Capítulo 6
Rojo. Rojo. Rojo. El color de la sangre. Sangre en sus ojos. Ahora recordaba. La presa se revolvió contra él y habían luchado en las desnudas y cortantes rocas.
Nor había matado a N’Chaka. El Señor de las Rocas era muy grande, un gigante entre los lagartos y N’Chaka era pequeño. El Señor de las Rocas había abierto la cabeza a N’Chaka antes de que la lanza de madera le arañase apenas su flanco.
Era extraño que N’Chaka viviera aún. El Señor de las Rocas debía estar harto por completo. Sólo eso le había salvado.
N'Chaka gemía, no de dolor, sino de vergüenza. Había fracasado. Esperando un gran triunfo, desobedeció la ley de la tribu que prohibía a un muchacho cazar la presa de un hombre, y había fracasado. El Viejo Uno no le recompensaría con el cinturón y la lanza de pedernal, símbolos de la virilidad. El Viejo Uno lo entregaría a las mujeres para que le castigaran con los látigos pequeños. Tika se reiría de él y pasarían muchas estaciones antes de que el Viejo Uno le diera permiso para intentar la Caza del Hombre.
Sangre en sus ojos.
Parpadeó para aclararlos. El instinto de supervivencia le acuciaba. Debía levantarse y alejarse antes de que el Señor de las Rocas volviera para comérselo.
La rojez no se iría. Manaba y fluía, brillando extrañamente. Tornó a parpadear y trató de alzar la cabeza, pero no pudo y el miedo le aplastó como la férrea plancha de la escarcha a las rocas del valle.
Todo era erróneo. Podía verse a sí mismo con claridad, como un muchachuelo desnudo, turbado por el dolor, levantándose y trepando por los salientes y las pizarras hasta la seguridad de la cueva. Sin embargo, era incapaz de moverse.
Todo erróneo. Tiempo, espacio, el universo, obscurecido y revuelto.
Una voz le habló. La voz de una muchacha. No era la de Tika y el idioma era desconocido.
Tika estaba muerta. Los recuerdos se agolparon en su mente, las cosas amargas, las crueles. El Viejo Uno había muerto y todos los demás…
La voz volvió a oírse, llamándole por un nombre que no era el suyo.
—Stark.
El recuerdo se fragmentó en un caleidoscopio de imágenes rotas, pedazos vibrantes, giratorios. Se veía arrastrado entre ellos. Estaba perdido y el terror le originó un grito gutural.
Manos suaves le tocaban la cara, palabras gentiles, rápidas y acariciadoras. Lo rojo se aclaró y estabilizó, aunque no se fue; y de súbito volvió a ser él mismo, con todos sus recuerdos en el sitio correspondiente.
Yacía de espaldas y Zareth, la hija de Malthor, le estaba mirando. Ahora sabía lo que era la rojez. La había visto demasiado a menudo para no conocerla. Se encontraba en alguna parte del fondo del Mar Rojo… aquel fantasmal océano en el que un hombre puede respirar.
Pero no podía moverse. Eso no había cambiado. Su cuerpo estaba muerto.
El terror que sintió antes no era nada comparado con la agonía que ahora le inundaba. Yacía en la tumba de su propia carne, mirando a Zareth, esperando una respuesta a la pregunta que no se atrevía a formular.
Por la expresión de sus ojos ella le comprendió.
—Todo va bien —dijo y sonrió—. Pasará pronto. Te encontrarás bien. Es sólo el arma de los Lhari. No sé de que forma hacen que el cuerpo se duerma, pero volverá a despertar.
Stark se acordó del objeto negro que entonces Egil tenía en las manos. Un proyector de alguna especie, emitiendo una corriente vibratoria de alta frecuencia que paralizaba los centro nerviosos. Estaba sorprendido. Las Gentes de la Nube eran bárbaros, aunque en una escala superior a la de las tribus de las lindes del pantano que con toda seguridad no poseían tan científico instrumento. Se preguntó de dónde habría sacado el Lhari tal arma.
Realmente no importa. No, ahora. Una oleada de alivio le recorrió, llevándole peligrosamente cerca de las lágrimas. El efecto se disiparía. De momento eso era cuanto le importaba.
Volvió a mirar a Zareth. Su cabello pálido flotaba con las lentas ondas del mar, como una nube lechosa contra el chispeante carmesí. Ahora vio que su rostro estaba ajado y ensombrecido y que sus ojos reflejaban una terrible desesperanza. Cuando la vio por primera vez estaba viva…, asustada, no demasiado brillante, pero llena de emoción y con un cierto valor interno. Ahora la chispa había desaparecido, estaba apagada.
Llevaba un collar en torno a su alto cuello. Un anillo de metal obscuro con los extremos soldados uno con otro para siempre.
—¿Dónde estamos? —La preguntó.
Y ella contestó con su voz portando profundidad y cavernosidad en la densa substancia del mar.
—Estamos en el lugar de los Seres Perdidos.
Stark miró más allá de ella, todo lo lejos que pudo, puesto que le era imposible volver la cabeza. Y algo extraño le sobrevino.
Negras paredes, negra cúpula por encima suyo, un vasto salón lleno del baño del mar que resbalaba en rachas de susurrantes llamas a través de los altos alféizares. Un salón gemelo al de la bóveda en sombras donde conoció a los Lhari.
—Hay una ciudad —dijo Zareth con tristeza—. Pronto la verás. No podrás ver otra cosa hasta que mueras.
—¿Cómo has venido hasta aquí, pequeña? —dijo Stark con voz suave.
—Por causa de mi padre. Te diré cuanto sé, que es bien poco. Malthor ha estado procurando esclavos a los Lhari desde hace mucho tiempo. Hay varios capitanes de Shuruun dedicados a la misma tarea, pero eso es algo que nunca se dice…, así que yo, su hija, sólo podía sospecharlo. Estuve segura cuando me mandó tras de ti.
Rió, con cierta amargura.
—Ahora, aquí estoy, con el collar de los Seres Perdidos en torno a mi cuello. Pero Malthor también está aquí —volvió a reír; una fea risa proviniendo de una boca joven. Luego miró a Stark y extendió la mano con timidez para tocarle el cabello como una caricia. Sus ojos de niña estaban muy abiertos, tiernos y llenos de lágrimas.
—¿Por qué no te metiste en los pantanos cuando te avisé?
Stark respondió:
—Ya es tarde, ahora, para preocuparse por eso. Dices que Malthor está aquí, ¿esclavo?
—Sí —de nuevo aquella mirada de maravilla y admiración en los ojos de ella—. No sé lo que dijiste o hiciste a los Lhari, pero el Señor Egil bajó dominado por la furia, maldiciendo a mi padre, llamándole inepto por no haber sabido apoderarse de ti. Mi padre protestó y dio sus excusas y todo habría terminado bien… sólo que, su curiosidad le venció y preguntó al Señor Egil qué había pasado. Tú eras como una bestia salvaje, dijo Malthor, y esperaba que no hubieras hecho daño a la Señora Varra, puesto que podía ver por las heridas de Egil que había habido jaleo.
»El Señor Egil se volvió rojo como la púrpura. Creí que iba a caerse en redondo víctima de un ataque.
—Sí —dijo Stark—. Fue una equivocación decir eso —el lado ridículo del asunto le sorprendió y de pronto se vio sacudido por las carcajadas—. ¡Malthor debió haber mantenido la boca cerrada!
—Egil llamó a su guardia y les ordenó que aprehendieran a Malthor. Y cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, Malthor se volvió contra mí, tratando de decir que yo tenía la culpa de todo porque te había dejado escapar.
Stark dejó de reír.
La voz de ella prosiguió despacio.
—Egil parecía loco de furia. He oído decir que todos los Lhari están locos y creo que así es. De todas maneras, ordenó que se me llevaran también, porque quería hundir en el barro para siempre a toda la estirpe de Malthor. Por eso estamos aquí.
Hubo un largo silencio. Stark no podía pensar en ninguna palabra de consuelo y en cuanto a la esperanza sería mejor esperar hasta estar seguro de que por lo menos podía levantar la cabeza. Egil podía haberle dañado permanentemente, fuera de toda curación. De hecho ya le sorprendía no estar muerto.
Tornó a mirar al collar en el cuello de Zareth. Esclava. Esclava de los Lhari en la ciudad de los Seres Perdidos.
¿Qué diablos hacían con los esclavos en el fondo del mar?
Los densos gases conducían el sonido notablemente bien, excepto por una rara propiedad de difusión que hacía parecer que una voz venía de todas partes a la vez. Ahora, de inmediato, Stark se dio cuenta de un sordo clamor de voces flotando hacia él.
Trató de ver y Zareth apartó la cabeza para facilitarle la visión.
Los Seres Perdidos regresaban del trabajo, quién sabe de qué clase, que realizaban cada día.
Saliendo de la roja cortina de más allá de la abierta puerta se desparramaron en la gran vastedad del salón que estaba lleno del mismo lóbrego rojo, moviéndose despacio con sus blancos cuerpos arrastrando estelas de adustas llamas. La hueste de los condenados vagando a través de un extraño infierno tapizado de rojo, cansada y sin esperanza.
Uno por uno se fueron dejando caer en los jergones dispuestos en filas sobre la negra piedra del suelo y yacieron allí, exhaustos hasta el límite, con su pálido cabello flotando a impulsos de las lentas ondas del mar. Cada uno de ellos portaba un collar.
Un hombre no se acostó. Vino hacia Stark. Era un bárbaro alto que caminaba con grandes manotazos, de manera que se veía envuelto en chispas centelleantes, rojas, giratorias. Stark reconoció su rostro.
—Helvi —dijo, sonriéndole como bienvenida.
—¡Hermano!
Helvi se agazapó. Cuando le conoció Stark, era un corpulento y hermoso muchacho, pero ahora se había hecho hombre, con todas las risas convertidas en profundas y sombrías arrugas en torno a su boca y con los pómulos sobresaliendo como riscos de granito.
—Hermano —repitió mirando a Stark a través de un palio de lágrimas—. Loco —y maldijo salvajemente a Stark por haber llegado a Shuruun en busca de un estúpido que tomó el mismo camino y que servía para tanto como si estuviera ya muerto.
—¿Me habrías seguido tú? —preguntó Stark.
—Pero es que yo soy sólo una criatura ignorante de los pantanos —contestó Helvi—. Viniste del espacio, conoces otros mundos, sabes leer y escribir… ¡deberías tener algo más de sentido común!
Stark sonrió.
—Y yo soy aún una ignorante criatura de las rocas. Así que los dos somos tontos. ¿Dónde está Tobal?
Tobal era el hermano de Helvi que quebrantó el tabú y buscó refugio en Shuruun. Aparentemente había hallado la paz final, porque Helvi sacudió la cabeza.
—Un hombre no puede vivir demasiado tiempo bajo el mar. No sólo es comer y respirar. Tobal agotó su tiempo y yo estoy cerca del fin del mío —alzó la mano y la bajó con violencia; mirando cómo los fuegos rojos bailoteaban en torno a sus brazos.
—El cerebro se quiebra antes que el cuerpo —dijo casual Helvi, como si la cosa no tuviera importancia.
—Helvi te ha velado cada período, mientras los otros dormían —habló Zareth.
—No yo solo —intervino Helvi—. Esta pequeña me hizo compañía.
—¡Velándome! —exclamó Stark—. ¿Por qué?
Como respuesta, Helvi señaló a un jergón no muy distante. Malthor yacía allí, los ojos entreabiertos y llenos de malicia, y la fresca cicatriz lívida en su mejilla.
—Piensa que no debiste pelear en su barco —dijo Helvi.
Stark sintió un interno escalofrío de horror. Yacer allí desamparado, viendo cómo Malthor se le acercaba con los dedos abiertos tratando de cerrarse en torno a su inerme garganta.
Hizo un esfuerzo apasionado para moverse y renunció, jadeando. Helvi sonreía:
—Ahora es el momento de que te pueda vencer, Stark, cosa que antes nunca pude —dio a Stark un empujón suave en la cabeza, sorprendentemente suave dada su corpulencia—. Ya nos volveremos a medir. Duerme ahora y no te preocupes.
Se instaló para vigilar y al poco, a pesar suyo, Stark se quedó dormido, con Zareth acurrucada a sus pies como un perrito.
No había tiempo allá abajo en el corazón del Mar Rojo. Ni luz del día, ni alba, ni espacio de obscuridad. No soplaban vientos, no llovía ni ninguna tempestad rompía el silencio infinito. Sólo las perezosas corrientes susurrantes en su camino hacia la nada y las chispas rojas que bailaban y el gran salón, esperando, recordando el pasado.
Stark esperaba también. Cuanto, nunca lo supo, pero estaba acostumbrado a esperar. Había aprendido la paciencia en las rodillas de las grandes montañas cuyas cumbres se alzaban orgullosas en el espacio abierto para mirar al Sol y había llegado a absorber el desdén que tales picachos sentían hacia el tiempo.
Poco a poco, la vida retornó a su cuerpo. Un guardián mestizo venía de vez en cuando a examinarle, pinchando en la carne de Stark con su cuchillo comprobando sus reacciones, de manera que Stark no pudiera mostrarse perezoso.
Calculaba sin control de Stark. El terrestre soportaba los pinchazos, nada más que con un leve retorcimiento, hasta que sus miembros volvieron a ser completamente suyos. Entonces saltó y lanzó al hombre a casi la mitad del salón, dándole vueltas y vueltas, gritando con sobresaltada cólera.
Al siguiente período de trabajo, Stark fue llevado con los demás a la Ciudad de los Seres Perdidos.
Stark había estado antes en lugares que le impresionaban, que le oprimían por su ambiente extraño, por su perversidad —Sinharat, las maravillosas ruinas de coral y oro perdidas en las inmensas llanuras de Marte; Jekkara, Valéis… las Ciudades del Canal Bajo que olían a sangre y vino; las cuevas de los acantilados de Ariarnhod al borde del Lado Obscuro, las enterradas ciudades-tumba de Callisto—. Pero esto… esto era una pesadilla que dominaba todos los sueños del hombre.
Miró a su alrededor con fijeza mientras marchaba en la larga fila de esclavos y sintió una fría contracción de su cuerpo como jamás había experimentado antes.
Amplias avenidas, pavimentadas con bloques de negra piedra pulimentada hasta parecer un inmenso espejo de ébano. Edificios altos e impresionantes, puros y sencillos, con el tranquilo porte de quien se siente capaz de desafiar el paso del tiempo. Negros, todos negros, sin la menor cenefa ni pintura, ni talla que ablandara la dureza de sus líneas; con sólo de trecho en trecho una ventana, roja y reluciente como ojos sanguinolentos.
Enredaderas cayendo en cascada coma la nieve, por las grandes losas de piedra. Jardines de apelmazado césped y flores creciendo coloristas en sus verdes tallos, los pétalos abiertos a una luz diurna que se había ido, la cabeza inclinada como a impulsos de cualquier olvidada brisa. Todo limpio, todo cuidado, las ramas podadas, la tierra recién removida aquella mañana… pero ¿por qué manos?
Stark recordó el gran bosque dormido al fondo del golfo y se estremeció. No le gustó pensar cuánto tiempo hacía que aquellas flores debieron abrir sus capullos juveniles a la última luz que iban a ver jamás Porque estaban muertas… muertas como el bosque, muertas como la ciudad. Siempre brillantes… y muertas.
Stark pensó que aquello debió ser siempre una ciudad silenciosa. Era imposible imaginarse ruidos como los de la gente en el mercado llenando las negras avenidas tan inmensas, tan severas. Aquellas enlutadas paredes no estaban hechas para devolver en ecos ni las canciones ni las risas. Incluso los niños debieron de moverse silenciosos a lo largo de los caminos de los jardines, como pequeñas y sabias criaturas nacidas en una dignidad antigua.
Comenzaba ahora a comprender el significado de aquel bosque fantasmal. El Golfo de Shuruun no había sido siempre un golfo. Antaño fue un valle, rico, fértil, arropando entre sus brazos a la gran ciudad y conservando acá y allá, sobre las laderas superiores, el retiro íntimo de algún noble o de algún filósofo… de lo que el castillo de los Lhari era lo único superviviente.
Un muro de roca había impedido el paso del Mar Rojo desde este valle. Y luego, de algún modo, el muro se agrietó y la súbita marea carmesí manó lentamente, muy lentamente, entrando en las fértiles hondonadas, subiendo más y más, lamiendo las torres y rebasando las copas de los árboles en una llamarada atorbellinada, ahogando para siempre a la tierra. Stark se preguntó si la gente supo del desastre que se avecinaba, si se habían aprestado para arreglar por última vez sus jardines de modo que pudieran permanecer perfectos dentro de los embalsamantes gases del mar.
Las columnas de esclavos, dirigidas por los capataces armados con pequeños instrumentos negros similares al que había utilizado Egil, salieron a una amplia plaza cuyos extremos lejanos quedaban velados por un lóbrego rojo. Y Stark contempló las ruinas.
Un gran edificio se había desplomado en el centro de la plaza. Sólo los dioses podían saber qué fuerza había empujado sus paredes y lanzado aquellas gigantescas piedras negras al suelo, donde formaban ahora un montón informe. Pero allí estaba, la única cosa en desorden de la ciudad, una montaña de escombros.
Ninguna otra casa había sufrido daño. Parecía como si aquello hubiera sido el emplazamiento de los templos y que hubieran permanecido en pie ilesos, alineados a lo largo de los costados de la plaza, los mortecinos fuegos mostrándose a través de los abiertos pórticos. Hundidas en sus sombras más profundas, pensó Stark que podía divisar imágenes, casas gigantescas y sobrias bajo el chispeante resplandor.
No tuvo tiempo de examinarlas. Los capataces les obligaron a proseguir entre maldiciones y ahora comprendió la utilidad de los esclavos. Su misión era despejar aquello de los restos del edificio colapsado.
Helvi susurró:
—Durante dieciséis años, los hombres han sufrido esclavitud y han muerto aquí abajo, y el trabajo aún está a medio hacer. ¿Y por qué quieren los Lhari arreglar esto? Ya te lo diré. Porque están locos. ¡Locos como se ponen los dragones del pantano por primavera!
En verdad que parecía una locura trabajar en aquella pila de rocas dentro de una ciudad muerta en el fondo del mar. Era una locura. Y sin embargo, aunque los Lhari parecieran chiflados, no estaban locos. Había un motivo para aquello y Stark estaba seguro de que era una razón poderosa… por lo menos para los Lhari.
Un capataz se acercó a Stark, empujándole con rudeza hacia una narria ya en parte cargada de bloques rotos. Stark dudó, sus ojos adquirieron un aspecto feo y Helvi dijo:
—¡Vamos, estúpido! ¿Quieres que te vuelvan a derribar como lo hizo aquel Lhari?
Stark miró de reojo la pequeña arma, roma y alerta, y de mala gana se volvió para obedecer. Y allí comenzó su servidumbre.
La que llevó era una fantasmagórica clase de vida. Durante una temporada trató de calcular el tiempo por períodos de trabajo y sueño, pero perdió la cuenta y esta pérdida no le importó nada.
Trabajaba con los demás, ayudando a despejar las ruinas de los bloques de piedra, limpiando las bodegas en parte llenas de escombros, derribando las paredes resentidas. Los esclavos mantenían su antigua forma de pensar, llamando «días» a los períodos de trabajo y «noches» a los de sueño.
Cada «día». Egil o su hermano Cond, venían a ver lo que se había hecho y se marchaban ceñudos y desilusionados, ordenando que se aceleraran los trabajos.
Treon pasaba allí la mayor parte del tiempo. Bajaba despacio cojeando con su pierna lisiada y se apoyaba como una pálida gárgola en las piedras planas, sin hablar nunca, mirando con sus tristes y hermosos ojos. Despertaba en Stark un vago presentimiento. Había algo ominoso en la silente paciencia de Treon, era como si esperara la venida de alguna muerte negra, muy retrasada ya, pero inevitable. Stark recordó la profecía y se estremeció.
Al cabo de un tiempo le pareció a Stark que los Lhari mandaban despejar las ruinas del edificio para llegar hasta las bodegas y sótanos enterrados. Las grandes cavernas obscuras ya descubiertas no contenían nada, pero los hermanos persistían en su esperanza. Una y otra vez Cond y Egil golpeaban paredes y suelos para ver si sonaban a hueco, hurgando aquí y allá e impacientándose ante el retraso en abrir el subterráneo laberinto. Nadie sabía qué esperaban encontrar.
Varra también venía. Sola, y a menudo, vagaba a través de los mortecinos fuegos de la bruma y contemplaba las casas sonriendo con una secreta sonrisa, con su cabello de plata ondeando bajo la acción de las corrientes. Sólo dirigía cortas y tajantes palabras a Egil, pero mantenía los ojos fijos en el corpulento y moreno terrestre y había en tales ojos una expresión que hacía hervir la sangre del joven. Egil no estaba ciego y también se ponía nervioso, pero de manera distinta.
Zareth advirtió aquella mirada. Se mantenía lo más cerca posible de Stark, sin pedir favores, pero siguiéndole con una especie de devoción, mostrándose satisfecha sólo cuando se hallaba junto a él. Una «noche» en el dormitorio de los esclavos, ella se agazapó junto al jergón de él, con la cabeza apoyada en la desnuda rodilla del hombre. No habló y su rostro permaneció oculto bajo las masas flotantes de su cabellera.
Stark la levantó un poco para poderla mirar a la cara, apartando a un lado la pálida nube.
—¿Qué es lo que te preocupa, hermanita?
Los ojos de ella estaban muy abiertos y ensombrecidos por algún vago temor. Pero dijo tan sólo:
—No me corresponde hablar.
—¿Por qué no?
—Porque… —Le temblaba la boca y de manera súbita dijo—: Oh, es una locura, lo sé. Pero la mujer Lhari…
—¿Qué hay de ella?
—Te vigila. ¡Siempre te está vigilando! Y el señor Egil está furioso. Hay algo en la cabeza de ella y que te atraerá el mal sobre ti. ¡Lo sé!
—Me parece —dijo Stark con una mueca—, que los Lhari ya han hecho todo el mal posible a nosotros los esclavos.
—No —respondió Zareth, con una rara sabiduría—. Nuestros corazones todavía están limpios.
Stark sonrió. Se inclinó y la besó.
—Tendré cuidado, hermanita.
De pronto ella lanzó sus brazos en torno al cuello de Stark y se apretó contra él frenética y muy estremecida, y el rostro del terrestre se quedó sombrío. La acarició, bastante torpemente y luego ella se fue, para acurrucarse en su propio jergón, con la cabeza enterrada en sus bracitos.