V
Se estaba afeitando a la mañana siguiente cuando sonó el teléfono. Una voz familiar salió del aparato.
—Buenos días, Cross. He concertado para usted una entrevista con el doctor Rainshaw, para hoy, tal y como le prometí.
—Buenos días, Redvers. No quiero parecerle desagradecido, pero ¿hace todo eso meramente por demostrar sus deseos de cooperación?
—En parte, sí. Y en parte también porque, como le dije, deseo conocer el punto de vista de un extraño. Usted es el mejor extraño que tengo a mano. Dígame, ¿le habló Watson de asistir esta noche al Club Cósmica?
—¿Por casualidad, tienen también controlada esa tienda?
—No. Lo que pasa es que se puede predecir lo que hará Watson. Habla a todos los clientes para hacerles ingresar en su club. Se trata de una organización genuina, no un antro comercial. Se lo digo para su gobierno.
—Parece usted muy interesado en Watson, ¿por qué?
—Por la misma razón que le llamó la atención a usted. Los mayores almacenes de esta clase del país son un buen lugar para mantenerse en contacto con lo que está sucediendo. Mire, no quiero seguirle retrasando su desayuno. El doctor Rainshaw está en un establecimiento de investigaciones del gobierno en Richmond, cerca de Londres. Le esperaré en un coche a las diez en punto.
Exactamente a las diez llegó el coche. Era un pequeño descapotable pintado de azul eléctrico, sin ningún aspecto de ser un vehículo oficial. Redvers estaba al volante, con la misma expresión facial que el día anterior. Iba solo. Desde el mostrador de la conserjería donde estaba dejando un recado para Lilith, excusándose por su ausencia, Dan le señaló con un gesto que se quedara en el coche y no entrase al hotel.
Tras entregar la nota al puntilloso y altivo empleado, salió a la acera. Subía al coche cuando oyó una voz aguda llamándole por su nombre.
—Perdone un instante —dijo a Redvers en voz baja y se volvió para saludar a la chica con una sonrisa.
—Lo siento mucho —dijo—. Tengo que entrevistarme con cierta persona inesperadamente. Le dejé una nota en conserjería pidiéndole que volviera más tarde.
—¡Ooooh! —Las comisuras de la boca de Lilith cayeron con un gesto de enojo—. Sabe usted que dijo que yo podría…
—Lo sé. Pero se trata de un asunto muy importante y no me enteré de la hora de la entrevista hasta poco antes del desayuno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Redvers desde el coche. Dan le explicó en pocas palabras lo que había prometido a la muchacha.
Mientras hablaba, ella dio media vuelta tristemente y empezó a alejarse con un aspecto tan abatido que hasta parecía gracioso. Dan comenzó a descolgarse su «vagaestrellas», pensando en prestárselo toda la mañana, ya que él no iba a poderlo utilizar, pero Redversle adivinó el pensamiento y sacudió la cabeza.
—Si quiere volver a ver ese chisme, no lo haga —dijo.
—Probablemente, tiene usted razón. Sin embargo, pobre criatura… me da lástima. —Dan miró a la muchacha y vio que había dado media vuelta como si se le hubiera ocurrido una idea. Volvió corriendo, con el rostro encendido.
—¿Por qué no me colocan en el asiento trasero del coche? —dijo ella—. Hay espacio de sobras y le prometo no servirles de estorbo… ¡y además, así sabrá que no voy a huir llevándome su «vagaestrellas»!
Dan soltó una carcajada y miró a Redvers. Pero Redvers no parecía divertido. Abría y cerraba las manos con gesto de preocupación. Por último, dijo:
—Es cosa suya, Cross. A mí me importa un pepino, mientras no oiga ni el más débil chasquido que salga de ese chisme.
—Ya ha oído lo que ha dicho mi amigo. —Dan se encogió de hombros. Con un gritito de placer Lilith saltó al asiento trasero y se acurrucó en un rincón extendiendo la mano para que le diera el «vagaestrellas».
Pensando que la cosa no era más insensata que lo que ya había pasado antes, Dan entregó el aparato a la joven. Redvers se mantuvo impasible dándole la espalda.
—Mantendré el volumen bajo. Se lo juro —dijo Lilith mientras se colocaba el auricular—. Ni se darán cuenta de que estoy aquí.
—Eso espero —contestó Redvers con una inesperada sequedad y puso el coche en marcha.
Al cabo de pocos minutos de viaje, Dan miró por encima de su hombro. Lilith estaba tan «lejana» como lo estuvo ayer, su rostro aparecía pacífico y feliz. Al darse cuenta del movimiento de su compañero, Redvers emitió un gruñido.
—¿Es trabajo suyo o afición el hacer de niñera? —dijo sarcástico.
—No, no lo tengo por costumbre. Ayer esa chica intentó robarme mi «vagaestrellas». Se encontraba en un estado de ánimo infernal.
—¿Una idiota?
—¿Una adicta?
—No sé si se le puede llamar a eso adicción. —Dan se daba cuenta de que en sus palabras traslucía la turbación de su alma—. Es algo diferente, me parece. Le hice cuantas preguntas se me ocurrieron y aún estoy meditando las respuestas que me dio.
—¿Cómo cuáles?
Dan se lo contó todo, con el ceño fruncido.
—Lo que me turba —terminó—, es… no su actitud de sangre fría, porque es demasiado entusiasta para catalogarla así. Mejor dicho, su abierta aceptación del riesgo que entraña todo.
—Son riesgos que difícilmente podrían ignorarte —respondió Redvers con sequedad.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Dan porque la voz de Redvers pareció temblona al efectuar su última observación y sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos y la frente perlada de gruesas gotas de sudor.
—Ella dijo que mantendría el volumen bajo —contestó Redvers—. Si no lo hace, la echaré de aquí.
Dan inclinó la cabeza. Casi apenas audible se percibía un zumbido como el de un enjambre de abejas, pero no parecía venir de detrás de él. Era delante donde se producía. Así lo dijo, no comprendiendo el súbito ataque de temblor que se apoderó de Redvers.
—Tiene usted razón —dijo Redvers con esfuerzo. Detuvo el coche a causa de un semáforo—. Perdóneme. Es aquel coche… ¿lo ve?
Señaló. A poca distancia, en el otro lado del cruce, había un sedán grande con un altavoz asomando por la ventanilla del asiento de los pasajeros. El zumbido provenía de allí y se percibía ahora claramente.
—¿Conectado a un «vagaestrellas»? —preguntó Dan.
—Exactamente. —Redvers giró la cabeza para leer el número de la matrícula de aquel coche—. No tiene derecho a hacerlo. Es ilegal. Viola las ordenanzas en su artículo contra los ruidos callejeros.
Trasteó debajo del salpicadero y sacó un micrófono con conexión elástica y habló por él brevemente. Al ponerse la luz verde retiró el micro y puso en marcha el coche.
Ahora parecía haberse recobrado por completo, ya que no se oía el altavoz.
—Me parece que no —dijo Dan—. ¿Por qué lo hace?
—Lo más probable es porque ese ruido no significa nada para él. O que «casi» significa algo. Va en busca de alguna persona que pueda explicarle el resto, es decir, lo que no sabe. Muy corriente. Dígame, ¿le hizo Watson una demostración de su chisme favorito, uno de la marca Gale y Welchman?
—Sí.
—Diabólicamente atractivo el chisme, ¿verdad? Si alguna vez se ve en peligro de quedar atraído definitivamente por una de esos aparatos, llámeme. Le llevaré a uno de nuestros especialistas para que le dé una orden post-hipnótica que le impida escuchar los «vagaestrellas». En realidad, eso tuve que hacer yo. Mi trabajo se resentía. Probablemente se fijó en qué estado me puse cuando oí lo que emitía aquel altavoz.
Dan le dirigió una mirada de sorpresa.
—No sabía que tuviese usted experiencia directa —dijo.
—Lo mejor para atrapar a un ladrón, es otro ladrón —gruñó Redvers—. Yo no pedí que se me pusiera al frente de las investigaciones del problema del «vagaestrellaje». Probablemente me eligieron porque ya estaba mezclado en el asunto en cierto modo.
—Así que no se fijó en mí sólo por ser un miembro de la Agencia —dijo Dan—. Fue el «vagaestrellas», ¿verdad?
—Cierto. Tenemos aprecio a la Agencia y cualquier miembro de su personal es bien recibido para trabajar en esta isla. Por otra parte, los «vagaestrellas» nos causan pesadillas. ¿Le extraña?
—Después de lo que he visto… no. —Dan tomó un cigarrillo encendido de la cigarrera del salpicadero y fumó pensativo—. Pero lo que me sorprende es que ya tengan ustedes un departamento especial ocupándose de este asunto.
—Es un caso de planificación anticipada, nada más.
—¿Cuál fue la razón principal? ¿Las desapariciones?
—No, al principio, no. El problema de la locura, luego el problema de la adicción. Y hablando de desapariciones: cuidado con lo que diga delante del doctor Rainshaw. Es un aviso.
—¿Por qué?
—Su hijo Robin fue uno de los primeros en desaparecer.
Cuando llegaron a la estación investigadora en que trabajaba Rainshaw, Lilith seguía inmóvil en el asiento trasero. El agente de seguridad y vigilancia de la puerta principal de los jardines se mostró turbado, pero tras revisar las credenciales de Redvers no dijo nada y con un gesto les franqueó la entrada.
—Puede dejarla ahí sin miedo —dijo Redvers mientras conducía el vehículo hasta el cartelón que anunciaba el bloque destinado a los laboratorios científicos—. Todo el recinto está bien guardado. De todas maneras, ella no parece en condiciones de despertar apresuradamente.
No, no lo parecía. Dan la dirigió una mirada de preocupación al abandonar el coche, pero ella demostraba estar muy contenta. Sonreía un poco. Con toda seguridad el vagaestrellaje» no podía ser del todo diabólico, puesto que podía dar una expresión tan inocente al rostro de una muchacha.
Se encogió de hombros y siguió a Redvers al interior del edificio. Sabía que Rainshaw jamás pretendió que su descubrimiento fuese otra cosa que un mero accidente casual. Había estado trabajando en la relación entre gravedad y magnetismo, por eso reunió un potente magneto, una válvula de vacío en la que introdujo cantidades contadas de partículas ionizadas y no ionizadas y delicados instrumentos para seguir el rastro de tales partículas cuyas señales requerían amplificación antes de ser grabadas en cinta.
También tenía la primera cualidad de todo investigador científico: la capacidad de verlas cosas cuando sucedían. Al encontrar señales generadas de una manera que no podía explicar, las estudió. Fue cuestión de pocas semanas eliminar lo no esencial y confinar en una caja el efecto Rainshaw. Fue cosa de meses el que Berghaus formulara una teoría que encajaba con los hechos, aún cuando no los explicara. Pero pareció cuestión de horas el que se olvidara el efecto Rainshaw y que el «vagaestrellaje» pasara a constituir una parte esencial de la vida del hombre.
La primera impresión que le produjo a Dan fue de desencanto. Rainshaw era un hombre delgado, de mejillas hundidas, de un modo que sugería no ser flaco naturalmente, sino que las preocupaciones le habían hecho perder peso. Les recibió en el despacho que tenía una puerta que daba acceso al laboratorio. Como estaba entreabierta, podía verse dentro a un hombre y a una muchacha, trabajando en cierto amplio dispositivo y hablando en voz baja. Los ojos de Rainshaw se mantuvieron errantes en aquella dirección durante toda la entrevista, como si quisieran poner de manifiesto que toleraba la intrusión de los visitantes, pero que no le hacía ni pizca de gracia.
Durante un rato conversaron fría pero educadamente acerca del fenómeno del «vagaestrellaje», sin llegar a ningún resultado; Dan tuvo la sensación de que habría sacado más provecho hablando con Watson en el Club Cósmica. Por fortuna, cuando mentalmente anotaba la visita como una pérdida de tiempo, se le ocurrió mencionar a Bergshaus.
Los helados modales de Rainshaw cambiaron radicalmente.
—¿Conoce usted a Berghaus? —preguntó—. ¿Era usted discípulo suyo?
—Creo que sí —exageró Dan—. Me enseñó lo poco que sé acerca de los «vagaestrellas».
—Nos enseñó a todos, incluyéndome a mí, lo que sabemos del asunto —dijo Rainshaw con calor—. Ese hombre es un genio. Fue una inspirada hipótesis lo que le indujo a enlazar su teoría de la precognición con mi peculiar descubrimiento y, desde entonces cuanto hallamos encaja en su hipótesis. ¡Bien, bien! De manera que usted le conoce, ¿no? Entonces le ruego me perdone mis bruscos modales…, creí que estaba soportando el interrogatorio de otro agente formulista —parecía radiante—. ¿En qué puedo servirle?
Dan emitió un silencioso suspiro de alivio.
—Bueno, doctor Rainshaw, con toda sinceridad, quiero una respuesta directa que, probablemente, no se me pueda dar dada la índole de la pregunta. Quiero saber si usted piensa que hay algún conocimiento útil extraíble del «vagaestrellaje» y si personalmente cree que la posibilidad es lo bastante crecida, como para justificar el padecer el hábito que esos aparatos puedan causar en las gentes.
Rainshaw se retorció las manos.
—A veces me pregunto si no debería sentirme culpable… Bueno, fue un accidente y jamás pretendí otra cosa. ¿Hay información que se pueda obtener de lo que ahora se llama «vagaestrellaje»? Esa es su pregunta. Bueno, Mr. Cross, lo que puedo decirle es que mi hijo…
Se interrumpió y la expresión más extraordinaria apareció en su rostro. Era sorpresa, más desaliento, más una especie de cansina tristeza. Redvers miró a Dan y sacudió ligeramente la cabeza cómo queriendo decirle: «¡Ya se lo advertí!».
Dan estaba preparando alguna observación de simpatía y condolencia cuando Rainshaw se recobró, aclarándose la garganta como si no se hubiera dado cuenta del sobresalto que había producido a sus visitantes.
—Mi hijo así lo pensaba —dijo—. Y supongo que en cierto modo demostró que tenía razón.