IV

Media docena de personas vieron la acción y trataron de detener a la muchacha, pero evidentemente ella tenía práctica en aquel modo de operar. Si hubiera robado a alguien que no fuera un miembro de la Agencia Especial, probablemente habría escapado; en este caso Dan la siguió a través de la densa y doble columna del tráfico hasta llegar a los límites de Hyde Park.

Entonces el problema se redujo a dejarla que se cansara y tan pronto como ella le vio siguiéndole de cerca, renunció a proseguir la infructuosa huida. Dan esperaba que ella le distrajera tirando al suelo el «vagaestrellas» y escapando mientras se dedicaba a recogerlo, pero la muchacha no recurrió a truco tan viejo y efectivo. Se limitó a pararse, jadeando como un fuelle y claramente exhausta por tan breve persecución.

Dan se acercó a la joven extrañado por la mirada de desafío de sus ojos negros y advirtió lo desnutrida que parecía… cosa rara en una ciudad tan próspera. Sin embargo, nada dijo.

Al cabo de un momento, ella alzó el «vagaestrellas» con ambas manos, dejando que la correa bandolera arrastrara por el suelo. Como si hubiera adivinado el pensamiento del agente, dijo:

—No…, no me atreví a dejarlo caer. Podría haberse roto.

Su voz era llana y desapasionada, mientras Dan seguía mirándola con fijeza. Unos pocos segundos y la muchacha perdió el control de sus nervios y con violencia le tendió el «vagaestrellas».

—¡Tome, aquí lo tiene ya! —exclamó con un cortante tono de impaciencia. Dan no hizo el menor gesto de tomar el instrumento. Al no comprenderle, la muchacha se mordió el labio. Una expresión lunática apareció en su rostro.

—No… no irá usted a hacerme detener —sugirió.

—Me parece que no —dijo Dan.

La chica pareció animarse.

—¿Me permite que… lo pruebe? —aventuró ella. Dobló sus brazos sobre el «vagaestrellas» y lo apretó contra su pecho—. Le juro que es lo único que quería hacer con él. No tenía intención de venderlo o algo por el estilo.

Dan suspiró. Aquel era el robo más singular que se había tropezado en su vida. Alarmada, la joven se humedeció los labios.

—Si usted quiere algo… quiero decirle que… haré lo que me pida si me deja probar su «vagaestrellas». ¿Es eso lo que pensaba preguntarme?

—No. —Dan movió su brazo derecho como si fuera una serpiente al ataque y cogió la correa del instrumento, arrancándoselo de las manos antes de que la chica pudiera reaccionar. De un tris el aparato no chocó contra el suelo. Dan continuó con los ojos fijos en el rostro de la muchacha.

Por su horrorizada expresión parecía decir la verdad. De manera que aquélla era una de las jóvenes adictas que Redvers había mencionado y que también mencionaba en sus informes.

—¡Piojo asqueroso! —exclamó la muchacha—. ¿Verdad que también, de niño, se dedicaba a arrancarles las alas a las pobrecitas moscas?

Había demasiado psicopatía en la altiva dignidad de la chica para que Dan respondiera de modo automático. Comenzó a anudar la correa cortada del instrumento.

—¿Qué le pasa? —dijo—. ¿No tiene usted ninguno?

—Lo tenía. Mi madre me lo rompió hace una semana. Dijo que perdía con él demasiado tiempo. Por eso me fui de casa. Pero no puedo comprar uno nuevo y mi vida sin él es un «infierno», porque ya estaba obteniendo algo. Sé que iba a llegar a alguna parte. Durante meses estuve probando hasta empezar a llegar a la meta.

—¿No tiene amigos que le presten su aparato?

—Los he probado todos los suyos —dijo ella—. No me van bien. Vi el suyo y me di cuenta que era uno de los modelos que aún no había probado. ¿Me permite utilizarlo un poquito? Sólo para ver si me sirve. No creo que, siendo de otra clase que el que tenía, me sirva, pero es un tormento insufrible no poderse cerciorar. Mire.

Extendió su manita que temblaba como una hoja sacudida por el viento.

—¿Qué modelo tenía usted?

—Uno baratito… un Gale y Welcham… pero muy bueno. Vaya, era el modelo favorito de Watson. ¿Cómo habían podido progresar las cosas hasta ese punto? Parecía como si debiera prohibirse el «vagaestrellaje», al igual que se prohibieron las drogas peligrosas.

Curioso por saber si ella podía explicar la fascinación que extraía de la escucha, dijo él:

—¿Qué hay en el «vagaestrellaje» que se ha apoderado de usted hasta tal punto?

—¿Cómo puedo decírselo, si aún no lo sé? ¿Es usted un adicto, no?

—Soy un mero curioso. Puedo prescindir de ello. La muchacha hizo un gesto de desvalimiento, cerró los ojos y se tambaleó un poco. Dijo con voz débil.

—Supóngase que tiene usted un sueño, un sueño muy importante, en el que ve algo importante. Un retazo del futuro, por ejemplo. Y usted despierta y recuerda lo que ha visto, pero no lo que era. Es algo así, excepto que lo que usted vio es cuestión de vida o muerte. Si no logra recuperarlo más le vale degollarse.

—¿Tiene usted hambre? —dijo Dan—. ¿Ha comido ya hoy?

—No. Ni ayer tampoco. —Ella sonrió—. ¡Pero no importa! Extrañado, Dan sacudió la cabeza. —Allá hay un quiosco. Haré un trato con usted. Si come usted algo, le prestaré mi instrumento un ratito. ¿Hace?

Ella hizo una pausa antes de responder; sus ojos negros parecían enigmáticos. Por fin, dijo:

—Siento haber tratado de robárselo. Pero no es necesario que me invite. Dejaré de molestarle y trataré de encontrar a mis amigos.

Dan suspiró y la cogió del brazo. Ella no se resistió.

Incluso con la tacita de café en una mano y con bocadillos en la otra y en su regazo, la chica no dejó de mirar sino escasos segundos el «vagaestrellas» del agente. Dan estaba seguro de que hubiera tirado la comida de buena gana por colocarse en seguida el auricular, si él se lo hubiera permitido.

—¿Cómo se llama? —dijo tras dejarla engullir dos bocadillos y beberse una tacita de café.

—Lilith Miles.

—¿En qué se ocupa?

—En nada.

—¿De veras?

—Iba a una academia. Hice un trato con mi madre… seguiría estudiando si ella me dejaba proseguir con el «vagaestrellaje». No es que lo que una aprenda en los colegios tenga mucha importancia, después de que se empiezan a obtener resultados con el aparato. Pero mi madre se volvió atrás en lo dicho y me rompió el aparato mientras yo no estaba en casa. Por eso me fui, como le dije antes.

—¿Qué clase de resultados había llegado a obtener?

—¡No se puede explicar! —Hizo un gesto de impotencia—. Una simplemente se da cuenta que allí hay algo. No se puede expresar en palabras. Sin embargo, tiene un cierto sentido sorprendente. Hay personas que logran una cosa, otras consiguen algo distinto. Como un amigo mío que recibió noticias de su padre muerto en un accidente. Pero eso no sucede a menudo. Quiero decir que esa clase de cosas no tienen tanta importancia.

—Hay gente que pierde la razón, ¿verdad?

—Oh, mucha —el pensamiento no parecía conturbarla, lo que era más sorprendente aún que todo lo demás que ella hiciera o dijese—. Creo que esos son los que se atascan a mitad del camino. Se ponen impacientes y no saben esperar a ver todo el asunto claro. Otra amiga mía… empezó poniendo a las cosas nombres absurdos y se fue por ahí, diciéndoselo a todo el mundo, pensando que tenían algún significado. Pero, como es natural, no lo tenían. Lo que sale de un «vagaestrellas» no se puede expresar en palabras.

—¿Eso no le solivianta a usted?

—No. Es cómo la muerte… me refiero a la posible locura. Pues bien, al igual de la muerte… es cosa que sucede a los demás, no a nosotros mismos.

A su manera, claro, aquello era una observación aguda, tuvo que admitir Dan.

—¿Qué hay… qué hay de esas historias acerca de gente que desaparece? —preguntó dubitativo—. ¿Las conoce usted?

Un tono de sincera envidia crepitó en su voz.

—Hay algunas, ¿verdad? Lo captaron y… puff… se esfumaron.

—¿Sabe usted dónde se fueron?

—Si lo supiera estaría allí también, ¿no le parece? —Le miró turbada—. ¿Cómo es que usted no sabe nada de eso, o es que me está tomando el pelo?

—No, no le tomo el pelo. Quería conocer su punto de vista. Volviendo a los que desaparecieron… ¿había entre ellos algún amigo suyo?

Lilith sacudió la cabeza.

—¿Qué es lo que oyó decir acerca de ellos?

—Oh, lo que todo el mundo. No se habla mucho de eso. Es algo escabroso, ¿no? Pero ahí está el meollo, esa es la cosa.

—¿Y nadie sabe lo que les sucede realmente?

—No, hasta que sucede. A veces uno empieza a ver, cuando se escucha un «vagaestrellas». Se está a punto de lograrlo. Trata una de cogerlo y se le vuelve a escapar. Pero una está segura de que existe allí. Es como intentar coger con las manos un pez resbaladizo. Se falla diez veces, cien, pero cada vez uno se acerca más, uno lo hace mejor. Es preciso seguir intentándolo. Uno ha de tener tanta hambre de pescado que no se atreva a ponerse impaciente; es necesario conservar la calma y concentrarse, y seguir probando. ¿Me permite ensayar ahora su «vagaestrellas»?

Arrojó su segunda taza de café al sumidero más próximo y extendió las manos para coger el instrumento sin aguardar respuesta. De mala gana Dan le permitió abrirlo; después de todo, ése había sido el trato.

—¡Qué bonito es! —exclamó ella con tono impresionado—. Por fuera ya me imaginé que sería un buen aparato, pero viéndolo es estupendo, ¿no? Jamás había utilizado antes un modelo con célula a combustible. ¿Cómo se aumenta el volumen?

La enseñó a manejar los mandos y la muchacha se colocó el auricular en el oído, se arrellanó y cerró los ojos.

Toda la prematura dureza desapareció de su carita; las líneas tensas de junto a su mal humorada boca se desvanecieron y empezó a sonreír un poco. Dan la observaba con ansiedad. Tenía un oscuro sentimiento de culpabilidad, como si se hallara fomentando la corrupción de una menor y, sin embargo, era agradable ver el cambio sufrido por su carita.

Movió el mando de ajuste con paciente y sumo cuidado, buscando la adecuada sintonía, que Dan no advirtió cuando dejó ella de maniobrarlo. Entonces empezó a preguntarse cuánto tiempo le permitiría usar el chisme, lo que diría ella si la interrumpía e incluso el pensamiento era ridículo, pero se arrastró subrepticiamente por su cerebro si ella podría desaparecer de su presencia, desvanecerse ante sus ojos.

Se estremeció. Arreciaba el fresco al caer la tarde y el tráfico de una de las horas puntas iba llenando las calles cercanas, pero no se estremecía por eso. Encendió un cigarrillo y se forzó a ser tan paciente como la chica. A veces la gente que iba o venía por el parque les miraba al pasar, pero no con mucha frecuencia. Parecía que el «vagaestrellaje» era demasiado corriente para provocar la curiosidad pública.

Casi media hora había pasado y se estaba preparando a dar media vuelta al mando y quitarle el instrumento, cuando ella se agitó y abrió los ojos. Parecía vagamente desencantada. Se quitó el auricular y cerró la caja con un suspiro.

—¿No le dio resultado? —dijo Dan.

—Oh, fue estupendo —la voz de la muchacha era cálida—. Creo que podría acostumbrarme a emplearlo. Es mucho irás potente que mi antiguo chisme, así que resulta más difícil elegir lo que importa. Pero de todas maneras, fue estupendo. ¿Me permitirá volverlo a utilizar… alguna vez? De momento no me es posible concentrarme más.

Dan dudaba. Aquella chica podría resultar una molestia si continuaba apremiándole para que la dejara utilizar el «vagaestrellas». Por otra parte, sería útil —y quizá instructivo— observar y hablar con alguien que pretendía saber lo que era en realidad el «vagaestrellaje».

—Por favor, dígame que sí —suplicó ella.

Dan extendió las manos y asintió.

La muchacha corrió como un monito y se puso en pie de un salto.

—Le llamé piojo —dijo—. Lo siento. ¿Podré volverlo a probar por la mañana? Usted es americano. Supongo que se aloja en algún hotel, ¿no?

—Sí. Y le diré cuál hotel es y quién soy yo con una condición.

—¿Que no me ponga impertinente? Le prometo que no. La joven era todo un carácter, fuera cualquiera el jaleo en que se hubiese metido. Cuando le hubo dicho lo que ella quería saber, se marchó cruzando el césped con las manitas en los bolsillos, silbando satisfecha. Al cabo de unos instantes, empezó a saltar de huella en huella, de pisada en pisada dejada por anteriores paseantes, como si la alegría embargara su alma juvenil.

Una vez se perdió de vista, Dan abrió el «vagaestrellas» de nuevo y se colocó el auricular, impulsado por la curiosidad. El mando de ajuste de sintonía permanecía en el lugar que tanto pareció complacer a la joven. Dio más volumen y aguardó.

No, no salía nada bueno. Sonaba como una docena de banjos tocando al unísono en una fiesta, una cierta cantidad sistemática de chillidos ácidos y de silbidos. Era una cosa que ya había sintonizado la primera vez que probó el instrumento y, por cierto, que la disgustó una enormidad.

Y Lilith poseyó un Gale y Welcham y Dan sabía que esos instrumentos tenían una calidad en verdad atractiva. ¿Cómo podía aquel ruido desagradable relacionarse con lo que Watson le había hecho probar? Además: ¿cómo iba a poder tener un significado concreto?

Bueno, había aprendido ya muchas cosas, eso no lo podía negar. Lo más seguro en todo aquel embrollo, era que cuanto más aprendía, más confuso se sentía. Se puso en pie y comenzó a alejarse lentamente.