CAPITULO XIII



Al le había dicho que sólo debía tomar las píldoras de la fórmula K en caso de que tuviese dificultades para dormir sin sueños. De acuerdo con esto, cuando Greville se fue a la cama aquella noche, procuró por todos los medios sumirse en el sueño naturalmente, prometiéndose una hora de prueba antes de tomar una píldora.

Hacía ya casi la mitad del tiempo fijado que permanecía en la oscuridad, impotente para aquietar la turbulencia de sus pensamientos, y estaba a punto de decidir que no era razonable esperar media hora más, cuando oyó un ruido metálico, débil, pero distinto, procedente de la puerta de entrada del apartamento.

Abriéronsele los ojos. Aguzó el oído y percibió el ruido de la puerta al abrirse y suaves pasos sobre el elástico suelo del living. Y luego palabras, unas palabras que le llegaron al alma, lacerantes, porque era la voz de Leda... estridente cual un guante húmedo al frotarlo contra un cristal.

—¡Vamos, querido! ¡Entra y cierra la puerta!

Greville notó que los músculos de su cara se contraían en una sonrisa carente en absoluto de humor; era la reacción primitiva de descubrir los dientes, lo que apropiadamente se conoce por gruñido. Su mente revivió sus movimientos inmediatamente antes de meterse en cama, mientras su cuerpo actuaba con salvaje determinación. Recordó que no había dejado nada que delatara su presencia en el living. La puerta del dormitorio estaba entreabierta y pudo ver que sólo había encendida la pobre luz de la pared.

Con los pies desnudos se acercó a la puerta. Manteniéndose oculto tras ella pudo echar una ojeada a los intrusos. El hombre, quienquiera fuese, estaba de espaldas a él; había algo espantosamente familiar en su figura, pero quizá fuera esto debido a que vestía el uniforme de la ONU. La luz era muy mezquina para que Greville pudiera distinguir sus insignias. Y los blancos brazos de Leda rodeaban su cuello, atrayéndole la cara hacia la de ella.

Greville llenó de aire sus pulmones, midió la distancia que le separaba de los intrusos, presa de indignación, abrió de golpe la puerta de su habitación y saltó como un relámpago.

Fueron cuatro simples movimientos. Un salto, cual la embestida de una ñera salvaje que le llevó hasta alcanzar con la mano la espalda del hombre; un tirón que arrancó al desconocido de los brazos de Leda y lo levantó en vilo; un puñetazo que mandó al extraño contra la pared, y, por último, una sonora bofetada que cruzó la cara de Leda... una cara en la que el horror había apenas empezado a reflejarse.

Greville la miró fijamente, jadeando, las manos cerradas sobre las caderas.

—¿Has decidido divertirte de verdad, no es así? —escupióla—. ¡Ya veo que has preferido ensuciarte!

Ella abrió la boca, mas ningún sonido salió de su garganta. En la pálida máscara de su rostro sólo sus ojos mostraban el mortal terror de su ánimo.

Greville se apartó un poco de ella deliberadas-mente.

—En cuanto a este traficante tuyo... —Se calló súbitamente, luego dijo con voz distante como el suave susurro de las hojas—: No...

Aquella palabra era algo así como una plegaria.


Joe Martínez, apoyado con una mano en la paz-red y con la otra frotándose la mandíbula donde recibió el puñetazo de Greville, mirábale con ojos asombrados, cuyas escleróticas destacaban en da atezada piel de su rostro. El shock del impacto le pasó con más rapidez que a Greville el shock que sufrió al reconocerlo. Dijo con tono de voz alterada:

—¡Diablos, Greville... no lo sabía! ¡No sabía quién era! ¡Dijo que se llamaba Young! ¡Yo sólo quería... diablos, hombre, me acaban de expulsar de mi trabajo por culpa de ese cabezota de Barriman y yo sólo quería olvidar...!

Se irguió, con una especie de dignidad.

—No puedo añadir nada más que excusarme. Creo que será mejor que me marche.

—No —dijo Greville mirando a Leda—. No, Martínez. Hay un trabajo por hacer que yo no pude realizar porque me pareció que me iba a convertir en un miserable. Ahora voy a hacerlo. Debo hacerlo. Y... —terminó con una expresión maliciosa de masoquismo en los ojos—, puesto que ahora usted conoce muy bien a Leda, creo que está preparado para ayudarme.

Los ojos de Leda se abrieron desmesuradamente. Levantó una mano, como si pretendiese guardarse contra un ataque.

—¡Nick! —gritó desesperada—, ¡Nick, no puedes hacerlo!

—Martínez, usted está sin duda acostumbrado a la técnica de los interrogatorios —dijo entonces Greville, sin apartar sus ojos de Leda.

—Yo... no le entiendo —murmuró Martínez.

—Probablemente no habría llegado usted hasta aquí —dijo Greville—. Pero no porque ella se lo hubiese impedido. Pero creo que usted se hubiera detenido por propia voluntad. —Levantó una mano y empujó a Leda; apenas la tocó con los dedos, pero ella se fue hacia atrás, paso a paso, hasta que se desplomó en una silla que había detrás de ella. Greville la siguió. La cogió del brazo derecho con una mano y descubrió sus piernas con la otra. Habían ahora allí tres de las pequeñas marcas redondas.

—¡Nick, eres un canalla! ¡Eres un canalla! —gimió Leda, e intentó juntar las piernas para ocultar las marcas. Greville se lo impidió y clavó su fría mirada en los ojos de Martínez.

—¿Ve esto? —dijo.

—Greville, le juro...

—Le creo —dijo Greville irguiéndose—. Aunque le hayan expulsado del Instituto, sigue usted en la brecha. Todos lo estamos. Ahora Leda se ha decidido a malgastar lo que de vida humana le queda con mucha diversión y un montón de hombres, pero lo que más odio de ella es su negativa a intentar arreglar este mundo, su abdicación de la responsabilidad... vaya, creo que estoy sermoneando, pero lo que digo lo digo de corazón. No tuve antes valor para obligarla a confesar dónde obtuvo su suministro de sueños felices, pero voy a hacerlo. Es preciso que lo haga. Nunca hemos tenido la oportunidad de conseguir una pista que nos conduzca hasta un traficante de envergadura, y ahora, más que nunca sabe Dios que lo necesitamos.

El rostro de Martínez estaba ahora impasible, duro, como una máscara de piedra

—En el dormitorio tengo unas píldoras relajantes que me dieron para ayudarme a dormir. Una de ellas disuelta en agua e inyectada por vía intramuscular debe ser un sucedáneo bastante bueno como droga de la verdad, según mis cálculos. ¿De acuerdo?

Martínez se mordió el labio inferior.

—¿De acuerdo? —repitió Greville en voz más alta.

—¡Sí, sí! ¿Pero cómo inyectarla?

Greville alargó una mano y desabrochó el cinturón de Leda.

—Una de las primeras cosas que todo adicto a los sueños felices debe saber es cómo ocultar a los ojos de los demás su jeringuilla y ración de droga. ¡Ah! ¿Lo ve?

Había extraído de uno de los compartimentos del cinturón una jeringa, nueva y reluciente, de un tipo corriente en todas las farmacias y un diminu¬to saquito de plástico que contenía un polvo fino y moreno. Leda cerró los ojos, como si un peso intolerable los hubiese arrastrado hacia abajo, y no hizo movimiento alguno para resistirse

—¡Aquí! —dijo Greville con súbita vehemencia, y colocó en las manos del otro el saquito y jerin¬guilla—. Vaya a buscar un poco de agua mientras yo traigo las píldoras. Y aparte ese saquito de mi vista... debiera yo entregarlo al Departamento, pero tal como me siento ahora seguramente lo arrojaría al sumidero.

Las píldoras de la Fórmula K eran menos efi¬cientes que una droga de la verdad auténtica, pero se notaba su actividad. Al principio, Leda se man¬tuvo en un silencio hosco ante las preguntas que le hacía Greville; poco a poco su actitud se fue haciendo más y más irritable y el sudor empezó a bañarle el rostro, estropeando su maquillaje noc¬turno. Martínez permanecía sentado a un lado, el rostro demudado, alejado del interrogatorio. Gre¬ville aceptaba su silencio. Al fin y al cabo, esto era un asunto personal.

Pacientemente, odiándose por su proceder, in¬tentando disfrazar su deseo de venganza con una indignación justificable, Greville machacaba una y otra vez las mismas preguntas:

—¿Quién es? ¿Quién te dio la droga? ¿Quién te enseñó el vicio?

En el rostro de Leda podía él ver la tensión tre¬menda que sus preguntas provocaban, cual la pre¬sión de las aguas desbordadas contra un dique que se estaba resquebrajando. Un poco más de presión y el dique saltaría hecho en pedazos.

Y así fue.

Porque la droga que él empleaba era sólo un su¬cedáneo y no era capaz de hacer desaparecer com¬pletamente la tensión de Leda, sus temores y ansiedad, como un específico hubiera conseguido. La voz de ella fue como el fantasma de un grito.

—¿Quién crees tú que pueda ser? ¿A quién po¬día yo conocer? ¿Con quién tenía yo oportunidad de hablar, estando atada a ti de pies y manos? ¡Su nombre es Clements, y trabaja en tu Departamento, ante tus mismas narices!

En el ánimo de Greville se produjo un vacío frío, espantoso. Volvióse con los ojos cerrados y buscó un cigarrillo de la caja de la mesa.

—¿No era eso lo que deseaba saber? —dijo Mar¬tínez con voz tenue, tras un momento de mortal si¬lencio. Greville asintió.

—Bueno... entonces, ¿qué le ocurre? ¿Es amigo suyo... o algo así?

—Le conocía —dijo Greville, y soltó una profun¬dé carcajada—. Pero no es probable que lo vuelva a ver. Hace un par de días que hizo lo que todos los adictos a los sueños felices hacen finalmente... de¬cidió que la vida era demasiado para él y desapa¬reció.

—¿Quiere decir que hace un par de días estaba trabajando en el Departamento? —inquirió Martí¬nez extrañado—. ¿Y no se le descubrió habiendo llegado al último extremo?

—No, no fue descubierto —contestó Greville, y notando el amargo sabor del cigarrillo apenas gas¬tado se lo quitó de la boca y lo arrojó al suelo, re¬cordándole entonces a Al—. Si no hubiese procedi¬do como debía, lo habríamos descubierto. Pero aho¬ra es ya demasiado tarde. Llame al Departamento, ¿quiere? Diga que envíen una ambulancia. Creo que Leda estará mejor en el hospital.

En tanto Martínez verificaba la llamada, Grevi¬lle se sentó y contempló fijamente la pálida tez de su esposa.

—¿Por qué tuviste que hacerlo? —dijo con suave tono de voz. Ella le oyó a través de la neblina hipnótica que envolvía su mente; movióse y habló con voz pobre y huera:

—Era algo que tenía que hacer. Así me lo dijo él. Y te odié tanto unos momentos... Te quise odiar para hacerte sufrir, y él no me iba a tocar, y eso es lo que él me hizo pensar entonces.

—¿No te iba a tocar? —repitió Greville.

—No iba á hacer nada —dijo Leda con voz cansada—. Estaba como encerrado en sí mismo, detrás de un cristal. Peor que tú. ¡Oh, Dios mío, no me divertí nada aquella noche, créeme! Te dije que lo había hecho él porque quería herirte de todas las formas posibles, verte celoso y enfurecido y que me demostraras que todavía significo algo para ti... — Su voz se hizo fina, ininteligible. Levantó una mano, débilmente, pues el brazo no tenía fuerza para sostenerla.

Martínez dejó entonces el teléfono.

—Ahora mismo envían una ambulancia —dijo y titubeó. Luego—: ¿Quiere que continúe aquí? Preferiría marcharme. Creo debiera usted echarme a empujones.

—Siéntese —indicóle Greville—, Usted no es culpable. Ni tampoco Leda... y tal vez ni siquiera Clements, sino el que le inició en el vicio, y hasta incluso ni éste. La culpa es de todo este embrollado y estúpido planeta en el que vivimos. Créame, Martínez, no creo que los seres humanos estén preparados para confiar en la Tierra.

El rostro enjuto y moreno de Martínez, con la señal del golpe recibido de Greville bien visible, se volvió.

—Usted no lo cree así. Ninguno de nosotros lo creemos. E incluso, después de que me han despedido por no hacer lo imposible, tampoco lo acepto.

—¿Cómo sucedió.

Martínez se encogió de hombros.

—Usted vio el laboratorio esterilizado. Ninguna persona en su sano juicio hubiese tomado más precauciones que las que vio, ¿verdad? Pero alguien se las arregló para entrar y salir y Barriman no quiere que yo averigüe quién fue. Y porque no le presenté al culpable al día siguiente, bien envuelto en celofana y sujeto, hizo uso de su influencia para expulsarme. Lo máximo en que puedo confiar es que me transfieran al peor trabajo disponible.

—¿Cómo es eso? —preguntó Greville, más para mantener la conversación que por esperar una respuesta.

—Quién sabe.

Y luego silencio, un silencio abrumador, hasta que llegó la ambulancia.

Se llevaron a Leda, y Martínez se marchó después de pedir de nuevo disculpas y haber oído otra vez que él no tenía culpa alguna, lo que era verdad.

Y así quedó Greville solo, y con la ayuda de las píldoras de la fórmula K logró conciliar el sueño.