Capítulo 4
La calle estaba vacía. Nada se veía, nada se agitaba en ningún lugar. Stark se agachó y puso en pie a la muchacha, arrastrándola hasta debajo del cobijo de los salientes aleros.
—Vamos, vamos —dijo—. Supongamos que dejas de llorar y me dices todo lo que ocurre.
Al poco, entre gemidos, consiguió sacarle toda la historia.
—Soy Zareth —dijo ella—. La hija de Malthor, que le teme a usted por lo que le hizo en el navío, así que me ordenó que le vigilase en la plaza cuando saliera de la taberna, teniéndole yo que seguir y…
Se interrumpió y Stark le acarició el hombro.
—Adelante.
Pero un nuevo pensamiento se le había ocurrido.
—Lo haré si me promete no pegarme o… —Miró a su pistola y se estremeció.
—Lo prometo.
Ella le estudió el rostro todo lo que le permitía ver la obscuridad y entonces pareció perder algo del miedo que la dominaba.
—Yo tenía que pararle. Debía decirle lo que ya le he dicho, que era la hija de Malthor y que él quería que le condujese hasta una emboscada, con el pretexto de ayudarle a escapar, pero eso no lo puedo hacer y, de todas maneras pienso ayudarle a huir, porque odio a Malthor y todo ese asunto de los Seres Perdidos.
Sacudió la cabeza y empezó otra vez a llorar, silenciosamente ahora y, de pronto, perdió todo cuanto tenía de mujer. Era sólo una criatura, triste y temerosa. Stark se alegró de haber señalado a Malthor.
—Pero no puedo abocarle a una emboscada. Odio a Malthor, aún cuando sea mi padre, porque me pega. Y a los Seres Perdidos… —hizo una pausa—. A veces los oigo por la noche, cantando más allá de la niebla. Son unas voces muy terribles.
—Lo son —confirmó Stark—. Yo también lo he oído. ¿Quiénes son los Seres Perdidos, Zareth?
—No se lo puedo decir —repuso Zareth—. Está prohibido incluso hablar de ellos. De todas maneras —terminó con sinceridad— ni siquiera les conozco. Gente que desaparece, eso es todo. No de nuestra raza de Shuruun comúnmente, si no forasteros como usted… y estoy segura de que mi padre va muchas veces a los pantanos con pretexto de cazar entre las tribus de allí, de donde vuelve sin nada, a no ser con hombres de algún navío capturado. El por qué o para qué, no lo sé. Lo único que he oído son los cánticos.
—Viven en el golfo de los Seres Perdidos, ¿verdad?
—Es preciso que lo hagan. Hay muchas islas allí.
—¿Y qué hay de los Lhari, los señores de Shuruun? ¿No saben lo que sucede? ¿O tienen parte en ello?
La muchacha se estremeció y dijo:
—No es cosa nuestra preguntar a los Lhari, ni siquiera preguntarnos a nosotros mismos lo que hacen. Los que lo hicieron desaparecieron de Shuruun y nadie sabe dónde fueron.
Stark asintió. Permaneció en silencio un momento, pensando. Luego la manita de Zareth le rozó el hombro.
—Váyase —dijo ella—. Piérdase en los pantanos. Es usted fuerte y tiene algo distinto a los demás hombres. Usted puede vivir y encontrar el modo de subsistir.
—No. He de hacer algo antes de abandonar Shuruun —cogió la húmeda cabeza rubia de Zareth entre sus manos y la besó en la frente—. Eres una criatura muy dulce, Zareth, y valiente. Dile a Malthor que hiciste lo que él te dijo y que no fue culpa tuya el que no quisiera seguirte.
—De todas maneras me pegará —contestó con filosofía Zareth—, pero quizás no soy muy fuerte.
—No tendrá motivos para pegarte en absoluto, si le dices la verdad… que yo no fui contigo porque estaba decidido a proseguir hasta el castillo de los Lhari.
Hubo un largo, larguísimo silencio, mientras los ojos de Zareth se desorbitaban despacio por el horror y la lluvia que batía en el alero.
—Al castillo —susurró la muchacha—. ¡Oh, no! ¡Váyase a los pantanos, o deje que Malthor se apodere de usted…, pero no vaya al castillo!, —se agarró fuerte a su brazo, los deditos hundiéndose en los músculos con la urgencia de una súplica—. Usted es un forastero, no sabe… ¡Por favor, no suba hasta allí!
—¿Por qué no? —preguntó Stark—. ¿Son demonios los Lhari? ¿Se comen a los hombres? —Se libró de sus manitas con suavidad—. Será mejor que te vayas ahora. Dile a tu padre donde estoy, por si quiere venir tras de mí.
Zareth retrocedió despacio, adentrándose en la lluvia, mirando como si contemplase a alguien que estuviera en el umbral del infierno, no muerto, si no peor que muerto. Una extrañeza se mostraba en su rostro y a través de tal extrañeza, un gran torrente de compasión. Intentó hablar una vez y luego sacudió la cabeza y dio media vuelta, echando a correr como si pensase que no podía soportar más la vista de Stark. Al cabo de un segundo había desaparecido.
Stark se quedó mirándola un momento, extrañamente conmovido. Luego volvió a meterse bajo la lluvia, encaminándose hacia arriba, a lo largo del escabroso sendero que conducía al castillo de los señores de Shuruun.
La niebla era cegadora. Stark tenía que adivinar el camino a medida que trepaba más alto, por encima del nivel de la ciudad, que se perdía en una hosca coloración rojiza. Soplaba un viento cálido y cada resplandor de relámpago se convertía en una niebla carmesí. En un infierno de púrpura. La noche estaba llena de susurros en donde la lluvia se vertía en el golfo. Se detuvo una vez para esconder su revólver en una oquedad entre las rocas.
Al cabo del rato volvió a tambalearse contra un pilar de piedra negra y encontró la puerta que colgaba de él, una cosa masiva forrada de metal y estaba cerrada. El batir de sus puños hizo un sonido excesivamente débil.
Entonces vio la campanilla, un disco enorme en forma de gong, de oro laminado junto a la entrada. Stark recogió el martillo y consiguió que el ruido profundo del gong se destacara de entre los truenos.
Una mirilla se abrió y los ojos de un hombre asomaron. Stark soltó el martillo.
—¡Abra! —gritó—. ¡Quiero hablar con los Lhari!
En el interior se oyó el eco de una carcajada. Retazos de voces le llegaron a impulsos del viento y luego más risas y después, despacio, las grandes válvulas abrieron un poco la puerta, lo suficiente únicamente para que pudiera introducirse.
Entró y el portalón se cerró tras él con estrépito.
Permaneció plantado en un enorme patio abierto. Enclaustrado dentro de sus muros, se veía un poblado de cabañas, con corralizas abiertas para cocinar y corrales para las bestias, que eran dragones sin alas, de los pantanos, que se podían coger y dominar con garrochas y picas.
Vio todo aquello, sólo en vagos vistazos a través de la niebla. Los hombres que le habían dejado entrar se apiñaron en su torno, empujándole hacia la luz que salía a raudales de las cabañas.
—¡Hablará con los Lhari! —gritó uno de ellos a las mujeres y niños que estaban mirándole en los umbrales. Recorrieron todo el patio en una gran algarabía de risas.
Stark los miró, sin decir nada. Eran de una raza sorprendente. Los hombres, evidentemente, eran soldados y guardas de los Lhari, porque llevaban el equipo de hombres de lucha. Evidentemente estaban con sus mujeres y sus hijos; todos viviendo tras los muros del castillo y teniendo poco que ver con Shuruun.
Pero fueron sus características raciales lo que le sorprendieron. Tenían el mestizaje de las tribus pálidas de los bordes de los pantanos que habían poblado a Shuruun y habían muchos con cabello blanco, y caras anchas. Sin embargo, incluso aquellos tenían un aspecto extraño, forastero. Stark se sintió turbado, porque la raza que había nombrado era desconocida aquí, detrás de las Montañas de la Nube Blanca, y casi desconocida, en cualquier parte de Venus a nivel del mar, entre los ondulantes marjales y las nieblas eternas.
Le miraban a él, incluso con más curiosidad, advirtiendo su piel y su cabello negro y los rasgos poco familiares de su rostro. Las mujeres se daban codazos unas a otras susurrando y emitiendo risitas. Una de ellas dijo en voz alta:
—¡Necesitarán un aro de barril para rodearle el cuello!
Los guardias se cerraron en su torno.
—Bueno, si deseas ver a Lhari, lo verás —dijo el jefe—; pero primero tenemos que asegurarnos de ti.
Puntas de espada formaron un anillo en su torno. Stark no resistió mientras le desnudaron de cuanto tenía, excepto de sus pantalones cortos y sandalias. Se lo había esperado y le divertía, porque sabía lo poco que le podían quitar.
—De acuerdo —dijo el jefe—. Vamos.
Todo el pueblo salió bajo la lluvia para acompañar a Stark hasta la puerta del castillo. Había en ellos el mismo interés ominoso que tuvo la gente de Shuruun, pero con una diferencia. Sabían lo que iba a ocurrirle, lo sabían todo y por tanto apreciaban doblemente el juego.
El gran portalón era cuadrado y liso, pero no tosco ni falto de gracia. El castillo estaba edificado en piedra, cada bloque perfectamente cortado y encajado, y la puerta forrada del mismo metal que el de la muralla, obscuro, pero no corroído.
El jefe de la guardia gritó al portero:
—¡Aquí hay uno que quiere hablar con los Lhari!
El portero rió.
—¡Y lo hará! Su noche es larga y aburrida.
Abrió el pesado portalón y dio una voz a través del pasillo. Stark pudo oír el sonido despertando ecos cavernosos en el interior y, al poco, de las sombras aparecieron sirvientes vestidos de seda llevando collares de joyería. Por el sonido gutural de sus risas, Stark se dio cuenta de que carecían de lengua.
Stark se sintió entonces desfallecer. El umbral se cernía siniestro ante él, y de pronto se le ocurrió que el diablo estaba en la otra parte y que quizás Zareth fuera más prudente que él, cuando le previno de no acudir a los Lhari.
Luego, al pensar en Helvi y en otras cosas, perdió el miedo, convirtiéndosele en cólera. Un relámpago surcó el firmamento. El último grito de la moribunda tempestad sacudió el suelo a sus pies. Apartó a un lado al sonriente portero, portando consigo un velo de roja niebla, y no oyó cómo se cerraba la puerta furtiva y silenciosamente, como los pasos de la Muerte al acercarse.
Ardían antorchas a lo largo de las paredes y, a su humeante resplandor, pudo ver que el vestíbulo era como la entrada… cuadrado y sin adornos, con las paredes de negra roca. Era alto y amplio, y en la arquitectura había una tranquila dignidad reflexiva que poseía cierta belleza, en cierto modo más impresionante que la sensual belleza de los palacios arruinados o en ruinas que había visto en Marte.
No había bajorrelieves allí, ni pinturas ni frescos. Parecía que los constructores habían notado que el vestíbulo era en sí bastante, en su perfección de líneas y en el sombrío resplandor de la piedra pulimentada. La única decoración radicaba en los quicios de las ventanas. Ahora se las veía vacías, abiertas al firmamento con la niebla roja retorciéndose a través de ellas, pero todavía se veían retazos de vidrieras artísticas, con cristales de colores colgando del entramado, para mostrar lo que antaño fueron.
Un extraño sentimiento sensible se apoderó de Stark. A causa de su crianza salvaje era anormalmente sensible a la clase de impresiones que muchos hombres pueden recibir con vaguedad o no recibir en absoluto.
Bajando por el vestíbulo, seguido por las criaturas sin lengua, con sus sedas brillantes y relucientes collares, se vio sorprendido por una sutil diferencia en el lugar. El castillo era sólo una extensión de las mentes de sus constructores, un sueño convertido en realidad. Stark notó que el sueño obscuro, fresco, curiosamente sin tiempo, no se había originado en una mente como la suya, ni en la de ningún hombre que hubiera visto jamás.
Luego se llegó al extremo del vestíbulo, el camino estaba barrado por puertas bajas y anchas, de oro labrado con la misma casta simplicidad.
Hubo un suave arrastrar de pies, un informe estremecimiento de los sirvientes, un mirar de ojos burlones y maliciosos, y las puertas de oro se abrieron y Stark se halló en presencia de los Lhari.