Greville. El hombre le miró fijamente.
—En efecto —confirmó con sombría voz,
—Soy el agente Greville, de Narcóticos —empezó a decir Greville, e iba a continuar cuando sonó un' grito en la cocina y el ruido de un plato al romperse. A la mujer le había caído el plato que tenía en las manos La mujer se asomó a la puerta, los ojos brillándole intensamente, enrojecidos.
—¡Narcóticos! —dijo con firme voz—. ¡No es verdad! ¡Mandylou es una buena chica!
Greville inspiró profundamente y se volvió cara a la puerta cuando los demás penetraban en el living... Simonson silencioso y visiblemente desconcertado, Marek y Rice cambiándose maliciosas sonrisas. Dijo:
—Las fotografías, Marek. Debemos aclarar esto cuanto antes.
Mientras Marek presentaba las fotos y la lente de aumento, la señora Hutchinson salió de la cocina, con un gesto de determinación en la boca. Se detuvo a un paso del umbral, puso los brazos en jarras y su actitud, demostró que estaba dispuesta a negar que dos y dos son cuatro.
—¿Ha visto estas fotos, Simonson? —dijo confirme voz Greville. El capitán las miró y denegó con la cabeza.
—Marek, ¿se las ofreció para que las viese?
—Naturalmente. Pero no quiso ver ninguna de ellas.
—Mi hija es una buena chica —dijo la señora Hutchinson entonces.
—¡Bien, pues! —Greville cogió una de las fotos y la pasó al capitán Simonson junto con la lente—. Eche un vistazo a las líneas de puntos de las piernas de Mandylou —ordenó—. No le pido su opinión sobre ellas. Afirmo que son cicatrices de sueños felices.
—¡Bah! —dijo Simonson, dejando la foto sobre una mesa que tenía al lado. Sus perspicaces ojos se clavaron en los de Greville y Greville sintió que la iniciativa amenazaba escapársele de las manos, una precaria iniciativa desde el primer momento.
—¿Qué le hace suponer que sabe más que yo sobre mi propia especialidad? —dijo ácidamente Greville.
—Son las señales de una erupción —gruñó Simonson—. Así me lo dijo la señora Hutchinson. Muchos jóvenes de aquí las tienen... probablemente causada por una deficiencia vitamínica.
—¡Exacto! —exclamó la señora Hutchinson.
Simonson se acercó un paso más a Greville.
—Y ahora, escúcheme bien —dijo con voz rasposa—. Tal vez en Nueva York y Los Angeles y en ciudades grandes como esas tengan ustedes muchachos que se entreguen a las drogas. Pero aquí tenemos buena gente. Lo sé... pues soy de esta ciudad. Y ya nos causan ustedes, granujas de las Naciones Unidas, bastantes quebraderos de cabeza para que vengan ahora aquí a calumniar a nuestros muchachos. ¡Mandylou fue raptada,, y, tal como se presentan las cosas ahora, estoy bien seguro de saber quién se la llevó!
Greville se sintió un momento desconectado de la realidad, como si el mundo entero se hubiese librado de pronto de su eje de lógica y sentido común. Sólo quedaba una cosa que hacer. Se volvió para encararse con sus colegas.
—¿Cuál es la habitación de Mandylou? —espetó.
—Enfrente mismo de ésta —replicó Marek.
—¡Déjenme paso! —exclamó Greville, y pasó entre Marek y Rice, dirigiéndose con vivo paso hacia la habitación de la joven.
Una sola mirada le bastó para demostrarle que su suerte estaba allí dentro. Era una habitación ordinaria de adolescente, con sus paredes pintadas de vivos colores y decorada con media docena de cuadros. Estaba descuidada hasta un extremo que le hizo pensar a Greville que Marek tuvo razón al pronunciarse sobre la soledad que disfrutaban los jóvenes de Isolation: si la señora Hutchinson se hubiese acostumbrado a tener la habitación limpia, habría anticipado lo que Greville tenía ahora que hacer.
A sus espaldas la oyó gritar:
—¡Impídanselo! ¡Impídanselo!
Se fijó en un pequeño mueble que había junto a la cama. Tenía varios cajones. No en el de arriba... probablemente en el último. Lo abrió. Estaba lleno de ropa blanca, calcetines y pañuelos. Lo vació sobre la cama.
Y allí estaba, ahora a plena vista... un tubito con un poco de polvo oscuro en su interior.
Lo cogió y giró sobre sus talones, encarándose con Simonson.
—¿Ve esto? —rugió,
—¡Y qué! ¡Claro que lo veo! —replicó Simonson con rabia—. ¿Pero con qué derecho...?
—Lo que hay aquí dentro son sueños felices — declaró Greville gélidamente—. ¡Probablemente usted no sabía cómo es esta droga, señora Hutchinson... o la hubiera arrojado lejos de aquí!
El rostro de la mujer se tornó pálido.
—No es cierto —dijo. Pero la determinación había desaparecido de su voz, lo mismo que el color de su rostro.
—Muy bien. Entonces creo que no tendrá inconveniente en que le administremos una pequeña cantidad. Marek, si el depósito de la basura no ha sido vaciado desde ayer probablemente encontrará en él la jeringuilla de la joven. Vaya a verlo ¿quiere? Y traiga un poco de agua, y...
—¡Ya basta! —dijo de pronto Hutchinson, y su cara pareció derrumbarse cual la tierra seca al impulso del viento fuerte—. De acuerdo, creo que debe ser cierto.
Su esposa ocultó el rostro entre las manos y empezó á sollozar.
Greville se metió el tubito en el bolsillo y se limpió las manos, frotándoselas.
—Ahora podemos empezar —dijo con voz que denotaba su satisfacción—. Y, a menos que usted y su esposa deseen ser juzgados por ocultar pruebas materiales, Hutchinson, será mejor que esta vez digan la verdad. ¡Y tenga bien presente esto, Simonson! —añadió, clavando sus chispeantes ojos en el capitán de la policía—. De ahora en adelante este caso lo llevo yo. ¡De acuerdo con los hechos!
—Yo... —dijo Simonson. Greville le interrumpió:
—Y no me venga, más con ese cuento de que por aquí hay buena gente. Cuando se trata de drogas y adictos a las drogas, nadie es mejor que otro, y usted será mejor que de lo grabe bien en la memoria y no se le olvide en ningún momento, ni cuando se vaya a la cama. Bueno... ¡a trabajar!