CAPITULO XII



Greville reprimió las preguntas que tenía en la punta de la lengua.

—¿Incluso en el Departamento? —dijo tras una pausa.

—¿Y por qué no? —replicó Al sentándose, con una mirada de comprensión en los ojos—. El mes pasado hubo cuatrocientos ochenta casos de desapariciones en el Estado de Nueva York y algo así como la mitad de ellos pueden muy bien tener algo que ver con los sueños felices. Es un hecho estadístico que, más pronto o más tarde, todos nos veremos afectados.

—Sí, pero... —Greville movió con pesar la cabeza; no podía expresar con palabras su horrorizada reacción—, ¿Los conozco?

—Clements y Agnew. Dos de nuestros mejores. Ambos brillantes, los dos frustrados, hartos de esta vida... Yo me había dado cuenta de que perdían su entusiasmo, pero lo atribuí al exceso de trabajo. Les ofrecí la oportunidad de un descanso pagado, pero ambos lo rechazaron. Ahora creo que sé su motivo.

—¿Cómo sabe que eran adictos a la droga?

—Registramos sus apartamentos. Anoche. Descubrimos rastros de la droga en el dormitorio de Clements. —Al se pasó con gesto de cansancio la mano por la frente—. ¡Caramba, Nick! Aunque el pedirles a ustedes que sigan la pista de algunas de estas personas desaparecidas sea demasiado, ¿cómo es que no dan con ellas alguna vez? ¡Ahora hay ya muchas!

Greville dejó pasar el insulto que implícitamente contenían las palabras del otro. Al se hallaba agotado físicamente. Dijo con toda calma:

—Vi una nota dirigida por usted a Lamancha en el archivo sobre esto mismo. ¿Qué dijo él?

—Algo así como «cuídese de sus propios asuntos». Mucho más de esto y yo personalmente me convertiré en Holmesita por pura desesperación. Al menos ellos tienen una especie de maniática seguridad».

—Eso de pensar que ha caído alguien del Departamento es algo que me trastorna —dijo Greville.

—Lo mismo me ocurre a mí. No sé cómo podremos mantener la confianza pública después de un escándalo como éste. No lo sé. Voy a hacer que practiquen una investigación total entre el personal... oh, diablos, pero esto no le concierne a usted. ¡Vamos a tratar de algo más! ¿Se le ha ocurrido alguna idea con los casos que ha leído?

Greville recordó los puntos que le habían parecido de tanta importancia antes de que Al le comunicara la noticia. Dijo titubeando:

—Bueno, tengo una. ¿Han sido ya interrogados los adictos de Isolation? Lo digo porque quiero saber si sus visiones pueden ser también atribuidas a una compensación.

Una expresión repentina cruzó el rostro de Al. Era una expresión imposible de interpretar, pero Greville pensó que podría ser quizá de alarma.

—¿Qué quiere usted decir? —inquirió Al.

Greville le contó sus impresiones y Al exhaló un suspiro.

—Comprendo su idea. Pero, por lo que sé, el problema de Isolation está todavía en las manos de los agentes rurales que primero se encargaron de resolverlo. Creo que Lamancha tenía la intención de mandarlo a usted allí, lo que hubiese sido muy conveniente, pero, en vista de lo sucedido y que se encuentra usted aquí, decidió mandar en su lugar a Mischa Poliakoff, pero en vista de que Mischa no regresará de la Conferencia de Tokio hasta pasado mañana y de cómo están ahora las cosas lo voy a designar para que ayude a aclarar el embrollo que Agnew y Clements han dejado detrás. —Se encogió de hombros.

Greville vaciló. Luego dijo:

—Al, por lo que dice, nos enfrentamos con un problema. Si ha conseguido de mí lo que quería teniéndome en observación, ¿no le parece que podría serle de más utilidad volviendo a mi trabajo?

Esta vez Al se mostró abiertamente alarmado. Dijo:

—¡Espere, Nick! No hace más que tres días que está aquí.

—¿Qué quiere? ¿Quiere más datos de mí o que recupere mi puesto?

—No es ésta la cuestión —replicó Al—. Naturalmente, mi deseo es que vuelva usted a ocupar su lugar en perfectas condiciones, y Lamancha piensa lo mismo. Lo cierto es que trabajaría usted en malas condiciones. Hasta ahora, se mantiene muy bien pero ¿y la semana que viene? ¿y el mes próximo?

—A medida que pase el tiempo será todo mejor. ¿Verdad?

—Tal vez —dijo Al mirándole pensativamente.

De pronto, Greville perdió el control de sus nervios. Con la mano abierta dio un seco golpe sobre las carpetas de los legajos que tenía enfrente de él que estalló cual un pistoletazo.

—¡Al, por amor de Dios! —exclamó—. Consentí en convertirme en conejillo de Indias porque pensé que sería algo valioso, pero... ¿se imagina que después de lo que me acaba de decir puedo permanecer aquí acostado, sabiendo que esto se está extendiendo como una plaga y que el Departamento está enfrentándose con un caos?

—¿Y yo voy a sentirme tranquilo sabiendo que si le dejo marchar puede perder la salud? —replicóle Al—, ¡No diga tonterías, Nick! Si no hubiese venido aquí voluntariamente para someterse a observación, con la condición de permanecer consciente, le hubiéramos mantenido una semana con sedantes y luego bajo la hipnosis para terminar nuestra labor. Fue idea suya el hacer de conejillo de Indias, pero le habríamos aplicado el tratamiento, de grado o por fuerza, a no ser por su empleo. —El sudor brillaba en su largo rostro.

—Le diré lo que voy a hacer —prosiguió tras una pausa—. Creo que estamos lo bastante faltos de gente para justificarlo. Quiero saber qué tal lo pasa esta noche. Mañana temprano lo examinaremos de pies a cabeza y le aplicaremos alguna protección hipnótica... probablemente contra el empleo de una aguja hipodérmica o algo por el estilo... lo llenaremos de tranquilizantes y lo enviaremos a casa. Pero no a su puesto. A casa. Y, durante tres o cuatro días, vendrá usted aquí a que le hagamos un examen.

—Si me permite salir... ¿por qué me aleja de mi puesto?

—Usted no va de servicio a Kansas hasta que haya terminado de estudiarlo, Nick. Le quiero aquí, en Nueva York, por si acaso hay algo que no v bien. ¡No puede considerar lo que le ha ocurrido como si fuese un simple resfriado, caramba!

Reluctantemente, Greville admitió la fuerza que tenían las palabras de Al. Apartó las carpetas que estaban delante de él y extrajo un cigarrillo del paquete que había sobre la mesita de noche.

—Deme uno —rogó Al.

Sorprendido, Greville hizo lo que le pedía.

—No sabía que fumaba —dijo.

—Generalmente, fumo poco, pero estoy ahora tan preocupado que me veo empujado a hacer algo, y prefiero un cigarrillo a los sueños felices. Lo siento, no tiene gracia alguna. —Inclinó su larga cabeza para encender su cigarrillo con la llama del encendedor de Greville y luego se irguió expeliendo humo—. ¿Recuerda aquel informe que trajo usted sobre el chimpancé desaparecido? —preguntó.

—¿Qué novedades hay? ?

—Tengo entendido que Mike Barriman está tan furioso... no se ¡le puede censurar... que está decidido a pedir la cabeza de alguien por lo sucedido. Y parece que va á ser la del jefe de Seguridad de allí, Joe Martínez. ¿Lo conoce usted?

—Lo vi un momento. Me pareció un hombre competente.

—Lo es —dijo Al—. Pero a Barriman se le ha metido en la cabeza, y si hay que elegir entre Barriman y Martínez, ya sabe usted a quien le toca las de perder.

—¿Qué dice Lamancha sobre esto?

—No corresponde a Lamancha dilucidarlo... sino a Desmond, como director del Instituto, y Desmond es una veleta, un hombre que se deja llevar según sopla el viento. Me siento muy preocupado por esto, pero no estoy seguro por qué: no sé si es por la mala suerte de Martínez o porque alguien llevó a cabo esta artimaña y echó a rodar por los suelos muchos meses de penosa labor.

Al se puso en pie, arrojando el cigarrillo casi entero al suelo.

—Si yo fuese Lamancha y dispusiera de un centenar de hombres los conduciría a los escondrijos de los Holmesitas de Kansas y Colorado para asegurarme de una vez de que esto no volviera a ocurrir. Esto es desmoralizador, Nick. No sabe usted cuán desmoralizador. —Se volvió hacia la puerta, los hombros hundidos.

—¡Al! —exclamó Greville inclinándose hacia delante—. ¿Hay... hay noticias de Leda?

—Se la ha visto en Filadelfia, esto es cuanto sé.

—En Pensilvania, su tierra... es interesante. ¿Se sabe algo más?

—No, nada más, Nick. —Al titubeó—. Lo siento —dijo casi en un susurro, y salió.

Era extraño, pensó Greville al quedarse solo. Verdaderamente extraño que en tan poco tiempo las cenizas de su dolor habíanse enfriado totalmente y podía hablar de Leda como si fuese una extraña.

Pero, naturalmente, era una desconocida. La Leda con quien se había casado, estaba muerta. O tal vez jamás existió.


Aquella noche no hubo visiones... sólo caóticos fragmentos de sueños ordinarios entremezclados con ráfagas de recuerdos. No hubo varm. La sensación de extravío y frustración fue tan acusada que a media noche se despertó Greville encontrándose con los ojos llenos de lágrimas.

Pero, en sí, esta frustración no era más cruel que las muchas que todo el mundo tenía que aguantar. Y esto lo aceptó Al cuando recibió en su despacho a Greville a la mañana siguiente.

—Creo que superará la prueba, Nick —dijo—. He visto los informes de la clínica de esta mañana. No hay residuos de la droga, por lo que sólo tendrá que luchar contra sus recuerdos. Como le prometí, traeré a uno de nuestros psicólogos para que lo hipnotice. Le pueden aplicar una fórmula auto-hipnótica para suavizar la tensión que le servirá también como un freno contra el deseo de emplear una jeringa. Además, será mejor que se lleve esto. —Abrió un cajón y sacó de él una cajita de píldoras.

—Fórmula K —dijo, entregando la cajita a Greville—. No son píldoras para dormir, sino más bien un relajante. Pero, si le es difícil dormir sin sueños, una de estas píldoras debe ser suficiente para calmar su ánimo.

—¿Y...?

—No se impaciente. Pasee mucho. Vaya a cualquier sitio y procure encontrar compañía agradable. O lea. O contemple la Televisión. Manténgase constantemente ocupado con cosas que no tengan relación con su trabajo. ¡Es una orden!

—¿Algo más?

—No. Váyase ahora. Tengo trabajo. Joe Martínez va a venir aquí procedente del Instituto para presentar su informe personal sobre el robo del chimpancé, y si es aceptable quiero ver si puedo convencer a Barriman para que no lo despida. Dudo de que queden muchas esperanzas, pero haré cuanto esté de mi mano.

Greville se guardó en el bolsillo lá cajita de las píldoras y se levantó. Dijo:

—No sé por qué se preocupa usted de que Martínez conserve o no su puesto, Al.

—Quizá tenga razón —contestó Al encogiéndose de hombros—. Pero no me satisface el que un hombre capaz y honesto sea expulsado por... bueno, usted está aún menos interesado en el asunto. Adiós, Nick. Hasta mañana.

Greville salió del Departamento lentamente, la cabeza bajá, meditabundo. ¿Cómo diablos había podido ocurrir que dos miembros de la plantilla sucumbieran a los sueños felices? La capitulación de Leda fue algo espantoso, pero el caso de Clements y Agnew era increíble. A Clements apenas le conocía de vista pero Agnew era un hombre con quien había trabajado conjuntamente cuando se presentaron los primeros casos de sueños felices. Sentía simpatía hacia él. Era paciente y atento a su actitud para con los drogados era similar a la de Al, un modelo de tolerancia y comprensión.

Deseaba ahora haberle dicho a Al personalmente: «No tiene que sentir temor de que me convierta en un adicto a la droga. Me disgusta mucho esto, hasta lo más íntimo de mis sentimientos».