Capítulo 5
A primera vista tenían el aspecto de criaturas entrevista en un sueño febril, muy brillantes y distantes, envueltas en un neblinoso resplandor que les daba una ilusión de belleza ultraterrestre.
El lugar en que ahora estaba plantado Stark era como una catedral por su amplitud y soledad. En su mayor parte quedaba sumido en la obscuridad, que parecía extenderse sin límite, por encima y por todos lados, como si las paredes fueran sólo umbrosos fantasmas de la propia noche. La pulimentada piedra negra bajo sus pies, contenía un vago y traslúcido resplandor, sin profundidad, como el agua de un estanque de mármol negro. Allí no había substancia en parte alguna.
Lejos, en aquella sombría vastedad, ardían una serie de lámparas agrupadas, una galaxia de estrellitas que vertía un chorro de luz plateada sobre los señores de Shuruun.
No se produjo el menor ruido en el lugar, cuando entró Stark, porque al abrirse las puertas de oro captó la atención de los Lhari retenida en la contemplación del forastero. Stark empezó a caminar hacia ellos en aquella súbita quietud.
De pronto, en la impenetrable obscuridad de algún lugar de su derecha, se oyó un agudo alboroto y el arrastrarse de zarpas de reptil, un silbido y una especie de bajo y colérico musitar, todo ampliado y distorsionado por la caja de resonancia de la estancia, hasta convertirlo en un demoníaco murmullo que lo envolvió todo en torno.
Stark giró en redondo, agazapándose alerta, los ojos llameando y su cuerpo bañado de frío sudor. El ruido creció, precipitándose hacia él. Desde el distante resplandor de las lámparas, percibió la risa tintineante de una mujer, como fino cristal roto contra la bóveda. El silbido y el gruñir se alzaron en un hueco crescendo y Stark vio una forma que saltaba sobre él.
Extendió las manos para contener la embestida, pero nunca llegó a producirse. La forma no era otra cosa que un niño de unos diez años, que arrastraba tras de sí con una cuerda a un dragón joven, sin dientes, recién salido del huevo.
Stark se incorporó, sintiéndose decepcionado y furioso… y aliviado. El muchachito le miró ceñudo a través de una frente cubierta de plateados rizos. Luego le llamó con una sucia palabra y echó a correr, pataleando y bramando como una bestezuela, hasta parecer el padre de todos los dragones en aquella vasta cámara resonante.
Una voz habló. Despacio, áspera, sin sexo, sonó espesa por la bóveda. Espesa y fina a la vez, como una hoja de acero. El lenguaje del acero es inexorable y su palabra definitiva.
—Ven aquí, a la luz —dijo la voz.
Stark obedeció. A medida que se aproximaba a las lámparas, el aspecto de los Lhari cambiaba y se estabilizaba. Su belleza persistía, pero no era la misma. Le habían parecido como ángeles. Ahora que los podía ver claramente, Stark pensó que podrían haber sido los hijos del propio Lucifer.
Eran seis, contando al muchachito. Dos hombres, casi de la misma edad que Stark.
Una mujer hermosa, vestida con blanca seda, sentada con las manos en el regazo, sin hacer nada. Otra mujer más joven aún, quizás no tan hermosa, pero con una expresión de amarga y tormentosa vitalidad. Vestía una corta túnica carmesí, y en un recio guante de cuero de su mano izquierda había posada una cosa voladora, rapaz, con los fieros ojos encapuchados.
El chico se plantó junto a los dos hombres, con la cabeza erguida con arrogancia. De vez en cuando tiraba del cordón de su cautivo dragón o le daba un puntapié a sus desdentadas mandíbulas. Se veía que estaba orgulloso por hacer aquello. Stark se preguntaba ahora, cómo se comportaría con la bestia cuando al animal le hubieran crecido los colmillos.
En frente suyo, en cuclillas sobre un montón de cojines, había un tercer hombre. Era deforme, con un cuerpo desmañado y largos brazos de tarántula y, en su regazo, sobre un pedazo de madera, yacía un afilado cuchillo con el que había trabajado en un trozo de madera, esculpiendo una forma mitad mujer mitad diablo. Stark vio con sorpresa, que el rostro del joven deforme era el único humano, el único bello de todos los allí presentes. Sus ojos eran viejos en aquella cara infantil, sabios y muy tristes. Sonrió al recién llegado y su sonrisa despertaba más compasión que las lágrimas.
Miraron todos a Stark, con ojos hambrientos e inquietos. Eran de raza pura, que habían dejado su impronta de extranjerismo en la gente de cabellos pálidos de los pantanos, en los sirvientes que se apiñaban en las chozas del patio.
Eran de la raza de la Gente de la Nube, los habitantes de las Altas Mesetas, reyes de la tierra en las lejanas laderas de las Montañas de la Nube Blanca. Era raro verles allí, en el lado obscuro del muro barrera, pero allí estaban. No podía imaginar cómo habían venido y por qué, dejando sus ricas llanuras fértiles por la hediondez de aquellos pantanos extranjeros. Pero no había posibilidad de confundirse con ellos… la orgullosa y fina modelación de sus cuerpos, su piel alabastrina, sus ojos que eran de todos los colores y de ninguno, como el cielo del alba, su cabello pura plata cálida.
No hablaron. Parecían estar aguardando permiso para hacerlo, y Stark se preguntó, cuál de ellos le había dado la acerada orden.
Entonces esta orden volvió a producirse.
—Ven aquí… acércate más.
Y miró por detrás de ellos, más allá del círculo de las lámparas, en las sombras, y vio a la que hablara.
Ella yacía sobre un lecho bajo, la cabeza apoyada en sedosas almohadas, su vasto y gigantescamente increíble cuerpo, cubierto con un manto de seda. Sólo los brazos le quedaban al desnudo, como dos masas informes de carne blanca, terminando en manos diminutas. De vez en cuando extendía una de ellas y tomaba un pellizco de comida de la dispuesta a su lado, resoplando y gruñendo por el esfuerzo y devorando lo tomado con horrible voracidad.
Sus rasgos se habían disuelto hacía ya mucho tiempo en una cosa informe, con excepción de su nariz, que sobresalía de la gordura, curvada, cruel y delgada, como el pico huesudo de la criatura que, posada en la muñeca de la joven, dormía soñando en sus encapuchados sueños de sangre. Y los ojos…
Stark la miró a los ojos y se estremeció. Luego miró la escultura a medio hacer que el tullido tenía en su regazo y comprendió qué inspiración sirvió de guía al cuchillo.
Medio mujer, medio puro diablo. Y fuerte. Muy fuerte. Su fortaleza yacía desnuda en sus ojos, según se podía ver, y era una fortaleza horrenda, fea. Podía desgajar montañas, pero no construir nada.
La vio mirarle. Los ojos de ella horadaban los suyos como si registraran sus entrañas y las estudiaran, y supo que ella esperaba que diera media vuelta, incapaz de resistirle la mirada. Pero no lo hizo. Al poco sonrió. Stark dijo:
—Vencí con la mirada a un lagarto de las rocas, hasta decidir quién se comía a quién. Y hasta derroté en fijeza a las mismas peñas mientras esperaba.
Ella sabía que el forastero había dicho la verdad. Stark confiaba en verla enfurecerse, pero se engañó. Un vago movimiento ondulatorio la sacudió, emergiendo al final con una carcajada insonora.
—¿Veis eso? —preguntó, dirigiéndose a los demás—. Vosotros, cachorros de los Lhari… ninguno se atreve a plantarme cara; sin embargo, aquí hay una gran criatura morena venida de los Dioses saben dónde, que pueda resistir y avergonzaros.
Tornó la mirada a Stark.
—¿De qué demonio corre la sangre de tus venas, que no has podido aprender ni la prudencia ni el temor?
—Aprendí ambas cosas antes de aprender a andar. Pero aprendí también otra cosa… algo llamado cólera.
—¿Y estás colérico?
—¡Pregúntale a Malthor si lo estoy y por qué!
Vio a los dos hombres sobresaltarse un poco y una lenta sonrisa cruzar por el rostro de la muchacha.
—Malthor —cogió de la masa sobre el lecho y comió un puñado de carne asada que goteaba grasa—. Eso es interesante. Pero la rabia contra Malthor no te trajo aquí. Forastero, soy curiosa. Habla.
—Lo haré.
Stark miró en su derredor. El lugar era una tumba y una trampa. El mismo aire olía a peligro. La gente más joven le vigilaba en silencio. Nadie había hablado desde que entró, excepto el muchachito que le maldijo, acariciando con desgana a la criatura de su muñeca, de modo que se agitó y extendió sus patas con uñas como navajas y las sacó de sus huesudas fundas con un placer sensual. La mirada de ella sobre Stark era descarada y fría, singularmente retadora. De todos ellos, era la única que le veía como hombre. Para los demás era un problema, una diversión… algo menos que humano.
—Un hombre vino a Shuruun durante la época de las pasadas lluvias —dijo Stark—. Su nombre era Helvi, y era hijo de un reyezuelo junto a Yarell. Vino en busca de su hermano, que había roto el tabú y huyó para salvar la vida. Helvi venía a decirle que le habían levantado la maldición y que podía volver. Ninguno de los dos regresó.
Los ojos diabólicos parecían divertidos, parpadeando entre los arrugas que los circundaban.
—¿Y qué?
—Yo he venido tras de Helvi, que es amigo mío.
De nuevo, se produjo la ondulación en aquel montón de carne, la expresión de risa que simulaba y gruñía con ecos de víbora a través de la bóveda.
—La amistad debe de estar grabada muy honda en ti, forastero. Ah, bueno. Los Lhari tienen el corazón tierno. Encontrarás a tu amigo.
Y como si aquello fuese la señal de terminar su silencio, la gente joven rompió a reír también, hasta que el vasto salón vibró de risas, devolviendo un eco como las carcajadas diabólicas en los lindes del Infierno.
Sólo el tullido no rió, pero inclinó su brillante cabeza por encima de lo que estaba tallando y suspiró.
La chica gritó:
—¡Todavía, no, Abuela! Guárdalo una temporada.
Los ojos fríos y crueles la enfocaron.
—¿Y qué quieres hacer con él, Varra? ¿Atarlo de una cuerda como Bor con su maldita bestezuela?
—Quizás… aunque creo que necesitaría una recia cadena para sujetarle —Varra se volvió y miró a Stark, descarada y brillante, midiendo la anchura y altura del hombre, conformando la curva de sus poderosos músculos y recorriendo la férrea línea de la mandíbula. Sonrió. Su boca era adorable, como la fruta roja del árbol del pantano, que trae la muerte en su ponzoñosa dulzura.
—He aquí a un hombre —dijo—. El primero que he visto desde la muerte de mi padre.
Los dos hombres de la mesa de juego se levantaron, con sus rostros enrojecidos y furiosos. Uno de ellos se levantó y cogió con brusquedad a la chica por el brazo.
—De modo que yo no soy un hombre —dijo, con sorprendente suavidad—. Cosa triste para quien tiene que ser tu marido. Es mejor que resolvamos eso ahora, antes de casarnos.
Varra asintió. Stark vio que los dedos del hombre se clavaban salvajes en el firme brazo de ella, pero la muchacha ni parpadeaba.
—Es hora de zanjarlo todo, Egil. Ya has aguantado bastante de mí. Llegó la hora de que me domes. Tengo que aprender a doblar la cabeza y a reconocerte como mi señor.
Por un momento, Stark pensó que la muchacha decía lo que pensaba, la nota burlona de su voz era muy sutil. Luego la mujer vestida de blanco, que en todo este tiempo no se había movido ni cambiado de expresión, emitió de nuevo la risa delgada y cantarina que ya había oído antes. Por eso, y por la obscura sofocación del rubor en la cara de Egil, Stark comprendió que Varra sólo devolvía al hombre sus propias frases. El muchacho emitió un ladrido de desprecio, pero de un codazo le obligaron a guardar silencio.
Varra miró fijamente a Stark.
—¿Quiere luchar por mí? —preguntó.
De pronto le tocó a Stark el turno de reír.
—¡No! —dijo.
—Muy bien, entonces. Lucharé yo por mí misma.
—Hombre —le espetó Egil—. Ya te enseñaré quién es el hombre, víbora repulsiva.
Se quitó el cinturón con la mano libre, doblando al mismo tiempo la muchacha, de modo que pudo tenerla bien al alcance. El animal de presa, un halcón terrestre, aferrado a su muñeca, batió las alas y gritó, moviendo a un lado y a otro su encapuchada cabeza.
Con un movimiento tan rápido que apenas fue visible, Varra le quitó la capucha y lanzó a la criatura directamente al rostro de Egil.
Él intentó hacerla huir, alzando los brazos para prevenirse de los espolones y del pico desgarrador. Las alas amplias batieron y martillearon. Egil gritó. El niño Bor se puso fuera del alcance y baileteó arriba y abajo gritando de alegría.
Varra permaneció tranquila. Las despellejaduras de su brazo se estaban ennegreciendo, pero ella ni se dignó tocarlas. Egil retrocedió tambaleándose para chocar contra la mesa de juego y lanzó por el suelo las piezas de marfil. Después tropezó con un cojín y cayó llano al tiempo que los hambrientos espolones desgarraban su túnica.
Varra silbó una llamada clara y perentoria. La criatura dio un último picotazo a la nuca de Egil y regresó malhumorada a su percha en la muñeca de ella. La chica la sujetó, volviéndose hacia Stark. El recién llegado sabía por su posición que la joven estaba a punto de lanzarle el ave contra él. Pero Varra le estudió y luego sacudió la cabeza.
—No —dijo ella, colocando el capuchón en la cabeza del animal—. Lo matarías.
Egil se había puesto en pie hundiéndose en la obscuridad, mientras se lamía un corte de su brazo con el rostro negro de rabia. El otro hombre miró a Varra.
—Si tú me estuvieras destinada a mí —dijo—. ¡Te quitaría el genio!
—Ven e inténtalo —respondió Varra.
El hombre, sentándose, se encogió de hombros.
—No es cosa mía. Yo mantengo la paz en mi propia casa —miró a la mujer de blanco y Stark vio que su rostro, aunque carente de cualquier expresión, había adoptado una mirada de abyecto miedo.
—Hazlo —dijo Varra— y, si yo fuera Arel, te apuñalaría mientras durmieses. Pero estás a salvo. Ella no tiene valor para eso.
Arel se estremeció y miró rápidamente a sus manos mientras el hombre empezó a recoger las desparramadas piezas.
—Egil te retorcerá el cuello algún día, Varra —dijo con indiferencia—, y yo no lloraré ante tu cadáver.
Durante este tiempo la vieja había estado comiendo y mirando, con sus ojos relucientes de interés.
—Bonita mirada, ¿verdad? —preguntó a Stark—. Llena de ánimos, peleándose como jóvenes halcones en el nido. Por eso los mantengo en mi torno, así… tengo algo que mirar. Todos, excepto Treon —señaló al joven tullido—. No hace nada. Es torpe y delicado, peor que Arel. ¡Menuda maldición me ha salido con mi nieto! Pero su hermana tiene fuego suficiente para los dos —y devoró un dulce, gruñendo de orgullo.
Treon alzó la cabeza, habló y su voz era como música, despertando ecos de vívida melodía en aquel lugar obscuro.
—Puede que sea torpe, abuela, y débil de cuerpo, y sin esperanza. Sin embargo, seré el último de los Lhari. La muerte está a la espera en las torres y se os llevará a todos antes que a mí. Lo sé, porque los vientos me lo han dicho.
Volvió hacia Stark sus sufridos ojos y sonrió, una sonrisa con tal tristeza y resignación que el corazón del terrestre se conmovió. No obstante, había en ella algo de agradecimiento, como si hubiera terminado alguna larga espera.
—Tú —dijo con suavidad—, extranjero de los ojos fieros. Te vi venir, salir de la obscuridad, y donde pusiste el pie, dejaste una huella de sangre. Tenías los brazos rojos hasta el codo y tu pecho estaba salpicado de rojeces y en tu frente había el símbolo de la muerte. Entonces supe, y el viento susurró a mi oído: «Es así, este hombre derrumbará el castillo y sus piedras aplastarán Shuruun y pondrán en libertad a los Seres Perdidos».
Rió, muy silenciosamente.
—Miradle, miradle todos. ¡Porque él será vuestro fin!
Hubo un momento de silencio y Stark, con todas las supersticiones de una raza salvaje metidas dentro de él, sintió frío hasta las raíces de su pelo. Luego la anciana dijo con disgusto:
—Idiota, ¿te avisaron los vientos de esto?
Y con asombrosa fuerza y puntería cogió un racimo de fruta y se lo arrojó a Treon.
—Tápate la boca con eso —le dijo—. Estoy hasta la coronilla de tus profecías.
Treon miró el jugo carmesí cayendo en regueros despacio por la pechera de su túnica, hasta gotear en la escultura de su regazo. La cabeza semideformada se cubrió de zumo. Treon se vio conmovido por una silenciosa alegría.
—Bueno —dijo Varra acercándose a Stark—, ¿qué piensas de los Lhari? Los orgullosos Lhari, que no se detendrían a mezclar sangre con el ganado de los pantanos. Mi medio cobarde hermano, mis primos insignificantes, ese pequeño monstruo de Bor que es el último retoño del árbol… ¿Te extraña que arrojase mi halcón contra Egil?
Aguardó una respuesta, la cabeza echada hacia atrás, los rizos plateados enmarcando su rostro como retazos de nubes tormentosas. Hubo una sacudida en ella que a la vez irritó y encantó a Stark. Un gato montés, pensó, pero poderosamente maligno, y valiente como un cachorro. Valiente… y honrado. Ella tenía los labios separados, a mitad de camino de la cólera y la sonrisa.
La cogió de pronto y la besó profundamente, apretando contra sí su ligero y esbelto cuerpo como si fuera una muñeca. No tuvo prisa en soltarla. Cuando por último lo hizo, sonrió y dijo:
—¿Era eso lo que querías?
—Sí —respondió Varra—. Eso es lo que quería —miró en su torno, con la mandíbula peligrosamente firme—. Abuela…
No se oyó más. Stark vio que la anciana estaba intentando incorporarse, su rostro púrpura por el esfuerzo y por el más terrible frenesí que él había visto jamás.
—Tú —carraspeó a la muchacha. En su furia se atragantó y su falta de aliento se acusó y entonces Egil vino con pisadas suaves hasta el interior de la luz, portando en su mano una cosa hecha de metal negro y de forma rara, con un cañón roano y grueso.
—Échate, abuela —dijo—. Tengo intención de utilizar esto sobre Varra…
Mientras hablaba, oprimió un botón, y Stark en el acto de brincar hacia el amparo de la obscuridad, se derrumbó y quedó yaciendo como un muerto. Allí no había habido sonido, ni fogonazo, ni nada, excepto una enorme mano que lo lanzó súbitamente dentro del aniquilamiento.
Egil acabó la frase:
—… Pero vi un blanco mejor.